viernes, 25 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 13




El día se convirtió en una diversión agradable para los tres.


Juana viajó con Pedro en el auto alquilado, y Paula los siguió en el Mercedes. Agradeció esa oportunidad de estar a solas; le dio tiempo para ordenar sus pensamientos turbulentos. 


Era peligroso que Pedro y ella se besaran de día, como lo habían hecho más temprano. Ella le había dicho que no debían jugar con fuego, pero igual siguieron haciéndolo.



Como mil veces se dijo que no pasaría nada más, que sólo serían besos inofensivos. Pero los besos no eran inofensivos, y ella lo sabía. En realidad, ignoraba durante cuánto tiempo podría seguir manteniendo a raya a Pedro, o si deseaba hacerlo. Si tuvieran una aventura, significaría que ella no podría seguir ense­ñando a Juana. Sería una situación penosa para los tres, en especial para la pequeña, quien se convertiría en la víctima inocente de la conducta de dos adultos que no deberían poner en peligro su futuro de esa manera.


En la silenciosa privacidad del Mercedes que bri­llaba sobre los caminos de montaña en dirección a la ciudad, le resultó fácil prometerse no volver a entre­garse a los brazos de Pedro. Con fuerza de voluntad podría resistirse a la persuasión de sus manos y sus labios. Era sólo una cuestión de disciplina, y Paula Chaves siempre se había jactado de poseerla.


No permitiría que Pedro volviera a tocarla. La decisión estaba tomada.


Y no significaba absolutamente nada.


En cuanto llegaron a destino, él se acercó al Merce­des y la ayudó a apearse. Su mano extendida fue aceptada sin vacilar, y Paula rozó contra él mientras caminaban, ansiosa por sentir ese cuerpo fuerte y delgado cerca de ella.


La devolución del automóvil alquilado fue rápida y sin problemas. Después, hicieron algunas compras en las tiendas más exclusivas de Alburquerque. Pedro le compró a Juana una chaqueta celeste de esquí, que Paula dijo era extravagantemente cara. Pero él se encogió de hombros ante sus objeciones. Juana quiso ponérsela para el viaje de regreso a casa, pero, aunque era un fresco día de otoño, Paula explicó que sería demasiado abrigada. La pequeña aceptó que se la empacaran en una caja cuando Pedro le compró un cárdigan con una capucha con borde de piel.


Como de costumbre, las vendedoras se mostraron excitadas y muy torpes al atenderlos. Los clientes de las tiendas interrumpieron sus propias compras para observarlos en una forma que cohibió a Paula.


Varias de las mujeres la miraron con evidente envidia y hostilidad. Pedro no hizo nada para aliviar su incomodidad. Constantemente le pedía su opinión y la trataba con una familiaridad reveladora.


Algo alegró muchísimo a Paula: Pedro le habló todo el tiempo a Juana con lenguaje de señas, sin ninguna vergüenza ni justificación. Parecía no importarle que sus admiradoras lo vieran con su hija discapacitada.


Paula había llegado a una fórmula de transacción: su atuendo no era demasiado informal ni excesiva­mente elegante. Llevaba puesta una falda de lana color marrón claro y una blusa de seda color jade. Cuando se bajaron del auto para entrar en el restau­rante, decidió que estaba suficientemente fresco como para ponerse su blazer de lana color blanco tiza.


Pedro se lo sostuvo mientras ella se lo ponía, y le rodeó los hombros mientras entraban en el res­taurante. Paula pensó que formaban una familia atractiva cuando el maítre los ubicó en una mesa, y enseguida se censuró ese pensamiento antojadizo. Sabía cuáles eran los sentimientos de Pedro; él había puesto bien de manifiesto sus intenciones. Disfrutaría de una relación física, pero su corazón seguiría perte­neciendo siempre a Susana.


En el viaje de regreso, Juana empezó a tener sueño y apoyó la cabeza en las faldas de Paula. También había llevado a Conejito, su constante compañero, que tenía apretado debajo del brazo.


Pedro encendió la radio, hizo girar el dial y encontró una emisora de FM con música sedante. Después, puso la mano sobre los rizos suaves de Juana y le palmeó la cabeza durante varios minu­tos hasta cerciorarse de que estuviera profundamente dormida.


Paula supuso que volvería a poner la mano sobre el volante, pero su corazón pegó un brinco cuando la colocó sobre uno de sus muslos, detrás de la cabeza de Juana y se lo oprimió con suavidad. Ella miró el paisaje de afuera iluminado por el atardecer, el tablero encendido del automóvil, la criatura dormida que tenía en las faldas... cualquier cosa menos al hombre que estaba a su lado.



Por propia voluntad, sus ojos recorrieron el inte­rior del auto y observaron el perfil perfecto de Pedro. Él pareció intuir su mirada y giró la cabeza para que los ojos de ambos se encontraran. Al advertir la calidez que irradiaban los ojos color ámbar de Paula, sonrió con ternura.


Su mano ascendió por el muslo de Paula y la tocó con una intimidad que fundió las decisiones y la cautela de ella. La mano permaneció allí hasta que aparecieron las luces de Whispers, momento en que él tuvo que sujetar el volante con las dos manos para girarlo en las curvas de esas calles sinuosas y empi­nadas.


*****


Acostar a Juana no fue problema. La pequeña, medio dormida, permitió que Paula la desvistiera y la arropara en la cama. Después de las oraciones y los besos de práctica, Pedro apagó la luz de la habita­ción.


—¿Qué te parece si esta noche enciendo fuego en la chimenea? —preguntó cuando estaban de pie en el vestíbulo.


—Suena estupendo. Me vendría bien distenderme un poco antes de acostarme. Ha sido un día muy largo.


—¿Puedo hacer algo para ayudar a relajarte? —pre­guntó él con una sonrisa insinuante.


—Eres incorregible —lo regañó Paula, pero son­reía—. Me daré un baño y me reuniré contigo abajo.


—Para ese entonces, el fuego estará ardiendo. No sé si sabes que fui boy scout.


—¿Tú? ¡Imposible! —dijo ella con tono burlón antes de cerrar la puerta de su dormitorio y robarle la oportunidad de contestarle.


Después del baño, Paula se envolvió en una bata abrigada de franela y se anudó el cinturón en la cintura. El color durazno de la bata le sentaba bien a su pelo y a su tez, y las solapas de satén le agregaban esplendor a la piel de su garganta.


El hecho de vivir esos pocos días con Pedro la había despojado de parte de su inicial modestia. Ya no trataba de ocultarse ni de cubrirse si él la pescaba de bata o sin maquillaje. Entre ambos se había desa­rrollado cierto grado de familiaridad. Sin rastros de cohibición, Paula bajó por la escalera, mientras se pasaba un cepillo por el pelo todavía húmedo por el baño.


Cruzó el living y corrió las cortinas. Automáticamente extendió el brazo hacia la lámpara, pero la voz de Pedro la detuvo.


—¿No podemos dejar las luces apagadas? El res­plandor del fuego es suficiente.


Él venía de la cocina con dos copas y una botella de vino blanco en un balde con hielo. De los parlantes del equipo estéreo instalados en la biblioteca brotaba la melodía inquietante de una balada cantada por Johnny Mathis. Fiel a su palabra, Pedro tenía un alegre fuego encendido en la chimenea.


—Esto es muy relajante —dijo nerviosamente Paula. 


Relajante y seductor, pensó con preocupación. Pedro se había cambiado de ropa: en lugar de los pantalones y la chaqueta deportiva usaba ahora un par de viejos jeans desteñidos y un suéter de cuello alto.


Paula se acurrucó en un rincón del sofá, frente a la chimenea. 


Pedro colocó el balde con hielo que con­tenía la botella de vino y las dos copas sobre la mesa de café, frente a ella.


—¿Beberás aunque sea una copa de vino conmigo? —le preguntó y se sentó junto a ella.


—Yo...


—Por favor. ¿Una copa? Te hará bien.


Como de todos modos se la estaba sirviendo, Paula dijo:
—Está bien. Una copa. —Los dedos de ambos entraron en breve contacto cuando él le entregó el vino. Ella bebió un sorbo. Pedro la observaba con atención. Apartando la vista de su mirada insistente, Paula observó el fuego. —Es un hermoso fuego, Pedro. Gracias por que se te haya ocurrido encen­derlo.


—Fue un gusto. Salvo que el trabajo de prepararlo y de encenderlo me ha dado demasiado calor. ¿Te importa? —Antes de que ella tuviera tiempo de responder, en un sentido o en otro, Pedro se quitó el suéter blanco por la cabeza.


En los últimos días ella lo había visto muchas veces sin camisa, pero la sola visión de su pecho amplio y velludo siempre hacía que su corazón bailara una danza exótica. El pecho se iba enangostando por sobre las protuberancias de sus costillas hasta llegar a un abdomen chato y firme. Los jeans estaban cerrados con un broche de presión cinco centímetros debajo del ombligo. A Paula se le cerró la garganta al ver el bulto inequívoco de su masculinidad bajo la tela apretada y suave de los pantalones. Bebió otro sorbo de vino.


—Hueles bien —dijo él y se inclinó un poco hacia ella. No la tocó, pero acercó la cara a milímetros de su cuello. —¿Qué perfume es?


—Yo... —A Paula no le salían las palabras. Tragó y lo intentó de nuevo. —No es nada especial ni costoso. Lo compro en la farmacia


—No tienes que disculparte, te aseguro. Está cumpliendo su función.


Sus palabras —¿o era la cercanía de su cuerpo?— le provocaron un impacto que le llegó a los dedos de los pies. 


Con mano temblorosa se pasó el cepillo por el pelo una última vez y lo dejó en la mesa de café. Comenzaba a sentir los efectos del vino, aunque sólo había bebido la mitad de la copa. Bebió un último sorbo y volvió a apoyar la copa en la mesa. Cuando se echó hacia atrás en el sofá, Pedro se había acerca­do mucho más.


Paula giró la cabeza hacia él y vio que le observaba el cabello.


—Es hermoso —murmuró él—. A la luz del fuego, es todavía más lindo. —Le puso la mano en la parte superior de la cabeza y la fue bajando hasta llegar a sus hombros.


El resplandor del fuego arrojaba sombras profun­das sobre las facciones de Pedro. Sus ojos quedaban casi completamente a oscuras bajo sus cejas tupidas, pero Paula sabía que le escrutaban la cara. Imaginó que la habían tocado cuando sintió que se demoraban en su boca.Pedro mojó su dedo índice en la copa de vino y lo llevó a la boca de Paula. Se la pintó con el líquido dorado, dibujando primero el labio superior y, después, el inferior. 


Bajo la suave presión de su dedo, los labios se abrieron.


Pedro bajó la cabeza y tomó los labios de Paula, sorbió el vino que había en ellos y luego fusionó su boca con la de ella en un beso impresionante que la dejó temblorosa y sin aliento.


—Eres más deliciosa que el vino. Y el doble de embriagadora. —Pedro respiró cuando finalmente se apartó. 


Colocó su copa en la mesa, junto a la de Paula, y ella supuso que volvería a acercársele y a tomarla en sus brazos.


En cambio, Pedro se acostó de espaldas en el sofá, se estiró y apoyó la cabeza en la falda de Paula. Le tomó una mano, le besó la palma, se la apretó contra el estómago y luego la cubrió con una de las suyas.


—Esto debe de ser el paraíso —dijo, mirándola fijo—. La vista desde aquí es increíble. —En sus ojos apareció un brillo travieso cuando se posaron sobre los pechos de Paula, claramente delineados debajo de la tela delgada de su bata. Pedro rió cuando ella se ruborizó. Después, suspiró. —Me encanta este lugar, ¿a ti no, Paula? —Ella se sorprendió frente a la re­pentina seriedad de su voz.


—¿Te refieres a Whispers? Sí, es maravilloso. Te confieso que pensé que a esta altura estarías ya cami­no de regreso a Nueva York.


—A veces extraño los reflectores y las cámaras. Mentiría si dijera que no es así. Pero, por otro lado, me espanta la idea de volver a la vida y los amores del doctor Glen Hambrick. Jamás quise ese papel.


—¿Ah, no?


La sorpresa debió de ser evidente en la voz de Paula, porque él abrió bien los ojos, que tenía cerra­dos, y respondió:
 —No, por cierto que no.


—Entonces, ¿por qué... cómo? —balbuceó ella.


—Susana me convenció de que me presentara a la prueba.


Paula reaccionó enseguida al oír el nombre de la esposa de Pedro, pero advirtió que a él no parecía apenarlo tanto como las otras veces que la nombró.


—Yo era lo que ellos buscaban —prosiguió Pedro—. Besé a la actriz que, en ese momento, era la protagonista del programa. Les pareció que quedábamos bien juntos y me dieron el papel antes de que yo me diera cuenta.


—¿Qué te hubiera gustado hacer, Pedro?


—Yo tenía la meta habitual de todo actor con aspiraciones: hacer teatro. Pero, más que actuar, quería dirigir. Sin embargo, después de varios años en Nueva York, descubrí que uno debe pagar al­quiler, comer y cosas por el estilo —dijo y rió con amargura—. Tuve que trabajar cuando podía, y no asistir a las clases que necesitaba.


Distraídamente, Paula le acarició el pelo con los dedos. Era algo tan natural que la cabeza de Pedro estuviera apoyada sobre su falda y que los dos disfrutaran de ese sereno interludio.


—¿Dónde está tu hogar, Pedro? ¿Tienes una familia? —Era extraño que él jamás hubiera mencio­nado nada de su infancia.


—Crecí en Illinois. Verás, soy del Medio Oeste, igual que tú. —Movió la cabeza para mirarla, y esa suave presión sobre sus muslos hizo que Paula sintiera una oleada de placer. —Mi padre era un exitoso vendedor de seguros, aunque nunca fuimos ricos. Murió cuando yo estaba en la secundaria. Mamá murió hace dos años. Tengo un hermano que es abogado defensor. Supongo que, a su modo, también es actor. —Rió por lo bajo. —Después de dos años en un colegio de artes liberales, fui a Nueva York, terminé allí mis estudios de arte dramático y empecé a presentarme en cuanta prueba había, con la esperanza de encontrar trabajo.


—Vi A Chorus Line, y no creo que yo fuera capaz de pasar por una cosa así tantas veces y mantener la cordura —comentó Paula.


Pedro rió.


—No creo que nadie cuerdo quiera pasar por eso. Es una experiencia devastadora. Recuerdo cuando hice una prueba para el papel de Danny en Grease. Estaba convencido de que era perfecto para ese personaje. Durante semanas anduve enfundado en una chaqueta de cuero negro, hablando con rudeza y con un cigarrillo colgado del labio. En la prueba, cuando me pidieron que cantara y bailara, sufrí una humillación terrible. Supe, entonces, que la comedia musical nunca sería un género adecuado para mí. Pero no quisieron probarme siquiera para interpretar a uno de los chicos de las escenas de conjunto. Dijeron que mi pelo salía plateado bajo las luces de los reflectores y que no necesitaban viejos. Prometí teñírmelo de negro si me dejaban actuar en cualquier papel, pero no hubo caso.


Pedro hizo una pausa y se frotó la mano con el dorso de la de ella, que seguía apoyada en su estó­mago desnudo.


—Allí fue donde conocí a Susana... en esa prueba.. Se me acercó después y dijo que se alegraba de que no me hubieran dado el papel, porque habría detestado que me tiñera el pelo.


A Paula se le apretó el pecho. La voz de Pedro había bajado de volumen y de tono. Susana seguía siendo una parte integral suya, aunque hubiera muerto tres años antes.


 Conociendo ya la respuesta, pero teniendo de alguna manera que verbalizarlo,Paula le preguntó en voz baja:
—¿Era hermosa?


—Sí —contestó él sin vacilar y cerró los párpados como un telón sobre sus ojos verdes—. Era bailarina, una estudiante muy seria de ballet. No importa a cuántas pruebas se presentara, su estilo era dema­siado clásico para estar en un coro. Siempre volvía al ballet. Por último, la eligieron para integrar el American Ballet Theatre.


¡Una bailarina de ballet! Era peor de lo que Paula suponía. 


Seguro que Susana era elegante y femenina y grácil y, como él había dicho, hermosa.


Tenía que cambiar de tema. De pronto le resultó vital recuperar el estado de ánimo de momentos antes.


—¿Cuál es tu trabajo favorito, Pedro? ¿Qué papel te gustaría encarnar?


—El de Brick en La gata sobre el tejado de zinc caliente, sin duda —respondió él—. Lo hice una vez en una clase de interpretación. Es un personaje magnífico. Cada relación de la vida de Brick se explora en las dos horas y media que dura la obra. Con su esposa, con su padre, su madre, su hermano, su amigo. —Su voz comenzó a cobrar ánimo. —Pero también me encantaría dirigirla. ¿Te imaginas lo que sería extraer todos los matices de esos personajes maravillosos? Dios, qué desafío. —Permaneció un momento en silencio, la vista perdida en el espacio, como si viera un escenario imaginario, con los acto­res de pie esperando sus instrucciones. Después levantó la vista y la observó por largo rato.


Su pelo le enmarcó la cara al mirarlo. El resplandor del fuego le confería un brillo especial. La piel de Paula, todavía húmeda por el baño, era tersa y tentadora cuando la bata se le abrió en el cuello.


—No tienes aspecto de maestra —dijo él con ternura.


—Tú, en cambio, eres la imagen misma del actor —le susurró ella.


Pedro se incorporó un poco y colocó el brazo del otro lado de la cadera de Paula.


—¿Podrías ser un poco más específica? —preguntó él—. Quiero decir, Ernest Borgnine es actor, y Robert Redford es actor.


Ella se echó a reír.


—Entiendo lo que quieres decir. Bueno, veamos —dijo y entrecerró los ojos mientras le miraba la cara y el pecho—. Diría que estás entre los dos.


—¿Ah, sí? —bromeó él—. ¿Puedo hacer una prueba para el papel del protagonista romántico, señora productora? Será una prueba que disfrutaré.


Mientras hablaba, le pegó un tirón al cinturón de la bata de Paula, que cayó bajo sus dedos.


—Como puedes ver, ya me estoy poniendo en situación. —Deslizó la mano dentro de la bata y le rodeó un pecho. —Ahora, lo que necesito es una actriz que me acompañe —dijo, mientras sus labios buscaban los de ella y los encontraba bien dispuestos.


El beso fue largo y profundo. Mientras con una mano Pedro siguió acariciándole el pecho, la otra se la deslizó por el pelo. Paula le pasó un brazo por los hombros desnudos y deslizó la mano por esos músculos vigorosos. 


Con la otra mano, fue dibuján­dole cada costilla hasta detenerse en la curva de la cintura de Pedro.


Por último, la boca de él se apartó lo suficiente para murmurar:
—Esperaba encontrarte sólo a ti debajo de esta bata. —Le deslizó la bata de los hombros y aspiró su piel fragante. —Cuando estás serena, dócil y cálida como ahora, hay algo maternal en ti que necesito. —Los labios de Pedro descendieron hasta llegar a la curva de los pechos de Paula, que rozó con el bigote. Introdujo el brazo dentro de la bata y la acercó a su cuerpo. —Aliméntame, Paula —le suplicó con voz ronca.


Cuando su boca se cerró sobre el pezón, Paula le aferró la cabeza y se arqueó contra él. La lengua de Pedro causó estragos en ella. Después empezó a mordisquearle el pezón. 


Paula gimió cuando él jugueteó con la parte inferior de sus pechos con la nariz y la boca, para volver después a dedicarse de nuevo a su pezón.


Paula apoyó la mejilla sobre la parte superior de la cabeza de Pedro y le exploró el pecho y el vientre con mano suave pero llena de ansiedad. Tímida­mente la deslizó a la cintura de los jeans. Pedro sepultó la cabeza entre sus pechos y la giró con un gesto de súplica que denotaba a la vez éxtasis y sufrimiento.


—Dios, sí. Por favor, Paula —gimió con voz que la suave piel que estaba debajo de sus labios ahogó un poco—. Tócame.


Paula le desabrochó los jeans.


El timbre de la puerta sonó como campanadas de una catedral por encima de la respiración entrecortada de ambos, las notas de la música de violín del equipo estéreo y el chisporroteo de los leños en el hogar.


Pedro maldijo mientras se incorporaba y hundía la cabeza sobre sus rodillas.


—Quién demonios...


—A lo mejor terminan por irse —dijo Paula, esperanzada.


La insistencia del timbre les anunció que, quien­quiera fuera, no tenía intenciones de darse por vencido. Pedro volvió a maldecir, pero se puso de pie y se dirigió al vestíbulo, lo cual impidió que Paula viera la puerta del frente. Estaba por recordarle que estaba sin camisa, pero no tuvo tiempo antes de oír que él abría la puerta.


—¡Caramba! No esperábamos verlo aquí. Vaya si es una sorpresa.


Al oír esa voz familiar, Paula se levantó de un salto del sofá. 


Las piernas le temblaban muchísimo. Con dedos torpes se alisó la bata y se ató el cinturón en la cintura.


—Dios mío —gimió en voz muy baja, y casi no pudo reprimir un sollozo.


—¿Quién...? —comenzó a preguntar Pedro, sor­prendido, pero la otra voz lo interrumpió.


—Soy el reverendo Andres Alfonso, el padre de Paula. ¿Se encuentra ella aquí?







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