miércoles, 23 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 7





—Juana, Juana


Los rizos dorados se movieron cuando la pequeña giró la cabeza en dirección al sonido dis­torsionado que había oído y reconocido como su propio nombre. El audífono quedaba oculto debajo de sus rizos.


—Usa la servilleta —le hizo señas Paula y lo dijo en voz alta mientras sonreía. —¿Está rico? —preguntó. Le gratificó que Juana hiciera la seña de sí y tratara de decirlo.


Estaban en una cafetería del Aeropuerto de La Guardia y esperaban a que sonara el anuncio de que el vuelo a Alburquerque estaba listo para ser abor­dado. Juana atacaba en ese momento un helado de vainilla, mientras Pedro y Paula la observaban con atención.


—Juana ha progresado tanto en estas dos sema­nas. Es increíble, Paula.


A Paula se le apretó el corazón cuando Pedro pronunció su nombre, pero ocultó su reacción.


—Es verdad —dijo, con una aparente calma que no sentía.


Estaba a punto de irse y no podría seguir viéndolo, ni siquiera en el nivel impersonal que se había impuesto en todas las reuniones con él desde la noche del beso. 


Mantener la conversación era imperativo hasta que ella y Juana estuvieran listas para abordar el avión. Un silencio incómodo le resultaría intolerable.


—Recuerde que no debe esperar demasiado —le advirtió Paula.


—No lo haré —prometió él solemnemente.


—Sí que lo hará —dijo Paula, rió, y él le devolvió la sonrisa.


Las dos semanas anteriores habían pasado volan­do. Pedro había manejado todo a la perfección: se hizo cargo del alquiler del departamento de Paula, aunque todavía faltaban tres meses para la fecha de la renovación, y se ocupó de solucionar todo lo relativo al viaje y de mantener informada a Paula de los preparativos que se estaban llevando a cabo en Nuevo México.


Ella había empacado su ropa de invierno junto con la de Juana y ya la había enviado a su nueva di­rección, dejando sólo las de verano para meterlas en las valijas a último momento. Los pocos utensilios de la casa los había vendido o regalado a amigos. Pedro le había dicho que la casa de Nuevo México estaba completamente amueblada y equipada. Los artículos personales de Paula habían sido colocados en cajas y despachados al avión con el resto del equipaje.



La doctora Norwood lamentaba que Paula se alejara del instituto después de haber enseñado allí durante tanto tiempo, pero sabía lo capacitada que estaba para ocupar el puesto de maestra particular y cuánto necesitaba Juana esa clase de atención. Le había deseado a Paula buen viaje y buena suerte.


Paula había mantenido todos sus encuentros y conversaciones con Pedro en un nivel comercial. Los temas tocados siempre se relacionaban con Juana y con las disposiciones que se estaban tomando para el viaje y la permanencia en Whispers.


Durante la primera reunión de ambos después de la noche en que él la había besado, él le tomó las manos y le dijo en voz baja:
—Paula, con respecto a la otra noche...


—No hace falta ninguna explicación, Pedro —dijo ella y liberó su mano—. Me temo que los dos nos dejamos llevar por ese momento emocional que vivimos en el instituto. Por favor, no se hable más del asunto.


La mirada de Pedro se endureció y su boca se ten­só, pero no dijo nada. A partir de ese momento, su actitud siempre fue tan cortés y cuidada como la de ella. Una vez, cuando cruzaban una avenida de Manhattan a mediodía, él la tomó del codo, pero la soltó en cuanto llegaron a la vereda de enfrente. Y, desde entonces, no había vuelto a tocarla.


Paula trató con desesperación de reprimir los impulsos salvajes que le corrían por las venas cada vez que veía a Pedro. Sería un alivio que la mitad del país los separara. 


Estaba convencida de ser una víctima más de los encantos y la apostura que habían conquistado los corazones de tantas mujeres. Y a ella se le pasaría ese enamoramiento, tal como le había ocurrido con todos los que había vivido de adolescente.


—¿Quiere otra Coca Cola? —le preguntó él ahora y la arrancó de sus ensueños.


—No, gracias.


—Creo que yo me tomaré otra cerveza —dijo él y llamó por señas a una camarera. La pobrecita estaba encandilada con él, y cuando Pedro le prestó aten­ción, ella estuvo por tropezarse en su intento de llevarle el pedido lo antes posible. Pedro miró a Paula y le dijo: —Usted comentó que su padre era ministro. —Ella asintió. —¿Por eso no bebe alcohol?


A Paula le sorprendió la pregunta, pero respondió con serenidad:
—No. Yo solía beber cada tanto, en reuniones sociales. —Apartó la vista de Pedro con la excusa de limpiar un poco de helado de la cara de Juana. —Pero he visto el mal que hace el alcohol a las personas —dijo


—¿Su marido, tal vez? —Hizo la pregunta en voz muy baja, pero a Paula le sonó como un trueno. No había vuelto a mencionar su matrimonio desde aquella noche.


—Sí —respondió ella y lo miró. Suspiró. Decidió que ése era tan buen momento como cualquier otro. —Le hablaré de mi matrimonio. Después, no quiero volver a mencionarlo nunca más. —Brevemente, y sin emoción ni detalles, se refirió a su corto pero tumultuoso matrimonio con Samuel. —Después de su muerte, volví a usar mi apellido de soltera. En nin­gún momento sentí que yo le perteneciera ni que él me perteneciera a mí, así que habría sido hipócrita seguir utilizando su apellido.


Lentamente levantó la vista y lo miró. Él la obser­vaba con atención, rozando cada una de sus facciones con los ojos.


Se detuvieron brevemente en su boca, y a Paula le pareció sentir de nuevo su beso. Pero, enseguida, los ojos de Pedro buscaron a su hija.


—Juana. —Golpeó suavemente la mesa para atraer su atención. Luego extendió los brazos y ella saltó de la silla y la rodeó corriendo para subirse a sus rodillas.


Pedro no le prestó atención a la cerveza que la aturdida camarera le había colocado delante. Abrazó fuerte a Juana y sepultó la cara en sus rizos. Paula miró en otra dirección y parpadeó para reprimir las lágrimas que amenazaban con aparecer. Se iba a sentir culpable al dirigirse al avión con la hija de Pedro, separando a ambos.


Mientras él miraba, embelesado, la cara de queru­bín de su pequeña, Paula le dijo:
—Usted podría escribirle. La ayudará a darse cuen­ta de que usted sigue siendo parte de su vida. Y tam­bién a mí me servirán esas cartas como herramientas de enseñanza. Haremos algunos viajes a la oficina postal y cosas así.


—De acuerdo —murmuró él y arregló las medias blancas que cubrían las piernas regordetas de Juana.


—Por supuesto, nos convertiremos en ávidas admiradoras de La respuesta del corazón.


—Dios, ahórrele eso a mi hija —gruñó él, pero volvió a sonreír.


Por los altoparlantes se anunció la salida del vuelo. Durante lo que para Paula duró una eternidad, ella y Pedro se miraron por encima de la mesa, mientras Juana parloteaba con él en forma incoherente. Por último, Paula rompió el contacto visual con él y se agachó para levantar la gran cartera que llevaría con ella al avión.


Caminaron en silencio por el vestíbulo. Pedro llevaba alzada a Juana, quien ignoraba que pronto se vería separada de ese hombre, al que amaba con la adoración incondicional de una criatura.


Pedro les consiguió sus tarjetas de embarque y luego miró a Paula.


—Si llegan a necesitar algo, no importa la hora, llámeme enseguida. Usted es más que una empleada, Paula. Estoy poniendo a mi hija en sus manos.


—Sí, me doy cuenta. Puede estar seguro de que haré todo lo que esté a mi alcance por ella.


Los pasajeros y los empleados de la aerolínea reconocieron a Pedro y comenzaron a susurrar y a asentir con la cabeza. 


Varias mujeres tuvieron una conducta ridícula, mientras que otras se limitaron a sonreírle y siguieron adelante. Paula tuvo plena con­ciencia de cada mirada que le dirigían, mientras que Pedro parecía no advertirlas siquiera.


Él se arrodilló y sacó del bolsillo un paquete de goma de mascar. Juana trató de tomarlo, pero él lo fue apartando hasta que ella se lo pidió con una seña. Él la abrazó un momento y luego hizo la seña de te amo. Juana lo imitó, pero parecía más inte­resada en la goma de mascar.


—¿Le parece que ella entiende? —le preguntó él a Paula.


—No entiende que se separará de usted durante un período prolongado. Pero sí entiende el amor, tal como lo hace cualquier chico.


Él pareció satisfecho con esa respuesta y asintió. Sus ojos parecían muy atareados en inspeccionar la multitud que aguardaba abordar el avión. Pero, en realidad, no veía a los otros pasajeros más de lo que Paula lo hacía cuando imitó su pretendido interés. Tiempo después, él volvió a mirarla.


—Paula—dijo con voz vacilante y le tocó la mano con que ella sostenía las tarjetas de embarque. De nuevo le escrutaba el rostro. Esos ojos verdes la aprisionaron. Le imploraban... ¿qué cosa? Paula comenzaba a ser presa de un remolino que la llevaba hasta sus profundidades. Se ahogaba.


No me mires así, cuando sigues enamorado de tu esposa, habría querido gritarle. Cuando él hizo un movimiento como para abrazarla, ella se apresuró a dar un paso atrás y a tomar la mano de Juana.


—Será mejor que nos apuremos. Adiós, Pedro.


Y, antes de que él tuviera tiempo de detenerla, ella pasó por la puerta y le mostró las tarjetas de embar­que a un asistente.


Juana siguió a Paula después de saludar con la mano a Pedro. No tenía cómo saber que no volvería a verlo por meses. Paula no miró hacia atrás.


Siguió caminando con piernas temblorosas por la manga hasta la puerta del jet y se instaló en los asientos que tenían reservados en primera clase. Como si fuera un juego, le enseñó a Juana cómo sujetarse el cinturón de seguridad, para que la pequeña no se asustara ante esa súbita pérdida de libertad. Las azafatas enseguida quedaron prendadas de Juana. Una de ellas conocía el lenguaje de señas y pronto hablaba con la chiquilla con el limitado vocabulario que conocía.


Cuando el avión comenzó a corretear por la pista. Paula miró hacia la terminal y, por la pared de vidrio alcanzó a ver la silueta de un hombre que no podía ser otro que Pedro.


Luchó por reprimir las lágrimas, que sólo lograrían trastornar a Juana. Tenía la garganta cerrada por la emoción, y no sabía si podría tolerar el puñal que tenía clavado en el pecho.


Tengo que luchar contra esto, se dijo. No debo amarlo. Sólo trabajo para él y nada más. Él está enamorado de su esposa. Es un actor. Una estrella de teleteatro. Y ha reconocido que cualquier atracción de su parte está gobernada por una necesidad física y no por un anhelo emocional. No quiero que forme parte de mi vida.


Pero, mucho después de que el avión hubiera tre­pado por las nubes y enfilado hacia el suroeste, ella no había conseguido convencerse. 


*****


—Yo no podía creer que, finalmente, tendría una vecina. Cuando la señora Truitt —la señora que le limpió la casa— me dijo que usted y la pequeña vendrían, quedé fascinada. ¿Puedo ayudarla con algu­nas de esas cosas?


Paula le sonrió a esa mujer regordeta instalada sobre el taburete de la cocina. Betty Graves vivía justo al lado de la casa de montaña de Pedro, ubicada en Whispers, Nuevo México.


—No, gracias. Si no guardo estas cosas yo misma, después no sabré dónde encontrarlas. Ya casi he terminado.


Paula sacaba de las cajas libros de cocina que había llevado desde Nueva York. Hacía sólo un día que ella y Juana se encontraban en su nueva casa y todavía trataban de saber dónde estaba todo.


La casa que Pedro había descrito como "nada del otro mundo" distaba mucho de ser modesta. Cuan­do ella y Juana llegaron a esa casa de dos plantas estilo chalet suizo en el auto nuevo que él les había comprado, a Paula le maravilló que alguien pudiera tener una casa así y no desear vivir todo el tiempo en ella.


La planta baja tenía un gran living, flanqueado a un lado con grandes ventanales que daban a las mon­tañas y, en el otro, por un hogar de piedra. El living se abría a una pequeña habitación revestida en madera que Pedro sugirió podría usarse como aula para Juana y que Paula, al verla, comprobó que serviría a la perfección para ese fin. En un extremo del living había un pequeño comedor que se conectaba con la alegre y moderna cocina, que también tenía un sector para comer.


En el piso superior había un enorme dormitorio, con una inmensa cama camera, un cuarto de baño opulento y otra habitación más chica con su corres­pondiente baño.


—Creo que lo mejor será ocupar todo este espacio, ¿no te parece, Juana? —le había preguntado la noche anterior Paula, mientras desocupaba las valijas de la pequeña en el más chico de los dos dormitorios del primer piso. Ella ocuparía el dormitorio más grande. —No tiene sentido que vivamos como espar­tanos, cuando hay tanto espacio disponible —se dijo, mientras Juana observaba, maravillada y en silen­cio, su nuevo hogar. 


Siempre había vivido en el dormitorio común del instituto. 


Paula pensó que a Juana eso le parecería un palacio.


Todo había salido muy bien y con perfección cronométrica.


Al bajar del avión, Paula y Juana fueron recibidas por un hombre jovial de mediana edad que les entregó el automóvil que Pedro había comprado para ellas por teléfono.


—Si prefiere otro modelo, el señor Alfonso me dijo que la complaciera.


Paula miró el nuevo y lujoso Mercedes plateado, con todos los opcionales imaginables, y se echó a reír.


—Creo que éste estará muy bien —dijo.


El individuo la ayudó a poner las valijas en el baúl del auto y le indicó cómo llegar a Whispers. Estaba a aproximadamente una hora de viaje, al noroeste de Alburquerque.


Cuando ellas llegaron, la casa ya estaba lista para ser ocupada. Las dos se acostaron temprano, después de comer sopa de lata y algunas galletitas con queso y de sacar de las valijas sólo lo que necesitarían esa noche. 


******


Lo primero que despertó a Paula fue el gorjeo de los pájaros. 


Se apresuró a ir al cuarto de Juana, sabiendo que la pequeña disfrutaría de las vistas matinales de su nueva casa, que por cierto eran muy diferentes de la vista de Manhattan a la que Juana estaba acostumbrada. Tal como Paula supuso, la chiquilla quedó maravillada.


Después de un opíparo desayuno de tocino con huevos, que descubrió en la bien provista heladera, Paula bañó a Juana y la vistió con shorts y remera. Ella se puso ropa igualmente informal y luego comen­zó a recorrer la casa y a sacar de las valijas lo que ha­bía llevado.


A media mañana había llegado Betty con sus dos hijos. Era una mujer alegre y locuaz, que era imposi­ble no amar, y sumamente curiosa. 


—Hace tres años que vivo aquí y jamás supe a quién pertenecía esta casa. Que yo sepa, nunca ha vivido nadie aquí. Así que imagínese lo que sentí al saber que ese tal doctor Glen Hambrick... por supuesto que ése no es su verdadero nombre. ¿Puedes repetirme cuál es?


Pedro Sloan es su nombre profesional. Su verdadero apellido es Alfonso —respondió Paula con una sonrisa divertida. 


Betty estaba estupefacta.


—¡Sí! Casi muero cuando la señora Truitt me lo dijo. Y me entusiasmé tanto al saber que tendría una vecina con una chiquilla. Y, después, ¡enterarme de que el vecino era nada menos que Glen Ha..., quiero decir, Pedro Sloan! ¡Es posible que Jose no me vuelva a dejar sola en casa! —dijo y se echó a reír.


Betty parecía terminar cada frase con un signo de admiración. Ya le había contado a Paula que su marido trabajaba en las minas ubicadas entre Whispers y Santa Fe, que sólo volvía a casa los fines de semana y que con frecuencia ella sentía la falta de compañía de personas adultas.


Los dos hijos de Betty eran tan sociables como su madre. 


Con su pelo negro y ojos marrones, parecían duplicados de ella en miniatura. Eran Raul, de cinco años, y Raquel, que tenía la edad de Juana. Enseguida los chicos tomaron a Juana bajo su ala y en ese momento estaban jugando en la habitación de ella. Paula había admirado los rizos rubios de Juana y la había acariciado como si se tratara de una muñeca.


—Lamento decepcionarte, Betty, pero Pedro sigue en Nueva York. El no vivirá aquí.


—Ya lo sé. ¡Pero seguro que vendrá a visitarte! ¿No podrías pedirle un autógrafo para mí? ¡Moriría con tal de tenerlo!


—Estoy segura de poder arreglar de que te conozca cuando venga. Si es que lo deseas —dijo Paula.


—¡Que si lo deseo...! —saltó Betty con una carcajada al ver la sonrisa traviesa de Paula.


—Su hijita es un encanto, ¿verdad? —dijo Betty después de que ambas compartieran un momento de risa—. Es una pena que sea sorda. ¡Yo ni siquiera lo sabía! Y tú eres su maestra. ¡Igualito que en Ana de los milagros! Debes de ser muy inteligente para saber ese lenguaje de señas y todo eso.


—Mi hermana era sorda, así que aprendí el lenguaje de señas al mismo tiempo que el inglés.


—¿Hay mucha diferencia?


—Bueno, en cierta forma, sí —respondió Paula pacientemente—. ¿Por qué tú y tus chicos no lo aprenden? Podrían venir todas las tardes y yo se los enseñaría.


—¿En serio? Sería fantástico. Entonces los chicos podrían hablar con... bueno, quiero decir...


—Si, hablar es el término correcto —dijo Paula.


—Esta bien. Podrían hablar también con Juana.


—¿Tus chicos duermen la siesta?


—Yo no los toleraría si no lo hicieran.


Paula se echo a reír.


—¿Qué te parecería todos los días después de la siesta?


—¡Estupendo, Paula! Gracias. —Betty salto del taburete, tomo uno de los libros de cocina y se puso a hojearlo. —Apuesto a que nunca comes estas comidas que engordan tanto. ¡Eres tan delgada! Ojala yo pudiera ser menuda como tu. Eres afortunada. Cuando tengas hijos, lo más probable es que adelgaces en lugar de aumentar quince kilos como me paso a mí. ¿Te parece que con tu piel te quedaran estrías? Mi medico me aseguro que a mi no me ocurriría, por eso me enfurecí tanto cuando las tuve. Pero no creo que a ti te pase. Además, yo di de mamar a mis hijos, Una amiga dijo que seria estupendo para mi figura. Y lo fue, mientras alimentaba a mis hijos. Pero, después, ¡zápate! —Hizo un gesto burlón con la mano. — ¡Mira cómo me cuelgan! ¿Crees que el hecho de tener un bebé te arruinará la figura?


A Paulaa la fascino que Betty pudiera hablar tan rápido y cambiar de tema con semejante velocidad, y la escuchó con reverencia. Cuando se dio cuenta de lo que Betty le había preguntado, se ruborizó y dijo en voz baja:
—No creo que jamás tenga un hijo.


—¿De veras? ¡No puedo imaginar que alguien no quiera tener hijos! ¿Acaso Pedro no los quiere?


—¿Qué? —exclamo Paula y dejó caer el libro que estaba por poner en el estante ubicado sobre la cocina.


—Seguro que no quiere tener mas hijos porque la pequeña Juana nació sorda —dijo Betty con tono compasivo—. Supongo que no se lo puede culpar. Tal vez si hablaras con él consentiría en tener más.


—Betty —dijo Paula y tragó fuerte, hasta que por último encontró su voz—. Yo... nosotros... Pedro y yo no... no tenemos ninguna relación. Yo sólo soy la maestra de Juana.


—¡Bromeas! —exclamó Betty y abrió los ojos de par en par—. Caramba, Paula, lo siento. Otra vez abrí la boca y metí la pata. Creí que ustedes dos eran... bueno, ya sabes. Quiero decir, en la actualidad todo el mundo lo hace. No quise decir nada malo. En serio.


Betty parecía tan contrita que Paula no tuvo más remedio que sentir lástima por ella.


—Está bien, Betty. Supongo que a la mayoría de las personas les resulta raro que Pedro nos haya insta­lado en esta casa.


—No resultaría tan raro si te parecieras más a Mary Popíes y menos a Ann-Margrei.


Paula se echó a reír, pero enseguida recordó el día que conoció a Pedro. Era un recuerdo amargo que le dolía mucho, y su risa cesó enseguida. ¿Alguna vez dejaría de extrañarlo? Lo había visto apenas el día antes, pero ya le parecía una eternidad. La alivió comprobar que Betty cambiaba de tema.








martes, 22 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 6





Pedro insistió en acompañarla hasta la puerta cuando llegaron al edificio de departamentos —cómodo, pero lejos de ser lujoso— donde ella vivía. Pagó el taxi y dijo que tomaría otro después de comprobar que ella había llegado sana y salva a su casa.


Cuando subían en el ascensor, él dijo:
—Creo que puedo hacer todos los arreglos necesa­rios en las próximas dos semanas. ¿Le viene bien a usted? —Cuando ella asintió, él prosiguió. —La casa es linda pero no lujosa. Yo compraré un auto para que se lo entreguen cuando lleguen a Alburquerque. Y haré que alguien se ocupe de limpiar a fondo la casa. Cuando lleguen a Whispers, todo debería estar listo para que usted y Juana se muden a la casa.


—Whispers. Me gusta el nombre.


Pedro le tomó el codo con la mano al ayudarla a salir del ascensor. Y no la sacó.


—Es una ciudad pintoresca. Muchos jubilados viven allí, y también algunos mineros y sus familias. Es un lugar tranquilo y pacífico, y el paisaje es estupendo en todas las estaciones.


Ahora estaban de pie frente a la puerta del departa­mento de Paula. Pedro dijo:
—Le pagaré lo mismo que le paga el instituto. Desde luego, además tendrá la casa y un auto a su disposición. Y le daré una mensualidad generosa para comida, ropa para Juana y lo que necesite.


—El dinero no me preocupa —dijo ella al insertar la llave en la cerradura.


Giró hacia él con la intención de desearle buenas noches, pero las palabras no llegaron a formarse. Pedro se le acercó y ella se vio obligada a retroceder, hasta que no pudo seguir haciéndolo. Estaba contra la pared del pasillo, y él apoyó las palmas de las manos en la pared, a cada lado de Paula, justo por encima de su cabeza, y se inclinó hacia ella. Los separaban pocos centímetros, pero él no la tocó.


—Me gustas de esta manera —le susurró.


¿Qué le había pasado a su voz? Paula no pudo pronunciar las palabras que cruzaban por su cabeza. Hasta que, por último, pudo farfullar:
—¿De qué manera?


—Tranquila, simpática y cooperadora. Pero, bue­no —rió—, también me gustaste el otro día, cuando me lanzabas fuego con el aliento y estabas tan furiosa que tu pelo brillaba como una antorcha. —Se le acercó todavía más. —De hecho, señora Chaves, estoy haciendo todo lo posible por descubrir en usted algo que no me gusta.



El instinto le dijo a Paula que Pedro estaba por besarla. 


Sabía que no debería permitirlo, pero sintió que no podía moverse al ver que su cara se acercaba a la suya. Un instante antes de que los labios de él tocaran los suyos, Paula cerró los ojos. Aunque sabía qué iba a ocurrir, no estaba preparada para la tempes­tad de emociones que le recorrió el cuerpo al sentir su roce.


El bigote le hizo cosquillas en los labios. Pedro se movió imperceptiblemente más cerca hasta que, por primera vez, el cuerpo de cada uno sintió las curvas complementarias del otro.


Encajaban a la perfección, como piezas de un rompecabezas. Ella le llegaba apenas a la mitad del pecho y, sin embargo, eran como las dos mitades de un todo. Los suaves pechos de Paula fueron acogidos por el pecho de Pedro, como si en él se hubieran excavado espacios para contenerlos. Los pies de Pedro estaban a los costados de los de Paula, y cuando las caderas delgadas y firmes de él se fusiona­ron con la suavidad femenina de las de ella, un gemido de agonía y de placer brotó desde lo más profundo de la garganta de Pedro.


Los labios de él bebieron en los de ella, se demoraron allí y luego se alejaron hasta que Paula tuvo ganas de tomarle la cabeza y apretarla contra la suya pero sólo reunió el coraje suficiente para levantar tímidamente las manos hacia las costillas de Pedro y acariciarle los músculos sobre ellas. Los tenía tensos y contraídos por el esfuerzo que implicaba sostenerlo contra la pared.


Pedro dejó escapar el aire en un prolongado suspiro cuando sintió que las manos de Paula lo tocaban. Su boca dejó de juguetear y descendió sobre la de ella, reclamándola con una precisión que resultó alarmante.


Al principio, Paula no participó. El temor y la cautela habían hecho que reprimiera sus respuestas a los hombres desde su matrimonio desastroso. Pero Pedro no aceptó esa resistencia: sus labios siguieron insistiendo hasta hacer que ella abriera los suyos y diera acceso a su lengua suplicante. 


Paula trató de restablecer el orden del mundo, de poner las cosas en su perspectiva adecuada, pero le resultó imposible bajo la boca implacable de Pedro.


Él ni siquiera quedó satisfecho cuando tuvieron que detenerse un momento para respirar. Jugueteó en la oreja de Paula con la boca y le mordió el lóbulo con los dientes. 


Sus manos se deslizaron hacia abajo para acariciarle los hombros, los brazos, y de nuevo el cuello. Sus dedos parecieron tomarle el pulso antes de subir para rodearle la cara. Sus pulgares le acari­ciaron los pómulos.


—¿Besas así a todas las actrices con que traba]as? —preguntó Paula con una sonrisa lánguida.


Ella esperaba que Pedro sonriera a su vez y le contestara algo ingenioso. En cambio, con enorme sorpresa, vio que él palidecía. Esos ojos verdes, que estaban iluminados por un incendio interior que parecía tocarla con lenguas de fuego cuando la habían mirado desde arriba, se volvieron fríos, impenetrables, como si una cortina hubiera bajado sobre ellos.


Pedro se fue apartando de ella por grados. Pri­mero, sus manos descendieron de la cara de Paula. Después, el pecho de ella fue aliviado de la presión del de él. Cuando Pedro se apartó del todo, ella se sintió vacía e hizo un movimiento como para tomarlo y traerlo de vuelta, pero la expresión del rostro de Pedro la asustó y ella enseguida cerró el puño y se lo apoyó en el pecho. Pedro estaba ahora macilento y la miraba como si hubiera visto un fantasma.


Pedro, ¿qué...?


Él movió los labios varias veces antes de poder pronunciar las palabras.


—S-Susana solía decir eso. —Hizo una pausa, se pasó una mano por la cara y se apretó los ojos, como para borrar una imagen desagradable. —Ella me lo decía todo el tiempo.


—¿Susana? —Preguntó Paula con un hilo de voz. Sabía quién debía de ser Susana, pero no quería oírlo.


—Susana era mi esposa. Falleció.


Lo había dicho, y con tanta angustia que Paula se sintió muy mal. ¡Pedro seguía amando a su esposa! No había dicho cuál había sido la causa de su muer­te; eso no tenía importancia. Había sido su muerte, y no la causa, lo que se había llevado el amor de Pedro.


—Sí, lo siento —murmuró ella. Era una cosa tan pobre e insatisfactoria para decir, pero no se le ocurrió nada más, y Paula estaba desesperada por llenar ese silencio denso que de pronto se había instalado entre ellos.


Pedro se enderezó y pareció recobrarse del transi­torio estupor que las lamentables palabras de Paula; le habían provocado. Se pasó la mano por su pelo marrón entrecano y luego dijo, con brusquedad:
—No tiene importancia.


¡Pero vaya si la tenía! Apenas segundos antes Paulaestaba perdida en el abrazo más cálido y dulce que había conocido en su vida. Y, ahora, el hombre que había hecho cantar su cuerpo con sensaciones que hacía tiempo creía muertas, actuaba como un extraño, un extraño muy distante.


Tenía las manos bien metidas en los bolsillos de los pantalones cuando se apartó de ella. Y al girar sobre sus talones para enfrentarla de nuevo, su boca era ya una línea severa, y sus tupidas cejas estaban bien cerca de sus ojos.


—Creo que es justo que te diga, Paula, que yo no permito ningún enredo emocional en mi vida. Pese a lo que se puede leer en las revistas de espectáculos, jamás tengo una relación estable con una mujer. Estuve casado y amé a mi esposa. Mis necesidades son puramente físicas. Pensé que era importante que lo supieras desde el principio.


Sus palabras fueron como un ladrillo caído sobre la cabeza de Paula, que la sacudió hasta las puntas de los pies. En sus venas bulleron la furia y la humi­llación, y se erizó como un gato a punto de saltar. Trató de controlar la voz, de acallar las súplicas que gritaban en su interior y exigían ser expresadas.


—No recuerdo haberle pedido que se "enredara" conmigo, señor Alfonso. —Temblaba por la furia que sentía. —Sin embargo, puesto que usted ha sacado el tema y traducido erróneamente mis motivos, quiero aclarar enseguida las cosas. No tengo ninguna intención de tener una "relación" con usted. A lo cual se suma el hecho de que ejercería un efecto adverso en la objetividad que debo tener, le confieso que lo en­cuentro a usted deplorablemente presumido. Yo estuve casada con un artista —más precisamente un músico—, y él, como usted, se tomaba demasiado en serio y esperaba que los demás también lo hicieran. Puede estar seguro de que yo deseo que la relación que necesariamente debe existir entre nosotros sea estrictamente profesional. Gracias por la cena.


Dicho lo cual, transpuso la puerta y la cerró. Después, se recostó contra ella, mientras respiraba con fuerza y trataba de reprimir las lágrimas de furia que ya presionaban contra sus párpados.


Oyó los pasos de Pedro hacia el ascensor, el ruido de las puertas que se abrían y luego se cerraban.


—¡Imbécil! —se gritó a sí misma, y golpeó el suelo con un pie en una reacción que se remontaba a su infancia. Arrojó la cartera hacia la silla más cercana y virtualmente se arrancó la chaqueta.


"Ese arrogante hijo de...


Paula no sabía contra quién dirigir su furia asesina:
Sí contra Pedro o contra sí misma. Fue al dormitorio y, después de encender la luz, se dejó caer sobre la cama y se inclinó hacia adelante para desatar las tiras de sus sandalias.


—Nunca aprendes, ¿no, Paula? Estás siempre hambrienta de castigos, ¿verdad?


Mientras se desvestía siguió censurándose, en primer lugar, por haber cedido al beso de Pedro. Él era su empleador. Ella era la responsable de su hija y no debería haber permitido que ningún vínculo emocional nublara su objetividad. Y el hecho de tener pensamientos románticos con respecto al padre de Juana era nocivo para el bienestar de la pequeña. 


Ya era bastante peligroso para la educación de Juana que le tuviera tanto afecto a esa chiquilla; pero tener deseos sexuales dirigidos al padre eran el colmo de la locura.


Lo que más molestaba a Paula no era haber besado a Pedro sino lo que había sentido mientras lo hacía. Ni siquiera cuando estaba profundamente enamorada de Samuel había experimentado esa sensación de hun­dirse sin remedio que acababa de sentir con el beso de Pedro.


Sí, se hundía, y de pronto le quitaron el sostén con crueldad y egoísmo. Y, para colmo, ¡Pedro había tenido el tupé de sugerir santurronamente que ella había iniciado el abrazo!


Los artistas eran todos iguales; sólo les importaba satisfacer sus instintos más bajos y, una vez que su orgullo quedaba a salvo, no tenían inconveniente en pisotear las almas de los que los habían salvado.


Paula entró en el baño y comenzó a encremarse la cara mientras recordaba su matrimonio con Samuel Jackson. Se habían conocido en una fiesta. No hacía mucho que ella vivía en Nueva York, pues acababa de ser nombrada maestra en el Instituto Norwood para Sordos.


Se sentía sola y extrañaba a su familia, que vivía en Nebraska. Cuando una de las maestras más jóvenes del instituto la invitó a una fiesta, ella aceptó precisa­mente porque se sentía tan sola.


Los asistentes a la fiesta eran una mezcla de solteros y de parejas, que incluía a algunos bailarines, músicos y escritores. Samuel Jackson tocaba el piano, mientras una rubia de piernas largas cantaba con una voz que no tenía para nada la calidad del acompaña­miento de Samuel.


Él advirtió la presencia de esa jovencita pelirroja que se encontraba de pie junto al piano de cola y escuchaba su música con ávido interés. En un mo­mento de descanso, se le acercó, se presentó y ambos comenzaron a conversar animadamente. Paula lo felicitó por su capacidad como músico, sobre todo cuando él le dijo que las canciones habían sido com­puestas por él.


No fue sino hasta meses más tarde que Paula analizó la relación de ambos y comprendió que, incluso en ese primer encuentro, no habían hablado del trabajo de ella ni de sus sueños o sus planes. Hablaron exclusivamente de Samuel y sus ambiciones de convertirse en un gran éxito en la industria de la música. Esa primera conversación debería haber sido la clave del egoísmo y la inseguridad de Samuel.


Era un hombre apuesto, dentro de un estilo serio y estudioso. Llevaba el pelo castaño demasiado largo, pero rara vez pensaba en hacérselo cortar a menos que Paula se lo recordara. Todo debía recor­dárselo con delicadeza, por temor a ofenderlo o a herir su auto imagen ya muy inflada.


Tal vez lo que Paula sentía por él era lástima, pero al cabo de varios meses de salir con Samuel, se convenció de que era amor. Él la necesitaba. Necesitaba con­fianza. 


Necesitaba a alguien que escuchara su música y la aprobara. Necesitaba aliento, halagos, que lo consintieran.


—¿Vendrás a vivir conmigo, Paula? Necesito que estés conmigo todo el tiempo. —Estaban en el departa­mento de él, después de haber ido al cine más tempra­no. Estaban abrazados en el sofá.


—¿Me estás pidiendo que me case contigo, Samuel? —preguntó Paula con una sonrisa. Estaba fascinada. Él la amaba. Y ella lo ayudaría, lo alentaría y sería un ancla en la que él podría confiar.


—No. —Samuel la soltó, se puso de pie y atravesó el cuarto hacia la mesa donde tenía las bebidas alcohó­licas. —Lo que te estoy pidiendo es que vivas conmigo —dijo y se sirvió whisky.


Paula se sentó y se arregló la ropa. Samuel le había pedido en muchas ocasiones que se acostara con él, pero ella se había negado, y esa negativa por lo ge­neral generaba una pelea, después de la cual él se disculpaba con sarcasmo por haberle pedido que se comprometiera.


—Sanuel sabes que no puedo hacerlo. Y ya te he dicho por qué.


—¿Es porque tu padre es un predicador? —Se estaba poniendo más agresivo. Tenía los ojos vidrio­sos y con una expresión vacía.


—No es sólo eso. Para mis padres sería una gran decepción...


—Oh, por favor —gruñó él.


—¡Sabes bien que me gustaría acostarme contigo! —exclamó ella—. Más que nada en el mundo. Pero quiero estar casada contigo, y no ser sólo tu concubina.


Él lanzó una imprecación en voz baja y bebió lo que le quedaba de whisky. Luego apoyó el vaso en la mesa y se quedó mirándola durante un buen rato hasta atravesar la habitación y arrodillarse frente a Paula. 


—Perra pelirroja —murmuró y levantó la mano para acariciarle el pelo—. Sabes que ya no puedo vivir sin esto. 
—Le puso la mano en el vientre y se lo masajeó con entusiasmo. Después se inclinó hacia adelante y le besó los dos pechos por sobre la blusa. —Supongo que tendré que casarme contigo para conseguirlo.


—Oh, Samuel —exclamó ella y le rodeó el cuello con los brazos.


Para contrariedad de la familia de Paula, ambos se casaron pocos días después en una ceremonia civil, con sólo dos amigos músicos de Samuel como testigos. Al día siguiente, ella trasladó sus cosas al departa­mento de Samuel.


Durante uno o dos meses todo anduvo sobre ruedas, y Samuel sólo tuvo algunos estallidos de mal humor o períodos de gran depresión. Trabajaba en un grupo de canciones en las que tenía cifradas muchas esperanzas. 


Todos los días, cuando Paula volvía del trabajo, lo encontraba sentado frente al piano. Ella preparaba platos que él comía distraí­damente antes de volver a sus partituras.


Cuando Paula se iba a acostar, él se reunía con ella lo suficiente para satisfacer sus necesidades sexuales y luego volvía a trabajar, mientras ella permanecía sola en la oscuridad hasta que finalmente se dormía. Cada mañana, Paula se levantaba y salía a trabajar sin despertarlo.


Cuando un editor de música rechazó sus canciones, Samuel cayó en una depresión profunda. Comenzó a beber, a maldecir y a llorar, en una serie de ciclos repetitivos.


Cuando Paula trataba de consolarlo y de alen­tarlo, él le gritaba: "¿Qué demonios sabes tú de esto? Te pasas los días entre un puñado de criaturas sordas que ni siquiera pueden escuchar música, sea buena o mala. ¿Y crees que eso te convierte en una experta? ¡Por el amor de Dios, cierra la boca!"


Finalmente salió del pozo y pasó entonces por un período de remordimientos que fue todavía más irritante que su conducta anterior. Vertió mares y mares de lágrimas, mientras Paula lo abrazaba y lo consolaba como si fuera una criatura. Samuel le rogó que lo perdonara y prometió no volver a hablarle nunca de esa forma. Ella lo acarició y lo cuidó y lo convirtió de nuevo en un ser humano racional.


Pero no duró.


En los siguientes ocho meses, sus ataques ocu­rrieron con creciente frecuencia. Bebía porque no podía componer música buena. Y no podía componer buena música porque bebía. Y Paula sufría por ello.


Cuando Samuel estaba en condiciones físicas para tener relaciones sexuales, ella toleraba un acto sin calidez ni afecto, pero nacido de la furia de él con­sigo mismo. Usaba a Paula como receptáculo de su frustración.


Paula sentía que tenía que abandonar a su marido para poder preservar su propia salud mental. Ya no toleraba los cambios de humor de Samuel, sus accesos de cólera, ese ego que requería que se lo alimentara continuamente, y la paranoia que era preciso aliviar.


Se mudó, entonces, a otro departamento. Jamás inició los trámites de divorcio porque no perdía la esperanza de que, de alguna manera, Samuel lograría superar sus debilidades y ambos podrían amarse como era debido.


Tres meses más tarde, él murió. La muchacha de turno que vivía con él llamó a Paula cuando encontró a Samuel caído sobre el teclado del piano. La autopsia reveló una cantidad letal de alcohol y barbitúricos. Se determinó que la muerte había sido accidental y Paula lo aceptó.


Ahora, Paula sacudió con pesar la cabeza mientras se cepillaba el pelo. Al funeral sólo habían asistido muy pocas personas. Sus padres ni siquiera habían conocido a Samuel; no pudieron llegarse a Nueva York y él se había negado a viajar a "un lugar tan remoto y dejado de la mano de Dios como Nebraska". Paula había llamado por teléfono a la madre de Samuel, que vivía en Wisconsin, pero a quien no conocía personalmente. La mujer escuchó la explicación que le dio Paula de los detalles de la muerte de su hijo y luego cortó la comunicación sin siquiera decir una palabra.


Al principio, Paula se culpó por la muerte de Samuel. Si se hubiera mostrado más comprensiva, lo hubiera apoyado más y no lo hubiera abandonado, tal vez él habría conseguido salir del pozo en que él mismo se había sumido.


Sólo después de prolongadas conversaciones con su padre y gracias a la acción terapéutica del paso del tiempo, Paula renunció a esa autoflagelación y aceptó la muerte de su marido.


Sin embargo, el matrimonio había dejado una marca en ella. 


Comenzó a cuidar con quiénes salía. Sólo aceptaba hacerlo con ambiciosos jóvenes ejecu­tivos, a quienes les importaban más sus carreras que sus vidas amorosas. Cada una de esas relaciones se mantenía en un nivel impersonal, y si Paula llegaba a sentir que un hombre se interesaba demasiado en ella, enseguida se alejaba de él.


Ahora, apagó la luz del cuarto de baño, se sacó la ropa interior y se deslizó desnuda entre las sábanas.


—Vaya si tienes buena suerte con los hombres, Paula Chaves—se dijo con tono de burla.


Desde la muerte de Samuel se había mostrado muy cuidadosa. Fría y distante, no había permitido que ningún hombre le importara; hasta ahora. No se tra­taba de un resbalón sin importancia; era, más bien, una zambullida de cabeza en la dirección equivocada.


Pedro Alfonso no sólo era su empleador y el padre de su alumna, sino que, además, era actor. ¿Podía haber algo peor que un músico, excepto un actor? ¿No acababa ella de ver, acaso, pruebas de ese temperamento conocido? En un momento él la besaba con una pasión que derritió todas sus reservas y le hizo hervir la sangre; y, al minuto siguiente, se mostró frío y distante, y se apartó porque algo que ella había dicho le recordó a su esposa fallecida.


Más irritante todavía le resultó esa exhibición de abrumadora vanidad y engreimiento. Pedro estaba acostumbrado a que las mujeres lo adularan, que jadearan con tal de obtener de él una mirada, una palabra, un roce. Al demonio con todo eso, pensó Paula con desdén mientras estrellaba un puño en la almohada. 


Estaba por emprender un proyecto que podría llevarle años y que exigía —y merecía— la totalidad de su energía y su concentración. Ella no deseaba ni necesitaba que nada —y mucho menos un hombre— nublara sus juicios. Se dijo que no debía prestar atención a la ridícula arrogancia de Pedro, que debía olvidarlo.


Olvidar que su pelo brillaba como la plata bajo ciertas luces.


Olvidar que sus ojos eran de un verde profundo, enmarcados por pestañas oscurísimas, y que con su intensidad eran capaces de atravesarla. Olvidar que su cuerpo era alto y delgado y fuerte, y que se movía con gracia.


Paula se agitó con incomodidad debajo de las sábanas y no prestó atención a la vibración de su corazón cuando recordó lo que había sentido cuando los labios de Pedro se apoyaron en los suyos. Invo­luntariamente, se llevó la mano a los labios y se tocó la boca, que todavía se estremecía por ese beso tan dulce. Desplazó los dedos a su oreja y a la curva detrás de ella, que habían conocido la suave caricia del bigote de Pedro.


Paula gimió contra la almohada y se acostó boca abajo. 


Otras partes de su cuerpo anhelaban ser toca­das, acariciadas, pero ella se lo negó, tal como negaba que, pese a su decisión en sentido contrario, se sentía sumamente atraída hacia Pedro Alfonso