jueves, 14 de abril de 2016

NO EXACTAMENTE: CAPITULO 36





Decir que tenía el corazón roto no alcanzaba para describir el dolor que sentía en el pecho. El día a día les costaba un esfuerzo enorme. Paula se regañó a sí misma por enésima vez.


—No debería haberlo alejado.



—Estás hablando sola de nuevo —le gritó Mónica desde la sala de estar.


—Ha estado haciéndolo mucho —dijo Damian.


Mónica y Damy realizaban tarjetas de Navidad caseras. 


Damian hizo un dibujo, y Mónica firmó el interior a nombre de los tres. Era una tradición que se había iniciado la primera Navidad en que Damy pudo hacer garabatos en un papel.


—No estoy hablando sola.


—¿De verdad? ¿Hay alguien en la cocina que no podemos ver desde aquí? —Mónica se rio cuando se lo preguntó.


—Vas a lograr que tu media esté llena de carbón, Mo.


Damian se rio.


Paula removió el estofado que se estaba cocinando a fuego lento en la cocina y bajó la temperatura del horno. Un fuerte golpe en la puerta hizo que los tres miraran hacia allí. 


Mónica miró su reloj.


—¿Esperas a alguien?


—No.


Paula se secó las manos en el delantal y se dirigió hacia la puerta. A través de la mirilla, vio una caja roja.


—¿Quién es?


—Entrega.


Encogiéndose de hombros, Paula abrió la puerta. Delante de ella había dos brazos cargados de regalos bellamente envueltos, unidos a un par de pantalones vaqueros y botas de cowboy. Sus labios comenzaron a temblar.


—Jo, jo, jo.


Pedro entró en su apartamento como si hubiera estado fuera solo un par de horas en lugar de casi una semana.


—¡Pedro! —Damian se levantó de un salto y corrió al lado de Pedro.


Rodeó con sus brazos la pierna de Pedro y casi hizo que se le cayeran los regalos de las manos.


—¿Cómo estás, compañero?


Mónica se paró y comenzó a liberar a Pedro de su carga.


—Dame, déjame ayudarte.


—Gracias.


Pedro abrazó a Damian con la mano que tenía libre.


Paula se quedó anclada a un punto en el suelo, con miedo a moverse.


—¿Dónde has estado? —preguntó Damian—. Te hemos echado de menos.


Pedro puso el último paquete encima de la mesa y se arrodilló a nivel de Damy.


—Yo también te he extrañado.


—Mamá lloró.


Ay, muchacho, nada como un niño de cinco años, para desembuchar la verdad.


—¿Lloró? —Pedro volvió la mirada hacia ella y le ofreció una leve sonrisa. —Lo lamento. Tal vez podamos hacer las paces.


—¿Qué es todo esto?


Damian se tiró al suelo y comenzó a leer los nombres de los regalos.


—¿Este es para mí?


Papel plateado y un enorme lazo verde adornaban la caja. 


Damian empezó a sacudirlo como loco. La imagen trajo lágrimas a los ojos de Paula una vez más. Todas las miradas estaban sobre el niño.



—Hay uno para ti, tía Mónica. Y otro para mí —sonrió—. Mira, mamá, uno para ti. —Paula se mordió el labio.


—No tenías que hacer esto —dijo.


Pedro se puso de pie y le revolvió el pelo a Damy.


—He querido hacerlo.


Mónica se acercó a Paula.


—¿Estás bien?


Paula asintió. La felicidad de ver a Pedro se transformó en una creciente preocupación por lo que iba a ocurrir después. 


¿Quería que volvieran a ser amigos? ¿Podrían ser solo amigos?


—Oye, Damy, ¿qué te parece si tú y yo vamos al parque y les llevamos bastones de caramelo a todos tus amigos?


Damian pasó la mirada de Pedro a Mónica con incertidumbre.


—¿Estarás aquí cuando vuelva? —le preguntó a Pedro.


Pedro miró a los ojos a Paula.


—Espero que sí.


¿Qué significaba eso?


—Vamos, pequeño. Démosles a Pedro y a tu madre un poco de tiempo para hablar.


Mónica fue hasta el armario y agarró el abrigo de Damy. 


Antes de que ambos salieran por la puerta, Mónica preguntó a su hermana:
—¿Seguro que estás bien?


Paula se despidió de ella. Una vez que la puerta se cerró, la sala quedó en silencio.


—Parece que Damian ya se encuentra mejor que la última vez que lo vi —dijo Pedro, quitándose el sombrero de cowboy.


Pedro tenía buen aspecto, aunque tal vez un poco cansado.


—Estuvo enfermo durante unos días. Pero nada comparable a la noche del hospital.


—Bien. Me alegro.


Estaba nervioso, a juzgar por la forma en que cambiaba el peso de un pie a otro.


—No tienes que hacer todo esto. —Paula señaló los regalos que habían llenado los espacios vacíos alrededor del árbol de Navidad.


—He querido hacerlo —repitió.


Se quedaron mirando el árbol mientras un duro silencio crecía entre ellos.


Pedro —dijo Paula.


—Paula —intervino Pedro al mismo tiempo, y luego se echaron a reír.


—¿Por qué no nos sentamos? —sugirió—. ¿Puedo ofrecerte algo de beber?


Movió la cabeza y esperó a que ella se sentara antes de acomodarse frente a ella.


—Lo he complicado todo, Paula.


Pedro se inclinó hacia adelante con los codos apoyados en las rodillas.


—No lo hiciste tú solo.


Él clavó la mirada en el suelo.


—¿Es verdad lo que ha dicho Damy? ¿Lloraste?


—Las mujeres somos criaturas emocionales.


—No me gusta la idea de que llores por mí.


Paula se enderezó en el asiento.


—Tenía miedo de haberte alejado para siempre. Nos hemos acostumbrado a tenerte aquí. Damian no ha parado de preguntar dónde te encontrabas.


—¿Me has extrañado?


Tragó saliva y dijo la verdad.


—Más de lo que creerías.


Pedro sonrió.


—Yo creo muchas cosas. Por ejemplo, creo que si hubiera esperado para pedirte que te casaras conmigo, tal vez hubieras dicho que sí. Pero no, tenía que lanzarme al ruedo y ver cómo me rechazabas.


—Me asustaste, Pedro.


—¿Por qué?


Buena pregunta, había estado pensando en eso noche y día desde que se fue.


—Tenía miedo de amarte, de lo que pasaría con nosotros si me permitía confiar en ti. He estado luchando sola durante muchos años, y me encantaría compartir la carga, pero no pensé que fuera justo para ti.


Pedro abrió la boca para decir algo, pero ella lo detuvo con una mano.


—Espera, no he terminado. A veces, cuando amas a alguien, tienes que hacer lo que es mejor para él. Lo mejor no siempre es lo más fácil. Pensé que tendrías una mejor oportunidad de conseguir todo lo que quieres para tu vida si no nos tuvieras a mí y a Damian a rastras.


Cuando Paula lo miró, vio que Pedro la estaba mirando con la boca abierta.


—¿Dijiste que no porque me amas?


Una lágrima le corrió por la mejilla.


—Te dije que no, porque Damian y yo te queremos. Si nos abandonaras un día para perseguir tus sueños, sufriríamos mucho más que si decimos adiós ahora. Al menos, eso es lo que pensaba la semana pasada.


Pedro se puso de pie, se arrodilló frente a ella y la tomó de las manos.


—¿Piensas lo mismo esta semana?


—No. Esta semana lo he pasado muy mal, deseaba desesperadamente que no aceptaras mi rechazo y regresaras.


Pedro levantó las manos y le limpió las lágrimas con sus dedos. Inclinándose hacia adelante, llevó sus labios a los de ella. Paula lloró contra sus labios y se apretó contra él. Pedro estaba allí, besándola, curando el dolor que se había instalado en su pecho como una roca.


La hizo tirarse hacia atrás y la cubrió con el peso de su cuerpo. Sus labios se movieron sobre los de ella; sus manos acariciaron su pelo. Cuando se apartó, el aliento de Paula se había vuelto seco y entrecortado.


—He vuelto, Paula. No me iré a ninguna parte.


Paula lo atrajo hacia ella y lo besó intensamente. Las manos de Pedro abandonaron su pelo y recorrieron su cintura. 


Lo deseaba, lo amaba más de lo que podía expresar. Si volviera a pedirle que se casara con él, no dejaría pasar la oportunidad de ser la señora de Pedro. Había mucho más en la vida que el dinero. El hombre cariñoso, atento, y honesto que tenía en sus brazos valía más que todo el dinero del mundo.


—Hazme el amor, Pedro—le dijo entre besos.


Sus ojos la miraban encendidos. La protuberancia en sus vaqueros hablaba de su deseo.


—¿Qué hay de tu hermana y Damian?


Mónica no regresaría enseguida.


—Estarán fuera lo suficiente para que tengamos sexo de reconciliación.


—Amor de reconciliación —la corrigió Pedro.



Paula se rio por primera vez en una semana.


Levantándola en brazos, Pedro la llevó a su habitación y cerró la puerta. Paula empezó a desabrocharle los botones de la camisa una vez que se encontró sobre la cama.


Su amplio pecho estaba desnudo frente a ella. Fuerte, potente.


—Eres hermoso —le dijo.


—No vayas a decirle eso a mis amigos. Los cowboys de Texas son guapos, robustos, pero nunca hermosos.


Paula le quitó del todo la camisa y la arrojó al suelo. Pedro le quitó el delantal y luego los pantalones vaqueros.


—Eres guapo y robusto también. Pero tan hermoso…


Le pasó las manos por las caderas y tiró de la abertura de sus pantalones.


Cuando se las arregló para provocarle una erección, él dijo:
—Será mejor que no lo llames hermoso.


Comenzó a acariciar su miembro hacia uno y otro lado. 


Sentía una gran excitación cuando Pedro jadeaba de placer.


—Esto es robusto y caliente.


—Hechicera —le dijo con voz ronca.


Pedro se quitó la ropa y Paula se sacó el jersey. En cuestión de segundos, ambos estaban desnudos y él volvía a situarse encima de su cuerpo, cubriéndola con su calor. Nunca se cansaría de estar debajo de él, de que regara su cuerpo de besos y caricias.


Pedro le mordisqueó el mentón y el cuello, y fue marcando un camino ardiente de besos y lamidas hasta llegar a su pecho.


—Esto es hermoso —le dijo.


Luego comenzó a juguetear hasta hacerlo quedar duro como una roca y la aspiró hacia la caverna de su boca. Pedro la mordisqueaba, un mordisqueo juguetón, pero lo suficientemente fuerte para encender su entrepierna. 


Entonces, cambió al otro pecho.


—Y esto es hermoso —repitió todas sus atenciones con el segundo.


Regresó a su boca e introdujo con fuerza su lengua en ella.


Paula se retorció, deseaba que entrara en ella. Rodaron uno sobre otro, luchando por el dominio. La respiración sofocada de ambos era el único sonido en la habitación.


Paula lo envolvió con una de sus piernas, incitándolo a entrar. Él se dobló hacia adelante y la hizo probar solo un poco de él en su interior.


—Por favor —le rogó—, rápido ahora, despacio luego. Te necesito.


Él hizo que ambos giraran sobre un costado y levantó su pierna por encima de la cadera de ella. Sin previo aviso, la penetró y cortó el oxígeno de sus pulmones.


—Sí —dijo Paula entre dientes.


—Tienes que acostumbrarte a mí, Paula. Los tejanos somos difíciles de ahuyentar.


En lugar de alejarse, la penetró con la fuerza de su cuerpo. 


Se deslizó por encima de su punto más sensible. La fricción suave y áspera marcaba el ritmo perfecto. Paula se aferró a sus caderas e intensificó el galope. No había nada lento y suave en su cópula. Era más como un volcán a punto de explotar. La agitación y los temblores prefiguraron el momento en que sus nervios se precipitarían juntos, al mismo tiempo.


Finalmente, sus manos se aferraron al cuerpo de él y sus ojos se pusieron en blanco, mientras temblaba, Paula arqueó los pies y encontró la satisfacción total. La de él la sucedió y se vio inundada por la calidez de su orgasmo. Paula enterró la cabeza en su brazo, más feliz de lo que podría estar cualquier mujer.


Después, Pedro escuchó cómo la respiración de Paula se relajaba. Quería quedarse exactamente donde estaba. Para siempre.


Pero no iba a cometer el mismo error dos veces. Le pediría que se casara con él una vez que tuviera el anillo y pudiera hacer las cosas bien. Ella lo amaba. La escuchó decirlo y, además, lo sintió. Tenía que haber una manera de decirle la verdad sobre su riqueza sin que se enfadara. Para eso, se necesitaba el consejo de una mujer. A la primera oportunidad, llamaría a Catalina y se lo pediría.


Ahora Pedro quería estar en brazos de Paula y olvidarse de todos sus problemas recientes. El sonido de una puerta que se abría y la voz de Damian llamándolo lo hizo olvidarse de sus planes. Se puso rígido y agarró una manta. Paula se echó a reír.


—La realidad irrumpe —dijo ella.


Pedro le besó la nariz y obligó a su cuerpo a salir de su interior. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no había usado condón. Miró a Paula para ver si ella se había dado cuenta. Si era así, ella no dijo nada.


«No importa, me voy a casar con esa mujer, aunque sea lo último que haga». Rápidamente, se puso los calzoncillos y le alcanzó la ropa a Paula con un guiño.


—¿Paula? —llamó Mónica.


—Espera —Paula se echó a reír—. Saldré, eh, enseguida.


Mónica se rio. ¡Hermanas!





miércoles, 13 de abril de 2016

NO EXACTAMENTE: CAPITULO 35





Pedro se bajó de la montura y comenzó a quitarle las riendas y la silla a Dancer. El olor a heno húmedo y piel de caballo impregnaba las paredes del enorme granero. Era el olor del hogar. A Damian le encantaría ese lugar. El aire libre, la libertad para vagar, pasear y explorar. El rancho había sido un lugar maravilloso para crecer.


Y Paula… Ella se iluminaría como las luces rojas y verdes de Navidad que titilaban en los bordes de la casa. Las ojeras que le dejaban esos largos turnos de noche desaparecerían en cuestión de días si no tuviera que trabajar tan duro.


Maldita sea, no había avanzado nada en lo que tenía que hacer, estaba en el mismo lugar que hacía tres horas. Paula lo había rechazado. Tal vez debería alejarse. Darle lo que
ella quería.


Después de cepillar a Dancer, lo llevó al establo y le dio un cubo de avena para que se recuperara del ejercicio. El caballo le tocó el hombro como si se lo agradeciera.


Mientras caminaba por el granero, el teléfono de Pedro sonó. 


La recepción era irregular, así que se quedó quieto y tomó la llamada.


—Al habla Pedro —respondió, sin reconocer el número.


—Señor Alfonso, habla Phil Gravis de Toyota.


El auto… Casi lo había olvidado.


—Hola, señor Gravis.


—Quería contarle que todo salió a la perfección. La señora Chaves eligió un buen crossover que le servirá por muchos años.


—Bien.


Al menos no tendría que regresar caminando a casa después de las citas. La imagen de Paula con otro hombre inyectó sus ojos de fuego.


—¿No hizo preguntas?


—No, noté que tenía alguna preocupación en la cabeza durante todo el proceso. Su hermana tenía más sospechas.


—Mónica es sagaz.


—No voy a contradecirlo. Tuvo que convencer a la señora Chaves para que no eligiera una pickup, lo que me pareció extraño para una dama.


Pedro levantó la cabeza. De repente, sintió un escalofrío en la espalda.


—¿Una camioneta?


—Sí, ella no dejaba de mirar dentro de las más grandes que tenemos en exposición.


—¿Las más grandes? —¿Por qué querría Paula una camioneta?


¿Por qué querría una mujer como Paula una camioneta? Vivía en un apartamento. La mente de Pedro se nubló un momento. Paula no necesitaba un camión. Pero el Pedro pobre tenía una vieja camioneta pickup destartalada.


—¿Sigue ahí, señor Alfonso? —preguntó el señor Gravis.


—Sí, estoy aquí.


—En efecto, ella preguntó si había una posibilidad de cambiar el auto por la camioneta en un par de semanas, o tras quinientos kilómetros. Yo no sabía qué responder. Usted dijo que la dejara elegir lo que quisiera, pero no estaba seguro de si usted querría pagar la depreciación del vehículo si ella devolvía el crossover.


Lentamente, una sonrisa comenzó a formarse en uno de los bordes de su boca y se extendió hasta el otro.


—¿Señor Alfonso?


—Lo siento. Creo que la mente preocupada de Paula es contagiosa. No se preocupe por la devolución del vehículo. Tengo la sensación de que se lo va a quedar.


Paula era capaz de renunciar a un auto nuevo, algo que necesitaba desesperadamente, para que él tuviera una camioneta nueva. O tal vez estaba pensando… que una camioneta pickup sería útil para los dos.


—Gracias de nuevo, señor Gravis.


—De nada. Fue divertido. Me sentí como Santa Claus regalándole un auto a una mujer que no sospechaba nada.


Pedro colgó la llamada y caminó un poco más rápido hacia la casa.


Beth, el ama de llaves y cocinera, lo regañó por no quitarse las botas antes de caminar por la casa limpia. La diatriba familiar lo hizo sonreír aún más.


—Es posible que hayas estado fuera mucho tiempo, pero las reglas de por aquí no han cambiado —dijo Beth, agitando el dedo índice hacia él desde el fregadero de la cocina. Una de las razones por las cuales el dinero Alfonso no se le había subido a Pedro a la cabeza era porque su padre tenía empleados con los pies en la tierra como Beth.


Con un par de tirones fuertes, las botas encontraron su sitio debajo de un banco en el vestíbulo.


—Veo que sigues tan enérgica como siempre —bromeó.


Beth, a sus sesenta y tantos, le honró con una sonrisa.


—Veo que galopar te ha sentado bien. Es bueno verte sonreír.


Pedro se acercó a ella y le dio un beso en la frente.


—¿Qué demonios ha sido eso?


—Por todo lo que haces. No creo habértelo agradecido lo suficiente.


Beth cruzó las manos sobre el pecho y entrecerró los ojos.


—¿Has estado bebiendo?


Pedro echó la cabeza hacia atrás, riendo.


—Hoy no. ¿Sabes dónde está Catalina?


—Creo que está en el estudio, entretenida con el árbol de Navidad.


Un beso más y un guiño, y Pedro fue en busca de su hermana. Efectivamente, estaba en proceso de reacomodar los adornos del árbol a su gusto. Vestida con un gran suéter y pantalones vaqueros azules, Catalina se parecía más a la hermana con la que Pedro había crecido. La ropa llamativa de Cata nunca le había gustado.


—Paula quería elegir una camioneta pickup —espetó, sorprendiendo a su hermana.


—¿Qué?


—Una camioneta. Bueno, en realidad terminó con un crossover, pero estuvo mirando las camionetas.


Cata dejó el adorno que tenía en la mano.


—¿Se supone que eso tienen algún significado? Porque, tengo que decirte que no lo entiendo.


Pedro tomó a Catalina por los hombros.


—¿Por qué una mujer que vive en un apartamento y trabaja como camarera quiere comprar una pickup?


—No creo que lo hiciera a menos que su marido insistiera. Parece que todos los hombres necesitan tener su pickup.


—Exactamente —Pedro la acercó hacia él y la abrazó con fuerza. —Me tengo que ir.


Catalina sonrió.


—Ah, ¿sí? ¿Adónde?


—¿Sabes adónde voy? Tengo que hacer algunas compras primero. ¿Puedes interceder con papá? Se enojará cuando llegue y se entere de que me he ido.


Con firmeza, Catalina le dio la vuelta y lo empujó hacia la puerta.


—No te preocupes por papá. Tan solo vete y soluciónalo. No lo arruines esta vez.