Pau se recostó en la silla y se llevó una mano temblorosa a los labios. ¿Pedro la consideraba culpable de su ruptura?
Las palabras de la conversación que habían mantenido resonaron en su cabeza. Según él, no la había expulsado de su vida. ¿Sería posible que hubiera malinterpretado el comportamiento de Pedro?
Ciertamente, era posible. Pero se recordó que, cuando ella puso fin a la relación, él se mostró de acuerdo y ni siquiera preguntó por qué había tomado esa decisión. La dejó ir sin luchar por ella, y ella dio por sentado que la dejaba ir porque ya no le importaba.
Y ahora, por si no tuvieran suficientes problemas, se dedicaban a besarse. Aunque él había dejado bien claro que no se volvería a repetir.
Paula respiró hondo. Sus versiones sobre lo que había ocurrido años atrás eran radicalmente distintas; pero al menos lo habían sacado a la luz, y ahora solo tenían que afrontar el asunto con tranquilidad para poder mantener una relación sana.
Sobre todo, porque eran socios. Si no arreglaban las cosas, su vida sería un infierno.
Lo llamó al teléfono móvil, pero Pedro estaba ocupado o no se encontraba de humor para contestar, así que le envió un mensaje. Le dijo que lo sentía, que no quería discutir con él, que lo pasado ya no tenía importancia y que se debían concentrar en el presente, en su negocio y en su trabajo.
Luego, arregló un poco el despacho y tapó las botellas de vino.
Ya no tenía mucho que hacer, así que consideró la posibilidad de llevar las botellas a la casa de Arnaldo y seguir con las catas, como Pedro le había sugerido. Así, le podría enviar sus impresiones y demostrarle que se lo estaba tomando en serio.
Además, el trabajo era una forma perfecta de concentrar su energía y dejar de pensar en los besos de Pedro, en la forma en que su cuerpo había reaccionado, en la sangre que aún le hervía en las venas.
Se montó en la bicicleta, se dirigió a la casa de Arnaldo y entró en el edificio vacío. En parte, se sintió aliviada por no tener que hablar con nadie; pero, por otro lado, habría preferido que el ama de llaves estuviera allí.
El recuerdo de su difunto tío abuelo estaba en todas partes. Paula habría dado cualquier cosa por poder cambiar el pasado.
Pero no lo podía cambiar. Tenía que seguir adelante y superar su dolor.
****
Paula estudió las etiquetas con detenimiento; se aprendió los nombres de los vinos, su clasificación, el año de cosecha y todas y cada una de las características. Las descripciones eran tan exhaustivas como exactas; pero, desde su punto de vista, faltaba un detalle importante, un detalle que no estaba en el bouquet y el sabor: su personalidad. Porque Les Trois Closes tenía personalidad.
Reunió las notas que había tomado, las dejó a un lado para discutirlas con Pedro en otro momento y escribió su primera entrada para el nuevo blog, en inglés. Luego, la tradujo al francés y le envió las dos versiones por correo electrónico.
A continuación, empezó con los diseños. Gracias a lo que Pedro le había contado, Paula ya tenía una idea aproximada de lo que significaba Les Trois Closes. Uvas tradicionales y métodos tradicionales para vinos de carácter artesanal. Algo que se debía reflejar en las etiquetas de las botellas. Quizás, con letra que pareciera hecha a mano y un logotipo impactante.
Por suerte, conocía a la persona adecuada para esa tarea.
Alcanzó el teléfono y envió un mensaje a Agustina, a quien pidió que le hiciera un logotipo y varias muestras de etiquetas y que, a ser posible, se los enviara a mediados de la semana siguiente.
Agustina respondió casi de inmediato. Le dijo que contara con ella y que, si tenía alguna duda, la llamaría por teléfono.
Como Paula sabía que su amiga no podía trabajar sin saber lo que estaba haciendo, le envió toda la información que necesitaba por correo electrónico. Pero no las envió a su dirección de la empresa, sino a su dirección particular. Al fin y al cabo, era un encargo privado que no tenía nada que ver con la agencia.
Ya estaba a punto de escribirle para darle las gracias cuando llegó otro mensaje de Agustina. Esta vez, solo le preguntaba si se encontraba bien.
Después de lo que había pasado aquella tarde, Paula estaba lejos de sentirse bien; pero contestó afirmativamente. Le dijo lo bonita que era la tienda de Nicole, lo interesante que era el café de Ardeche, lo buena que estaba la comida de la zona y lo preciosa que era la luz.
Naturalmente, no le dijo que pensaba todo el tiempo en Pedro Alfonso y que, acostumbrada a la vida en Londres, se sentía sola. El ritmo del campo era mucho más lento que el de una gran ciudad.
Además, casi nunca veía a nadie. Hortensia vivía con su hermano, en el pueblo.
Entonces, se le ocurrió que podría adoptar un perrito y empezó a buscar por Internet. Al cabo de unos minutos, se encontró ante la foto de una criatura preciosa que respondía al nombre de Beau y que estaba en el refugio de animales de Ardeche. Era un spaniel bretón con los ojos marrones más cariñosos que Paula había visto nunca. Pero no podía ir al refugio y montar a Beau en la bicicleta.
¿Qué podía hacer?
Media hora después, recibió un mensaje. Le escribía para decirle que él tampoco se quería pelear con ella, que lamentaba lo sucedido y que, si le parecía bien, podían establecer una tregua.
Paula aceptó la tregua al instante, contenta por haberse quitado un problema de encima. Y aún estaba pensando en ello cuando recibió otro mensaje de correo electrónico, también de Pedro. Eran enlaces de Internet, de páginas que le podían interesar y un documento adjunto con las correcciones que había hecho a su texto en francés.
Por algún motivo, Paula se sintió tan contenta como una niña con zapatos nuevos.
Pero se dijo que no debía sentirse halagada. Aquello era un trabajo; un simple trabajo que quería hacer tan bien como fuera posible. Por otra parte, Pedro se había limitado a ofrecerle la ayuda que le había pedido. Aunque había hecho algo más que corregir su texto: había añadido un par de notas en inglés donde explicaba qué había traducido mal y por qué.
Al recordarlo, pensó que Pedro Alfonso habría sido un profesor excelente. Habría sido excelente en cualquier profesión. Pedro no era de los que se contentaban con las medias tintas.
Un segundo después, Hortensia entró en la cocina y arqueó una ceja al verla sentada a la mesa con el ordenador portátil
–¿Quieres que me marche? ¿Te molesto aquí? –preguntó Paula.
Hortensia se encogió de hombros.
–No. Puedo trabajar al otro lado de la mesa.
Paula alcanzó sus notas y las guardó.
–Hortensia, ¿te importa que use el despacho de Arnaldo los fines de semana? Se me ha ocurrido que, si guardo alguna de sus cosas, tendré sitio para las mías… Así no te molestaré todo el tiempo.
Hortensia se volvió a encoger de hombros.
–Es tu casa. Puedes hacer lo que quieras.
–Lo sé, pero no quiero herir tus sentimientos ni tomar ese tipo de decisiones sin contar contigo –replicó–. Te lo he preguntado porque, si trabajo en la cocina, te estorbo.
Hortensia se encogió de hombros por tercera vez.
Paula suspiró y siguió trabajando.
Media hora más tarde, el ama de llaves le puso una taza de café en la mesa. Paula supuso que era su forma de hacer las paces.
–Me voy –anunció Hortensia–. He dejado comida en el horno, puolet provençal… Estará listo a las siete, y hay brécol y guisantes en el frigorífico.
–Gracias.
El puolet provençal siempre había sido uno de sus platos preferidos. Hortensia lo sabía, de modo que Paula supuso que era otra forma de suavizar las cosas con ella. Pero, en cualquier caso, le alegró que el ama de llaves no se mostrara especialmente territorial en su cocina; quizás porque, durante los días anteriores, Paula le había demostrado que era ordenada y que limpiaba y guardaba todo lo que usaba cuando estaba allí.
Aquella tarde, entró en el despacho de Arnaldo y se dedicó a hojear sus libros sobre vinicultura. Tenía muchos, pero todos estaban en francés, y Paula decidió encargar unos cuantos en inglés. Al cabo de un rato, recibió un mensaje de Agustina; decía que necesitaba fotografías de la propiedad para que le sirvieran de inspiración.
Paula sonrió y contestó que se las enviaría en cuanto las tuviera. Su amiga le acababa de dar algo que hacer durante los días siguientes.
A la mañana siguiente, Paula se montó en la bicicleta para ir al pueblo y comprar una barra de pan antes de ir al despacho.
¿Creía Pedro que se contentaría con empezar su jornada laboral a última hora de la mañana? De ninguna manera.
Ahora eran socios, y Paula estaba decidida a trabajar tanto como él. Le había dicho que no era una vaga, y se lo iba a demostrar. Pero, cuando llegó a la bodega, descubrió que la puerta estaba cerrada.
No había nadie.
Paula pensó que tenía tres opciones. La primera, ir a ver a Gabriel y preguntarle si tenía una llave del despacho; pero era improbable porque, como le había dicho el día anterior, los viñedos eran asunto de Pedro. La segunda, llamar a Pedro por teléfono; pero si estaba haciendo algo importante, le molestaría. Y la tercera, alcanzar el portátil que llevaba en la cesta de la bici, sentarse en el jardín y trabajar un rato al sol.
Al final, optó por la tercera.
Sacó el portátil, apoyó la bicicleta en la pared y se sentó bajo un castaño, con la espalda contra el tronco. Era un lugar verdaderamente bonito. Se oía el zumbido de las abejas que buscaban polen y olía a rosas y espliego. Parecía un paraíso en comparación con su antigua oficina de Londres, donde solo podía ver los edificios del otro lado de la calle.
A las doce menos cuarto, Pedro detuvo su vehículo en el vado, cerró la portezuela y caminó hacia Paula.
–¿Qué estás haciendo?
–Trabajar.
–¿En el jardín?
Ella le dedicó la más dulce de sus sonrisas.
–Como la puerta del despacho estaba cerrada y mi socio no me ha dado una llave, no he tenido más remedio que sentarme en el jardín.
Él frunció el ceño.
–No se me había ocurrido, la verdad. Arnaldo no tenía oficina en el edificio.
–Pero yo no soy Arnaldo… Y no quiero tener que montarme en la bicicleta y venir a tu casa cada vez que necesite un simple folio.
Pedro se cruzó de brazos.
–Me temo que no hay ningún despacho libre.
–¿Ah, no? Recuerdo haber visto uno el sábado…
–Ese es el despacho de mi secretaria.
La explicación de Pedro le pareció creíble, salvo por el hecho de que tenía un defecto que saltaba a la vista.
–¿Y cómo es posible que no esté?
–Se ha tomado una semana libre. Su hija acaba de dar a luz y quería estar con ella –contestó Pedro.
A Paula le agradó que Pedro fuera un jefe tan comprensivo como para ofrecer una semana libre a su secretaria por un asunto como ese, pero aún había una pregunta en espera de una respuesta.
–¿Por qué no has buscado una secretaria temporal para que la sustituya?
–Porque a Teresa no le gusta que otras personas toquen sus cosas –dijo–. Si tenías intención de pedirme que te dejara usar su despacho, olvídalo.
Paula soltó una carcajada. Le parecía increíble que un hombre tan poderoso como Pedro Alfonso permitiera que su secretaria le diera órdenes.
–¿De qué te ríes?
–De la idea de que tu secretaria te imponga condiciones a ti. Debe de ser una mujer verdaderamente imponente.
Pedro la miró con exasperación.
–Teresa no me impone nada. Pero es una gran organizadora y la respeto.
–Si tú lo dices… –declaró con una sonrisa–. Supongo que vienes de los viñedos y que vas a volver esta tarde,¿verdad?
–Sí.
–Entonces, tu despacho estará libre la mayor parte del día…
–Paula…
–Excelente. Trabajaré en él mientras tú estás fuera –lo interrumpió–. Salvo que prefieras que te acompañe a los campos; en cuyo caso, estaría bien que me hicieras un sitio en tu despacho al mediodía, cuando el sol calienta demasiado para trabajar en el exterior. Las tareas administrativas no llevan mucho tiempo. Me llevaré mi ordenador portátil y, si es necesario, lo conectaré a tu red.
Él la miro con una mezcla de irritación y admiración.
–Lo tienes bien pensado…
–Sí.
–Eres un verdadero incordio.
Ella volvió a reír.
–Desde luego.
–La pelle se moque du fourgon –dijo él.
–¿Cómo?
–La pala se mofa del atizador –tradujo Pedro–. Es un dicho francés.
Paula suspiró.
–Siempre tienes que tener la última palabra…
Él le ofreció una de esas sonrisas que habían permanecido en la memoria de Paula durante años. Una sonrisa burlona, irónica y totalmente irresistible.
–Sí, así es. ¿Has traído la barra que te pedí?
–Voilà –Paula señaló la cesta de la bicicleta–. Doy por sentado que será mi contribución a la comida…
–No –dijo él–. Pero entremos en mi despacho.
Pedro la llevó al despacho, abrió la puerta y dijo, antes de dirigirse a la pila de la cocina americana:
–Discúlpame un momento. Tenía intención de lavarme antes de que aparecieras, pero te has adelantado –Abrió el grifo de la pila y se lavó las manos–. Hoy tenemos carne fría y ensalada para comer.
–No espero que prepares la comida todos los días, Pedro –dijo ella–. Me puedo traer un sándwich o un bocadillo.
Pedro se secó las manos.
–Como quieras. Pero hoy vamos a tener una comida de trabajo, así que la puedo compartir contigo. Ya he visto que has venido en bicicleta.
Ella asintió.
–Tenías razón con el coche de Arnaldo; no lo pude ni arrancar. Hortensia me ha dicho que hablará con el dueño del taller mecánico para ver si puedo hacer algo al respecto.
–Yo te puedo prestar un coche.
Paula sacudió la cabeza. No quería que le hiciera favores.
Le iba a demostrar que era capaz de salir adelante sin ayuda de nadie.
–No es necesario. Me las arreglaré con la bici.
Él arqueó una ceja.
–¿Y qué vas a hacer cuando llueva?
–Meteré el ordenador portátil en una bolsa de plástico, para que no se moje. O usaré tu ordenador mientras tú estés fuera y me enviaré las cosas que necesite por correo electrónico –contestó.
–Eres de lo más obstinada.
–La pelle se moque du fourgon.
Pedro rio.
–Vaya, me alegra saber que también tienes sentido del humor. No lo pierdas nunca.
–No lo perderé, descuida. Pero, ahora que lo pienso, ¿cual es el código de la alarma del despacho?
–La fecha del cumpleaños de Arnaldo.
Paula se preguntó si la estaba probando. Quizás pensaba que había olvidado la fecha del cumpleaños de su difunto tío abuelo; pero, en ese caso, estaba equivocado.
–Lo recordaré.
Pedro le dio dos platos.
–Toma, déjalos en la mesa. Yo me encargo de lo demás.
Paula se sentó y esperó a Pedro, que llevó los cubiertos, la comida y dos vasos de agua helada, además de una barra que no era la que ella había comprado, sino un pan de aceitunas, el preferido del difunto Arnaldo.
–¿Siempre comes en tu despacho?
–Es lo más conveniente. Supongo que tú hacías lo mismo en Londres.
–Supones bien.
–Pero no me esperes. Sírvete…
–Gracias.
Ya habían empezado a comer cuando ella dijo:
–¿Has recibido mis recomendaciones sobre la página web?
–Sí.
Pedro no dijo nada más.
–¿Y qué te parecen?
–Bueno… No estoy seguro de que me guste que se mencione la historia de mi familia –respondió.
Ella frunció el ceño.
–¿Por qué no? Es una parte importante de los viñedos, algo que podemos aprovechar en nuestro beneficio. Tu familia lleva muchos años en estas tierras. Si me dices cuándo llegaron, celebraremos el próximo aniversario y…
–Deja en paz el pasado, Paula.
–¿Por qué?
–Porque no fue siempre tan bonito como ahora –dijo–. No quiero que la gente lo conozca. La menor sospecha de un fracaso, aunque sea un fracaso antiguo, podría asustar a nuestros clientes.
–¿Qué fracaso?
–Olvídalo.
Paula no lo quería olvidar, pero era evidente que Pedro no estaba dispuesto a dar explicaciones, de modo que guardó silencio.
–Creo que nos deberíamos concentrar en lo que somos ahora, en lo que hacemos bien –continuó él–. Aunque, sinceramente, no me parece que necesitemos más campañas de publicidad. A los clientes les gustan nuestros productos y, por otra parte, no tengo intención de comprar más tierras ni de aumentar la producción actual.
–¿Quieres que los viñedos sean un éxito? ¿O no?
Pedro la miró con escepticismo.
–No hagas preguntas ridículas.
–Entonces, tenemos que hablar de lo que somos. Tenemos que decirle a la gente que somos mejores que la competencia.
Él arqueó las cejas.
–¿Tenemos?
Ella se ruborizó.
–Bueno, ya sé que yo no he participado en la cosecha vinícola de este año, pero estoy aprendiendo. Y estoy decidida a ponerlo todo de mi parte.
Pedro se limitó a cortar un trozo de pan.
–¿Quién diseñó la página web? –preguntó Paula.
–Un conocido de Gabriel.
Paula sintió curiosidad por el hermano de Pedro. Era evidente que trabajaba en la casa, pero no sabía en qué.
–¿A qué se dedica Gabriel?
–A oler.
Ella lo miró con desconcierto.
–¿A oler?
–Sí. Trabaja con perfumes. Y tiene mucho talento.
–Ah…
–Gabriel estudió química en la universidad –explicó Pedro–. Es socio de una empresa de perfumes de Grasse y dirige el Departamento de Investigación. La mitad del tiempo vive en la bodega y la otra mitad, en su laboratorio… Se queda aquí todos los fines de semana y se acerca cuando necesita un poco de paz. Y cuando llega la época de la vendimia, se sube a un tractor y lo conduce.
Paula asintió.
–Tu madre estará encantada con su trabajo…
–Chantal ni siquiera vive aquí –replicó Pedro con brusquedad.
Paula se acordaba bien de Chantal Alfonso. Era la quintaesencia de la elegancia, siempre perfectamente vestida, perfectamente peinada y maquillada lo justo, sin excesos. Pero, ¿por qué no vivía en la bodega, con sus hijos? ¿Es que no soportaba la idea de vivir en ese lugar sin Juan Pablo?
Además, Pedro se había referido a ella por su nombre de pila, como si no fuera su madre. A Paula le había extrañado un poco, a pesar de saber que Chantal nunca había sido una mujer precisamente afectuosa. Pero no estaba en posición de juzgar las relaciones familiares de los Alfonso, de modo que cambió de conversación.
–Ayer dijiste que tus vinos tienen el certificado del producto ecológico, aunque en la página web no se menciona. ¿Desde cuándo lo tienes?
–Desde hace tres años. Si quieres ver los documentos, te los enseñaré… Pero te advierto que están en francés.
–Bueno, es obvio que mi francés no es tan bueno como antes, pero sería una ocasión tan buena como otra cualquiera para practicar –Paula lo miró a los ojos–. Además, he pensado que podríamos abrir un blog en inglés y francés sobre lo que significa dedicarse a la vinicultura… ¿Me podrías echar una mano con las traducciones?
Él suspiró.
–Paula, solo vas a estar aquí dos meses.
–Dos meses que tengo la intención de aprovechar a fondo.
–Ya veremos… –dijo, dubitativo.
–Pedro, tengo que empezar por alguna parte.
–En ese caso, te recomiendo que empieces por los productos. Por eso te pedí que compraras una barra de pan.
–No te entiendo…
–No me digas que ya no te acuerdas –declaró Pedro–. Es para limpiarnos el paladar después de cada cata.
–¿Vamos a catar vinos?
–Tú vas a catar vinos –puntualizó.
–Ah.
–¿Qué tipo de vinos sueles beber en Londres?
–Esto no te va a gustar… Suelo beber vinos americanos y neozelandeses.
Pedro se encogió de hombros, como si no le importara en absoluto.
–¿Y cuál es tu preferido?
–Un sauvignon blanc de Nueva Zelanda.
Él asintió.
–La sauvignon blanc es una buena uva. ¿Por qué te gusta?
–Por el sabor.
–¿Por qué más?
–Porque es afrutado.
–¿En qué sentido?
–Lo siento… No lo sé.
Pedro suspiró.
–Cuando dices que es afrutado, ¿a qué te refieres? ¿Tiene fondo a limón, grosella, fresa, melón, arándanos…?
–Mnm… Creo que grosella. ¿Eso está bien?
–No está ni bien ni mal; depende del resultado –le explicó–. Pero, de un buen sauvignon blanc de Nueva Zelanda, espero que tenga un fondo a grosellas y, quizás, a limón. Algunos son más interesantes y otros, menos. Tu primera lección de hoy consiste en saber que el sabor de un vino tiene mucho que ver con el vinicultor, pero también con el terroir.
–¿El terroir?
–Sí. La tierra de la que procede –contestó, frunciendo ligeramente el ceño–. ¿Arnaldo no te enseñó nada de vinos?
–Me enseñó un poco, pero no le presté tanta atención como debía –confesó ella–. Además, me echaba agua en el vino cuando era niña…
Pedro sonrió.
–Eso es lógico. Se hace para que los niños se acostumbren al sabor y, entre otras cosas, sirve para que luego, cuando llegan a la adolescencia, hayan aprendido a beber y no se excedan.
–Vaya, no se me había ocurrido.
–Aquí, en el sur de Francia, producimos vinos parecidos a los que ahora se producen en Australia y Nueva Zelanda.
–Fundamentalmente, blancos y rosados… ¿Verdad?
–En efecto. El rosa es el vino del país, que está por encima del vino de mesa. Los mejores, llevan denominación de origen.
–¿Denominación de origen?
–Claro. Supongo que ya sabes que los vinos españoles y franceses se etiquetan por la zona de la que proceden, no por el tipo de uva.
–Sí, ya lo sé, pero no estoy segura de que eso ayude mucho a los consumidores…
–¿Qué quieres decir?
–Si alguien quiere un vino de uva garnacha, por ejemplo, ¿no sería mejor que la garnacha se mencione en la etiqueta, en lugar de mencionar la zona? Si el consumidor no está versado en esas cosas, no lo distinguirá.
–El tipo de uva también aparece en la etiqueta, Paula –le explicó–. Y, ya que lo mencionas, casi todos nuestros rosados son de uva garnacha… muy fáciles de beber. Perfectos para tardes de verano.
Pedro se detuvo un momento y añadió:
–Podría estar hablando todo el día, pero solo aprenderás si lo experimentas. Eso es lo que vamos a hacer cuando terminemos de comer.
–¿Por qué me siento como si estuviera a punto de hacer un examen?
Él se encogió de hombros.
–No es para tanto, Pau. Solo es un principio. Si quieres que te enseñe, tengo que saber lo que sabes para no repetir cosas innecesarias.
Paula se estremeció. La había llamado Pau, como en los viejos tiempos.
Sacudió la cabeza y se dijo que aquellos veranos habían desaparecido para siempre, que no se iban a repetir. Estaba allí para aprender el negocio. Nada más.
–Te lo agradezco mucho, Pedro.
Cuando terminaron de comer, le ayudó a limpiar la mesa.
Luego, él abrió un cajón, sacó un mantel blanco y lo extendió.
–¿Para qué es el mantel?
–Para que distingas bien el color de los vinos. ¿Nunca has asistido a una cata?
–No, nunca… Pero, ahora que lo pienso, no debería beber. Luego tengo que volver a mi casa en la bicicleta.
Él sonrió.
–En las catas no se bebe vino. Se prueba, se escupe, tomas las notas que consideres oportunas y, a continuación, te limpias el paladar con un poco de agua y un trozo de pan blanco para pasar a la cata siguiente.
–Ah…
Pedro alcanzó una botella y la abrió.
–¿Pones tapones de plástico en las botellas de vino? –preguntó ella, sorprendida.
–Solo en los vinos de mesa. Para los vinos con denominación de origen, uso tapones de corcho.
Contribuyen a que el vino envejezca mejor y, además, son biodegradables –dijo–. En fin, iba a permitir que leyeras la etiqueta, pero he cambiado de opinión. Prefiero que lo pruebes sin saber qué es.
Pedro sirvió un poco en una copa.
–Adelante. Pero antes de probarlo, observa el color y disfruta un momento de su aroma.
Paula alcanzó la copa.
–No es tan oscuro como esperaba… Pensaba que los rosados tenían un color más rojizo –observó ella.
–Eso depende de la uva que se use, de la producción, de la mezcla y de otros factores. ¿Y bien? ¿A qué te parece que huele?
Paula se acercó la copa a la nariz.
–Huele afrutado.
–¿No puedes ser más específica?
Ella sonrió.
–Ya lo tengo…
–Veamos si es verdad.
–Huele a arándanos.
–Ahora, pruébalo. Pero pásatelo por toda la boca, porque cada zona detecta un tipo diferente de sabor. El fondo de la lengua, los sabores amargos; los laterales, los sabores ácidos; el centro, la sal… y la parte delantera, el sabor dulce. Además, las encías reaccionan a los taninos del vino y hacen que parezca seco.
La voz de Pedro le pareció tan profunda y tan sexy que Paula clavó la vista en sus labios y se acordó de sus besos.
–Pruébalo bien –continuó él–. Sopesa su cuerpo y dime qué te parece.
Paula se estremeció una vez más. Sabía que Pedro se refería al vino, pero la mención del cuerpo hizo que pensara en algo muy diferente.
Sin embargo, se llevó la copa a los labios y lo probó mientras pensaba que estaba reaccionando como una adolescente.
Estaban allí para catar vinos, no para disfrutar de una tarde de amor. Pero, ¿cómo podía catar algo si no se podía quitar a Pedro de la cabeza?
–Sabe un poco a frambuesa y a melocotón, aunque no estoy muy segura del melocotón; puede que el color del vino me haya influido.
–¿Y qué fondo te ha dejado?
–No estoy muy segura, la verdad… –le confesó–. ¿Puedo probar otro? Te prometo que estaré más atenta.
Él la miró con aprobación.
–Por supuesto. Apunta tu valoración y probaremos otra vez con el siguiente. Luego, compararemos tus impresiones con la etiqueta de la botella.
Pedro sirvió un vino de color dorado pálido y ella admiró su color y su aroma, como le había enseñado.
–Huele a flores… concretamente, a madreselva.
–Excelente. Parece que tienes un talento natural –dijo él.
Ella se lo llevó a la boca y lo probó.
–Tiene un fondo a pera… No, más bien, a melón y melocotón… y me ha producido un cosquilleo en la lengua –dijo–. Además, es seco y tiene un final más largo que el del vino rosado.
Pedro la miró con satisfacción.
–Pero, ¿sabes una cosa? –continuó ella–. Si estuviera en el jardín en una tarde de verano, preferiría el rosado.
Pedro se quedó agradablemente sorprendido con Paula. O le había mentido y sabía más de vinos de lo que estaba dispuesta a admitir o, simplemente, aprendía deprisa.
Conociéndola, supuso que sería lo segundo. Pero sus dotes para la cata no le impresionaron tanto como su boca. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para refrenarse y no besarla. De hecho, estaba tan alterado que, sin darse cuenta, descorchó una botella de Clos Quatre, el mejor de sus vinos.
Como ya no tenía remedio, lo sirvió. Paula lo miró a los ojos y supo que aquel vino era especial, de modo que se concentró.
–Tiene color de rubí…
–Sí.
–También huele a arándanos… No, no, algo más intenso. ¿A moras, quizás? Y a una cosa que no puedo distinguir…
–Eso es la garriga, el olor de los matorrales en suelos calizos –explicó.
Paula asintió y lo probó bajo la atenta mirada de Pedro, que no podía apartar la vista de sus labios.
¿Sería consciente de lo sexy que era?
Pedro notó que no llevaba maquillaje. De hecho, había renunciado a sus trajes de costumbre y se había puesto unos vaqueros de color claro, una camiseta sin mangas y unas zapatillas deportivas. Parecía una vecina normal y corriente que acabara de salir a la calle. Pero era cualquier cosa menos normal y corriente.
–Moras, sí –dijo ella.
–¿Cómo? –preguntó él, despistado.
–Que sabe a moras.
Paula entreabrió la boca ligeramente y él se dio cuenta de que tenía una gota de vino en el labio inferior.
Aquello fue más de lo que podía soportar. Inclinó la cabeza, le lamió la gota y dijo:
–Sí, es cierto. Sabe a moras.
Paula lo miró como si pensara que se había vuelto loco y le puso una mano en el pecho, para apartarlo. Entonces, él le pasó un dedo por el labio inferior y ella tuvo la sensación de que las piernas se le doblaban.
Ninguno de los dos supo cómo se empezaron a besar. De repente, se estaban devorando el uno al otro, entregándose y exigiendo al mismo tiempo. Él la abrazaba con fuerza y ella a él también. Hasta que, al cabo de unos segundos, Pedro se sentó en una silla y Paula se acomodó en su regazo.
Cuando ella se frotó contra su erección, él soltó un suspiro.
La deseaba con toda su alma. La deseaba tanto que sintió pánico.
No podían seguir adelante. No debían seguir adelante.
Rompió el contacto y pronunció unas palabras débiles, en voz baja.
–Esto no es una buena idea… Esto no…
Paula se limitó a mirarlo con deseo.
–Pau… Tenemos que recuperar la cordura. ¿Cómo diablos vamos a… ?
Paula lo besó otra vez.
–Creo que es una forma magnífica de catar vinos –dijo ella–. Los pruebo en tu boca.
Pedro estuvo a punto de perder el control. Le faltó poco para arrancarle la ropa allí mismo y penetrarla.
Pero se contuvo.
–No podemos hacer esto.
–¿Ya me estás expulsando otra vez? –dijo ella con amargura.
Pedro frunció el ceño.
–¿Expulsarte? Yo no te he expulsado nunca.
–Por supuesto que sí.
Él entrecerró los ojos.
–Fuiste tú quien puso fin a nuestra relación.
–Porque dejaste bien claro que ya no te interesaba. Que yo no tenía sitio en tu nueva vida –replicó Paula.
–¿Cómo te atreves a decir eso? Yo estaba aquí, lo recuerdo perfectamente. No me puedes engañar.
–Yo también estaba aquí y también lo recuerdo. Te pregunté cuándo ibas a ir a Londres, a verme… Me dijiste que no podías porque estabas muy ocupado.
–¿Y no podías haber esperado un poco, hasta que las cosas se normalizaran? –le recriminó Pedro.
–¿Qué se tenía que normalizar, Pedro? Te habías ido a París y te habías buscado un trabajo. Admito que necesitaras un par de semanas para acostumbrarte a tu nueva situación, pero… sinceramente, tuve la impresión de que nuestra relación ya no te interesaba. Pensé que solo había sido una aventura veraniega para ti, y que me estabas dando excusas porque no te atrevías a decirme la verdad. Hasta pensé que estarías con otra mujer.
–Yo no estaba con nadie –dijo él, ofendido–. Si me lo hubieras preguntado, te lo habría dicho… ¿Cómo es posible que confiaras tan poco en mí? Y ya puestos, ¿cómo es posible que te rindieras con tanta facilidad? Como no hice exactamente lo que tú querías, lo que a ti te venía bien, me abandonaste.
–No esperaba que lo dejaras todo y te vinieras a vivir conmigo –se defendió ella–. Pero me habría gustado que me llamaras tú alguna vez, aunque solo fuera una. Siempre tenía que llamarte yo.
–Ya te dije que estaba muy ocupado…
–¿Tan ocupado como para no poder descolgar un teléfono y dedicarme un par de minutos? –quiso saber.
Pedro se pasó una mano por el pelo mientras pensaba que Paula era igual que su madre, igual que la exmujer de Gabriel.
–¿Se puede saber qué os pasa? Si no tenéis el cien por cien de la atención de un hombre, todo os parece mal.
–Yo no pedía el cien por cien de tu atención. Solo pedía un poco –declaró ella, con los brazos en jarras–. Pero tú no podías ser razonable.
–¿Razonable? ¿Y eso lo dice la mujer que me abandonó?
–No me dejaste más opción. Me cansé de perseguirte como si fuera un perrito… Sí, claro que te abandoné. ¿Qué esperabas? ¿Qué siguiera ejerciendo de mascota obediente hasta que tú me abandonaras a mí?
–No, solo esperaba que confiaras en mí. Pero no confiaste –Pedro se levantó de la silla–. Y ahora, discúlpame. Tengo cosas que hacer.
–¿Qué cosas? ¿Huir de la verdad?
Él sacudió la cabeza.
–No. Alejarme de ti un rato, para que no digamos cosas de las que más tarde nos podríamos arrepentir –contestó–. Lo que ha pasado hace un momento ha sido un error. Asumo toda la responsabilidad y, por supuesto, te aseguro que no volverá a suceder. Pero si quieres trabajar en los viñedos, será mejor que dejes de coquetear conmigo y te concentres en las catas, en tus notas y en las etiquetas de los vinos.
Ella se puso roja como un tomate.
–Yo no estaba coqueteando.
Pedro prefirió no discutir con ella.
–Me voy a trabajar. En cuanto a ti, haz lo que te parezca mejor.
Él pasó a su lado con mucho cuidado de no rozarla y salió del despacho.