lunes, 22 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 2




Pedro


—¡Joder! —dejo caer las facturas sobre la mesa y me desplomo de golpe sobre la silla. Las cuentas no salen ni a tiros. Está visto que la ganadería ya no es lo que era. Ni con las subvenciones que recibo de la Unión Europa me salen las cuentas… Entre la competencia de precios, lo que cuestan los piensos… pues que no me cuadran los números.


Me levanto y me acerco a la ventana. Frente a mí se extiende un verde prado en el que campan a sus anchas varias de mis reses, una regata que lo cruza y un bosque de hayedos que se extiende a lo lejos. De pronto, vislumbro varias manchas negras esparcidas sobre la hierba. ¿Qué cojones es eso? Agudizo la mirada y me doy cuenta de que no se trata de manchas sino de agujeros.


—¡Mierda, mierda! —grito para mí al tiempo que me dirijo a grandes zancadas hasta el trastero para sacar la escopeta—. Los malditos topos están destrozando el prado. Ya me tienen harto.


Me pongo el Barbour antes de salir, fuera hace un frío de mil demonios y voy en mangas de camisa. Abro la puerta, compruebo que el arma está cargada y me preparo para disparar.


«Se van a enterar estos bichos.»


Unos cuantos topos muertos más tarde me meto en la ducha y suspiro al sentir el agua caliente sobre mi piel. Ha sido un día duro. Las cuentas no me cuadran y estoy agotado de tratar de encontrar una salida. Lo que menos me apetece ahora es cocinar así que, pese a que tengo entumecido cada músculo de mi cuerpo por la larga jornada, me visto de nuevo y me dirijo a cenar a la posada del pueblo. Un buen chuletón y un vaso de sidra me reviven seguro.


Elena, la dueña de la posada, me acomoda en una mesa junto a otros habitantes de mi pequeño pueblo. Apenas si somos cincuenta personas en invierno y, además, la mayoría de mis vecinos son de mediana edad. Vamos, que este lugar no destaca por su vida social. Aun así, me gusta. Nací y me crié aquí, así que siento que, en el fondo, este es mi sitio. 


Viví un tiempo en la capital, pero llegué a la conclusión de que no era para mí.


Mi pueblo se encuentra en el valle de Basaburúa, está rodeado de bosques de robles y hayas, y se compone de cuatro calles en las que los entretenimientos que tenemos se limitan a la casa de la cultura, el frontón y la posada en la que me encuentro ahora mismo. Lo que pasa es que, aunque la pelota vasca me gusta, a mí me van más otro tipo de aficiones. Como buen hombretón del norte que soy, me gusta la escalada y, como la costa del País Vasco está muy cerca, también soy aficionado al surf.


Engullo en un santiamén y en silencio el plato que tengo frente a mí, hoy tengo demasiadas cosas en la cabeza como para ponerme de cháchara con nadie. Solo pienso en llenar el estómago y volver a casa para dormir como un tronco. Lo necesito. Ayer de madrugada nació un ternerito y apenas he descansado en todo el día. Estoy reventado.


—¡Elena! —El que habla es Juan Ignacio, el director de la oficina bancaria del pueblo y que está sentado en una mesa contigua a la mía—. ¿Tú no sabrás por casualidad de alguien que alquile un piso o una habitación en el pueblo?


La posadera se acerca a él y entorna los ojos.


—¿Te ha vuelto a echar de casa Maria? —pregunta suspicaz.


Indignado, el director levanta la cabeza y se yergue orgulloso.


—Pero qué bobadas dices… Maria no me ha echado de casa en la vida.


Elena se gira hacia mí y me guiña un ojo. Yo no puedo evitar soltar una carcajada. De todos es sabido en el pueblo que a Juan Ignacio le gusta irse de picos pardos sin su mujer y hemos perdido la cuenta de las veces que le ha hecho dormir a la intemperie a pesar de los años que ya calza en sus botas el director. La última vez lo encontré durmiendo entre mis vacas.


—Juan Ignacio, ¿quieres que te acoja en casa esta noche?


Prefiero invitarlo a dormir antes que encontrármelo entre mis pobres animalitos. Se ponen nerviosas. Por lo visto tienen tan mala opinión de él como su mujer. No es un mal tipo, pero como su mujer lo lleva más tieso que un palo, a la que puede desaparece y se va de sidrerías. Es un elemento. Con lo serio que parece en la oficina y ¡luego es un juerguista!


Me mira irritado.


—Desde luego… ¡menudo concepto tenéis de mí! —gruñe—. Pero dejémoslo, no tengo tiempo para discutir con vosotros. Lo pregunto porque dentro de quince días trasladan a una chica nueva a la oficina. Es de Valencia y no tiene donde alojarse. Tengo que buscarle un sitio, al menos para los primeros días.


—Pues la casa rural está a tope. No creo que tengan ni un cuarto libre —comenta Elena.


—Ya lo sé —replica Juan Ignacio—. He llamado esta mañana, a esa y a todas las de la contornada. Llenas. Todas y cada una de ellas.


—Es que estamos en época de sidrerías —apunto—, aunque eso ya debes saberlo, Juancho… —No puedo evitar soltarle esta pullita. Cabrearlo es demasiado fácil.


La mitad de los comensales de la sala empiezan a reír al escuchar el comentario.


—Muy bien, graciosillo, veo que no tienes ganas de ayudar. Ya me las arreglaré yo solo para encontrarle un piso, una casa o lo que sea.


Es en ese instante cuando me doy cuenta de que Juan Ignacio tiene la respuesta a mis problemas económicos. El caserío en el que vivo —y que heredé de mis padres— está dividido en dos casas. Ellos lo reformaron en su día con la esperanza de que así yo me quedase a vivir allí. Por desgracia, hace ya unos años que no siguen entre nosotros y una casa lleva vacía desde entonces. Alquilarla supondría un gran alivio para mis problemas económicos.


—Juancho, deja de preocuparte. Creo que acabo de dar con la solución.


El hombre enarca una ceja y me mira sorprendido antes de preguntar:
—¿Y se puede saber cuál es?


—Puede quedarse en el caserío, no me vendría mal alquilar el piso de arriba.


—¿Contigo? —Elena no puede evitar sorprenderse ante mi afirmación. Me conoce bien y sabe que me gusta estar solo, lo cual es cierto. Lo que menos me apetece es meter a una extraña en casa. Menos todavía a una que trabaja en un banco. Los detesto. Pero las cuentas no salen y ese ingreso extra me vendrá de perlas así que no queda otra que sacrificarse.


Asiento decidido.


—¡Pues no se hable más!


Juan Ignacio nos invita a una rondita de txacolí para celebrar la noticia. Un quebradero de cabeza menos para él y otro más para mí.


Lo cierto es que aunque sé que ese dinero me va a librar de vérmelas con los bancos ahora me va a tocar tener a la banca en casa. Espero que no sea peor el remedio que la enfermedad, porque la banca siempre gana.


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