viernes, 25 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 14





—Mmmm, buenas tardes


Paula oyó que Pedro decía:
—Yo soy...


—Sabemos quién es, jovencito. Paula nos ha hablado mucho de usted. Mi esposa ha estado revo­loteando como una mariposa, contándoles a todos que su hija trabaja para Pedro Sloan.


—No puedo creer que estoy hablando personalmente con usted. Mis amigas...


—Alicia, por favor, ¿no ves que este hombre está sin camisa y lo obligamos a permanecer afuera, en el fresco de la noche? ¿Podemos pasar, señor SI... quiero decir, señor Alfonso?


Paula había escuchado ese intercambio de palabras en un estado de shock y permanecía inmóvil frente al sofá. Su primer impulso fue subir corriendo y esconderse, pero la escalera estaba a la vista de la puerta de calle, y no podría llegar a ella sin que sus padres la vieran.


¿Qué hacían sus padres allí? Pensarían... sabrían... ¿Qué podía hacer ella? Se alisó la bata todo lo po­sible y se pasó la mano por el pelo, que estaba totalmente despeinado. Ya no tenía tiempo de nada: Pedro escoltaba a sus padres al living.


—¡Mamá! ¡Papá! —exclamó con falso entusiasmo y cruzó la habitación para saludarlos. Tendría que afrontar la situación con descaro. No se te ocurra parecer culpable, se dijo.


—Paula, mi pequeña. ¿Cómo estás? —Alicia Chaves abrazó a su hija muy fuerte, y Paula tuvo la certeza de que su madre se daría cuenta de que estaba desnuda debajo de la bata. 


Miró a Pedro por encima del hom­bro de su madre; él se encogió de hombros y parecía un poco pálido. Paula notó, angustiada, que el pelo de Pedro estaba tan despeinado como el suyo. Además, cubierto sólo con un par de jeans con la cintura desa­brochada, anunciaba su excitación sexual con tanta seguridad como un destellador de neón. ¡Dios!


Se hizo un silencio incómodo cuando se separaron y sus padres pasearon la vista por la habitación. El cuarto clamaba seducción, como si la palabra estu­viera pintada con vivos colores en las paredes. Del equipo estéreo seguía brotando música suave. El resplandor del fuego, que teñía el living de tonos suaves y sombras profundas, insinuaba secretos íntimos. El balde con la botella de vino y las copas a medio vaciar los señalaban desde la mesa baja como dedos acusadores. Más comprometedores todavía eran los almohadones arrugados del sofá. Uno estaba incluso en el suelo, porque Pedro lo había pateado al extender sus largas piernas en el sofá.


Si Paula no se hubiera sentido tan mortificada por la situación, se habría alegrado de ver a sus padres. Siempre había tenido una relación muy afectuosa con ellos y sabía que era afortunada de tener padres que no le habían demostrado más que amor.


Miró a su madre, que era menuda y casi no le llegaba al hombro a su marido. El pelo de Alicia Chaves era del mismo tono cobrizo del de Paula, pero con los años tenía una apariencia menos vibrante. Su cara no tenía arrugas, tan sólo líneas provocadas por la risa, testimonios de su carácter alegre.


Andres Chaves llevaba su peso con orgullo y dis­tinción. Su pelo oscuro y entrecano estaba peinado hacia atrás en grandes ondas y dejaba al descubierto una frente alta. Sus ojos grises eran afables y bonda­dosos y su voz, profunda y tranquilizadora. Era un consuelo para su congregación, pero se mostraba inflexible en sus convicciones sobre moralidad, por muy moderna que fuera la época actual.


La alegría inicial de ambos al ver a su hija menor se vio empañada por la escena que ahora se presen­taba ante sus ojos, y Paula vio que la decepción cubría esos rostros tan amados. Verlo y saber lo que estarían pensando le destrozó el corazón.


—Bueno, creo que ya conocieron a Pedro en la puerta —dijo, porque no se le ocurrió nada mejor y para romper ese silencio tan desagradable—. ¿Qué hacen aquí? No porque no me alegre verlos —se apresuró a agregar—. Es sólo que yo...


—Quisimos sorprenderte, querida. Tu madre y yo asistiremos a una conferencia de pastores que comien­za mañana por la noche en Santa Fe. Decidimos viajar un día antes para poder estar un tiempo contigo.


—Me alegra muchísimo que lo hicieran —dijo Paula.


—Pero no esperábamos encontrar aquí al señor Alfonso —dijo Andres y miró en dirección a Pedro, quien había tomado su suéter del sofá y en ese momento se lo pasaba por la cabeza.


Era típico de su padre no andarse con rodeos, aunque Paula deseó haber tenido más tiempo para encontrar una explicación plausible. Pero, ¿el tiempo le proporcionaría una? Lo dudaba mucho. ¿Era su imaginación, o el labio inferior de su madre empezaba a temblar un poco? ¿Por qué se habían presentado esa noche? ¿Y si hubieran llegado quince minutos más tarde? Paula se estremeció y se rodeó el cuerpo con los brazos. Eso habría sido tan espantoso que no quiso ni siquiera pensarlo.


Se pasó la lengua por los labios y dijo, con todo el aplomo que pudo reunir:
Pedro... bueno, vino hace algunos días a ver a Juana. Espera a conocer a la pequeña, mamá —dijo Paula con voz temblorosa—. La adorarás. —Cuando nadie dijo nada, ella prosiguió: —Él la extrañaba tanto que se tomó un tiempo libre del programa de televisión para venir. Y Juana estaba tan contenta de verlo... —Paula calló. No decía nada que tuviera sentido y esquivaba el tema que sabía era el más importante para todos.


Andres observó las dos copas de vino que estaban sobre la mesa de café.


—Él ha estado aquí contigo. —Paula vio dolor en los ojos de su padre cuando lo dijo. Deseó poder borrar esa pena. Ellos nunca entenderían. Paula cerró los ojos contra la dolida acusación que advirtió en los rostros de sus padres.


—Paula, querida, será mejor que se los contemos —dijo Pedro muy sereno, se le acercó y le rodeó los hombros con el brazo. Ella lo miró, aterrorizada por lo que podría decir. La sonrisa de Pedro fue tierna al mirarla. —Sé que convinimos en mantenerlo en se­creto por un tiempo, pero cuando tomamos esa decisión no sabíamos que tus padres nos sorpren­derían de esta manera. Me temo que están pensando lo peor.


Y tienen razón, habría querido decir Paula, pero estaba como hipnotizada por las palabras y la actitud de Pedro.


—Señor —dijo él con tono formal al mirar al señor Chaves—, Paula y yo nos casamos hoy en Alburquerque. Nos pescaron en nuestra luna de miel.


Paula habría caído redonda al piso si el brazo de Pedro no la hubiera sostenido. Toda la sangre del cuerpo se agolpó en su cabeza y sintió cómo le gol­peaba en las venas. Los oídos le zumbaban con una cacofonía de sonidos que ahogaban las exclamaciones de sus padres, aunque alcanzó a ver que la noticia los había alegrado y aliviado muchísimo.


Ellos reían y farfullaban sorprendidas felicita­ciones. Su madre se acercó a Pedro y lo abrazó y lo besó en la mejilla, mientras le decía: —Bienvenido a nuestra familia, Pedro.


Andres lo palmeaba en la espalda y le decía:
—Me tuvo mal durante un momento. No quiero ni decirle lo que pensé.


Después abrazaron a Paula, y ella se vio abrumada por el amor y la renovada confianza de ambos. To­davía se sentía demasiado estupefacta para reaccionar.


—Andres, ¿te das cuenta de que ahora tenemos otra nieta? —Alicia aplaudió frente a ese pensamiento tan maravilloso. —¿Podemos verla, Pau? Te pro­meto que no la despertaré, pero ya me has dicho lo preciosa que es. De todas formas estaba ansiosa por conocerla, y ahora resulta que pertenece a mi fa­milia. —Los ojos marrones de Alicia brillaban de alegría, y Paula no tuvo el coraje de decepcionarla una vez más.


—Está arriba, mamá. En el dormitorio más pe­queño. ¿Por qué no suben tú y papá y la ven? Yo prepararé un poco de café. Me temo que me tomaron tan de sorpresa que no me he mostrado demasiado hospitalaria —dijo. Su cerebro no podía formar un pensamiento coherente, y mucho menos articularlo.


—Ven, Andres. —Alicia tomó de la mano a su marido y él puso los ojos en blanco en fingida exaspe­ración. —A esta mujer le encantan los chicos, Pedro. Tendrás que acostumbrarte a su actitud demasiado indulgente.


—Lo espero con impaciencia, lo mismo que Juana. 


Habló con calidez. ¿Por qué no mostraba señales de estrés? ¿No se daba cuenta de que no podría mantener su mentira? ¿Qué motivo había tenido para decir una cosa así?


Cuando sus padres subieron por la escalera y desaparecieron en el vestíbulo del piso superior, ella miró con recelo a Pedro, quien la contempló con expresión inocente. Paula cerró los puños. Algo en la inclina­ción arrogante de la cabeza de Pedro había encendi­do su furia. 


¡Y él disfrutaba al verla mortificada!


—¿Por qué, Pedro? —le preguntó ella en un susurro, porque no quería que sus padres oyeran esa conversación—. ¿Por qué les dijiste una mentira tan absurda?


—Fue una actuación merecedora de un Oscar, ¿verdad? Creo que deberías agradecerme por salvarte el cuello,Paula. Las pruebas estaban contra ti. Tus padres estaban a punto de sacar una conclusión correcta y me parece que no querrías eso, ¿no? Es un poco tarde para eso —comentó cuando ella encendió una lámpara—. Será mejor que la dejes apagada. Es obvio que has sido muy besada y...


—¿Te callarás? —saltó ella y golpeó el pie en el piso—. Pedro, ¿qué voy a hacer? ¡Mis padres creen que estoy casada contigo! ¿Qué les diremos cuando descubran la verdad?


—Les diremos que las cosas no anduvieron bien y que nos separamos —dijo él, imperturbable.


Paula se dejó caer en el sofá y se cubrió la cara con las manos.


—Se angustiaron muchísimo cuando Samuel y yo nos separamos. No quiero hacerlos pasar de nuevo por eso.


Pedro quedó callado un momento. Luego dijo, muy despacio:
—Entonces les diré que lo dije por mortificarte. Y tú puedes explicarles las circunstancias por las que estoy viviendo aquí contigo. Estoy seguro de que com­prenderán. ¿Acaso el negocio de tu padre no consiste en perdonar? —Su tono burlón la irritó todavía más que su mentira flagrante.


—No lo hagas, Pedro. —Los ojos de Paula tenían una expresión feroz, y no era el resplandor del fuego lo que les confería ese brillo peligroso. —No te atrevas a burlarte de mí ni de ellos —le advirtió con tono severo.


Cuando él vio su mirada, enseguida se puso serio.


—Lo siento. No quise referirme frívolamente a la ocupación de tu padre ni a tu posición.


—No importa —dijo ella—. Estoy segura de que para ti esto se parece mucho a una escena sacada de una farsa romántica, pero es muy real para mí. No podría tolerar verlos lastimados.


—Paula, ya tienes casi treinta años —dijo él—. Tienes derecho a vivir tu vida como te parezca mejor. Es posible que a ellos no les guste todo lo que haces. Les sucede a todos los padres. Pero ellos viven de acuerdo con sus normas, y tú, con las tuyas.


—No entiendes —dijo ella—. Jamás he hecho nada para traicionar la confianza de mis padres. Si decidiera hacer algo que sé que no aprobarían, se los ocultaría para protegerlos a ellos, no a mí. Y nunca se me ocurriría tirarles a la cara mis indiscreciones.


—¡Pero tú no has hecho nada! —saltó él, y ense­guida bajó la voz—. Créeme, sé lo casta que te has mostrado. Y lo digo con dolor.


A pesar de la furia que sentía, su corazón se salteó un latido al oír esas palabras. Paula apartó la vista.


—Tengo la conciencia tranquila, y si les contara cuáles fueron los hechos, ellos me creerían. Es sólo que... —movió las manos como buscando las pala­bras apropiadas—, para ellos sería diferente, eso es todo. Son de otra generación y jamás aceptarían que yo viviera con un hombre sin estar casada con él. Tú jamás has amado suficiente a alguien como para que te importe lo que piensan de ti.


Se equivocó al decirlo, y Paula se dio cuenta en cuanto las palabras salieron de su boca. La cara de Pedro se tensó y él metió las manos en los bolsillos del jean y se dio media vuelta para mirar fijo hacia el fuego.


Oyeron que el matrimonio Chaves salía del dormi­torio de Juana, y Pedro le dijo a Paula en voz baja, pero sin mirarla:
—Te lo dejaré a ti. Yo apoyaré lo que digas.


Alicia comenzó a hablar antes de llegar al último escalón.


Pedro, Juana es un verdadero ángel. Ya la amo y estoy impaciente por que llegue la mañana para poder jugar con ella. —La cara de Alicia estaba radiante de felicidad y a Paula se le apretó el corazón al comprender que debía seguir con el engaño.


—Lo siento —se apresuró a decir—. Todavía no he preparado el café. —Echó a andar hacia la cocina, pero su padre la detuvo.


—No lo prepares por nosotros. Somos demasiado viejos para tomar café a esta hora de la noche. Nos provoca insomnio. Será mejor que busquemos un lugar para pasar la noche. Si les parece bien, volveremos por la mañana.


—Tonterías —dijo Pedro—. Se quedarán aquí, en mi casa. Tenemos lugar suficiente.


—No, nada de eso —protestó Alicia—. Tú y Paula están en su luna de miel.


—Yo no tengo inconveniente, si a Paula no le im­porta —dijo Pedro y se encogió de hombros—. ¿Te importa, querida?


—Yo... sí, quiero decir, no —tartamudeó Paula mientras trataba de analizar las intenciones de Pedro.


—Hay un pequeño dormitorio pasando la cocina. Allí he estado durmiendo los últimos días. De todos modos, esta noche pensaba mudarme al dormitorio principal.


—Lo entiendo —dijo Andres y palmeó con entu­siasmo a Pedro en los omóplatos—. Personalmente, yo preferiría quedarme aquí y no en un motel. Alicia, ¿qué dices tú? 


Todos parecían haber olvidado a Paula, quien reaccionó con violencia ante la mención de Pedro de mudarse al dormitorio principal.


Entonces se dio cuenta de lo que él tenía en mente, y la enfureció.


—Bueno, por supuesto que prefiero estar aquí con Paula —contestó Alicia.


—Entonces, asunto arreglado —dijo Pedro con firmeza—. Permítanme recoger algunas de mis cosas mientras Paula cambia las sábanas. Después, los dejaremos dormir un poco. Deben de estar agotados.


La siguiente medía hora fue un concierto de confusión. 


Pedro fue al dormitorio de la planta baja y volvió a aparecer en el living con una caja de im­plementos para afeitarse y artículos personales. Tenía una bata de terciopelo colgada del hombro. Le guiñó un ojo a Paula cuando ella se sentó a escuchar el relato detallado del vuelo de sus padres a Alburquerque y el trayecto en auto a Whispers. Ella lo fulminó con la mirada.


Puso sábanas limpias en la cama y comenzó a tenderla lentamente con la esperanza de que Pedro volviera a ese cuarto. Planeaba decirle lo que pensaba sobre los arreglos que había hecho para la noche, pero él la evitó. Mientras los padres de ella les deseaban buenas noches, Pedro le rodeó la cintura y la atrajo hacia sí.


—Me alegro de tenerte como yerno, Pedro. Cuida de mi hija y ámala, eso es todo lo que te pido —dijo Andres.


—Lo haré, señor —dijo solemnemente Pedro. Paula tuvo ganas de patearlo en las canillas.


La pareja mayor se retiró a su habitación. Dócil­mente, Paula subió las escaleras detrás de Pedro, pero en cuanto cerró la puerta del dormitorio grande, lo enfrentó con expresión beligerante.


—Sé lo que estás pensando, Pedro, y tu pequeño plan no tendrá éxito.


—¿Qué estoy pensando? —preguntó él mientras se quitaba el suéter por segunda vez en esa noche.


—Crees que me meteré en esa cama contigo.


—Jamás se me ocurrió nada semejante —dijo él con naturalidad mientras se abría el cierre automático de los jeans.


—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella y trago fuerte.


—Me estoy sacando la ropa. ¿Qué otra cosa parece? —Mientras procedía a hacer justamente eso, dijo: —Un verano hice una gira con una compañía que hacía Hair y, desde entonces, no sé lo que es la modestia. Si te ofende, date vuelta.


Su ropa interior era color celeste, ajustada y breve, y Paula tragó fuerte cuando él se sacó los jeans y los arrojó sobre una silla. Pedro giró y comenzó a abrir la cama.


—Yo dormiré en el sillón —farfulló ella y abrió el placard donde se guardaban las frazadas adicionales.


—Como quieras. Tu padre puede ser un ministro, pero es obvio que aprecia los hechos de la vida. ¿Qué les dirás cuando te vean allí por la mañana? ¿Que fueron peleas de enamorados?


Paula habría querido abofetearlo cuando se dio media vuelta y lo vio en la cama, recostado contra las almohadas y con las sábanas tapándolo hasta la cintura.


—Yo me despertaré antes que ellos.


—Bueno, me alegra que lo tengas todo solucio­nado. —Bostezó y se hundió en las almohadas. —Buenas noches.


En lugar de responderle agresivamente, Paula salió de la habitación con los brazos llenos de frazadas. Bajó sigilosamente por la escalera y, con la ayuda de las últimas luces del fuego, encontró el camino hasta la planta baja.


Se sobresaltó cuando alguien encendió las luces.


—Dios, espero no haberte asustado. Justamente pensaba subir para pedirte algunas frazadas —explicó Alicia—. Tendré que dormir en el sofá. Tu padre está roncando tan fuerte que no podré dormir. Hace eso cuando está sumamente cansado. ¿Qué ibas a hacer con eso? —preguntó Alicia al ver las frazadas que Paula llevaba en los brazos.


—Yo, bueno, pensé que tú y papá tal vez las nece­sitaran antes de la mañana. Aunque todavía no sea época, aquí suele hacer mucho frío por las noches. —¡Mi madre va a dormir en el sofá!, Pensó con alarma. 


—Estaremos muy bien. Tal vez pondré un leño más en el hogar. Tu padre ni siquiera se daría cuenta si por la mañana se desatara una tormenta de nieve, así que vuelve junto a tu marido y deja de pre­ocuparte por nosotros. 


Su madre la besó en la mejilla y después se dirigió de nuevo a su cuarto. Usaba la bata acolchada que Paula le había regalado la Navidad anterior. La fragancia de la crema que le cubría la cara le recordó a Paula los momentos en que, durante su infancia, su madre entraba en la habitación de ella y de Elena para arroparlas antes de dormir.


—Buenas noches, mamá —dijo con ternura mientras volvía a subir.


Se detuvo junto a la puerta que daba al dormito­rio principal. 


Barajó la posibilidad de ir al cuarto de Juana y dormir con ella, pero la cama era muy angosta. Y si despertaba a Juana en mitad de la noche, se produciría un alboroto que después tendría que explicar. No le quedaba más remedio que dormir con Pedro en la cama.


Abrió la puerta muy despacio, esperando que él ya estuviera dormido. Pero sus esperanzas se esfumaron cuando Pedro giró en la cama y la miró, intrigado. Paula no había encendido la luz, pero el claro de luna se filtraba por las ventanas, y ella alcanzó a ver con toda claridad el cuerpo de Pedro delineado debajo de las sábanas. El corazón le golpeó en el pecho.


—¿Lo has pensado mejor?


—No —respondió ella con énfasis—. Mamá dormi­rá en el sofá para escapar de los ronquidos de papá.


—Una particularidad que espero no hayas here­dado —dijo Pedro mientras volvía a sepultar la cabeza en la almohada y a mirar en dirección opuesta.


Dios, ¡qué insufrible era ese hombre! Paula hizo todo el ruido posible mientras se cepillaba los dientes y se lavaba la cara. 


Todavía muy enojada, se sacó la bata y, sin pensarlo, se encaminó al dormitorio. ¿Qué estaba haciendo? Ella jamás dormía con camisón, pero no podía meterse en la cama con Pedro comple­tamente desnuda.


Abrió un cajón, sacó un corpiño y una bombacha y se los puso. No la cubrían demasiado, pero era mejor que nada. Si trataba de dormir con la bata, amanecería asada. Las luces estaban apagadas, así que Pedro no la vería.


Se acercó a la cama en puntas de pie y se deslizó entre las sábanas, cuidando de mantenerse en el borde. Apoyó la cabeza en la almohada, cerró los ojos bien fuerte y le ordenó a su cuerpo que se relajara. Casi lo había logrado cuando por entre la oscuridad brotó la voz de Pedro.


—¿Te pusiste la armadura?


—Cállate y déjame en paz —lo amenazó ella, pero sin demasiada convicción.


—Eso pienso hacer —dijo Pedro—. Por ahora. Pero ya cambiarás de idea. —La palmeó en el trasero por afuera de las cobijas, antes de darse media vuelta y quedar mirando hacia el otro lado.


Bueno, al menos no la había forzado a recibir sus atenciones. Eso la alegraba. ¿O no?



****



Un amanecer color violeta suave se filtró por las ventanas. 


Pero no fue eso lo que despertó a Paula de un sueño profundo. Estaba acostada boca abajo, con la cara hundida en la almohada. Algo tibio y húmedo le acariciaba la espalda con deliberada lentitud. Paula despertó de mala gana porque disfrutaba de esa vaga mezcla de vigilia y de sueño y habría querido que esa sensación flotante durara eternamente.


El broche de su corpiño cedió bajo dedos hábiles, que luego apartaron la delgada tira que le cruzaba la espalda. 


Entonces Paula despertó del todo, y sus múscu­los se tensaron bajo el masaje hipnótico que la mante­nía en esa lánguida actitud de sumisión.


—¿Pedro? —murmuró.


—¿Mmmm? —fue la única respuesta.


A Paula le resultaba difícil invocar sentimientos de antagonismo mientras Pedro siguiera haciéndole eso.


—¿Qué haces? —preguntó ella, sin aliento.


—Desayuno —murmuró él mientras le mordis­queaba la piel suave de los hombros. Sus manos se desplazaron por la curva de sus caderas. —Está de­licioso.


Paula gimió y apretó más la cara contra la almo­hada cuando sintió la textura húmeda y aterciopelada de la lengua de Pedro en su columna.


Una pierna pesada estaba apoyada sobre sus mus­los, manteniéndola prisionera en la cama, mientras Pedro seguía acariciándole la espalda con la boca y las manos. Fue bajando hasta la cintura y luego volvió a subir. Esta vez le mordisqueó el costado, por encima de las costillas.


Cuando llegó a la axila, hizo girar a Paula hasta dejarla de espaldas y se quedó mirando fijo sus ojos color ámbar mientras le apartaba el pelo de la cara.


—Buenos días —dijo.


—Buenos días.


Le deslizó los breteles del corpiño por los brazos y se lo quitó con toda facilidad. Le observó la piel, que estaba tibia y enrojecida por el sueño. Paula cerró los ojos porque no pudo tolerar la intensidad de la mirada de Pedro cuando le cubrió el cuerpo con el suyo.


Le levantó los brazos por encima de la cabeza y, comenzando por el codo, le besó y mordisqueó las partes sensibles de los brazos hasta que Paula habría querido gritar de gozo. Con la boca, Pedro le dibujó la clavícula y fue subiendo por su cuello hasta quedar por encima de los labios de Paula, que estaban entre­abiertos y expectantes.


El paciente trabajo que Pedro había realizado para despertar los sentidos de Paula tuvo su recompensa cuando ella lo besó con un fervor que dejó estreme­cidos a ambos.


El apetito que antes había sentido por ella se convertía ahora en voraz, y con la boca y las manos Pedro le estaba suplicando que aplacara el hambre que lo consumía desde el día en que la conoció.


—Tienes un sabor tan maravilloso. Eres dulce... cálida... suave —le susurró mientras se acercaba más y centraba su atención en los pechos de Paula, que ya anticipaban el alivio que sólo sus labios podía propor­cionarle. Él así lo hizo y Paula pronunció su nombre en voz baja y le aferró los hombros con las manos.


Paula se prohibió todo pensamiento que pudiera opacar el gozo de ese momento, pero igual se le cruzaron por la mente. Aunque sentía la urgencia del deseo de Pedro presionando contra ella, se recordó que era sólo eso, que él no la amaba. ¿Qué pasaría cuando su lujuria quedara satisfecha? ¿Se mandaría a mudar indemne, dejándola con el corazón vacío? ¡No! No debía permitir que eso pasara. Podía tolerar su arrogancia, su actuación, su desdén, su furia, pero jamás su indiferencia.


Pero, igual, lo deseaba. Su mente le negaba lo que su cuerpo anhelaba. Paula se arqueó contra las piernas fuertes de Pedro y se retorció bajo las embriagadoras caricias de esa boca en su estómago.


Los dedos de Pedro le recorrieron la piel del abdo­men y rozaron el suave promontorio. Paula jadeó. La actitud de Pedro la catapultó en la realidad. ¿Se daba cuenta Pedro de quién estaba debajo de él? ¿Pensaba en Susana? ¿Imaginaba...?


Paula le apoyó las manos en los hombros y lo apartó con una fuerza que iba del pánico a la repug­nancia.


—No, Pedro. Por favor. Basta.


Él levantó la cabeza y vio su rostro angustiado y sus lágrimas... que ella no sabía que vertía.


—¿Paula? —dijo él en voz baja. Se apoyó en un codo, se inclinó sobre ella y detuvo una lágrima con un dedo. La otra la sorbió de su mejilla con labios solícitos. —No voy a violarte, Paula —le dijo muy despacio. No había burla en su voz. —También yo tengo escrú­pulos. Tus padres me recibieron en su familia con una aceptación incondicional. Yo no me sentiría bien si me acostara contigo —pese a desearlo tanto— mientras ellos están abajo, convencidos de que somos marido y mujer. —Le acarició la sien con un dedo y le susurró: —Nunca debes tenerme miedo. —Y la besó muy sua­vemente en los labios.


Paula sentía su aliento en la nariz, en la boca, cuando él dijo:
—Por favor. Déjame paladear un poco más tu leche y tu miel. 


Le rodeó el pecho con la mano, se lo levantó apenas, agachó la cabeza y tomó en su boca el pezón. Fue un gesto carente de pasión, pero lleno de anhelo. Tironeó de él con suavidad. Fue apenas un movimiento de los músculos de la mejilla, pero Paula lo sintió en todas las células de su cuerpo.


Pedro se apartó de ella y abandonó la cama. Se puso los jeans y dijo por encima del hombro:
—Creo que oigo moverse a Juana. La vestiré y me reuniré contigo abajo. —Se detuvo una vez más junto a la puerta. —Debido a lo que he renunciado esta mañana, creo que debería ser canonizado o internado en un manicomio. —Le sonrió con ternura antes de irse del cuarto.










SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 13




El día se convirtió en una diversión agradable para los tres.


Juana viajó con Pedro en el auto alquilado, y Paula los siguió en el Mercedes. Agradeció esa oportunidad de estar a solas; le dio tiempo para ordenar sus pensamientos turbulentos. 


Era peligroso que Pedro y ella se besaran de día, como lo habían hecho más temprano. Ella le había dicho que no debían jugar con fuego, pero igual siguieron haciéndolo.



Como mil veces se dijo que no pasaría nada más, que sólo serían besos inofensivos. Pero los besos no eran inofensivos, y ella lo sabía. En realidad, ignoraba durante cuánto tiempo podría seguir manteniendo a raya a Pedro, o si deseaba hacerlo. Si tuvieran una aventura, significaría que ella no podría seguir ense­ñando a Juana. Sería una situación penosa para los tres, en especial para la pequeña, quien se convertiría en la víctima inocente de la conducta de dos adultos que no deberían poner en peligro su futuro de esa manera.


En la silenciosa privacidad del Mercedes que bri­llaba sobre los caminos de montaña en dirección a la ciudad, le resultó fácil prometerse no volver a entre­garse a los brazos de Pedro. Con fuerza de voluntad podría resistirse a la persuasión de sus manos y sus labios. Era sólo una cuestión de disciplina, y Paula Chaves siempre se había jactado de poseerla.


No permitiría que Pedro volviera a tocarla. La decisión estaba tomada.


Y no significaba absolutamente nada.


En cuanto llegaron a destino, él se acercó al Merce­des y la ayudó a apearse. Su mano extendida fue aceptada sin vacilar, y Paula rozó contra él mientras caminaban, ansiosa por sentir ese cuerpo fuerte y delgado cerca de ella.


La devolución del automóvil alquilado fue rápida y sin problemas. Después, hicieron algunas compras en las tiendas más exclusivas de Alburquerque. Pedro le compró a Juana una chaqueta celeste de esquí, que Paula dijo era extravagantemente cara. Pero él se encogió de hombros ante sus objeciones. Juana quiso ponérsela para el viaje de regreso a casa, pero, aunque era un fresco día de otoño, Paula explicó que sería demasiado abrigada. La pequeña aceptó que se la empacaran en una caja cuando Pedro le compró un cárdigan con una capucha con borde de piel.


Como de costumbre, las vendedoras se mostraron excitadas y muy torpes al atenderlos. Los clientes de las tiendas interrumpieron sus propias compras para observarlos en una forma que cohibió a Paula.


Varias de las mujeres la miraron con evidente envidia y hostilidad. Pedro no hizo nada para aliviar su incomodidad. Constantemente le pedía su opinión y la trataba con una familiaridad reveladora.


Algo alegró muchísimo a Paula: Pedro le habló todo el tiempo a Juana con lenguaje de señas, sin ninguna vergüenza ni justificación. Parecía no importarle que sus admiradoras lo vieran con su hija discapacitada.


Paula había llegado a una fórmula de transacción: su atuendo no era demasiado informal ni excesiva­mente elegante. Llevaba puesta una falda de lana color marrón claro y una blusa de seda color jade. Cuando se bajaron del auto para entrar en el restau­rante, decidió que estaba suficientemente fresco como para ponerse su blazer de lana color blanco tiza.


Pedro se lo sostuvo mientras ella se lo ponía, y le rodeó los hombros mientras entraban en el res­taurante. Paula pensó que formaban una familia atractiva cuando el maítre los ubicó en una mesa, y enseguida se censuró ese pensamiento antojadizo. Sabía cuáles eran los sentimientos de Pedro; él había puesto bien de manifiesto sus intenciones. Disfrutaría de una relación física, pero su corazón seguiría perte­neciendo siempre a Susana.


En el viaje de regreso, Juana empezó a tener sueño y apoyó la cabeza en las faldas de Paula. También había llevado a Conejito, su constante compañero, que tenía apretado debajo del brazo.


Pedro encendió la radio, hizo girar el dial y encontró una emisora de FM con música sedante. Después, puso la mano sobre los rizos suaves de Juana y le palmeó la cabeza durante varios minu­tos hasta cerciorarse de que estuviera profundamente dormida.


Paula supuso que volvería a poner la mano sobre el volante, pero su corazón pegó un brinco cuando la colocó sobre uno de sus muslos, detrás de la cabeza de Juana y se lo oprimió con suavidad. Ella miró el paisaje de afuera iluminado por el atardecer, el tablero encendido del automóvil, la criatura dormida que tenía en las faldas... cualquier cosa menos al hombre que estaba a su lado.



Por propia voluntad, sus ojos recorrieron el inte­rior del auto y observaron el perfil perfecto de Pedro. Él pareció intuir su mirada y giró la cabeza para que los ojos de ambos se encontraran. Al advertir la calidez que irradiaban los ojos color ámbar de Paula, sonrió con ternura.


Su mano ascendió por el muslo de Paula y la tocó con una intimidad que fundió las decisiones y la cautela de ella. La mano permaneció allí hasta que aparecieron las luces de Whispers, momento en que él tuvo que sujetar el volante con las dos manos para girarlo en las curvas de esas calles sinuosas y empi­nadas.


*****


Acostar a Juana no fue problema. La pequeña, medio dormida, permitió que Paula la desvistiera y la arropara en la cama. Después de las oraciones y los besos de práctica, Pedro apagó la luz de la habita­ción.


—¿Qué te parece si esta noche enciendo fuego en la chimenea? —preguntó cuando estaban de pie en el vestíbulo.


—Suena estupendo. Me vendría bien distenderme un poco antes de acostarme. Ha sido un día muy largo.


—¿Puedo hacer algo para ayudar a relajarte? —pre­guntó él con una sonrisa insinuante.


—Eres incorregible —lo regañó Paula, pero son­reía—. Me daré un baño y me reuniré contigo abajo.


—Para ese entonces, el fuego estará ardiendo. No sé si sabes que fui boy scout.


—¿Tú? ¡Imposible! —dijo ella con tono burlón antes de cerrar la puerta de su dormitorio y robarle la oportunidad de contestarle.


Después del baño, Paula se envolvió en una bata abrigada de franela y se anudó el cinturón en la cintura. El color durazno de la bata le sentaba bien a su pelo y a su tez, y las solapas de satén le agregaban esplendor a la piel de su garganta.


El hecho de vivir esos pocos días con Pedro la había despojado de parte de su inicial modestia. Ya no trataba de ocultarse ni de cubrirse si él la pescaba de bata o sin maquillaje. Entre ambos se había desa­rrollado cierto grado de familiaridad. Sin rastros de cohibición, Paula bajó por la escalera, mientras se pasaba un cepillo por el pelo todavía húmedo por el baño.


Cruzó el living y corrió las cortinas. Automáticamente extendió el brazo hacia la lámpara, pero la voz de Pedro la detuvo.


—¿No podemos dejar las luces apagadas? El res­plandor del fuego es suficiente.


Él venía de la cocina con dos copas y una botella de vino blanco en un balde con hielo. De los parlantes del equipo estéreo instalados en la biblioteca brotaba la melodía inquietante de una balada cantada por Johnny Mathis. Fiel a su palabra, Pedro tenía un alegre fuego encendido en la chimenea.


—Esto es muy relajante —dijo nerviosamente Paula. 


Relajante y seductor, pensó con preocupación. Pedro se había cambiado de ropa: en lugar de los pantalones y la chaqueta deportiva usaba ahora un par de viejos jeans desteñidos y un suéter de cuello alto.


Paula se acurrucó en un rincón del sofá, frente a la chimenea. 


Pedro colocó el balde con hielo que con­tenía la botella de vino y las dos copas sobre la mesa de café, frente a ella.


—¿Beberás aunque sea una copa de vino conmigo? —le preguntó y se sentó junto a ella.


—Yo...


—Por favor. ¿Una copa? Te hará bien.


Como de todos modos se la estaba sirviendo, Paula dijo:
—Está bien. Una copa. —Los dedos de ambos entraron en breve contacto cuando él le entregó el vino. Ella bebió un sorbo. Pedro la observaba con atención. Apartando la vista de su mirada insistente, Paula observó el fuego. —Es un hermoso fuego, Pedro. Gracias por que se te haya ocurrido encen­derlo.


—Fue un gusto. Salvo que el trabajo de prepararlo y de encenderlo me ha dado demasiado calor. ¿Te importa? —Antes de que ella tuviera tiempo de responder, en un sentido o en otro, Pedro se quitó el suéter blanco por la cabeza.


En los últimos días ella lo había visto muchas veces sin camisa, pero la sola visión de su pecho amplio y velludo siempre hacía que su corazón bailara una danza exótica. El pecho se iba enangostando por sobre las protuberancias de sus costillas hasta llegar a un abdomen chato y firme. Los jeans estaban cerrados con un broche de presión cinco centímetros debajo del ombligo. A Paula se le cerró la garganta al ver el bulto inequívoco de su masculinidad bajo la tela apretada y suave de los pantalones. Bebió otro sorbo de vino.


—Hueles bien —dijo él y se inclinó un poco hacia ella. No la tocó, pero acercó la cara a milímetros de su cuello. —¿Qué perfume es?


—Yo... —A Paula no le salían las palabras. Tragó y lo intentó de nuevo. —No es nada especial ni costoso. Lo compro en la farmacia


—No tienes que disculparte, te aseguro. Está cumpliendo su función.


Sus palabras —¿o era la cercanía de su cuerpo?— le provocaron un impacto que le llegó a los dedos de los pies. 


Con mano temblorosa se pasó el cepillo por el pelo una última vez y lo dejó en la mesa de café. Comenzaba a sentir los efectos del vino, aunque sólo había bebido la mitad de la copa. Bebió un último sorbo y volvió a apoyar la copa en la mesa. Cuando se echó hacia atrás en el sofá, Pedro se había acerca­do mucho más.


Paula giró la cabeza hacia él y vio que le observaba el cabello.


—Es hermoso —murmuró él—. A la luz del fuego, es todavía más lindo. —Le puso la mano en la parte superior de la cabeza y la fue bajando hasta llegar a sus hombros.


El resplandor del fuego arrojaba sombras profun­das sobre las facciones de Pedro. Sus ojos quedaban casi completamente a oscuras bajo sus cejas tupidas, pero Paula sabía que le escrutaban la cara. Imaginó que la habían tocado cuando sintió que se demoraban en su boca.Pedro mojó su dedo índice en la copa de vino y lo llevó a la boca de Paula. Se la pintó con el líquido dorado, dibujando primero el labio superior y, después, el inferior. 


Bajo la suave presión de su dedo, los labios se abrieron.


Pedro bajó la cabeza y tomó los labios de Paula, sorbió el vino que había en ellos y luego fusionó su boca con la de ella en un beso impresionante que la dejó temblorosa y sin aliento.


—Eres más deliciosa que el vino. Y el doble de embriagadora. —Pedro respiró cuando finalmente se apartó. 


Colocó su copa en la mesa, junto a la de Paula, y ella supuso que volvería a acercársele y a tomarla en sus brazos.


En cambio, Pedro se acostó de espaldas en el sofá, se estiró y apoyó la cabeza en la falda de Paula. Le tomó una mano, le besó la palma, se la apretó contra el estómago y luego la cubrió con una de las suyas.


—Esto debe de ser el paraíso —dijo, mirándola fijo—. La vista desde aquí es increíble. —En sus ojos apareció un brillo travieso cuando se posaron sobre los pechos de Paula, claramente delineados debajo de la tela delgada de su bata. Pedro rió cuando ella se ruborizó. Después, suspiró. —Me encanta este lugar, ¿a ti no, Paula? —Ella se sorprendió frente a la re­pentina seriedad de su voz.


—¿Te refieres a Whispers? Sí, es maravilloso. Te confieso que pensé que a esta altura estarías ya cami­no de regreso a Nueva York.


—A veces extraño los reflectores y las cámaras. Mentiría si dijera que no es así. Pero, por otro lado, me espanta la idea de volver a la vida y los amores del doctor Glen Hambrick. Jamás quise ese papel.


—¿Ah, no?


La sorpresa debió de ser evidente en la voz de Paula, porque él abrió bien los ojos, que tenía cerra­dos, y respondió:
 —No, por cierto que no.


—Entonces, ¿por qué... cómo? —balbuceó ella.


—Susana me convenció de que me presentara a la prueba.


Paula reaccionó enseguida al oír el nombre de la esposa de Pedro, pero advirtió que a él no parecía apenarlo tanto como las otras veces que la nombró.


—Yo era lo que ellos buscaban —prosiguió Pedro—. Besé a la actriz que, en ese momento, era la protagonista del programa. Les pareció que quedábamos bien juntos y me dieron el papel antes de que yo me diera cuenta.


—¿Qué te hubiera gustado hacer, Pedro?


—Yo tenía la meta habitual de todo actor con aspiraciones: hacer teatro. Pero, más que actuar, quería dirigir. Sin embargo, después de varios años en Nueva York, descubrí que uno debe pagar al­quiler, comer y cosas por el estilo —dijo y rió con amargura—. Tuve que trabajar cuando podía, y no asistir a las clases que necesitaba.


Distraídamente, Paula le acarició el pelo con los dedos. Era algo tan natural que la cabeza de Pedro estuviera apoyada sobre su falda y que los dos disfrutaran de ese sereno interludio.


—¿Dónde está tu hogar, Pedro? ¿Tienes una familia? —Era extraño que él jamás hubiera mencio­nado nada de su infancia.


—Crecí en Illinois. Verás, soy del Medio Oeste, igual que tú. —Movió la cabeza para mirarla, y esa suave presión sobre sus muslos hizo que Paula sintiera una oleada de placer. —Mi padre era un exitoso vendedor de seguros, aunque nunca fuimos ricos. Murió cuando yo estaba en la secundaria. Mamá murió hace dos años. Tengo un hermano que es abogado defensor. Supongo que, a su modo, también es actor. —Rió por lo bajo. —Después de dos años en un colegio de artes liberales, fui a Nueva York, terminé allí mis estudios de arte dramático y empecé a presentarme en cuanta prueba había, con la esperanza de encontrar trabajo.


—Vi A Chorus Line, y no creo que yo fuera capaz de pasar por una cosa así tantas veces y mantener la cordura —comentó Paula.


Pedro rió.


—No creo que nadie cuerdo quiera pasar por eso. Es una experiencia devastadora. Recuerdo cuando hice una prueba para el papel de Danny en Grease. Estaba convencido de que era perfecto para ese personaje. Durante semanas anduve enfundado en una chaqueta de cuero negro, hablando con rudeza y con un cigarrillo colgado del labio. En la prueba, cuando me pidieron que cantara y bailara, sufrí una humillación terrible. Supe, entonces, que la comedia musical nunca sería un género adecuado para mí. Pero no quisieron probarme siquiera para interpretar a uno de los chicos de las escenas de conjunto. Dijeron que mi pelo salía plateado bajo las luces de los reflectores y que no necesitaban viejos. Prometí teñírmelo de negro si me dejaban actuar en cualquier papel, pero no hubo caso.


Pedro hizo una pausa y se frotó la mano con el dorso de la de ella, que seguía apoyada en su estó­mago desnudo.


—Allí fue donde conocí a Susana... en esa prueba.. Se me acercó después y dijo que se alegraba de que no me hubieran dado el papel, porque habría detestado que me tiñera el pelo.


A Paula se le apretó el pecho. La voz de Pedro había bajado de volumen y de tono. Susana seguía siendo una parte integral suya, aunque hubiera muerto tres años antes.


 Conociendo ya la respuesta, pero teniendo de alguna manera que verbalizarlo,Paula le preguntó en voz baja:
—¿Era hermosa?


—Sí —contestó él sin vacilar y cerró los párpados como un telón sobre sus ojos verdes—. Era bailarina, una estudiante muy seria de ballet. No importa a cuántas pruebas se presentara, su estilo era dema­siado clásico para estar en un coro. Siempre volvía al ballet. Por último, la eligieron para integrar el American Ballet Theatre.


¡Una bailarina de ballet! Era peor de lo que Paula suponía. 


Seguro que Susana era elegante y femenina y grácil y, como él había dicho, hermosa.


Tenía que cambiar de tema. De pronto le resultó vital recuperar el estado de ánimo de momentos antes.


—¿Cuál es tu trabajo favorito, Pedro? ¿Qué papel te gustaría encarnar?


—El de Brick en La gata sobre el tejado de zinc caliente, sin duda —respondió él—. Lo hice una vez en una clase de interpretación. Es un personaje magnífico. Cada relación de la vida de Brick se explora en las dos horas y media que dura la obra. Con su esposa, con su padre, su madre, su hermano, su amigo. —Su voz comenzó a cobrar ánimo. —Pero también me encantaría dirigirla. ¿Te imaginas lo que sería extraer todos los matices de esos personajes maravillosos? Dios, qué desafío. —Permaneció un momento en silencio, la vista perdida en el espacio, como si viera un escenario imaginario, con los acto­res de pie esperando sus instrucciones. Después levantó la vista y la observó por largo rato.


Su pelo le enmarcó la cara al mirarlo. El resplandor del fuego le confería un brillo especial. La piel de Paula, todavía húmeda por el baño, era tersa y tentadora cuando la bata se le abrió en el cuello.


—No tienes aspecto de maestra —dijo él con ternura.


—Tú, en cambio, eres la imagen misma del actor —le susurró ella.


Pedro se incorporó un poco y colocó el brazo del otro lado de la cadera de Paula.


—¿Podrías ser un poco más específica? —preguntó él—. Quiero decir, Ernest Borgnine es actor, y Robert Redford es actor.


Ella se echó a reír.


—Entiendo lo que quieres decir. Bueno, veamos —dijo y entrecerró los ojos mientras le miraba la cara y el pecho—. Diría que estás entre los dos.


—¿Ah, sí? —bromeó él—. ¿Puedo hacer una prueba para el papel del protagonista romántico, señora productora? Será una prueba que disfrutaré.


Mientras hablaba, le pegó un tirón al cinturón de la bata de Paula, que cayó bajo sus dedos.


—Como puedes ver, ya me estoy poniendo en situación. —Deslizó la mano dentro de la bata y le rodeó un pecho. —Ahora, lo que necesito es una actriz que me acompañe —dijo, mientras sus labios buscaban los de ella y los encontraba bien dispuestos.


El beso fue largo y profundo. Mientras con una mano Pedro siguió acariciándole el pecho, la otra se la deslizó por el pelo. Paula le pasó un brazo por los hombros desnudos y deslizó la mano por esos músculos vigorosos. 


Con la otra mano, fue dibuján­dole cada costilla hasta detenerse en la curva de la cintura de Pedro.


Por último, la boca de él se apartó lo suficiente para murmurar:
—Esperaba encontrarte sólo a ti debajo de esta bata. —Le deslizó la bata de los hombros y aspiró su piel fragante. —Cuando estás serena, dócil y cálida como ahora, hay algo maternal en ti que necesito. —Los labios de Pedro descendieron hasta llegar a la curva de los pechos de Paula, que rozó con el bigote. Introdujo el brazo dentro de la bata y la acercó a su cuerpo. —Aliméntame, Paula —le suplicó con voz ronca.


Cuando su boca se cerró sobre el pezón, Paula le aferró la cabeza y se arqueó contra él. La lengua de Pedro causó estragos en ella. Después empezó a mordisquearle el pezón. 


Paula gimió cuando él jugueteó con la parte inferior de sus pechos con la nariz y la boca, para volver después a dedicarse de nuevo a su pezón.


Paula apoyó la mejilla sobre la parte superior de la cabeza de Pedro y le exploró el pecho y el vientre con mano suave pero llena de ansiedad. Tímida­mente la deslizó a la cintura de los jeans. Pedro sepultó la cabeza entre sus pechos y la giró con un gesto de súplica que denotaba a la vez éxtasis y sufrimiento.


—Dios, sí. Por favor, Paula —gimió con voz que la suave piel que estaba debajo de sus labios ahogó un poco—. Tócame.


Paula le desabrochó los jeans.


El timbre de la puerta sonó como campanadas de una catedral por encima de la respiración entrecortada de ambos, las notas de la música de violín del equipo estéreo y el chisporroteo de los leños en el hogar.


Pedro maldijo mientras se incorporaba y hundía la cabeza sobre sus rodillas.


—Quién demonios...


—A lo mejor terminan por irse —dijo Paula, esperanzada.


La insistencia del timbre les anunció que, quien­quiera fuera, no tenía intenciones de darse por vencido. Pedro volvió a maldecir, pero se puso de pie y se dirigió al vestíbulo, lo cual impidió que Paula viera la puerta del frente. Estaba por recordarle que estaba sin camisa, pero no tuvo tiempo antes de oír que él abría la puerta.


—¡Caramba! No esperábamos verlo aquí. Vaya si es una sorpresa.


Al oír esa voz familiar, Paula se levantó de un salto del sofá. 


Las piernas le temblaban muchísimo. Con dedos torpes se alisó la bata y se ató el cinturón en la cintura.


—Dios mío —gimió en voz muy baja, y casi no pudo reprimir un sollozo.


—¿Quién...? —comenzó a preguntar Pedro, sor­prendido, pero la otra voz lo interrumpió.


—Soy el reverendo Andres Alfonso, el padre de Paula. ¿Se encuentra ella aquí?