lunes, 22 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 3




Paula


¡Dios! Hay que ver qué rápido pasan quince días…Casi no he tenido ni tiempo de asimilar la noticia. Aquí estoy, metida en el coche camino de Navarra. Me esperan cinco largas horas de conducción por delante hasta llegar.


Conforme avanzo, veo como los grados van bajando en el termómetro de mi Golf. No sé si voy a sobrevivir al frío… He visto en las noticias que en los próximos días nevaría y, sí, lo cierto es que la nieve queda muy bonita en las fotos y en las películas, pero en la realidad no nos llevamos nada bien. A mí lo que me van son las temperaturas cálidas; a poder ser de más de treinta grados. Lo sé, más que cálidas son asfixiantes, pero ¿qué se puede esperar de una valenciana como yo?


Las dos últimas semanas han sido una absoluta locura. 


Gracias a Dios que mi nuevo director se ha ocupado de buscarme alojamiento en el pueblo en el que voy a trabajar porque yo he ido de cabeza.


Le he alquilado el loft en el que vivo a mi hermana. Así no he tenido que vaciar mis trastos, me saco un dinerillo extra y ella ha podido independizarse al fin (porque, como buena hermana que soy, el precio es, en realidad, simbólico). Creo que es la que más se ha alegrado con lo de mi traslado.


En fin, al menos ha sido bueno para alguien.


Estos días me los he cogido libres para poder tener tiempo de organizarlo todo y lo cierto es que he aprovechado hasta el último minuto. He ido de tiendas con las amigas, he comido con mis padres y mi hermana y, hasta he salido a cenar con Santi. Bueno, a cenar y a lo que sigue…


Santi y yo nos conocimos hace ya unos cuantos años, cuando todavía estudiábamos en la universidad, a través de un amigo común. Santi iba un par de cursos por delante, pero, como tenía asignaturas pendientes, coincidíamos en algunas clases. Nos caímos bien al instante y durante un par de años salimos juntos, pero cuando llegó el momento de formalizar la relación ambos nos echamos atrás, no estábamos preparados.


Él no se sentía capaz de comprometerse y yo… bueno, aunque Santi siempre me ha parecido muy atractivo, sabía que en el fondo no era para mí. Siempre he sentido que era demasiado mujeriego. Vamos, que no era hombre de una sola mujer. Lo curioso es que seguíamos llevándonos bien, mantuvimos la amistad a lo largo de los últimos años de carrera y cuando envíe el currículum para hacer prácticas en el Banco del Turia, como ya trabajaba allí, movió algunos hilos en el departamento de Recursos Humanos para que me hicieran una entrevista. Entré en la entidad por méritos propios, pero el empujoncito que me dio no me vino nada mal.


Al reencontrarnos en el banco, retomamos en cierto modo nuestra relación, pero sabiendo siempre que no era nada serio.


Por desgracia, aunque sé que lo hubiera hecho de haber podido, no ha conseguido hacer nada para evitarme el traslado. Él ahí ni pincha ni corta. Esto venía de más arriba y me ha tocado comérmelo con patatas. Era eso o el paro y, oye, que aunque una tenga una carrera, un máster y hable dos idiomas la cosa no está fácil. No, no, ahora no encuentras trabajo ni a la de tres. Así que aquí estoy; más concentrada en ver cómo siguen bajando los grados en el termómetro que en la carretera.


Suspiro y fijo la mirada en el asfalto que se extiende ante mí. 


Me temo que este va a ser el último que voy a ver en mucho tiempo.


Debo estar cerca ya. Acabo de coger la salida de Latasa-Urritza 117 y lo que tengo antes mis ojos es una pequeña carreterita rodeada de prados, bosques de hayedos y algún pequeño pueblito o algún caserío suelto. Nada de fincas de pisos ni nada que recuerde a una ciudad. Campo puro y duro.


Y eso no es lo peor, no. El termómetro está ya en el grado. 


Espero no verlo bajo cero porque moriré. Soy una friolera de cuidado. ¡Dios, espero que haya calefacción en la casa!


La casa… Ahora tengo que encontrarla. Según la dirección que me dio el que va a ser mi casero, se encuentra entre el pueblo en el que voy a trabajar y el pueblo de Arrarats. Por lo que me indica el TomTom, no debe quedar mucho. Menos mal, estoy agotada de tanta conducción.


Unos cuantos minutos más tarde me encuentro frente a un enorme caserío. Lo cierto es que es precioso y está muy bien conservado: con sus paredes de piedra gris, su portón de madera, sus ventanas adornadas con flores… Y además resulta la mar de original porque veo que la planta superior está conectada con la ladera que tiene a su derecha por un pequeño puente. Frente a la casa hay una enorme nave que parece estar dedicada a la ganadería. Todo el conjunto está enmarcado, como no, por los verdes prados, los hayedos y un pequeño riachuelo.


Sí, es de lo más bucólico. No puedo negar que la estampa es bonita. De postal. Aunque yo no viviría aquí ni muerta. Un fin de semana de casa rural, puede. Pero aun así me parece demasiado tiempo para estar fuera de la civilización. Para mi desgracia, no sé cuánto tiempo voy a tener que permanecer aquí. ¡Ay, cómo voy a echar de menos mi loft de obra nueva y las tiendas del centro!


Aparco el coche en una pequeña explanada de asfalto que hay junto a la granja, saco mis trastos del maletero y me pongo el anorak. ¡Joder, sí que hace frío! Menos mal que he sido precavida y me he traído ropa de mucho abrigo porque el tiempo no se parece en nada al de Valencia. Que sí, que sí… que aquí el frío es seco y no es como en la costa que por culpa de la humedad aunque te abrigues mucho sigues sin entrar en calor, pero es que en la costa no recuerdo yo haber visto los termómetros marcar esta temperatura. Ni en pleno invierno como estamos ahora.


En fin, lo mejor será darse prisa. Cuanto antes entre en casa antes dejaré de helarme.


Llamo al timbre y espero a que me abran mientras rezo para que, al menos, el casero sea agradable y no sea de esos que se mete en tu vida y se queja de cualquier cosa que haces en el piso.


Escucho una voz que gruñe y, de pronto, la puerta se abre dejándome boquiabierta por lo que tengo frente a mí.


¡Mi casero está buenísimo!


Sí, la camisa a cuadros que lleva y los vaqueros viejos le dan un toque rural, pero hay que reconocer que está de muy buen ver. Tiene una espesa mata de pelo rubio oscuro y unos ojos azules que me observan sorprendidos.


—Ho… hola —tartamudeo. ¿Se puede saber por qué me pongo nerviosa? Si no debe ser más que un ganadero—. Soy Paula —murmuro al tiempo que le tiendo la mano sin poder apartar la mirada de sus ojos.


Lleva una barba de dos días y, aunque odio a los tíos que no se afeitan a diario, no se puede negar que le favorece. Por no hablar de la sonrisa Profident que completa el conjunto.


¿En serio que este es mi casero? He muerto y estoy en el cielo.


ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 2




Pedro


—¡Joder! —dejo caer las facturas sobre la mesa y me desplomo de golpe sobre la silla. Las cuentas no salen ni a tiros. Está visto que la ganadería ya no es lo que era. Ni con las subvenciones que recibo de la Unión Europa me salen las cuentas… Entre la competencia de precios, lo que cuestan los piensos… pues que no me cuadran los números.


Me levanto y me acerco a la ventana. Frente a mí se extiende un verde prado en el que campan a sus anchas varias de mis reses, una regata que lo cruza y un bosque de hayedos que se extiende a lo lejos. De pronto, vislumbro varias manchas negras esparcidas sobre la hierba. ¿Qué cojones es eso? Agudizo la mirada y me doy cuenta de que no se trata de manchas sino de agujeros.


—¡Mierda, mierda! —grito para mí al tiempo que me dirijo a grandes zancadas hasta el trastero para sacar la escopeta—. Los malditos topos están destrozando el prado. Ya me tienen harto.


Me pongo el Barbour antes de salir, fuera hace un frío de mil demonios y voy en mangas de camisa. Abro la puerta, compruebo que el arma está cargada y me preparo para disparar.


«Se van a enterar estos bichos.»


Unos cuantos topos muertos más tarde me meto en la ducha y suspiro al sentir el agua caliente sobre mi piel. Ha sido un día duro. Las cuentas no me cuadran y estoy agotado de tratar de encontrar una salida. Lo que menos me apetece ahora es cocinar así que, pese a que tengo entumecido cada músculo de mi cuerpo por la larga jornada, me visto de nuevo y me dirijo a cenar a la posada del pueblo. Un buen chuletón y un vaso de sidra me reviven seguro.


Elena, la dueña de la posada, me acomoda en una mesa junto a otros habitantes de mi pequeño pueblo. Apenas si somos cincuenta personas en invierno y, además, la mayoría de mis vecinos son de mediana edad. Vamos, que este lugar no destaca por su vida social. Aun así, me gusta. Nací y me crié aquí, así que siento que, en el fondo, este es mi sitio. 


Viví un tiempo en la capital, pero llegué a la conclusión de que no era para mí.


Mi pueblo se encuentra en el valle de Basaburúa, está rodeado de bosques de robles y hayas, y se compone de cuatro calles en las que los entretenimientos que tenemos se limitan a la casa de la cultura, el frontón y la posada en la que me encuentro ahora mismo. Lo que pasa es que, aunque la pelota vasca me gusta, a mí me van más otro tipo de aficiones. Como buen hombretón del norte que soy, me gusta la escalada y, como la costa del País Vasco está muy cerca, también soy aficionado al surf.


Engullo en un santiamén y en silencio el plato que tengo frente a mí, hoy tengo demasiadas cosas en la cabeza como para ponerme de cháchara con nadie. Solo pienso en llenar el estómago y volver a casa para dormir como un tronco. Lo necesito. Ayer de madrugada nació un ternerito y apenas he descansado en todo el día. Estoy reventado.


—¡Elena! —El que habla es Juan Ignacio, el director de la oficina bancaria del pueblo y que está sentado en una mesa contigua a la mía—. ¿Tú no sabrás por casualidad de alguien que alquile un piso o una habitación en el pueblo?


La posadera se acerca a él y entorna los ojos.


—¿Te ha vuelto a echar de casa Maria? —pregunta suspicaz.


Indignado, el director levanta la cabeza y se yergue orgulloso.


—Pero qué bobadas dices… Maria no me ha echado de casa en la vida.


Elena se gira hacia mí y me guiña un ojo. Yo no puedo evitar soltar una carcajada. De todos es sabido en el pueblo que a Juan Ignacio le gusta irse de picos pardos sin su mujer y hemos perdido la cuenta de las veces que le ha hecho dormir a la intemperie a pesar de los años que ya calza en sus botas el director. La última vez lo encontré durmiendo entre mis vacas.


—Juan Ignacio, ¿quieres que te acoja en casa esta noche?


Prefiero invitarlo a dormir antes que encontrármelo entre mis pobres animalitos. Se ponen nerviosas. Por lo visto tienen tan mala opinión de él como su mujer. No es un mal tipo, pero como su mujer lo lleva más tieso que un palo, a la que puede desaparece y se va de sidrerías. Es un elemento. Con lo serio que parece en la oficina y ¡luego es un juerguista!


Me mira irritado.


—Desde luego… ¡menudo concepto tenéis de mí! —gruñe—. Pero dejémoslo, no tengo tiempo para discutir con vosotros. Lo pregunto porque dentro de quince días trasladan a una chica nueva a la oficina. Es de Valencia y no tiene donde alojarse. Tengo que buscarle un sitio, al menos para los primeros días.


—Pues la casa rural está a tope. No creo que tengan ni un cuarto libre —comenta Elena.


—Ya lo sé —replica Juan Ignacio—. He llamado esta mañana, a esa y a todas las de la contornada. Llenas. Todas y cada una de ellas.


—Es que estamos en época de sidrerías —apunto—, aunque eso ya debes saberlo, Juancho… —No puedo evitar soltarle esta pullita. Cabrearlo es demasiado fácil.


La mitad de los comensales de la sala empiezan a reír al escuchar el comentario.


—Muy bien, graciosillo, veo que no tienes ganas de ayudar. Ya me las arreglaré yo solo para encontrarle un piso, una casa o lo que sea.


Es en ese instante cuando me doy cuenta de que Juan Ignacio tiene la respuesta a mis problemas económicos. El caserío en el que vivo —y que heredé de mis padres— está dividido en dos casas. Ellos lo reformaron en su día con la esperanza de que así yo me quedase a vivir allí. Por desgracia, hace ya unos años que no siguen entre nosotros y una casa lleva vacía desde entonces. Alquilarla supondría un gran alivio para mis problemas económicos.


—Juancho, deja de preocuparte. Creo que acabo de dar con la solución.


El hombre enarca una ceja y me mira sorprendido antes de preguntar:
—¿Y se puede saber cuál es?


—Puede quedarse en el caserío, no me vendría mal alquilar el piso de arriba.


—¿Contigo? —Elena no puede evitar sorprenderse ante mi afirmación. Me conoce bien y sabe que me gusta estar solo, lo cual es cierto. Lo que menos me apetece es meter a una extraña en casa. Menos todavía a una que trabaja en un banco. Los detesto. Pero las cuentas no salen y ese ingreso extra me vendrá de perlas así que no queda otra que sacrificarse.


Asiento decidido.


—¡Pues no se hable más!


Juan Ignacio nos invita a una rondita de txacolí para celebrar la noticia. Un quebradero de cabeza menos para él y otro más para mí.


Lo cierto es que aunque sé que ese dinero me va a librar de vérmelas con los bancos ahora me va a tocar tener a la banca en casa. Espero que no sea peor el remedio que la enfermedad, porque la banca siempre gana.


ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 1





Paula


Hoy es mi último día de sufrimiento.


Hace ya más de un año que empezó el calvario. Trabajo en el Banco del Turia, una entidad de las de toda la vida con sede en Valencia; la ciudad donde vivo y en la que nací. La crisis, la maldita crisis. ¿Quién hubiera dicho que el banco sería intervenido, que el FROB tendría que inyectarle dinero y que, más tarde, sería adjudicado a otro banco por el precio simbólico de un euro? Yo, desde luego, no.


Empecé a trabajar en el banco al terminar la carrera. Como casi todos los que entraron en mi época, entré en la entidad tras haber realizado allí las prácticas como cajera. A partir de ahí mi evolución fue como un tiro: en cuanto me hicieron fija me pasaron a mesa como comercial y al año me nombraron subdirectora. Hace doce meses, cuando ya me frotaba las manos con el cargo de directora, el Banco de España tuvo que rescatarnos. Mi gozo en un pozo.


Lo que hasta entonces había sido un camino de rosas se convirtió en un tortuoso camino empedrado hasta el día de hoy. Un camino que incluía algunas piedras —o pedruscos— como un ERE en el que casi la mitad de los compañeros habían sido despedidos o la absorción de nuestro pequeño y familiar banco por uno mayor. Esto resultó bastante duro. Nuevos compañeros, nuevos jefes, nuevas normas, nuevo programa informático… Vamos, casi nada.


Y para rematar la faena habían llegado los traslados.


Los temidos traslados. Traslados que bien podían ser a otras ciudades de España o a localidades más pequeñas. Eso es lo que me aterraba. Hacía un mes que nos lo habían comunicado y yo no había vuelto a dormir de un tirón. Y eso que soy una marmota. Pero ya no. Todas las noches me meto en la cama y los ojos se me abren como platos y el corazón se me pone a mil. Ni las infusiones relajantes me hacen efecto; nada. Porque si hay algo para lo que no estoy preparada, ni lo estaría en un millón de años, es para que me trasladen a una zona rural.


No, no y no. Yo soy una chica de asfalto. A mí lo que me gusta es la ciudad, el campo está bien para una excursión de un día. Bueno, en realidad ni eso, porque luego cuando estoy allí me molestan las moscas y se me hunden los tacones en la hierba. Yo prefiero ir de excursión a Zara y recorrerme la calle Colón en una tarde de shopping. 


Además, tengo el convencimiento de que en mis maratones de compras quemo las mismas calorías que en una jornada de senderismo. Puede que más. Por no hablar de la poca cobertura que suele haber en esas zonas y yo sin móvil y sin internet no sé vivir.


O sea, que si me trasladan a un lugar de esas características, moriré.


Miro el teléfono y rezo para que no suene. Los de arriba llevan un mes informando a la gente. Hoy es el último día. 


Solo quedan dos horas para cerrar la oficina. Solo dos horas y podré respirar tranquila. Si no me llaman hoy es que me he librado. Que me quedo. Podré continuar con mi rutina.


Pero tengo miedo. No puedo negarlo. Una clienta se sienta en mi mesa y aunque me habla no la escucho. Parece ser que se le ha cobrado alguna comisión o algo así. Asiento comprensiva mientras me pregunto si no debería descolgar el teléfono. Si la línea está ocupada no podrán contactar conmigo. ¡Es una idea brillante!


La señora frunce el ceño, se ha dado cuenta de que no le estoy haciendo ni caso. Sonrío con dulzura y le digo que no se preocupe, que le devolveré lo que le han cobrado. Ya que estamos, intento venderle un seguro, pero no cuela. Esta es una hormiguita, de las que ahorra y no gasta un duro. Menos en seguros que no necesita.


Al final no descuelgo el teléfono, hay otras cuatro líneas en la oficina. Si me quieren localizar lo harán. Al fin y al cabo, los de Recursos Humanos también tienen mi móvil.


Suspiro y miro el reloj. Los minutos parecen horas. Dios, qué larga se me está haciendo la mañana. Y, encima, el abuelito que se me ha sentado ahora en la mesa quiere cancelar un plazo fijo. Buf, lo que me faltaba. Pongo los ojos en blanco y me centro en lo que me dice.


Una hora más tarde empiezo a estar más tranquila. Miro a Susi, la chica que está en caja. A la pobre la avisaron hace dos semanas de que la trasladaban a Barcelona. Se lo ha tomado con filosofía y hasta está contenta. Claro, de todos los destinos posibles le ha tocado una gran ciudad. A ver así quién se queja. Con suerte, puede que de toda la oficina solo la mueven a ella. Ya sería desgracia que se esperaran al último momento para decírmelo.


Casi, casi me estoy frotando las manos por haberme librado cuando suena un teléfono. Me giro para mirar el que hay sobre mi mesa. No, no es ese. El de Susi tampoco es el que suena. Los teléfonos de Paco y Vicente, los dos comerciales de la oficina también permanecen en silencio. 


¡Dios, es el de Leo, mi director!


No puedo creerlo, ¿van a trasladarlo? Giro con disimulo la cabeza hacia su despacho y le observo a través de la mampara de cristal que le separa de nosotros. No sabría leer su expresión. Frunce el ceño y no parece contento pero tampoco lo veo afectado en exceso. Igual es una llamada particular y nada tiene que ver con el banco.


Entonces sucede.


En el mismo instante en el que lo veo colgar el teléfono, suena el mío. Me ha pasado la llamada. No puede ser verdad. Respiro hondo y, muy digna, descuelgo el teléfono.


—Banco del Turia, ¿dígame? —respondo haciéndome la loca, como si no supiera que la llamada me la ha pasado el director.


—Hola, Paula —la aterciopelada voz de Santi resuena al otro lado.


Ahora no sé qué pensar. Me están llamando de Recursos Humanos porque Santi es el responsable de Relaciones Laborales, pero junto con este cargo también ostenta el de «follamigo». ¿Y si solo me está llamando para quedar esta noche y ha aprovechado para comentar algún asunto laboral con Leo?


Me aferro a esa idea con fuerza.


—Hola, Santi, ¿qué tal?


—Esto… bien —tartamudea.


Mierda, esos nervios no me gustan. Si algo caracteriza a Santi es que no le tiembla la voz cuando quiere algo de una mujer. Si quisiera pedirme una cita estaría mucho más seguro de sí mismo.


Permanezco en silencio y rezo todo lo que sé.


«Por favor, Señor, que no me trasladen, que no me trasladen», suplico en silencio mientras me invade la angustia. Creo que voy a vomitar.


—No voy a andarme con rodeos, Paula. Ya sabes por qué te estoy llamando, ¿verdad?


No digo ni una palabra. No seré yo quien lo diga. Ni de coña.


—Siento ser yo quien tenga qué decírtelo. —Al menos parece sincero.


«Venga, suéltalo ya.»


—Te trasladan.


Ya está, ya lo ha dicho. Las palabras se quedan ahí, flotando en el aire. Las lágrimas amenazan con asomar a mis ojos pero las contengo. Las contengo porque acabo de percatarme de que todas las miradas están puestas en mí. 


Todos y cada uno de mis compañeros han dejado lo que fuera que estuviesen haciendo y me miran. Me miran porque saben de qué va esta llamada.


Cojo aire antes de hacer la pregunta que me corroe por dentro.


—¿Adónde? —Mi voz es apenas un susurro.


Silencio.


—¿Santi?


Más silencio.


—Santi… —murmuro impaciente mientras me muerdo el labio—. ¿Adónde me trasladan?


—A Navarra —carraspea—, a un pueblecito en un valle de Navarra.


Temblorosa, me paso la mano por mi larga melena castaño oscuro. Empiezo a ponerme nerviosa de verdad.


El asunto de la peluquería no es más que uno de los muchos —muchísimos— cambios a los que me voy a enfrentar.


—Tienes que pasarte el lunes por la central a firmar el papeleo. Vente a las diez.


Joder, ¿puede ser más directo? Trago saliva y trato de asimilar todo lo que me está diciendo. Hago un esfuerzo por preguntarle la segunda cosa que más me preocupa después del dónde. El cuándo.


—Dentro de quince días.


Ahogo un gritito y en ese momento soy consciente de que todos saben lo que pasa. A excepción de Susi, a la que le comunicaron el traslado hace una semana, todos respiran aliviados porque saben que se van a librar. Se quedan en Valencia. Y, aunque todos sientan cierta pena, en el fondo están que no caben en sí de alegría.


El gordo me ha tocado a mí.



ESCUCHA TU CORAZON: SINOPSIS




Paula es una urbanita de libro, incapaz de vivir en un lugar sin tiendas, restaurantes y salones de peluquería y manicura, jamás sale de casa sin maquillar y en su armario no abundan los atuendos sencillos. Su trabajo como subdirectora de una sucursal bancaria le permite llevar esa vida hasta que la trasladan a una aldea perdida en los bosques de Navarra.


Pedro tiene un duro trabajo por delante en su esfuerzo por sanear las cuentas de la granja heredada de sus padres. Su caserío es grande y está acondicionado en dos viviendas individuales, por lo que decide alquilar una a la nueva empleada del banco sin saber la que se le viene encima. 


Paula es demasiado parecida a otra mujer de asfalto que le rompió el corazón dos años atrás.


¿Serán capaces de no dejarse llevar por los prejuicios? 


¿Querrá Paula cambiar toda su vida por amor? 


¿Sabrá Pedro escuchar a su corazón? 


Su felicidad dependerá de ellos, porque puede dártela quien menos te lo esperas.





domingo, 21 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO FINAL




Estuvo dando vueltas alrededor de la casa durante una hora, hasta que su móvil volvió a sonar. Cuando vio en la pantalla que era Elena, dejó que saltara el buzón de voz. No tenía ninguna gana de hablar de trabajo.


Dos minutos después, el móvil sonó de nuevo y esta vez era el investigador.


—He encontrado a la señorita Chaves.


Su alivió fue indescriptible.


—¿Dónde?


—Fue contratada ayer en la Residencia de Mayores de Sunny Vale. Está cerca del motel.


—¿Ha averiguado dónde vive?


—Allí mismo. Tienen unas cuantas casas para los trabajadores del turno de noche —Pedro cerró los ojos y soltó una gran bocanada de aire. Ella estaba bien y cerca—. ¿Quiere que me ponga en contacto con la señorita Chaves?


—No —se aclaró la garganta—. No. Déme la dirección e iré yo mismo.


El detective hizo lo que le pedían y Pedro le dio las gracias antes de subir las escaleras de la casa de dos en dos. Tenía que ducharse y cambiarse la ropa que no se había quitado desde hacía dos días.


Estaba listo para salir en menos de media hora. Se dirigió a su coche y por el camino se cruzó con Travers.


—Señor Alfonso, ¿le parece bien si me instalo el sábado?


Pedro estaba ansioso por marcharse, no tenía tiempo para conversar.


—La casa no está lista aún.


—Ya —repuso, testarudo—, pero puedo ahorrarle trabajo pintándola yo mismo. Los chicos que están trabajando allí dicen que ellos no se encargan de pintar.


Pedro no le importaba. Lo único que quería era encontrar a Paula.


—Está bien. El sábado entonces —se metió en el coche y se encaminó al pueblo dejando una nube de polvo tras de sí.


Como no conocía muy bien la zona, se pasó la salida de la residencia de mayores y tuvo que volver atrás. Por fin llegó frente a un feo edificio amarillento y se dirigió hacia la entrada. En la recepción, que olía a una mezcla de comida y desinfectante, lo atendió una mujer con una sonrisa que parecía falsa.


—¿Puedo ayudarlo en algo?


—Sí. Estoy buscando a Paula Chaves.


—No tenemos a ninguna residente con ese nombre.


—No es una residente, sino una trabajadora. Acaban de contratarla.


La mujer lo miró con ojos desconfiados y respondió.


—No puedo darle información sobre ella. Los datos de los trabajadores son confidenciales.


Pedro estuvo a punto de gritarle a la mujer por la frustración que sintió, pero sabía que no serviría de nada. Decidió poner su mejor sonrisa y dijo:
—Mi nombre es Pedro Alfonso. La señorita Chaves ha trabajado para mí hasta hace unos días y vengo a traerle el cheque de su finiquito.


La mujer echó un vistazo a una carpeta de documentos.


—Ella lo nombró como referencia —su expresión se dulcificó—. Puede dejarme a mí el cheque y yo se lo haré llegar.


Pedro estuvo a punto de saltar sobre el mostrador y zarandear a la mujer, pero intentó contenerse.


—Tengo que hablar con ella en persona, porque aún tenemos algunos asuntos pendientes.


Ella dudó y repuso con firmeza.


—La señorita Chaves acaba de empezar su turno.


—Sólo será cosa de un minuto.


—Intentaré localizarla.


Pedro suspiró mientras la mujer marcaba un número de teléfono. Tras una breve conversación, pidió a su interlocutor que avisara a Paula para que fuera a la recepción. Después colgó y le indicó a Pedro que ella llegaría pronto, que se marchaba a cubrir su puesto. Él se quedó paseando arriba y abajo por el suelo embaldosado sin quitarle ojo a la puerta por la que se había marchado la recepcionista. Al mirar al mostrador vio en el calendario que era catorce de febrero, 


San Valentín. Siempre había pensado que aquélla era una festividad muy tonta, pero entonces deseó haber traído consigo un ramo de rosas y una caja de bombones en forma de corazón.


Por fin se abrió la puerta y tras ella apareció Paula, con una expresión indescriptible. Tras ella pudo ver un comedor lleno de mayores cenando.


Estaba muy pálida y parecía haber perdido peso.


—Hola, Pedro. ¿Qué estás haciendo aquí?


—¿Qué qué estoy haciendo aquí? ¿Qué estás haciendo aquí? —intentó mantener un tono de voz razonable.


Ella le hizo una seña para que bajase la voz y miró tras de sí.


—Deja de hablar tan alto o los residentes se alterarán —dijo ella, cerrando la puerta.


—¿Dónde está Emma?


—En el comedor, con unas abuelitas que no ven mucho a sus bisnietos —respondió, cruzándose de brazos.


¿Había dejado a la niña con unos extraños?


—¿Estás segura… de que pueden ocuparse de ella como es debido?


Ella se puso tensa ante la pregunta.


—¿Acaso crees que dejaría a mi hija con alguien que no fuera conveniente?


—No, claro —reculó él ante las chispas que despedían sus ojos.


Ella lo miró fijamente un momento y después dijo:
—La señora Sterns me ha dicho que tienes un cheque para mí, pero ya recogí mi finiquito.


Él se pasó la mano por el pelo intentando calmarse.


—He mentido. Esa mujer no tenía ninguna intención de decirme si estabas aquí. ¿Por qué te marchaste de la granja? —preguntó.


Ella sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.


—Estaba claro que no ibas a necesitar a alguien que cuidara la casa cuando te mudaras a Nueva York.


¿De qué demonios estaba hablando?


—No voy a mudarme a Nueva York —dijo, dando un paso hacia ella. Paula reculó—. ¿Quién te ha dicho eso?


Una lágrima surcó su mejilla. ¿Qué le hacía pensar que se quería mudar a Nueva York? Todo lo que amaba estaba en la Granja Blacksmith.


—Elena. Cuando vino a recoger tu traje el lunes. Dijo que estabas buscando piso.


¿Su traje? ¿Un piso? Aquello no tenía ningún sentido.


—¿Elena fue a la granja? —aquello era nuevo para él. Paula asintió y se le escapó otra lágrima. Se la enjugó con el dorso de la mano—. ¿Y te dijo que yo me iba a mudar a Nueva York? —ella volvió a asentir—. Tiene que ser un malentendido.


—¡No! —dijo ella con dureza—. Dejó muy claro que os ibais a vivir juntos.


Pedro se quedó boquiabierto. Elena era muy manipuladora, pero aquello era demasiado.


—Ella te mintió.


—¿En serio? ¿Te acuestas con ella?


Pedro hizo una mueca y deseó haberle hablado abiertamente de su relación con Elena.


—Tuvimos una relación, pero se acabó hace mucho, mucho antes de conocerte.


Paula entrecerró los ojos y torció la cabeza.


—¿Estás seguro?


—Claro que sí —nunca le había mentido.


—Pues parece que Elena no lo tiene tan claro —exclamó ella con un gesto de frustración.


Él se quedó mirándola. ¡Estaba celosa! No lo había abandonado por no quererlo. Se sintió tan aliviado que cerró los ojos, y cuando los abrió vio que ella estaba girándose para marcharse, por lo que tuvo que agarrarla por un brazo para retenerla.


—Paula, no tengo nada con Elena. Hace mucho de aquello. Y tampoco estábamos enamorados, fue sólo… —buscó la palabra apropiada—. Conveniente.


No le gustó cómo sonó, y por su reacción, a ella tampoco. 


Paula intentó zafarse de su mano, pero él la sujetó, desesperado por hacerse escuchar.


—Quiero que vuelvas. Te necesito.


Ella sacudió la cabeza, sin dejar de mirar al suelo.


Aquello no iba nada bien. ¿Cómo podía ser tan bueno buscando palabras para ponerlas sobre papel y no podía encontrarlas para decírselas a ella? Desesperado, le agarró el otro brazo para hacer que lo mirara de frente.


—Paula, quiero que vengas a la granja. Os echo de menos a ti y a Emma. Te necesito.


Ella tragó saliva y habló en voz baja y triste.


—Pedro, creo que no puedo volver a trabajar allí.


—¿Por qué no?


—Porque no —dijo, sin mirarlo a la cara.


Pedro soltó el brazo y le tomó la barbilla para obligarla a levantar la cara. Tenía el rostro bañado en lágrimas.


—Eso no es una respuesta. Además, no quiero que trabajes allí.


Ella parpadeó para contener las lágrimas.


—¿Y qué quieres entonces?


Él sonrió ante el tono de impaciencia de su respuesta y después se armó de coraje para pronunciar las palabras que no le había dicho a nadie.


—Te quiero. Deseo que estés allí, conmigo.


Ella lo miró, asombrada, y después una expresión de desolación le inundó el rostro.


—Pero, Pedro, yo no pertenezco a tu mundo.


Él la atrajo hacia sus brazos.


—Oh, Paula, tú eres mi mundo.


¿Pero durante cuánto tiempo?, se preguntó ella, dejándose acunar en el calor de su pecho. ¿Cuánto tiempo tardaría en darse cuenta de que no lo merecía? Además, tenía que tener en cuenta a Emma, y en el ejemplo que le daría si me marchase a vivir con él.


—Paula —la impaciencia de su voz la sacó de sus pensamientos. Ella dio un paso atrás y rompió el dulce abrazo, sabiendo que sería el último. Él volvía a estar enfadado con ella—. Cásate conmigo.


Sacó un anillo del bolsillo, le tomó la mano izquierda y le puso el anillo en el anular. Asombrada, ella ni siquiera se miró la mano. Tenía los ojos pegados a su cara.


—¿Qué?


—¿Qué tiene de complicado? Te he pedido que te cases conmigo —dijo, cuadrando los hombros, como si estuviera en guardia para una pelea.


—No —de hecho, no entendía nada. Después dijo—: Sí —sacudió la cabeza, confundida, sin saber por qué querría él casarse con ella.


Él se balanceó sobre los píes y hundió las manos en los bolsillos.


—¿Cuál de las dos? ¿Sí o no?


Ella vio que no estaba enfadado, sino asustado, pero intentaba parecer valiente. El corazón le dio un vuelco y sintió una oleada de calor que identificó como esperanza, que le inundó el pecho.


—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué quieres que me case contigo?


Él se sacó las manos de los bolsillos en un gesto de impaciencia.


—Ya te lo he dicho. Te quiero. Nunca había dicho eso antes. A nadie.


Paula lo miró fijamente. Tal vez fuera cierto que la quería.


—¿Desde cuándo? —tenía que saberlo, aunque a él no le pareciera importante. Por lo que ella sabía, nunca antes la había querido nadie.


—¿Exactamente? No lo sé —cerró los ojos y exhaló—. En el establo.


—¿En qué ocasión? —habían estado muchas veces en el establo.


Pedro sacudió la cabeza y pareció resignarse.


—La primera vez. Habías ido a escondidas a dar de comer a Max, antes de que yo supiera de su existencia.


Él se había enamorado de ella antes que ella de él. De repente, un futuro a su lado pareció posible.


—Oh, Pedro —suspiró, sintiéndose a la vez deseosa y esperanzada, como si las cosas fueran por su camino natural.


—Paula, me estás matando —dijo él, ansioso, y volvió a abrazarla—. Di que sí y sácame de esta angustia. Di que sí.


Ella levantó la vista y observó su bello rostro. Por primera vez en su vida, se sintió segura acerca de su futuro.


—Sí —susurró.


Él le secó las lágrimas con la mano.


—Dilo más fuerte para que se entere todo el mundo.


—¡Sí! —se lanzó a su cuello y lo obligó a bajar la cabeza para besarlo.


Fue él quien rompió el beso.


—Vamos a buscar a Emma y marchémonos a casa.


Ella suspiró entre sus brazos, sintiéndose amada…


—A casa… Sí, vamos a casa.


Fin