miércoles, 17 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 20




Pedro acabó de firmar los papeles que Elena le había traído y la escuchó pacientemente mientras le narraba los detalles de «una fiesta muy importante». Era el preestreno de una película basada en su quinta novela, y él sabía que era más importante para el estudio de producción que para él.


Por lo menos ya había pasado la fase de agresividad. Se le había olvidado por completo que iba a ir aquel día. La parte de negocios de su carrera lo volvía loco y tendía a ignorarla siempre que podía. Por eso le pagaba tanto a Elena para que se ocupara de ello.


Mientras ella le contaba quién estaría, se vio preguntándose a sí mismo si a Paula le gustaría ir. Dudaba que hubiera estado nunca antes en el preestreno de una película. La mayoría de la gente no había estado nunca. Tal vez le gustara ver a las estrellas de cine y el espectáculo que el estudio prepararía para aquella noche.


—Así que reservaré tu billete y me aseguraré de que tendrás una suite en el Wilshire Grand.


—¡Eh, espera! ¿La fiesta es en la Costa Oeste? —no quería viajar tan lejos para ir a una fiesta, y no estaba seguro de si Paula y la niña querrían acompañarlo.


El vuelo tal vez fuera demasiado para Emma. ¿Qué edad tenía que tener un bebé para poder volar?


—Por supuesto que el preestreno es en California.


—Pero el último fue en Nueva York.


Ella sacudió la cabeza y lo miró como si fuese un despistado sin remedio.


—Eso fue para la presentación de tu último libro.


Tenía los brazos cruzados y no paraba de dar golpecitos en el suelo con el pie. Pero ya que se le había ocurrido la idea, quería llevar a Paula a una fiesta.


—¿Cuándo es la fiesta de mi último libro?


Ella levantó las manos y lo miró incrédula.


—Insististe en que no hiciéramos fiesta de presentación para tu último libro.


Él apenas recodaba aquella conversación.


—Pero tú pensabas que era una buena idea.


—¡Yo pensaba que era una idea excelente!


—Pues hagámoslo.


—¡Pedro, el libro sale a la venta dentro de tres semanas! —exclamó ella.


Aquello le recordó que iba retrasado en la escritura de su último libro. Tendría que tener el borrador en el que estaba trabajando terminado antes de que su último libro saliera a la venta.


Él la agarró del brazo y la condujo escaleras abajo, a la puerta principal.


—Tú puedes organizarlo. Sé que puedes. Díselo a mi editora, a la editorial y reserva un restaurante en Nueva York, el resto saldrá solo.


Ella clavó los tacones en el suelo mientras él la empujaba fuera.


—¿Iras a la fiesta en Los Ángeles?


Ya conocía sus técnicas de negociación. Si quería su fiesta, tendría que volar al preestreno de Hollywood.


—De acuerdo, pero no quiero estar fuera más de dos días —ella empezó a protestar pero Pedro la cortó—. Dos días, Elena. Tengo que estar aquí para trabajar.


—Tienes que ver a algunas personas.


—No —repuso él, sacudiendo la cabeza.


Mientras miraba a Elena alejarse en su coche se dio cuenta de que sólo había dos personas a las que quería ver, y las dos estaban allí, en la Granja Blacksmith.





MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 19




—Vamos a ir a dar un paseo en el coche nuevo del señor Alfonso —Emma gorjeó como dando su aprobación mientras su madre le cambiaba el pañal—. Y tú tienes una sillita para bebés nueva.


No podía creer que Pedro hubiera sido tan considerado. Si no le importaba que condujera el coche una vez a la semana al pueblo, podría hacer todos los recados en un solo viaje: hacer la compra, pasar por el tinte y comprar comida para Max.


Le puso una chaquetita de felpa a Emma sobre el peto y cuando le subió la cremallera, la niña tuvo el aspecto de una salchicha rosa. También podría pasarse por la tienda de ropa usada y ver si tenían ropa de bebés para invierno un poco más grande. Emma estaba creciendo mucho y toda la ropa se le estaba quedando pequeña.


Con Emma en brazos, agarró su mantita, su bolso y cerró la puerta delantera. Pedro estaba sentado en el asiento del acompañante leyendo el manual de instrucciones, pero al verla lo dejó en la guantera y se bajó para ayudarla. Paula dejó las cosas en el asiento trasero y colocó a Emma en su sillita, ajustándole las correas sobre el pecho.


Después cerró la puerta y se dirigió al asiento del acompañante hasta que Pedro la agarró por el brazo.


—Ni hablar de eso. Vas a conducir tú —la giró para colocarla frente a la puerta del conductor.


Ella lo miró por encima del hombro.


—Creo que esta primera vez deberías conducirlo tú.


—Los pedales y el asiento están ajustados para ti —dijo él, sacudiendo la cabeza. Señaló la puerta y él fue a dar la vuelta al coche.


Ella se sentó en el asiento y buscó nerviosamente el cinturón de seguridad. Tenía las manos tan húmedas de sudor que le costó ajustarlo. Miró a Pedro. Él ya tenía su cinturón puesto.


—No tienes miedo, ¿verdad?


Paula pensó en hacerse la valiente y decir que no, pero lo cierto era que estaba aterrada.


—Sí.


Pedro siguió mirándola un momento y después su expresión se suavizó.


—¿Estabas en el coche con tu marido en el momento del accidente? —preguntó con mucho tacto.


Ella tenía un recuerdo fugaz de la noche que el policía llamó a su puerta a las cuatro de la mañana para contarle lo del accidente. Sacudió la cabeza.


—No. Yo estaba en casa con Emma.


—Quiero que conduzcas —dijo, poniéndole la mano en el hombro—, pero si te estoy pidiendo demasiado, lo comprenderé.


El calor de su mano y su tono amable y cariñoso hicieron desear a Paula soltar el cinturón de seguridad y saltar a su regazo. En su lugar, agarró el volante con fuerza y dijo:
—Estoy bien.


No había pensado en el accidente para nada. Estaba preocupada por la brillante pintura roja del coche nuevo y por lo que podría pasar si lo arañaba.


—Bien. La llave está en el contacto —ella se inclinó y la localizó.


Echó una mirada a Emma, que tenía los ojos muy abiertos, giró la llave y el motor rugió.


Pedro le explicó el funcionamiento de la tracción a las cuatro ruedas y la palanca de cambios.


—¿Tienes una tarjeta de crédito para los gastos de la granja?


Paula asintió, preguntándose por qué le preguntaba eso.


—Las facturas van a su contable, pero yo llevo un registro de todo lo que gasto.


—Cuando tengas que rellenar el depósito, utiliza esa tarjeta. Tiene mucha capacidad, así que no creo que tengas que hacerlo muy a menudo. ¿Estás lista?


Más que nunca.


—Claro que sí —trató de parecer segura de si misma, pero aún tenía las manos sudorosas.


—Vamos allá.


—Bien —dijo ella, maniobrando con cuidado por el camino para evitar los baches—. ¿Adónde quieres ir?


Pedro se pasó la mano por el estómago.


—Vamos al pueblo a comer algo.


Así de simple, quería salir a comer. La idea la dejó inquieta. 


Sabía cómo tenía que ser su ama de llaves y su cocinera, pero no cómo comportarse para comer con él.


—No estoy vestida para salir —dijo mirando sus gastados vaqueros y su chaqueta de pana. Tenía la ropa limpia, pero vieja.


—Encontraremos un sitio informal, no hay problema.


Paula giró en dirección al pueblo al llegar a la carretera.


—Hay un restaurante de carretera a unos ocho kilómetros de aquí —tan pronto como lo dijo se arrepintió. Pedro no querría comer en un bar de ese tipo.


—Genial —dijo él, asintiendo con la cabeza—. En esos sitios tienen buena comida.


Ella lo miró de reojo, sin atreverse a apartar la mirada de la carretera más de un segundo.


—Tienen una fama exagerada.


Había comido en muchos sitios de ese tipo y lo único que tenían en común era que los camioneros se detenían en ellos, no que tuvieran buena comida. Pero si Pedro quería ir a un restaurante de carretera, ella lo llevaría a uno.


En ese momento oyó una bocina tras ella. Miró por el retrovisor y vio que había tres coches en caravana detrás del suyo.


—Qué extraño. Normalmente hay muy poco tráfico en esta carretera.


Pedro miró al velocímetro y se echó a reír.


—Tal vez sea porque vas a treinta por hora.


Ella comprobó lo que él decía e hizo una mueca. Quería ser tan cuidadosa que no se había dado cuenta de lo despacio que estaba conduciendo.


—El límite de velocidad es de ochenta por hora, así que puedes pisar un poco el acelerador.


Paula aceleró y siguieron el camino en un cómodo silencio hasta que ella hizo una seña y giró para entrar en el aparcamiento del restaurante.


El letrero de neón del restaurante lucía intermitentemente. 


Paula se detuvo y miró la fachada del restaurante con ojo crítico. Aquél no era sitio para Pedro Alfonso.


—Vamos a otro sitio.


—No. Esto es perfecto. Aparca aquí —le señaló un sitio libre.


Ella le hizo caso y cuando el coche estuvo detenido, miró a Emma. La niña dormía plácidamente acunada por el coche.


Paula se guardó las llaves, liberó la sillita de su cinturón de seguridad y la levantó entera por el asa.


Pedro fue tras ella y cerró las puertas. Paula llevó a Emma hasta la puerta de vidrio y Pedro le sujetó la puerta.


Al entrar los recibió un barullo de sonidos y olores: la melodía melancólica de una canción country, las voces de los hombres, el fuerte olor de comida frita y cebolla.


Las paredes estaban decoradas con cabezas disecadas de animales, viejas y polvorientas fotografías enmarcadas y antiguos útiles de labranza. Había una cantidad impresionante de telas de araña conectadas casi entre si. 


Una camarera se acercó y Paula miró a Pedro.


—¿Estás seguro…?


—Es perfecto —dijo él, levantando una mano.


Paula observó cómo la camarera miraba a Pedro. Lo único perfecto de aquel sitio era él.


La camarera les indicó una mesa y les pasó las pegajosas cartas del menú.


Paula colocó a Emma en la esquina de su banco. La niña seguía dormida a pesar del ruido y las luces. Aquél no era lugar para Pedro Alfonso, pensó, avergonzada por creer que a él le apetecería comer allí. Se quitó la chaqueta y se sentó junto a Emma.


Pedro estaba aún de pie. Tal vez se lo estuviera pensando mejor, pero no, simplemente estaba siendo educado y estaba esperando a que ella se sentara primero.


Ella tomó el menú y lo abrió, maravillada por sus buenos modales. No recordaba que ningún hombre hubiera esperado a que ella se sentara primero; de hecho, sólo había visto algo así en las películas en blanco y negro de los años cuarenta.


Ella lo estudió mientras él estudiaba el menú. Tenía el pelo negro, al igual que las pestañas, que enmarcaban tan bien sus preciosos ojos azules. Él levantó la mirada y la pilló mirándolo. Avergonzada, bajó la vista.


—¿Y bien?


—¿Qué? —preguntó ella.


—¿Qué quieres comer? —dijo, señalando el menú.


—Oh, una hamburguesa —sería estupendo comer algo que ella no hubiera cocinado y no tener que fregar los platos después.


Las hamburguesas no eran muy caras, y suponía que él pagaría la cuenta, pero no estaba segura.


La camarera fue hacia su mesa. Pedro tomó el menú de la mano de Paula y con un suave gesto se lo ofreció a la camarera junto con el suyo mientras pedía la comida para los dos, como si estuvieran en un restaurante elegante.


Mientras hablaban de cosas sin importancia, Paula observó sus modos refinados y su confianza, preguntándose cómo sería ir por la vida esperando conseguir lo que uno desea siempre.


La camarera les llevó sus platos, cargados con enormes hamburguesas y montañas de patatas fritas. Pedro seguía mirando a su alrededor como si estuviera fascinado por la experiencia. Paula suponía que nunca antes había estado en un restaurante de carretera.


—Este sitio es perfecto —dijo él por fin, señalando a su alrededor.


—¿Por qué? —preguntó ella, sin poder contener la curiosidad.


Él apartó su plato y le dedicó una sonrisa simple que resultó muy atractiva.


—Por mi libro. Necesitaba un lugar donde el protagonista se encontrara con el asesino a sueldo. Creo que este sitio irá genial.


Ella sonrió. Aquello explicaba la fascinación que parecía sentir por aquel sitio. Antes de que le diera tiempo a decir nada, él añadió:
—Tengo que ir a ver el baño.


Paula asintió, sin saber qué decir. Si era un baño público normal, tendría aspecto de necesitar una limpieza. ¿Pondría eso en su libro? Lo observó mientras caminaba, al igual que el resto de mujeres, jóvenes y mayores, del restaurante.


Emma se estiró y bostezó. Al abrir los ojos, vio a su madre y sonrió; después pareció recordar de golpe que se había perdido una comida y su cara cambió de repente. Paula había esperado que su hija aguantara hasta que fueran a casa y pudiera darle de comer allí, pero aparentemente Emma tenía otros planes. Las opciones de Paula eran dar de comer a la niña allí mismo o someter a Pedro a llantos continuados todo el camino de vuelta. Realmente, no tenía opción. Levantó a la niña de su silla, se echó la manta por encima del hombro y de Emma para tener un poco de privacidad, se desabotonó la camisa y colocó a la niña en el pecho.


Pedro volvió de su exploración del baño de caballeros y se sentó frente a ella.


—¿Has acabado de comer? —miró a su plato, que estaba completamente vacío excepto por el aro de cebolla que había apartado de la hamburguesa—. Ya veo que si. ¿Quieres algo más?


—Estoy llena —bajó la mirada hacia la niña—. ¿Tienes mucha prisa por volver?


Pedro pareció darse cuenta entonces de que tenía a la niña bajo la manta.


—Oh, no. No te preocupes y acaba de darle de comer —sus ojos volaron por toda la sala. Tenía que mirar a cualquier lado menos a ella.


Estaba poniéndose colorado.


Paula intentó contener una sonrisa. El hombre urbanita y sofisticado podía sonrojarse… Le pareció muy dulce. 


Después se le ocurrió que tal vez se sintiese avergonzado. 


Dudaba que ninguna de las mujeres a las que conocía dieran el pecho a sus hijos en un lugar público.


La camarera volvió, les preguntó si querían algo más y les dejó la cuenta. Pedro se inclinó para sacar su cartera del bolsillo y pareció muy apurado.


—No me he traído la cartera. ¿Tienes la tarjeta de crédito de la granja?


—Claro —con una mano sacó su monedero de su bolso y le pasó la tarjeta de crédito que le había pedido.


—Voy a pagar la cuenta. ¿Acabarás… Emma acabará pronto?


—Está a punto —Emma tenía suficiente leche en el estómago como para estar tranquila un ratito. Paula acabaría de darle de comer en casa. Dejó a la niña en la sillita y se reunió con Ian en la caja. Al menos no había tenido que pasar por el difícil momento de dividir la suma.


Siguió a Pedro al coche y le ofreció la llave. Él abrió la puerta y mientras ella colocaba la sillita en el asiento trasero, se quedó mirando el bloque de hormigón que era el restaurante.


—¿Pedro? ¿Quieres conducir?


Él pareció salir del trance.


—No, hazlo tú —y subió al asiento del acompañante.


Durante el camino de vuelta leyó el manual y trasteó con los ajustes del reloj y la radio.


Al llegar a la granja, Paula vio que había un coche aparcado frente a la puerta. El conductor estaba sentado dentro del coche.


—Es Elena —dijo Pedro con un gruñido—. Había olvidado que iba a venir.


Paula aparcó y Pedro saltó de su sitio. Paula lo siguió lentamente después de recoger a Emma.


Por sus gestos, estaba claro que Elena Sommers estaba enfadada. Se quedó mirando a Pedro de brazos cruzados con su elegante traje de paño negro.


Pedro, teníamos una cita.


—Lo siento, Elena —le dijo con una sonrisa de niño bueno—. Hemos salido a comer.


Ella parecía a punto de echar fuego por los ojos, luchando por controlarse. Después giró sobre sus estilosos tacones de aguja y sacó un maletín y un bolso diminuto del coche.


—He intentado llamarte al móvil varias veces —aún parecía enfadada.


Pedro no parecía impresionado por su muestra de ira.


—No me lo he llevado.


—Dios, Pedro. ¿De qué te sirve tener un móvil si no te lo llevas contigo? —dijo ella, gesticulando irritada con sus perfectas manos.


—Yo nunca quise tenerlo, para empezar. Fue idea tuya —Paula pudo notar que Ian estaba perdiendo la paciencia.


Paula, sintiéndose fuera de lugar, pasó de largo al lado de la pareja y abrió la puerta principal.


Elena la miró.


—Hola, Paola.


—Paula —corrigieron Paula y Pedro a la vez.


Paula entró en la casa pensando que había dicho un nombre equivocado a propósito, para demostrar lo poco importante que era de una forma relativamente sutil.


Elena atravesó la puerta y su mirada se posó en Emma.


—¿Qué es eso?


—Se llama bebé, Elena. La mayoría de los humanos son así al principio de sus vidas.


Paula no pudo oír el resto, porque Pedro la tomó por el codo y la condujo a su oficina.


Ella llevó a Emma al sofá y acabó de darle de comer. Podía oír el murmullo de la conversación que procedía de la oficina de Pedro.


No pudo evitar comparase con Elena. Ella, con su manicura perfecta y sus trajes de firma, nunca pisaría ni muerta un sitio como el restaurante de carretera donde habían comido ellos aquel día. Paula, con su camisa de franela y sus vaqueros, probablemente nunca comiera en un sitio mejor.


Por mucho que le fastidiara reconocerlo, Elena era mucho más el tipo de Pedro, pero esperaba que encontrase a alguien más agradable. Se merecía algo mejor




MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 18



Paula estaba cargando la secadora cuando oyó que Pedro la llamaba. Dejó la ropa y salió corriendo hacia las escaleras, hasta que se dio cuenta de que la voz venía del exterior.


Al sacar la cabeza por la puerta, una bocanada de aire helador la saludó. Pedro estaba frente a la puerta, junto a un hombre de mediana edad con un brillante todoterreno rojo.


Cuando la vio, le hizo un gesto para que saliera.


—Agarre su chaqueta y salga.


Paula asintió preguntándose quién sería aquel hombre y por qué la habría llamado Pedro.


Mientras se ponía la chaqueta hizo un inventarío mental: el café estaba recién hecho, podría preparar más sándwiches si Pedro quería invitar al hombre a comer y al salir le había echado un ojo a Emma, que seguía dormida. Se guardó el aparato de escucha en el bolsillo de la chaqueta y salió por la puerta. En ese momento llegaba una furgoneta que aparcó justo detrás del todoterreno.


Aparte del contratista, Pedro no había tenido visitas desde su llegada, y ahora tenía dos. Si esos hombres iban a empezar a trabajar en la casita, se preguntó para qué la querría Pedro a ella.


El hombre que estaba junto al todoterreno le dio algo a Pedro, le estrechó la mano y después fue hacia la furgoneta. Pedro la vio y le hizo un gesto para que se acercara. Cuando estuvo a unos cinco metros le preguntó:
—¿Qué le parece?


Ella lo miró mientras los dos hombres se marchaban en la furgoneta.


—¿El qué? —preguntó, sin saber qué pensar de aquella escena.


Él levanto la mano y dejó ver una brillante llave colgando bajo sus dedos.


—El todoterreno. Lo he comprado para la granja. Puede usarlo para bajar al pueblo, a la compra.


Paula se quedó mirando a la llave como si él estuviera hipnotizándola con ella. Había comprado aquel coche para que lo usara ella. Era lo más dulce que había hecho alguien por ella.


Pedro pareció alarmado y dio un paso atrás.


—¿Va a echarse a llorar?


Al ver que el color rojo del coche se volvía borroso, ella se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.


—No… es sólo… que no sé qué decir —«no llores», se dijo a sí misma con firmeza.


Él siguió mirándola desconfiado mientras abría la puerta. Ella se asomó al interior, acarició los asientos de cuero beige y aspiró el agradable olor. Era la primera vez que entraba en un coche nuevo. Era maravilloso. De hecho, era uno de los mejores olores que conocía. Sintió como si se le estuviera subiendo a la cabeza.


En el asiento trasero había una sillita para bebés.


Paula se enamoró de él en aquel preciso instante, mientras miraba el interior de su coche nuevo. ¿Cómo no iba a querer a un hombre que hacía eso por ella? No le importaba que fuera gruñón e inalcanzable, iba a amarlo y sería su pequeño secreto.


Pasó la mano por la tela nueva de la sillita y se volvió hacia Pedro.


Pedro, ahora sí que voy a llorar.


Él pareció aterrado. Era justo lo que necesitaba ella para detener sus lágrimas y hacer que se diera cuenta de lo tonta que había sido por quererlo. Mientras se subía al asiento, se echó a reír.


El coche estaba genial, pero los pies no le llegaban a los pedales.


—Parece que está hecho para chicos grandes —dijo ella, sonriendo.


Él pareció aliviado al ver su sonrisa.


—El asiento y los pedales son ajustables —le tomó la mano y la llevó hasta la palanca que había a un lado del asiento—. Tira de la palanca para levantar el asiento y hacia delante para acercarte al volante.


Cuando ella hubo comprendido el manejo de la palanca, él tiró de otra que había bajo del salpicadero y le colocó un pie sobre el freno.


—¿Qué tal?


«Maravilloso», hubiera querido decir ella. Le encantaba el tacto de sus manos sobre su pie, pero él le estaba preguntando por los cambios que había hecho.


Ella se sentó recta y agarró el volante.


—Está muy bien. Veo perfectamente y llego a los pedales.


—Ten —y le ofreció la llave—. Llévatelo a dar una vuelta.


Sorprendida por la oferta, empezó a bajarse.


—No, no puedo. Está completamente nuevo.


Él pareció irritarse y le colocó la mano sobre el brazo para detenerla.


—Claro que está nuevo. Acabo de comprarlo.


—Pero… nunca he conducido un coche nuevo —¿y si lo arañaba o si tenía un accidente?


—Es más o menos igual que conducir uno viejo —dijo él con expresión sombría.


—¿Pero y si lo araño o…?


—Paula, lo he comprado para la granja. Se va a arañar y a abollar.


—Pero…


—¿Quieres que lo conduzca yo y le haga el primer abollón? ¿Te sentirías más cómoda conduciéndolo después de eso?


Ella no sabía si estaba molesto o de broma. Dejó escapar un suspiro.


—Piensas que estoy siendo una tonta.


—Sí, algo así —dijo él, asintiendo.


—Es que nunca he estado en un coche nuevo antes. Tengo permiso, pero no he conducido mucho.


En ese momento salió un crujido del aparato de escucha.


—Emma se está despertando —ella se aferró a ello como excusa y saltó del coche.


El único problema fue que Pedro no se retiró y cayó encima de él. Él la agarro para evitar que los dos cayeran al suelo y la sujetó un largo rato. Después la soltó, cuando sus pies tocaron el suelo.


A Paula le latía el corazón con tanta fuerza que la sorprendía poder respirar.


Él se apartó un poco y cuando quiso hablar tuvo que aclararse la garganta.


—Ve a por Emma —dijo por fin—. Iremos a dar un paseo.


Paula deseaba tanto tocarlo que dio tres pasos atrás para evitar la tentación.


—Pero…


Él hizo un gesto de frustración con la mano.


—Paula, ve a por Emma.


A ella no le gustaba que él tuviera que esperarla.


—Tardaré un poco. Tengo que cambiarla y…


Él se echó a reír, la agarró por los hombros, la giró hacia la casa y le dio un suave empujón.


—Vamos…


Paula echó a correr hacia la casa y cuando llegó junto a la cuna Emma tenía una terrible expresión de ultraje en el rostro, pero al verla, sonrió. Paula le acarició la mejilla.


—¿Pensabas que te había dejado sola? —tomó al bebé en brazos para ver su preciosa carita mejor—. Nunca te dejaré sola. Nunca, nunca —dijo con decisión.