jueves, 24 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 10




¡Cómo se atreve a hablarme de esa manera!, no hacia mas que pensar Paula.


Creyó que una noche de sueño profundo mitigaría parte de su furia por las últimas palabras de Pedro, pero al despertar descubrió que su furia era todavía mayor. Con su llegada repentina, él la había pescado desprevenida y vulnerable. 


Era un hombre encan­tador, increíblemente apuesto, viril y acostumbrado a que las mujeres se derritieran por él. Pues bien, muy pronto se enteraría de que Paula Chaves no era susceptible a sus encantos. Fiaría frío en el infierno antes de que ella se metiera en una cama con Pedro Sloan.


Cuando bajó por la escalera y caminó hacia la cocina, en su rostro llevaba pintada una inflexible resolución. Una breve mirada al cuarto de Juana le confirmó lo que había supuesto: que la pequeña ya estaba despierta y en compañía de su padre.


Abrió las puertas que separaban la cocina del comedor y entró con afectada naturalidad en esa habitación iluminada por el sol. La escena que encon­tró era demasiado serena y agradable para que Paula perpetuara su rabia, y la rebelión fue abandonándola lentamente y dejándola vacía como un globo desinflado.


—Buenos días —dijo Pedro con señas y verbalmente—. Juana desayuna con cereales y yo, con café y tostadas. ¿Qué quieres tú?


"Dios, qué estupendo está", pensó Paula. Su pelo brillaba con reflejos plateados por el sol que se colaba por la ventana. Tenía las mangas de la camisa deportiva arremangadas hasta los codos, y el faldón había escapado de los confines de sus jeans. La amenaza que ella había visto en su rostro cuando la dejó la noche anterior se veía reemplazada ahora por una sonrisa deslumbrante que resultaba todavía más cautivante.


—Buenos días —dijo ella y se agachó para abrazar a Juana, quien en ese momento se metía en la boca una cucharada de cereales.


La chiquilla giró la cabeza para mirarla y le dijo por señas:
—Papito está aquí, Paula.


— Ya lo sé—respondió Paula—. ¿Estás triste?


—N'oooo —dijo Jennifer. Le gustaba pronunciar esa palabra que le resultaba bastante fácil.


—¿Estás enojada? —preguntó Paula. Unos días antes habían tenido una lección sobre sentimientos básicos y ahora Paula ponía a prueba a su alumna.


Juana rió y dijo:
—Noooo.


—Entonces, ¿qué sientes al tener aquí a tu papito?


Juana estuvo inmóvil un momento tratando de elegir la seña adecuada.


—Estoy contenta —dijo, y se echó a reír cuando Paula aplaudió la seña correcta. Después, la pequeña le preguntó a su maestra: —¿Tú estás contenta de que papito esté aquí?


Paula se enderezó enseguida. Esperaba que Pedro no hubiera estado mirando, pero sí lo estaba. Sus cejas gruesas y expresivas se elevaron con curiosidad.


—¿Y bien? Contesta a Juana. ¿Estás contenta de que yo esté aquí?


La había puesto en un brete. Juana la miraba con gran expectación. De mala gana, ella dijo, oral­mente y por señas:
—Sí, estoy contenta de que Pedro se encuentre aquí. —Juana quedó satisfecha y volvió a concen­trarse en sus cereales.


—Tal vez quieras revisarle el audífono. No estoy seguro de habérselo puesto bien —dijo él.


Paula levantó los rizos de Juana y revisó la colo­cación y el control de volumen del aparato, que había sido modelado para el oído de Juana.


—Está muy bien —dijo ella.


—Espléndido. ¿Qué quieres desayunar? —preguntó Pedro mientras untaba una buena cantidad de man­teca sobre su tostada.


—Yo no como nada en el desayuno —dijo Paula—. Me basta con una taza de café.


Los ojos de él la recorrieron de arriba abajo y la hicieron ruborizarse.


—¿Es la abstinencia lo que te mantiene tan en silueta?


Apartando la vista de esos ojos sagaces, Paula se acercó a la mesa y se sirvió café en un jarro que le tembló en la mano. 


Al pasar junto a Pedro camino a la mesa, él le palmeó el trasero juguetonamente y lue­go dejó su palma apoyada un momento más en esa carne firme.


—La abstinencia de demasiados placeres puede volver a una persona nerviosa, malhumorada y mucho mayor de lo que en realidad es.


Paula tenía la contestación perfecta en la punta de la lengua, pero justo en ese momento Betty abrió la puerta de atrás y la transpuso con su habitual exu­berancia. De su cabeza emergían una serie de ruleros rosados en ángulos variados. 


La bata acolchada estaba sujeta a su gruesa cintura con un nudo descuidado. Unas pantuflas de abrigo aumentaban el tamaño de sus pies en una proporción alarmante.


Se frenó en seco y permaneció allí, inmóvil, al ver a Pedro sentado a la mesa. Sus grandes ojos marrones lo miraban fijo y su boca se abría y se cerraba como un pez varado en la playa. Si su expresión no hubiera sido tan cómica, Paula habría sentido com­pasión por su amiga.


Tuvo que reprimir la risa cuando los presentó.


—Betty Groves, éste es Pedro Alfonso. Pedro, ésta es la vecina de la que te hablé.


—Buenos días, señora Groves —dijo él, se puso de pie y se acercó a Betty con la mano extendida. Betty levantó la suya como una autómata y Pedro se la estrechó. —Paula me ha dicho cuánto las ha ayu­dado a ella y a Juana. Quiero agradecerle por cuidar de mis chicas en mi ausencia.


Paula reaccionó ante lo que esas palabras impli­caban, pero antes de que tuviera tiempo de protestar, Betty exclamó:
—¡Dios mío! ¡Y yo con esta facha! Sólo vine para pedir prestada una taza de azúcar. No tenía idea de que usted se encontraría aquí, doctor Ham... señor Sloan... señor Alfonso. ¿Por qué no me dijiste que él estaría aquí, Paula? —preguntó con tono acusador.


—Yo...


—Está preciosa, Betty. ¿Puedo llamarla Betty? —Pedro interrumpió a Paula antes de que pudiera defenderse—. ¿Dónde tenemos el azúcar, Paula?


¿Tenemos? ¿Mis chicas? Pedro estaba haciendo todo lo posible para que pareciera que los dos vivían juntos. Le lanzó una mirada asesina por sobre el hombro de Betty, pero en los ojos de él apareció un brillo divertido y nada arrepentido.


—Está en la despensa —respondió ella con voz helada. Ni Betty ni Pedro lo advirtieron.


—¿Podrías traer un poco para Betty, por favor, mientras yo le sirvo una taza de café? —dijo él con naturalidad mientras escoltaba a su apasionada admiradora a la mesa. 


Desempeñaba el rol de la encantadora celebridad, que tanto repugnaba a Paula.


—Usted es idéntico a sí mismo —dijo Betty con una sonrisa tonta mientras ocupaba su sitio frente a la mesa siguiendo las directivas de Pedro—. De veras, no quiero robarles su tiempo. Mis chicos me esperan...


—Se lo ruego, como un favor para mí, que com­parta una taza de café con nosotros. —La sonrisa bien ensayada de Pedro habría sido capaz de convencer a un ángel de que se desprendiera de sus alas. —Paula me contó anoche que usted tiene dos hijos.


¡Anoche! Paula estaba furiosa. Mientras Betty se embarcaba en su tema preferido, Pedro miró a Paula y le dedicó una sonrisa traviesa. Sabía que acababa de dar a entender que habían pasado la noche juntos, y no precisamente en cuartos separados. Paula echaba humo cuando cerró con un golpe las puertas de la alacena después de buscar la taza de azúcar para Betty.


Betty finalmente se fue, prometiéndole a Pedro que ella, Raul y Raquel regresarían más tarde para su clase de lenguaje de señas. Por una vez, Paula se alegró de ver irse a su vecina. Se sentía irritada por la adulación servil de Betty hacia Pedro y las insinua­ciones de él en el sentido de que la relación de ambos era la que Betty había sospechado desde el principio y que ella había negado con vehemencia.


—Mientras tú y Juana están en el aula esta ma­ñana, yo sacaré todo de mis valijas. —Paula había notado que había otro automóvil estacionado en el camino de acceso, junto al Mercedes. Pedro explicó que lo había alquilado y que lo devolvería en Alburquerque cuando ella y Juana tuvieran un día libre para ir con él y llevarlo de vuelta.


Paula estaba con Juana en clase cuando Pedro apareció junto a la puerta.


—Paula , los placards de ese cuarto son muy chicos.  ¿Podrías dejarme algo de lugar en uno de los placards del dormitorio principal? Ella lo miró con recelo.


—¿Esto es una artimaña, o de veras necesitas ese espacio?


—Realmente necesito ese espacio —respondió el con la candidez de un santo. Después, desplegó una brillante sonrisa que hizo aparecer el hoyuelo en su mejilla. Un actor. 


Podía fingir cualquier expresión o estado de ánimo que se le antojara. Pero, a pesar de sí misma, Paula le devolvió la sonrisa.


—Uno de los placards está vacío, salvo por algu­nas cajas que hay a un costado. Si quieres, las sacare de allí.


—No, no las toques —saltó él.


Paula ya se levantaba de la silla que se encontraba al mismo nivel de la de Juana. Pegó un salto frente a su tono áspero y al ver que su rostro había perdido la luminosidad anterior. 


Ahora su expresión era muy seria. Cuando vio la sorpresa de Paula, dijo, en voz baja:
—Algunas de las cosas de Susana están en esas cajas. Déjalas como están.


Paula quedó helada. Durante unos segundos el mundo pareció detenerse, y luego volvió a girar, pero sin entusiasmo, trabajosamente.


—Por supuesto, Pedro —balbuceó—. Yo sólo...


Pero estaba hablándole al aire. Cuando levantó la vista, no había nadie junto a la puerta.


Era habitual que Paula y Juana permanecieran toda la mañana en el aula, salvo por un leve intervalo de descanso, durante el cual Juana comía un bocadillo. Paula también aprovechaba ese tiempo para la enseñanza. Juana aprendía, así, los nombres y sabores de diferentes comidas.


Por ejemplo, una semana estudiarían las cerezas. La pequeña aprendía el signo, la palabra escrita y, en la clase de habla, Paula le enseñaba los sonidos. Esa semana la comida del intervalo era gelatina de cerezas, zumo de cerezas o caramelos de cerezas. Así aprendía a asociar un sabor y olor particular con el nombre.


Ese día, cuando Paula y Juana abandonaron el aula poco después del mediodía, Pedro ya les había preparado un almuerzo consistente en sandwiches y sopa. Sobre la mesa, entre individuales y servilletas, había un conejito rosado de peluche. Juana gritó y se puso a correr por la habitación mientras aferraba, extasiada, el juguete.


—Creo que te has anotado un tanto —dijo Paula.


—Pensé que a Juana le gustaría —dijo Pedro y le sonrió a su hija.


Paula se arrodilló junto a Juana.


—¿Cómo se llama tu conejito?


Juana la miró como si no entendiera. Acarició las orejas exageradamente grandes del conejo y mur­muró algo. Paula le deletreó Conejito.


Juana asintió, rió y con sus dedos cortos formó la palabra con señas mientras palmeaba el conejito en la cabeza.


Pedro siguió mostrándose cariñoso y tierno con Juana, pero muy distante con Paula. Estuvo mal­humorado y callado durante la comida.


¿Qué esperaba ella? Sin darse cuenta le había recordado a Susana y eso había desencadenado la depresión de Pedro


Con frecuencia había visto a Samuel encapsularse y andar cavilando por la casa durante días, como Hamlet o algún otro héroe trágico. El malhumor de Samuel la había obligado a calcular cada palabra, a pesar de todo lo que decía o hacía por miedo de ofender la precaria autoestima de su marido.


Bueno, no pensaba volver a hacerlo. Le prestó a Juana su total atención y casi no miró a Pedro. Cuando, más tarde, Betty y sus hijos aparecieron para la clase de lenguaje de señas, Pedro se unió a ellos sentado alrededor de la mesa de la cocina.


Se veía muy diferente de la persona enfurruñada que les había servido el almuerzo. Payaseó e hizo bromas; su sonrisa era seductora, en sus ojos había un brillo alegre. 


¿Cómo era posible que hubiera cam­biado de manera tan drástica en cuestión de horas?


Entonces Paula recordó su profesión: le pagaban precisamente para hacer eso. Un actor era capaz de cambiar de estado de ánimo tan rápido como cual­quier persona se cambia de ropa. Sanuel, por ejemplo, podía tener un aspecto sobrio y enérgico cuando debía reunirse con un representante o un productor disco-gráfico, y después sumirse en una depresión insondable camino de regreso a casa.


Pero a Paula no le gustaban nada esos cambios súbitos de humor de Pedro: la hacían preguntarse cuál persona era la verdadera. ¿Hasta qué punto podía confiar en lo que él decía? ¿O en lo que hacía? Cuando la besó, ¿fue real para él o tan sólo represen­taba una escena de amor? Ella lo había visto besar a la actriz en el estudio de televisión, y ese beso le había resultado de lo más convincente.


Paula decidió no permitir que volviera a suceder. Esos abrazos no significaban nada para él, pero para ella poseían una importancia vital.


Estos pensamientos se le cruzaron por la menté mientras daba la clase de lenguaje de señas, y Paula no se dio cuenta de que, por momentos, había estado mirando fijo a Pedro, cosa que él sí advirtió. Cuando finalmente logró sacudirse de sus ensueños, descubrió que él la observaba con mucha atención. Paula trató de apartar la vista, pero no pudo, y por un instante fugaz supo que Pedro había leído en sus ojos cuánto lo deseaba.


Él le dijo, por señas: No he olvidado las pecas y bajó la vista en dirección a sus pechos, y Paula sintió la absurda compulsión de cubrírselos con las manos.


Paula se ruborizó y miró enseguida a Betty y a sus hijos, esperando que no hubieran visto ni entendido nada. Pero ellos estaban enfrascados en una discusión sobre la compra de zapatos nuevos.


Involuntariamente, volvió a mirar a Pedro, cuyos labios estaban ahora curvados en una sonrisa inso­lente debajo del bigote.


¿Tienes otras pecas que yo debería conocer?, le preguntó por señas.


¡No!, Respondió ella, enfáticamente, mientras sacu­día la cabeza.


Me gustaría averiguarlo personalmente, insistió él, con un dominio del lenguaje de señas que la descon­certó. Se estaba convirtiendo en un experto en esa forma de comunicación, pero ni siquiera necesitaba las manos para transmitir sus pensamientos: le bastaban los ojos.


Paula miró a los otros, pero los chicos nombraban los animales ilustrados en un libro, y Betty buscaba una palabra en el diccionario de signos.


Basta, le dijo Paula silenciosamente con las manos.


¿Me dejarás buscar los lugares secretos de tu cuerpo? Y cuando los encuentre, ¿me permitirás tocarlos y besarlos?


Paula tuvo la sensación de que su cuerpo estaba en llamas. 


Su corazón comenzó a golpear con fuerza en el pecho y movió la remera que lo cubría. Pedro notó esa agitación y se quedó contemplando sus pechos, que subían y bajaban al ritmo de su respi­ración irregular. Volvió a mirarla a los ojos y arqueó las cejas como pidiéndole una respuesta.


¡No! Ella sacudió la cabeza y se pasó la lengua por los labios. Ese movimiento intrigó a Pedro y su mirada le dijo a Paula que le gustaría hacer eso mismo con su lengua.


Entonces tendré que resignarme a fantasear con esos lugares ocultos, dijo él con señas, y sus ojos color esmeralda se clavaron en ella como si estuvieran haciendo precisamente eso. Tengo una gran imagi­nación.


Paula se alegró cuando Juana la distrajo tirando de su brazo.


—Auwy, Auwy —dijo y se señaló una zapatilla, que se le había desatado.


—Sí —dijo Paula, distraída, y no le prestó atención.


—Auwy —dijo Juana, más decidida y con cierta petulancia.


Paula se limitó a mirar la zapatilla y a asentir, pero no hizo nada al respecto y comenzó a apilar los libros que había usado para la clase.


—¡Auwy! —Esta vez, el tironeo en el brazo de Paula fue imperioso y la voz de Juana, aguda y plañidera.


—Ella quiere que le ates el cordón de la zapatilla —dijo Pedro con impaciencia.


Paula lo miró con serenidad, aunque no le cayó bien que interfiriera en lo que ella consideraba su terreno.


—Ya sé lo que quiere, Pedro. Quiero que ella me pida que se lo ate en una frase completa.


—¿Eso siempre es necesario? —preguntó él. El tono áspero de su voz indicaba que él no opinaba lo mismo.


—¿Quieres que Juana aprenda a hablar o que se pase la vida señalando cosas y gruñendo? —le espetó ella. Las líneas alrededor de la boca de Pedro se tensaron, pero no dijo nada.


Juana estaba al borde de las lágrimas y seguía tirando del brazo de Paula. Raul, Raquel y Betty obser­vaban esa escena tensa. Por una vez, ninguno de ellos tenía nada que decir.


—Continuemos con la clase —dijo Paula, muy serena, y siguió sin prestar la atención al pedido de Juana, salvo mirar la zapatilla y asentir, como confirmado que tenía el cordón desatado.


Jennifer, en un ataque de rabia, se tiró al piso, pateó la pata de la silla de Paula y sepultó la cabeza en sus brazos.


—Raul, háblanos de tu perrito en lenguaje de señas —dijo Paula—. ¿De qué color es?


Raul miró a Juana con aire de complicidad y luego, a su madre. Ella asintió y él, con movimientos vacilantes, comenzó a hablarles a los otros de su perro, pero sin demasiada convicción. De hecho, la atención de todos estaba centrada en la pequeña que, sentada en el suelo, gimoteaba patéticamente.


—Paula, por el amor de Dios —comenzó a decir Pedro, justo cuando Juana de pronto se ponía de pie y se quedaba parada junto a la silla de Paula.


Paula, átame el cordón de la zapatilla, dijo la pequeña por señas. Cuando Paula tampoco se mo­vió, Juana se frotó el pecho en un movimiento circular, haciendo la seña de por favor. Por favor, agregó Juana.


Paula sonrió, la alzó, la sentó en su falda y la abrazó fuerte.


—Yo quería atarte el cordón de la zapatilla, Juana, pero primero tú tenías que pedírmelo. ¿Cómo quieres que sepa lo que deseas si no me lo pides?


Juana había entendido las señas y arrojó los brazos alrededor del cuello de Paula. Cuando se apartó, le dijo, por señas, Te amo, Paula, y pronunció el nombre de su maestra.


Yo también te amo, fueron las señas de Paula, quien enseguida besó la cabeza de Juana.


Betty y sus hijos parecieron muy aliviados y enseguida se pusieron a conversar. Pedro no dijo nada, pero Paula lo miró por sobre la cabeza de su hija y en esos ojos verdes descubrió cierto desafío y envidia. Pero el mensaje que ella le transmitió con los suyos era claro: no vuelvas a interferir.









miércoles, 23 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 9





Paula quería creer que los fuertes latidos de su corazón  y la debilidad que de pronto sintió en las piernas se debían al miedo. Pero el miedo había sido sólo un catalizador. Otra razón, más fuerte y poderosa, era la presencia de Pedro Alfonso.


Repantigado en el sillón, tenía los pies extendidos delante de él. Llevaba puesto un sombrero de cowboy encasquetado hasta las cejas, pero sus ojos perforaban las sombras y parecían brillar por debajo del ala ancha. Se levanto del sillón lenta y perezosamente.


Vestía jeans y chaqueta de denim. Curiosamente, no se parecía a los hombres que caminaban por la Quinta Avenida con nueva ropa occidental de moda recién comprada en Saks. La de Pedro se veía usada y desteñida, y él parecía pertenecer a ella.


Avanzó como una pantera al acecho y se detuvo a centímetros de ella. Su cercanía le resultó intolerable. Paula involuntariamente respiró hondo y, cuando soltó el aire, la toalla se deslizó un poco más. Ella no podía tomarla para protegerse: con una mano soste­nía el plato con bizcochos y en la otra tenía el vaso de leche. Si se movía hacia una mesa para apoyar el plato y el vaso, tenía miedo de que la toalla cayera del todo.


Pedro comprendió su situación y el hoyuelo que tenía en la mejilla se profundizó con aire travieso mientras con el pulgar se echaba hacia atrás el som­brero de cowboy.


—¿Qué debería hacer yo ahora, señora mía? —pre­guntó él con tono pensativo—. Si tomo los bizcochos, seguro que usted volcará la leche en el apuro por aferrar la toalla. Y si le tomo el vaso, los bizcochos se deslizarán del plato, y eso sería un desperdicio. Huelen como hechos en casa. —Se agachó y los olió. Tenía la cabeza muy cerca de la de Paula, y la fragancia de su colonia tapaba el aroma de los bizcochos recién hor­neados y resultaba mucho más tentador.


Pedro se enderezó y se acercó un paso.


—Por otro lado, podría tomar la toalla y resolver todos sus problemas —dijo con rudeza.


Paula contuvo la respiración cuando la mano de Pedro se acercó al espacio entre sus dos pechos, allí donde descuidadamente había sujetado la toalla. El apoyó el índice en la curva superior de su pecho.


—¿Sabías —dijo en un suspiro— que tienes cinco pecas justo aquí? —Indicó el lugar desplazando el dedo por la piel. 
—Eso es poco frecuente. Las peli­rrojas por lo general tienen pecas en todo el cuerpo. Y tú sólo tienes cinco. Pero están en un lugar tan pícaro y maravilloso



Paula estaba cautivada por la persuasión de la voz de Pedro. Su aliento fragante le abanicaba la cara y la embriagaba. Ella deseaba aspirarlo dentro de su cuer­po. Los dedos de Pedro comenzaban a insinuarse debajo de la toalla. Cuando ella sintió que presiona­ban las suaves curvas de su piel, las brasas del deseo que ardían en su interior se apagaron y la pasión se vio reemplazada por la furia.


Dio enseguida un paso atrás y le gritó:
—¡Casi me mata del susto! ¿Por qué no me avisó que estaba aquí?


—Bueno, quise hacerlo, pero estabas en la bañera. 
¿Habrías pretendido que yo irrumpiera en el cuarto de baño para informarte de mi llegada? Eso te habría dejado sin el beneficio de una toalla —dijo, con tono burlón, mientras sus ojos la recorrían—. Ignoraba que solías caminar por mi casa de esta manera. Di por sentado que una buena muchacha se pondría una bata o algo más modesto cuando terminara de bañarse.


Ella pasó por alto la burla y se aferró a las primeras palabras de Pedro.


—¿Cómo... cómo supo que me estaba bañando?


Él enarcó una ceja.


—Bueno, ¿cómo crees que lo supe? —preguntó con un brillo divertido en los ojos. Ella jadeó y se ruborizó hasta la raíz del pelo. —Oí el chapoteo del agua —agregó él como al pasar.


La reacción de Paula fue la que Pedro había pre­visto. Ella, furiosa, golpeó el pie en el suelo, y él se echó a reír cuando de los labios de Paula brotó un "¡Oh!". Por un momento ella había olvidado la toalla, pero recordó su precario estado cuando sintió que comenzaba a deslizarse por sus pechos, hasta quedar colgando apenas de los pezones.


—¿Por favor, puede dejar de reírse y quitarme estas cosas de las manos? Tengo frío.


—No me sorprende. Andar corriendo de aquí para allá desnuda... —bromeó él, pero le quitó el vaso de leche y los bizcochos. Ella se apresuró a tomar la toalla y a asegurársela en el puño cerrado, que habría preferido estrellar en la boca burlona de Pedro.


—Si me perdona usted, señor Alfonso, estaré de vuelta enseguida, y entonces querré que me diga qué demonios hace aquí.


—Será mejor que me hables con amabilidad —le advirtió él—. Todavía tienes que subir por la escalera, y esa toalla no te cubre todo lo que debiera. Puedo portarme como un caballero y girar la cabeza, o pa­rarme al pie de la escalera y...



—¿Quiere disculparme, por favor, señor Alfonso, mientras me pongo más presentable para ser entrevistada por mi empleador? —preguntó ella con voz dulzona.


—Por supuesto, señora Chaves. Estaré en la cocina cuando vuelva a bajar.


—No tardaré. —Y, sin esperar a ver si él miraba o no hacia la escalera —en realidad, ella no quería saberlo—, subió corriendo y se dirigió a su dormitorio.


Le temblaban los dedos cuando se puso un par de jeans y una camisa de franela. Las noches se estaban poniendo frías en las montañas.


¿Qué hacía él allí? ¿Por qué no le había avisado que vendría? Se arrancó la toalla de la cabeza. El pelo le colgaba hasta los hombros en mechones húmedos, pero ya comenzaba a rizarse en ondas naturales. No tenía tiempo de ponerse el secador. Quería ver a Pedro cuanto antes... pero sólo para averiguar por qué había venido, se dijo.


Al bajar por la escalera tuvo la sensación de que sus piernas se habían convertido en gelatina. Cuando entró en la cocina, Pedro estaba preparando huevos revueltos, café recién hecho bullía en la cafetera, y había dos rebanadas de pan en la tostadora. Su cha­queta y sombrero colgaban en los ganchos que había junto a la puerta de atrás.


—Estoy muerto de hambre. Lo que nos dieron en el vuelo no era comible, y no paré desde Alburquerque hasta aquí. ¿Querías algo?


—Sí, quiero saber qué hace usted aquí.


Él deslizó los huevos cremosos de la sartén a un plato. 


Luego se puso las manos en las caderas y se quedó mirando a Paula durante varios segundos, y después pasó junto a ella camino al living. Paula lo siguió, exasperada y sorprendida.


Él caminó hacia la puerta del frente, la abrió y salió. Miró por sobre la puerta y dijo:
—Cuatro cero tres. Tal como pensé, es mi casa. —Regresó y cerró la puerta, sin prestar atención a la posición militar de Paula, y volvió a la cocina.


—Muy gracioso —dijo ella y lo siguió.


—Eso pensé —dijo él por sobre el hombro mientras abría la heladera—. ¿Tenemos algo de queso?


—¿Tenemos? —preguntó ella, acentuando el plural.


—De acuerdo. ¿Tiene usted algo de queso, señora Chaves?


Paula no pudo mirar esos ojos que se burlaban de ella por encima de la puerta de la heladera.


—En el cajón de abajo —respondió, bajó la vista y se miró los pies desnudos. ¿Habia olvidado calzár­selos?


—¿Qué tal está el dulce de frutillas?


Ella quedó totalmente desconcertada.


—¿Qué? —pregunto con impaciencia.


—Nosotros... lo siento, usted tiene dulce de uvas, de damasco y de frutillas. ¿Me recomienda el de frutillas?


Esa fue la gota que desbordó el vaso.


—¿Me haría usted el favor de parar con esta conversación intrascendente, ponerse la comida en el plato y sentarse de una buena vez para que yo pueda hablarle?


Paula golpeó el piso con el pie y se cruzó de brazos. En ese momento cayó en la cuenta de que tampoco se había tomado el tiempo necesario para ponerse ropa interior.


—Está bien, está bien —dijo él con irritación y apoyó el plato en la mesa—. A usted nunca la nom­braron Señorita Simpatía, ¿verdad? —Se sirvió una taza de café y, enarcando una ceja, le preguntó si también quería. Ella negó con la cabeza.


Cuando Pedro se sentó y comenzó a comer con voracidad, sin hacer ningún esfuerzo por iniciar una conversación, ella se dejó caer en la silla frente a él. Pedro ni siquiera la miró. 


Bueno, pensó Paula, mal­dito si le preguntaré nada más.


Cuando no quedó nada en el plato, Pedro se limpió la boca con una servilleta de papel y bebió un largo trago del café ya frío.


—¿La casa te resulta satisfactoria? —preguntó.


Ella no había esperado que Pedro empezara con una conversación sobre la casa.


—Sí —respondió Paula en forma sucinta. Pero cuando él levantó las cejas con expresión amenaza­dora, ella se aplacó un poco. Después de todo, era su empleador. —Es más que satisfactoria: es hermosa, y usted lo sabe. Whispers es el ambiente perfecto para Juana. Está aprendiendo muchísimo, y las perso­nas de este lugar son bondadosas y pacientes.


—¿Cómo está ella, Paula? —Su actitud burlona y provocativa había desaparecido. Ahora estaba serio. Paula trató de no prestar atención al cosquilleo que sintió al oírlo pronunciar su nombre. Trató, asi­mismo, de no mirar con tanta fascinación el bigote de Pedro, que había desempeñado un papel tan impor­tante en sus sueños diurnos.


Apartó la vista y respondió:
—Está muy bien,Pedro. De veras. Es inteligente e ingeniosa. Las lecciones avanzan mucho más rápido de lo que soñé siquiera. Su habla es todavía muy lenta, pero se esta desarrollando. Su vocabulario en el lenguaje de señas y el manejo que de él hace se ha cuadruplicado desde que abandonamos Nueva York. —Sonrió y preguntó: —¿Cómo anda el suyo? Por señas, él le indicó que iba a clase tres noches por semana y aprendía todo lo rápido que podía hacerlo un hombre cansado de treinta y cinco años.


Paula se echó a reír.


—¡Espléndido! Usted y Juana podrán ahora hablar sobre cualquier cosa.


—¿Extrañas Nueva York? —preguntó Pedro mien­tras fruncía el entrecejo.


—No —respondió ella con lentitud. Sólo te extraño a ti, pensó. Cuando vio la expresión escéptica de Pedro, agregó: —Tenemos una muy buena vecina, quien, de paso, es una gran admiradora suya y pro­bablemente irrumpirá en la casa en cuanto se entere de que usted se encuentra aquí. Tiene dos hijos que juegan con Juana.


Él pareció sorprendido y preguntó:
—¿Ellos son... quiero decir...cómo...? —Trató de encontrar las palabras adecuadas, pero fue Paula la que se las proporcionó.


—¿Si tratan a Juana como un monstruo? No, Pedro —le aseguró ella—. La tratan como una compañera cualquiera de juegos. Tienen peleas y momentos afectuosos como todos los chicos. Betty y sus hijos están aprendiendo lenguaje de señas y en este momento ya pueden hablar bastante bien con Juana.


—Qué bien —dijo Pedro y asintió hacia su taza de café. Casi daba pena verlo tan aliviado. Paula reprimió el impulso a extender un brazo y tocar ese pelo color marrón plateado que estaba despeinado por haber estado debajo del sombrero de cowboy. Las finas líneas que le rodeaban los ojos parecían ahora más profundas, como si no hubiera dormido bien últimamente. ¿Tanto extrañaba a su hija? ¿O el hecho de estar en Whispers le recordaba el tiempo pasado allí con Susana? El dolor que le produjo ese pensamiento le resultó insoportable. Paula se dio cuenta de que lo que sentía se estaba reflejando en sus facciones, y se apresuró en enmascararlas.


—¿Cuánto tiempo se quedará en Whispers? —pre­guntó.


Él levantó la cabeza y la miró un momento antes de ponerse de pie y caminar hacia la cafetera para volver a llenar su taza.


—Indefinidamente —fue su respuesta.


Sorprendida, ella se quedó mirándolo. ¿Qué había querido decir con eso de "indefinidamente"?


—No entiendo —dijo.


Él bebió un sorbo de café y giró para mirarla.


—Tengo un terrible dolor de cabeza. ¿Podrías masa­jearme el cuello?


Ese cambio rápido de tema la tomó desprevenida. 


Instintivamente asintió y se ubicó detrás de la silla de Pedro cuando él se sentó. Con cautela, le puso las manos sobre los hombros, cerca del cuello, y con suavidad le apretó los músculos tensos debajo de la camisa de algodón. 


—Ah, gracias. Me hace mucho bien. —Pedro bebió otro sorbo de café. Cuando comenzó a hablar, sonó introspectivo. —Me harté de las porquerías que tenía que hacer y decir en el teleteatro. Me cansé. En siete años he tenido cuatro matrimonios e innumerables aventuras, y un acciden­te automovilístico en el que casi perdí la memoria. Estuve a punto de casarme con mi hermana perdida hace tanto tiempo hasta que descubrí nuestro paren­tesco. Perdí a mi hijo de leucemia y me revocaron la licencia médica porque la hija de un hombre rico me acusó de hacerla abortar un feto que ella aseguró era mío. Estoy hasta la coronilla con el doctor Hambrick. Siete años de guiones así son más que suficientes.


—¿Quiere decir que abandonó el teleteatro? —preguntó ella, atónita, y de pronto dejó de masajearle el cuello, justo detrás de las orejas.


—No exactamente. Por favor, no te detengas. —Cuando los dedos de Paula reanudaron su tarea, él prosiguió: —Le dije a Murray que quería descansar un tiempo y despejarme la cabeza. En todo este tiempo he tenido sólo algunos días de vacaciones, así que me debían varias semanas. El miércoles graba­mos un episodio en el que al doctor Hambrick lo golpea un asaltante mientras él y su amante caminan por Central Park. Y ahora él se encuentra en estado de coma profundo. A ella la violaron, de modo que toda la atención estará centrada en ella por un tiempo. Seguro que se enamorará locamente de algún otro médico —dijo Pedro con una mueca de desprecio."Me cubrieron la cabeza con vendas, me metieron en una cama de hospital y grabaron varios metros de película mientras yo yacía allí, inmóvil. En cualquier momento que en el teleteatro se haga referencia al doctor Hambrick, incluirán ese trozo de tape. Y, mientras lo hacen, yo estaré aquí con Juana, dis­frutando del otoño en Nuevo México.


—¿Puede hacerlo? —Era poco lo que Paula sabía sobre los poderes de las cadenas de televisión, y pensó que Pedro estaba arriesgando mucho su carrera.


Él se encogió de hombros y, al hacerlo, su cabeza cayó hacia atrás sobre los pechos de Paula. Los dedos de ella le recorrieron la mandíbula, las sienes, y se las frotaron rítmicamente.


—Por un tiempo —dijo él por fin, respondiendo a la pregunta de Paula—. Con toda humildad te aseguro que he mantenido ese programa a flote durante varios años y todavía puedo tirar de varios hilos. Además, todo el mundo sabe lo temperamentales que somos los actores. —Bromeaba, pero para Paula esas palabras fueron una bofetada en la cara. Sí, lo sé, pensó.


Para cambiar de tema, ella preguntó:
—¿Dónde se alojará?


El se echó a reír y giró la cabeza para mirarla, un movimiento que a Paula le cortó la respiración.


—¿Que dónde me alojaré? —se burló—. Bueno, mi habitación es la más grande del piso superior. La que tiene la enorme cama camera y las puertas de los placards con espejos.


Paula se apartó de él de un salto, como si hubiera recibido un disparo. Su ternura de momentos antes desapareció por completo.


—¡No puede estar diciendo que se quedará aquí!


—Pues le aseguro que no pienso hospedarme en el Motel Mountain View, señora Chaves —dijo Pedro, con tono sarcástico—. Naturalmente que me quedaré aquí.


—Pero no puede hacerlo. No conmigo viviendo aquí. Estaríamos... —Se pasó la lengua por los labios y entrelazó las manos. —Sencillamente no puede, eso es todo. —Hasta a ella le sonaron infantiles sus pro­pias palabras.


—¿Lo que no terminaste de decir es que estaríamos viviendo juntos? —Pedro casi no podía controlar el humor de su voz. —Sí, supongo que será así, bueno en cierto modo.


—¡Eso es imposible! —exclamó ella. 


—¿Por qué? —preguntó él con fingida inocencia. Después, sus ojos verdes se entrecerraron con recelo. —Señora Chaves, me sorprende usted. Quiero creer que no le ha estado adjudicando una connotación ilícita a esta situación. Usted no se aprovecharía de mí, ¿verdad? ¿Estoy en peligro de quedar involu­crado?


—¡Desde luego que no! —exclamó ella con frial­dad—. Al menos no conmigo. Pero corre peligro de ser encerrado en un hospicio si cree que yo seguiré viviendo en esta casa mientras usted se encuentra aquí. Si usted se queda, yo tendré que irme.


—No harás nada de eso —dijo él muy confiado mientras se ponía de pie y flexionaba los músculos que ella le había masajeado—. Juana te necesita, y la amas demasiado para abandonarla. A propósito, quiero verla. ¿Se encuentra en la habitación más pequeña de arriba?


Con su arrogancia característica, Pedro había desechado los argumentos de Paula como si no tuvieran importancia, y salido muy campante de la cocina, dejándola a ella de pie en mitad de la habitación, hirviendo de rabia impotente.


Él tenía razón, por supuesto. Ella jamás abandonaría a Juana. Sólo ahora se había ganado la total confianza y afecto de la pequeña. Si se fuera, Juana podría sufrir un daño psicológico irreparable. Era crucial para su desarrollo y educación que permaneciera junto a ella y las cosas siguieran como estaban. ¡Pero ella no podía vivir allí con Pedro! No podría residir en la misma casa con un hombre y permanecer indiferente. Pero vivir bajo el mismo techo que Pedro, quien era capaz de derretirla con un roce, una mirada, sería algo impensable. Y el engreimiento de Pedro la haría estar permanen­temente furiosa. ¿A qué clase de tortura masoquista se estaría sometiendo al quedarse en esa casa?


Pero se quedaría. Lo había sabido todo el tiempo, y también él lo sabía. El único consuelo de Paula era pensar que Pedro pronto se cansaría de la vida tranquila de Whispers y ansiaría volver a Nueva York. Seguro que no permanecería allí mucho tiempo. ¿Una semana? ¿Dos? 


Ascendió lentamente por la escalera y entró en el dormitorio de Juana, donde la luz de la mesa de noche proporcionaba una suave iluminación. Pedro estaba sentado en la cama, con Juana en brazos; se hamacaba hacia adelante y hacia atrás y le palmeaba la espalda. Paula salió, se dirigió al dormitorio que ahora usaría Pedro y comenzó a recoger algunas de sus cosas para llevár­selas abajo.


—¿Qué haces? —La voz profunda la sobresaltó. Paula giró la cabeza y lo vio apoyado junto a la puerta.


Ella evitó sus ojos y su pregunta y, a su vez, preguntó:
—¿Juana volvió a quedarse dormida?


—Sí —dijo él y rió por lo bajo—. Creo que en realidad en ningún momento se despertó del todo, pero ahora sabe que estoy aquí.


Paula asintió y giró para recoger la ropa que había dispuesto sobre la cama.


—¿Qué haces? —repitió él.


—Le estoy despejando el cuarto —respondió ella—. Si puede esperar hasta mañana para deshacer las valijas, entonces yo sacaré todo lo mío de aquí.


—No será necesario. Deja todo donde está —dijo él con severidad.


—Pero ya le dije...


—Yo dormiré en el cuarto de la planta baja. No tiene sentido que vuelvas a mudarte.


—Pero éste es su dormitorio, Pedro. No me pare­cería bien usarlo, puesto que el otro es tan pequeño.


—Me acostumbraré. Además —dijo, mientras en­traba en el cuarto—, me gusta la idea de que ocupes mi dormitorio. Y mi cama. 


Su voz se fue volviendo ronca a medida que se acercaba a ella. A Paula la intimidaba que él se sentara también en esa cama. Sintió que la sangre le quemaba como lava y que las piernas casi no la sostenían cuando él extendió los brazos, le rodeó la cara con las manos y le deslizó los dedos en el pelo.


—Ya tienes el pelo casi seco —le susurró—. Tam­bién me gustaba mojado. —Le acarició la mejilla con los labios. —No creas que esa camisa holgada oculta tu figura. Sé exactamente cómo son tus pechos después de verlos cubiertos por esa toalla húmeda.


Los labios de Pedro juguetearon con los de Paula, afinándolos como se hace con un instrumento antes de un concierto; preparándolos para su posesión completa. 


Cuando llegó ese momento, los labios de ella estaban listos y recibieron de buena gana el sello indeleble que él fijó en ellos y que encendió el cora­zón de Paula.


La mano de Pedro descendió por la columna de Paula, se deslizó hasta la cadera y la apretó contra él. El contacto con el cuerpo de Pedro no le dejó ninguna duda sobre la fuerza del deseo de ese hombre.


Haciendo a un lado su cautela previa, Paula respon­dió al beso de Pedro con un ardor sin reservas. Su lengua y sus labios fueron insaciables. Cuando él levantó la cabeza para acariciarle la mejilla con su ma­no libre, ella se puso en puntas de pie y, con la punta de la lengua, le dibujó el labio superior debajo del bigote.


—Paula —gimió él, antes de apoderarse de nuevo de su boca y de registrar con su lengua insaciable cada rincón secreto.


La mano de Pedro descendió entre los cuerpos de ambos hasta encontrar el primer botón de la camisa de Paula; lo desprendió con habilidad y acaricio la curva superior de su pecho, que se destacaba más por estar apretada contra el pecho de él. Los dedos de Pedro eran como terciopelo cálido contra el satén dulce de la piel de Paula. El segundo botón se des­prendió con la misma facilidad del primero.


Paula respiró el nombre de Pedro cuando él le sepultó la cara en el cuello y le cubrió el pecho con la palma de la mano. Se lo acarició, se lo presionó, jugueteó con él hasta que comenzó a latir con una in­tensidad que se difundió hasta el centro de su cuerpo.


Pedro tomó su pecho en las manos, lo liberó de la camisa y lo sostuvo como un tesoro precioso.


—Adoro esas pecas —susurró y bajó la cabeza. Les ofreció un homenaje mayor del que se merecían. Los besos que estampó en la piel de Paula hicieron que la cabeza le diera vueltas. Ella lo tomó del pelo y lo acercó más.


El cosquilleo del bigote y los mordiscos de sus labios la libraron de su capacidad de pensar, de razonar. Paula no deseaba emerger de esa euforia; quería permanecer en ella hasta conocer la gloria completa de hacer el amor con Pedro.


Como si él le leyera el pensamiento, colocó sus labios a milímetros de ese pezón que deseaba con desesperación sentir el roce de su lengua, pero que tuvo que contentarse con las caricias de su bigote.


—Paula, déjame conocer tu dulzura —suplicó él—. Ahora. Por favor. Necesito tu suavidad. Te deseo.


Esas palabras atravesaron el halo de sensualidad que la había rodeado y se le clavaron en el cerebro.


Sí, él la deseaba. La reacción física de Pedro al abrazo de ambos fue muy evidente cuando la apretó fuerte contra su cuerpo. ¿Por qué, entonces, vacilaba ella en entregarse por completo?


La confesión de Pedro de que no quería ningún compromiso emocional no toleraba ninguna espe­culación en sentido contrario. Lo que él quería y necesitaba no era a Paula Chaves la persona sino su cuerpo, y sólo eso. 


Necesitaba una cuna para esa fuer­za masculina que inexorablemente exigía ser liberada. Si ella aceptara, esa necesidad sería aplacada, pero no habría una verdadera entrega de los pensamientos, sentimientos o de la esencia de Pedro, el hombre.


Pedro Alfonso no la amaba: seguía amando a su esposa. La única vez que había hablado de Susana, el tremendo dolor de su pérdida había sido tan intenso que resultaba angustiante para quien lo presenciaba.


Por mucho que ella lo deseara, no podía aceptar en esos términos. Pero, ¿cómo hacer para negarse ahora? Su propio deseo era demasiado evidente. El la tenía en sus brazos virtualmente desnuda y dúctil. Sus dedos hábiles comenzaban a desprenderle los otros botones de la camisa. 


Pedro jamás creería que, de pronto, ella había recobrado la sensatez y desarrollado un senti­miento de culpabilidad. El único recurso que le quedaba era fingir enojo. Eso sí que creería.


Y, en cierto sentido, estaba enojada. Se odió por no ser capaz de aceptarlo en esos términos cuando su cuerpo lo deseaba tanto. Pero ya había transitado antes por ese camino peligroso. Samuel la había usado sexualmente como bálsamo para su pena, para su sufrimiento. ¿Y el de ella?


 ¿Quién se había preo­cupado de aliviárselo?


No, nunca más.


PedroPedro —logró decir y echó mano de la poca tuerza que tenía para apartarlo—. No.


Los ojos de Pedro estaban velados por la pasión, y él tardó un momento en despejarse la cabeza y entender que ella le estaba prohibiendo liberarse de ese tormento físico.


—¿Qué ocurre? —preguntó él, todavía sorpren­dido por esa negativa inesperada.


Paula se abotonó la blusa con dedos torpes, mientras se alejaba de Pedro y le daba la espalda.


—No puedo... No quiero acostarme contigo —res­pondió.


—No te creo —exclamó él y saltó hacia Paula.


Ella lo esquivó y levantó las manos para protegerse de él.


—No vuelvas a tocarme. Lo dije en serio —prosi­guió Paula, muy apurada.


Los ojos de Pedro brillaron como hielo verde. Ahora comenzaba a entenderla.


—Y yo también lo dije en serio —gruñó—. Tú me deseas tanto como te deseo yo.


—No, no es así —protestó ella con vehemencia.


—Tu cuerpo dice lo contrario, Paula —dijo él con cautivante serenidad—. Siento cuánto me necesitas. Mis manos te han llevado a un estado de total deseo, y mi boca puede hacer todavía más.


—No...


—Y quiero hacer más. Quiero hacerlo todo. Quie­ro...


—¡Sexo! —lo interrumpió ella con una exclama­ción que esperaba tapara las palabras seductoras de él—. Me ofende que hayas pensado que yo estaría dispuesta a entregarme a ti, cuando te has ocupado en dejar bien en claro que lo único que quieres de una mujer es acostarte con ella. —Respiró hondo varias veces.


—Lo que dije fue que no quería ninguna clase de compromiso emocional. Eso no quiere decir que cuan­do tengo en mis brazos a una mujer muy hermosa y deseable, no me gustaría hacer el amor con ella.


—¡Amor! —exclamó Paula—. Dijiste que amabas a tu esposa...


—Deja a mi esposa fuera de esto —saltó él.


Su reacción fue tan feroz que Paula dio un paso atrás. 


Debería haber sabido que no tendría que haber mancillado la memoria de su esposa al incluirla en esa discusión sórdida. Ese pensamiento la enfureció y la hizo levantar el mentón con gesto de desafío.


—Yo no soy una de tus fanáticas admiradoras —dijo ella mordazmente—. Soy tu empleada... y espero que me trates como tal. 


Confiaba en que sus palabras transmitieran más convicción de la que ella sentía. Incluso en ese momento, despeinado y con la ropa arrugada por las manos exploradoras de ella, Paula tuvo ganas de correr hacia él y suplicarle que volviera a besarla. Pero no podía permitir que lo supiera. Trató de controlar los músculos de su cara.


—Está bien —dijo él—. Ni siquiera el doctor Hambrick ha recurrido nunca a una violación, y Pedro Alfonso tampoco desea tener que hacerlo. —Se dio media vuelta y caminó hacia la puerta. Pero, antes de transponerla, volvió a mirarla con una sonrisa bur­lona en los labios. —No te sientas tan victoriosa. Me deseas, y yo te poseeré. Es sólo cuestión de tiempo.


Y cerró la puerta con más fuerza de la necesaria.