lunes, 12 de septiembre de 2016

EL ANONIMATO: CAPITULO 16




Pedro sentía nauseas al pensar lo que podría haberle ocurrido a la pequeña Catalina si Medianoche se hubiera puesto agresivo. Tampoco podía olvidarse de que Paula podría desafiarlo deliberadamente, a pesar de lo que había prometido. Sentía una extraña sensación en el estómago que no desaparecería hasta que volviera al rancho y viera que Paula estaba bien.


—¿Qué estás pensando? —le preguntó. Esteban, mientras regresaban a casa después de un largo día—. ¿O debería pensar en quién?


—Mira, tú eres el que ha hecho que la seguridad de Paula sea preocupación mía. ¿Te extraña que no deje de pensar en lo que habrá hecho hoy mientras estábamos fuera?


—¿No te prometió que no haría nada peligroso?


—Sí, pero su definición de peligroso probablemente difiere significativamente de la mía.


—No romperá su promesa.


—Si tú lo dices…


—No confías en nadie fácilmente, ¿verdad?


—Nunca he tenido razón para hacerlo. Muy pocas personas de las que he conocido mantuvieron su palabra.


—Lo siento. Debió de ser muy difícil crecer con ese peso encima.


—Es una lección que un hombre debe aprender tarde o temprano, pero a mí me ocurrió antes de lo debido.


—En eso te equivocas. La mayoría de las personas son honradas y dignas de confianza si se les da la oportunidad.


—Tú puedes decir eso con personas como tu abuelo o Karen —dijo Pedro, aunque todavía no conocía al anciano indio.


—Paula es una de las mejores amigas de Karen —señaló Esteban—. ¿De verdad crees que podrían llevarse tan bien si no estuvieran cortadas por el mismo patrón? Todas ellas, las cinco, son leales hasta el límite. Tenlo en cuenta en caso de que sientas la tentación de hacer algo que pudiera hacer daño a Paula.


Pedro suspiró al oír aquella advertencia. No pensaba discutir con Esteban. De hecho, una parte de él rezaba para que su jefe tuviera razón, pero le parecía demasiado pronto para confiar en ella.


—Mantén una mente abierta —añadió Esteban, mientras se acercaban al rancho—. No voy a decirte nada más.


—Haré lo que pueda —prometió Pedro.


Sin embargo, cuando entró en el establo, le resultó muy desconcertante encontrarse con Paula, con la ropa y las botas cubiertas de polvo y de suciedad, como si hubiera estado peleándose con un cerdo. Estaba seguro de que no estaba de aquella manera por haber estado sentada todo el día tomando una limonada. Y eso que se lo había prometido…


—¿Has tenido un día duro? —le preguntó, mientras la estudiaba atentamente para ver si tenía hematomas o arañazos.


—En realidad, ha resultado bastante productivo.


—¿De verdad?


—He estado compitiendo con un animal para ver cuál de los dos era más fuerte.


—¡Maldita sea, Paula! —exclamó Esteban, sintiendo que la ira se apoderaba de él—. Ya te advertí que no te acercaras a Medianoche. ¿Qué te llevó a desafiarme, especialmente cuando me lo prometiste? Eres una mujer típica. Tenías que hacer lo que te venía en gana, ¿verdad? ¿Está bien el caballo?


—Medianoche está bien, idiota. Yo no te he desdeñado. Fue Señorita Molly la que se negó a salir del corral.


—¿Qué la Señorita Molly hizo eso? ¿Te tiró al suelo?


—Cinco veces.


—Veo que no aprendes con rapidez.


—En realidad, iba a darle diez oportunidades, pero cedió a la sexta —dijo ella, con expresión cansada pero triunfante—. Alcanzamos un acuerdo. Una vuelta por el corral a cambio de zanahorias de postre para esta noche.


—¿De verdad que estás bien? —insistió él, acercándose a ella para comprobar su estado.


—Creo que tal vez mi trasero no sea el mismo durante cierto tiempo, pero, aparte de eso, estoy bien.


—No esperaba que progresaras tanto con ella en tan poco tiempo.


—Bueno, pues parecía bastante dócil cuando la saqué del corral. Pensé que le vendría bien el paseo. Me equivoqué.


—¿Cómo está ahora?


—Ojalá pudiera decirte que esto ha resuelto todo, pero no es así. Se volvió directamente a su pesebre, no hizo ni caso a la comida y me dio la espalda. Me recuerda a una niña que trata de reafirmarse después de que la hayan obligado a comerse unas espinacas. Al menos, hoy ha hecho un poco de ejercicio. Tal vez mañana todo vaya mejor.


Pedro se sentía dividido entre el deseo de ir a ver a la yegua y el anhelo por tomar entre sus brazos a Paula. Tras haberse desprendido de la ira y del miedo, sentía un irrefrenable deseo de abrazarla. Como esto último le pareció una mala idea, decidió ir a ver a la Señorita Molly.


El animal estaba muy quieto en su pesebre, con un aspecto tan triste como siempre. Levantó las orejas cuando él entró, pero no hizo por acercarse a él.


—Vaya. Me han dicho que te has divertido un poco hoy —dijo, acariciándole suavemente el cuello—. ¿Sabes una cosa? Paula solo está tratando de ayudarte. No está bien tirarla al suelo una y otra vez.


Se metió la mano en el bolsillo y se sacó un montón de trozos de zanahoria y extendió uno de ellos. La yegua se lo comió delicadamente y trató de buscar más. Pedro le dio un par de ellos, para luego guardarse el resto en el bolsillo.


—Muy bien, tragona, ya está. Sé que Paula también te ha estado dando zanahorias. Me dijo que fue así como te recompensó por tu cooperación de hoy. La próxima vez tal vez no sea tan generosa.


Señorita Molly relinchó suavemente. Entonces, se giró y le dio la espalda. Evidentemente, sin las zanahorias, no quería nada con él. Pedro dio un paso atrás y murmuró una maldición.


—Las fuertes palabras no van a servirte de nada —dijo Paula, suavemente.


—No se trata de eso, sino de ver cómo un estupendo animal pierde el ánimo de esta manera. Es como si algo le estuviera sorbiendo la vida. Mira —añadió, al ver que Paula parecía a punto de decir algo—, no empieces con la tontería esa de la añoranza.


—¿De verdad crees que es una tontería? Los caballos también tienen sentimientos. Les toman afecto a las personas y a los otros caballos. Piénsalo. ¿Había alguien en el viejo rancho que solía pasar más tiempo con ella? ¿Había algún caballo con el que le gustara estar?


—No —respondió él, con impaciencia—. Tal vez debería volver a llamar al veterinario.


—Depende de ti, pero creo que estás desperdiciando el dinero.


Pedro no estaba dispuesto a discutir aquella ridícula idea con ella, no cuando no podía apartar la mirada de una mancha de tierra que ella tenía en la mejilla ni de la paja que se le enredaba en el cabello.


—Ven aquí —murmuró.


—¿Por qué?


—No te voy a morder. Ven aquí.


—¿De qué se trata? —preguntó Paula, tras dar un par de pasos con cautela.


Con una sonrisa en los labios, Pedro se sacó un pañuelo limpio del bolsillo y le limpió la mancha. Notó con satisfacción que los hermosos ojos de Paula se abrían de par en par ante aquel gesto. Entonces, le agarró la barbilla y le retiró la paja. Cuando le acarició la suave piel, sintió que ella temblaba.


—Eso está mucho mejor —dijo—. Paula trató de apartarse de él, pero Pedro la agarro de los hombros—. ¿Estas segura de que te encuentras bien?


—¿bien?


—Todas esas caídas no te habrán causado alguna lesión, ¿verdad?


—Bueno, estoy algo dolorida —murmuró ella, comprendiendo por fin—, pero todavía no me he mirado en un espejo la parte sobre la que aterricé.


—Yo podría hacerlo por ti…


—Eso es lo que tú quisieras.


—En realidad, así es.


—¿Qué es lo que estás diciendo, Pedro? —Pregunto Paula, completamente atónita por su sinceridad.


—Que te deseo. Dios sabe que no quiero hacerlo, pero no puedo evitarlo.


—Si te hace sentir tan incomodo, tal vez deberías seguir luchando contra ese anhelo—, replicó ella con el ceño fruncido.


—Probablemente debería hacerlo —musitó él mientras le acariciaba suavemente la delicada piel de las clavículas. Noto que el pulso se le aceleraba y que el rubor cubría las mejillas de Paula—, pero entonces me pregunto por qué tenemos que negarnos algo que promete ser tan increíble.


Se atrevió a acariciarla más osadamente y le rozó con delicadeza la curva del seno, haciéndolo de manera que el pezón se le irguió contra la tela de la blusa. Al mirarla, vio un inconfundible deseo en sus ojos y sintió que su propio cuerpo se endurecía de anticipación.


—¿Pedro? —preguntó ella, al verlo excitado.


Él no sabía si se trataba de una pregunta o de una súplica. 


Le retiró el cabello de la cara y le frotó el pulgar contra el labio inferior. El pulso empezó a latirle con fuerza en el momento en el que Paula lo dejó perplejo cuando se lo metió en la boca y empegó a chuparlo.


El juego había comenzado con un deseo que Pedro no parecía saber cómo enfrentarse. En aquel momento, todo se había hecho mucho más serio. No sabía cuál sería el resultado de todo aquello.


Se acercó aún más a ella, hasta que apretó el cuerpo de la joven contra el calor de su erección. Durante un instante, aquello fue más que suficiente, pero entonces una potente agonía se abrió paso a través de su cuerpo, una agonía que se prolongó hasta que él bajo la cabeza y se unió a la de Paula en un apasionado beso.


Desde el principio había sospechado que Paula era una mujer apasionada, pero no había esperado que el deseo prendiera entre ellos con tanta facilidad. Ella le tiraba frenéticamente de la camisa, de la hebilla del cinturón y le recorría la piel desnuda con las uñas. Pedro le quitó la blusa y el sujetador con un único movimiento que terminó con los botones saltando por el aire y las ropas amontonadas en un rincón del establo. Los suaves gemidos de Paula eran suficientes como para devolverle la vida a una estatua, sus caricias abrasadoras, tanto que le robaban el aliento y hasta el último retazo de cordura.


Entonces, Pedro la tomó entre sus brazos y la llevó hasta una cama de paja limpia. Luego se quitó la camisa, la colocó encima del heno y tumbó a Paula encima. Ella no protestó por la improvisada cama, sabiendo como él que nunca
podrían haber llegado a la casa. Afortunadamente, tenía un preservativo en la cartera. Esperaba que no se hubiera estropeado durante todo el tiempo que llevaba allí.


Paula estaba tratando de quitarse los vaqueros, lo que no resultaba fácil con las botas puestas.


—Espera un momento… ¿Y si nos tomamos las cosas con más calma? —sugirió él.


—No —replicó ella, con voz impaciente, mientras tiraba de una bota.


Pedro oyó algo en su voz que despertó las señales de alarma, La urgencia del deseo era una cosa. El pánico otra muy distinta.


—Paula, ¿qué prisa hay?


En aquel momento, ella dudó. La confusión que vio en sus ojos estuvo a punto de romperle el corazón, por no hablar del efecto que tuvo en su libido.


—¿Tienes miedo de cambiar de opinión? —le preguntó.


Paula cerró los ojos y se quedó inmóvil. Entonces, suspiró, y volvió a abrir los ojos para mirarlo muy fijamente.


—Tal vez.


—En ese caso, no tenemos por qué hacer esto. Así de sencillo.


—Pero yo te deseo…


—Lo sé, pero no tanto como yo te deseo a ti. Puedo esperar.


—Voy a estar despierta toda la noche porque tú seas tan noble.


—Entonces, únete al club —replicó él, sonriendo ante la evidente frustración que había en su voz—. ¿Qué te parece si en vez de eso nos vamos a cenar? Tal vez una buena botella de vino o un par de cervezas ayuden a calmarnos.


—¿Y quién va a cocinar?


—Yo.


—¿Sabes cocinar?


—Sí, si no eres muy picajosa sobre lo que comes. ¿Te parece bien una tortilla?


—Me suena a música celestial.


Pedro fue a recoger la blusa y el sujetador, antes de cambiar de opinión.


—Siento lo de la camisa. Te compraré otra.


—Sé que lo harás, pero una que lleve corchetes —comentó ella, con una sonrisa.


—Buena idea. Ahora, márchate antes de que mis nobles intenciones se pierdan por el estado de mis hormonas.


—¿En tu casa dentro de media hora?


—Perfecto.


Mientras se dirigía hacia su casa, Pedro pensó que tal vez no lo fuera tanto.


¿Cómo diablos iba a poder controlar las manos toda la noche cuando sabía exactamente lo que Paula sentía con sus caricias?






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