domingo, 8 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 9





Relájate, no sé leer la mente. Pero eres increíblemente transparente y, en respuesta a ese pensamiento, no va a pasar nada entre nosotros esta noche. A menos que tú quieras…


Paula se dio cuenta de que era un desafío, no una invitación. 


Pero ¿y si fuera esto último?


Se formuló la pregunta en la cabeza antes de que pudiera evitarlo. Se sentía atrapada entre la ira y…sacudió la cabeza, negándose a reconocer que lo que sentía en la boca del estómago era excitación. Aquella afirmación abriría demasiadas puertas que no quería cruzar.


—Antes has dicho que tú no eres ese tipo de mujer, de las que lloran y necesitan un hombro y que las rescaten.


Paula sacudió la cabeza. Tenía miedo de estar entrando en alguna especie de trampa.


—No.


—Entonces, dime, ¿cómo eres?


Paula apartó la vista y evitó su penetrante mirada. Se encogió de hombros para disimular su confusión. Antes de aquel día podría haber respondido a aquella pregunta con total seguridad, pero hoy habían quedado en tela de juicio muchas cosas que antes daba por sentadas, y aquel no era el momento de pensar en ellas. Tenía que mantener la concentración.


¿En qué?


Sintió un escalofrío de incomodidad en la espina dorsal. 


Estaba a punto de caer en el pánico. Siempre había sabido lo que quería y había ido a por ello, eso le proporcionaba estabilidad.


Echó la cabeza hacia atrás para mirarlo y soltó un suspiro de alivio porque sentía que ya hacía pie.


—Soy… sensata.


Esperaba que Pedro se riera, pero no lo hizo.


—¿Y es divertido ser sensata?


Paula estaba dispuesta a defender el sentido común, tan devaluado, pero cuando le miró a los ojos experimentó una punzada de deseo que fue seguida al instante por un arrebato de ira.


—Creo que tenemos ideas distintas sobre la diversión.


A Pedro le importaba un bledo lo que la gente pensara de él, y eso había sido una ventaja durante muchos años. Perder los nervios era una distracción que normalmente no se permitía.


No reaccionaba ante los insultos, normalmente no le costaba trabajo mantener la calma, pero el gesto de desprecio de Paula le tocó el nervio.


—Bueno, creo que tenemos algunos puntos en común, caraPedro abrió la puerta mental que había cerrado y permitió que los recuerdos surgieran como una ola. Las pequeñas y ávidas manos de Paula deslizándose sobre su piel, los gemidos que emitía cuando la besaba. Un latigazo de deseo le atravesó el cuerpo, dejándole sin respiración.


Paula no supo si era una amenaza disfrazada de invitación o una invitación disfrazada de amenaza, pero no le importaba.


 Lo que le importó fue la respuesta de su cuerpo.


Fue el orgullo lo que evitó que diera un paso atrás cuando él lo dio hacia delante exudando ira, arrogancia y masculinidad. 


Poco tiempo atrás, semejante sugerencia habría provocado en ella una respuesta burlona, ahora le provocó un ilícito escalofrío de emoción. Se lamió los labios, que sabían a brandy, pero el zumbido de su cabeza no tenía nada que ver con el alcohol. La oscura mirada de Pedro era más potente y más destructora que una botella de licor.


Pedro vio cómo se le dilataban las pupilas y sonrió satisfecho. Le pasó la mano por la nuca y clavó la mirada en su boca. No recordaba cuándo fue la última vez que deseó tanto a una mujer.


Deslizó los dedos por su sedoso cabello y se encontró con una barrera de horquillas. Le quitó una y la dejó caer al suelo. Y luego hizo lo mismo con otra.


Paula abrió los ojos de par en par con gesto de alarma y luego los entrecerró. Dejó escapar un suspiro entre los labios entreabiertos.


—No voy a tener sexo contigo —le costó trabajo decir aquellas palabras, pero tenía que hacerlo. Cuando por fin tuviera relaciones sexuales sería con un hombre con el que se sentiría cómoda, un hombre con el que pudiera…


—Me alegra saberlo —murmuró Pedro—. Pero así está bien —le deslizó un dedo por la oreja—. ¿A ti te parece bien?


A Paula le parecía tan bien que casi dolía.


Trató de recuperar la línea del pensamiento anterior: un hombre al que pudiera… controlar. Sacudió ligeramente la cabeza y se puso una palma en la mejilla.


Aquello no sonaba bien.


No, no deseaba controlar a su futuro amante, solo quería controlarse ella misma.


Pedro encontró otra horquilla y ella vibró con más fuerza que nunca.


Controlada como en aquel momento, se burló de ella una voz interior.


Paula cerró los ojos en un esfuerzo por dejar atrás los pensamientos y sintió el contacto de sus labios en los párpados como una brisa ligera.


Pedro le sostuvo el rostro entre las manos, alzó la mirada y vio cómo su melena cedía a la gravedad y le caía en brillantes rizos sobre la espalda.


La respiración jadeante de Pedro la llevó a abrir los ojos. 


Sentía los párpados pesados, pero ella se sentía ligera, como si estuviera flotando.


—Esto es muy raro.


Pedro sonrió de un modo que la hizo estremecerse.


—Se supone que tiene que ser placentero.


Paula tragó saliva y, con los ojos abiertos de par en par, susurró:
—Y lo es.


Entonces Pedro la besó lenta y profundamente, sosteniéndole la cara, acariciándole la cabeza con sus largos dedos. Paula entreabrió los labios bajo su presión y Pedro se hundió más en su boca, tomándose su tiempo, devorándola y saboreándola. El posesivo embate de su lengua provocó que la chispa se convirtiera de pronto en fuegos artificiales.


Paula le deseaba más de lo que había deseado nunca nada en su vida. Cegada por el deseo, se puso de puntillas para tener mejor acceso a él.


«Tú no eres así, Paula».


La voz de su cabeza estaba equivocada porque sí era ella, y eran sus dedos los que se enredaron en la tela de su camisa, y era ella la que le besó a su vez con pasión y ferocidad. Pedro le enredó una mano en el pelo, la otra se la puso en la cintura como una banda de hierro que la levantó del suelo mientras le hundía la lengua más profundamente en la boca, provocando un gemido suave en ella.


Paula apenas era consciente de que se habían estado moviendo todo el rato, caminando, tambaleándose, besándose, la boca de Pedro en la suya. Cuando toparon con un pedestal en el que había una vasija china, la pieza de porcelana salió volando.


—¡No! —un dedo en la mejilla evitó que Paula girara la cabeza hacia el estrépito—. No pasa nada —jadeó, desesperado por no romper la atmósfera.


Paula se lo quedó mirando y dejó de pensar en la porcelana rota. Dejó de pensar en nada que no fuera el aquí y ahora. 


Todo su mundo estaba allí, el rostro de Pedro, su calor, y aunque el techo se hubiera caído encima de su cabeza no se habría dado cuenta.


Quería tocarle, saborearle… estaba temblando de deseo de los pies a la cabeza.


—No pasa nada —murmuró Pedro rozándole la nariz con la suya—. Me encanta tu boca —le deslizó la lengua por el contorno de los labios hasta que ella la abrió más, invitándolo a profundizar en su erótica invasión.


Cuando llegaron a la puerta del dormitorio de Pedro, los botones de su camisa ya habían cedido ante la presión de Paula. Ella se tambaleó, pero antes de que perdiera el equilibrio, Pedro la tomó en brazos y entró al dormitorio. 


La impaciente patada que pegó hizo que la puerta chocara contra la pared, pero Pedro no se fijó en cómo tembló el cuadro que había colgado cuando volvió a cerrar con el pie.


Se dirigió a la cama y apartó la colcha para dejar al descubierto unas sábanas blancas. Entonces la colocó sobre la fresca seda.


Paula se colocó de rodillas. La gloriosa melena le caía por la espalda y sus ojos esmeraldas brillaban con pasión. Estaba tan hermosa que Pedro tuvo que hacer un esfuerzo por no hundirse en ella y sentir cómo se enredaba a su alrededor. 


Pero el placer de Paula era tan importante para Pedro como el suyo propio, y tenía que asegurarse de que estuviera lista para él.


Arrodillada en la enorme cama, Paula hizo un esfuerzo para pasar el nudo que se le había formado en la garganta mientras veía cómo Pedro se quitaba la camisa.


Le deseaba. ¿Cómo era posible que estuviera mal algo que la hacía sentir tan bien? Agarró los extremos del cinturón de Pedro, que colgaban de las trabillas del pantalón.


Él sonrió cuando Paula tiró de ellos, sin resistirse a la presión que le llevó al otro lado de la cama en la que ella estaba arrodillada. Paula siguió mirándole fijamente, era perfecto.


Le miraba con una mezcla de fascinación y deseo. Nunca había visto nada tan bello. No le sobraba ni un gramo de grasa y tenía los músculos perfectamente definidos, el vientre liso y el pecho ancho y poderoso como el de una escultura clásica. Pero la piel no era de piedra, sino de bronce dorado.


Pedro deslizó el cinturón por las trabillas y lo dejó caer al suelo, pero se dejó los pantalones colgando de las estrechas caderas y la agarró de las muñecas.


—Voy a desvestirte ahora.


Paula experimentó un espasmo de incertidumbre, pero lo contuvo. Aquel hombre podría tener a la mujer que quisiera y estaba claro que la quería a ella.


No tuvo muy claro que Pedro viera siquiera cómo asentía.



*****


Paula se quedó allí tratando de recuperar el aliento y temblando cuando Pedro le agarró la parte de debajo de la camisa y se la sacó por la cabeza, dejándola caer al suelo. 


Debajo no tenía nada más que una delgada combinación.


—Mírame, Paula.


Como no lo hacía, Pedro se puso de rodillas a su lado y le levantó la barbilla con la mano para obligarla a mirarlo.


—Eres preciosa.


Ella se estremeció cuando le cubrió el seno con una mano y le deslizó el pulgar por el turgente pezón que sobresalía bajo la fina tela. Aquella sensación, unida a la expresión de su mirada, acabó con todas las dudas de Paula.


Respondió a la presión de su mano apoyándose en la pila de almohadas. Pedro se las quitó con un gruñido de impaciencia hasta que se quedó tendida y recta con él cerniéndose sobre ella. Se besaron con pasión.


Paula se quedó allí tumbada mientras él le quitaba con pericia el resto de la ropa, dejándola expuesta a su hambrienta y ardiente mirada. Siguieron besándose, y cuando Paula alcanzó el punto en el que no pudo más, Pedro se incorporó, se bajó la cremallera de los pantalones y se los quitó sin apartar los ojos de ella. Luego siguieron los calzoncillos.


—Oh, Dios mío.


Pedro se rio y le acarició la comisura de la boca con el pulgar. Luego hundió los labios en los suyos y bebió de su dulce sabor, saboreando el erótico movimiento de su lengua contra la suya.


—Quiero saborearte entera.


Su voz era como el humo, se disipó por todos los rincones de su cuerpo.


—Relájate y disfruta, cara —le susurró él al oído.


La intimidad de sus caricias, la efectividad de su lengua en la boca, deberían haber escandalizado su sensibilidad de virgen, pero Paula solo sentía placer al frotarse contra su mano y su boca, permitiendo que la llevara una y otra vez hacia la cima.


Cuando cerró la mano sobre la sedosa y dura firmeza de su virilidad, Pedro contuvo el aliento y gimió:
—Tengo que hacerte mía ahora, Paula.


Ella abrió las piernas en silenciosa invitación, y cuando Pedro se le puso encima, alzó las caderas para abrirse más a él. El primer embate la dejó sin aliento, pero cuando empezó a moverse, Paula se dio cuenta de que había más… y con cada sucesivo embate, Pedro fue penetrándola más y más profundamente.


Cuando alcanzó el clímax, fue algo tan intenso que el grito de Paula compitió en ferocidad con el gemido que surgió del pecho de Pedro.




sábado, 7 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 8





Si su madre hubiera estado allí, aquello no habría ocurrido, porque la habría mirado y le habría prohibido conducir en aquel estado. Pero no estaba allí, sino de luna de miel con su recién estrenado marido.


Paula soltó un suspiro victimista mientras caminaba fatigosamente. Decidió seguir hasta la siguiente curva en lugar de volver a la puerta de la casa de Carlos Latimer. Le resultaría muy frustrante darse la vuelta y enterarse más tarde de que estaba a menos de un kilómetro de la carretera principal, donde podría encontrar ayuda o donde al menos habría señal para llamar.


Estaba intentando otra vez comunicarse por teléfono cuando escuchó un coche a lo lejos y sintió una punzada de alivio. 


Pero cuando la luz distante se convirtió en un foco, el alivio se transformó en aprensión. Entonces aspiró con fuerza el aire. En la vida real no era frecuente encontrarse con un maniaco homicida, y ella no pensaba entrar en el coche de ningún desconocido. Solo quería preguntar si podían llamar a un taller local para que fueran a recogerla a ella y a su coche. Sí, aquella era la opción más sensata.


El coche aminoró la marcha y Paula siguió caminando en la oscuridad tratando de aparentar seguridad.


—¿Estás completamente loca?


No fue el comentario, sino la voz conocida lo que la llevó a girar la cabeza hacia el conductor del coche. El estómago le dio un vuelco y la cabeza se le llenó al instante de imágenes de su boca en la suya, del tormento de sus labios cálidos… tuvo que hacer un esfuerzo enorme por controlar su imaginación y sus hormonas.


El motor seguía en marcha cuando Paula aspiró con fuerza el aire y se llevó una mano a la cara para protegerse del resplandor de los focos. La puerta del conductor se abrió y Pedro salió del coche.


No podía verle la cara, pero su lenguaje corporal hablaba por sí solo. Tenía una expresión rígida y furiosa.


Paula estiró los hombros. Parecía que hubiera una conspiración cósmica para arrojarla continuamente al camino de aquel hombre.


—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó con petulancia—. ¿Me estás acosando?


—Si ese fuera el caso, me lo estarías poniendo muy fácil.


—¿Me estás llamando fácil? —«Paula, ¿por qué no te callas?», se dijo con un gemido silencioso.


—¿Fácil? —repitió él mirándola fijamente—. No, eres muy difícil. Métete en el maldito coche.


—No hace falta, gracias, no quiero ser una molestia, solo necesito que llames a un taller.


Pedro alzó las cejas y sacó el móvil del bolsillo. Lamentó que dejarla allí en medio de la carretera no fuera una opción.


Pero era mentira. No le había emocionado la idea de hacer el amor en un coche desde que era adolescente, pero por alguna razón aquella mujer con sus labios carnosos y sus ojos ávidos le había hecho vibrar de un modo inusual. 


Después de todo, ¿qué sentido tenía analizar algo que no era más que sexo? Sobre todo porque sabía que con ella el sexo sería estupendo.


—¿Has oído hablar alguna vez de los teléfonos móviles? —Pedro le tendió el suyo.


—¿Y tú has oído hablar de las zonas en las que no hay señal? —respondió ella.


¿Acaso pensaba aquel hombre que era idiota?


«No, Paula, solo piensa que eres fácil. Y con razón».


La puerta se abrió a aquel recuerdo todavía salvaje y reciente, todavía tan excitante que la sumergió en una ola de deseo. La única defensa posible fue meterse las temblorosas manos en los bolsillos y apartar la vista.


No recordaba haberse sentido tan fuera de control desde… desde nunca. No le gustaba, y tampoco le gustaba él. O mejor dicho, le odiaba.


Pedro frunció sus oscuras cejas mientras guardaba otra vez el móvil en el bolsillo sin mirarlo. Estaba tratando de no fijarse en los visibles temblores que sacudían su delicada figura.


—¡Entra! —le ordenó combatiendo una irracional oleada de ternura que se mezcló con el deseo que todavía le corría por la venas.


Era un gran error equiparar lo pequeño y delicado con lo vulnerable y necesitado de protección. Paula era dura como una roca.


O eso quería ella que pensara el mundo.


—A menos que prefieras ir andando. O quedarte sentada esperando a un asesino en serie.


La mirada de desprecio que le dirigió Paula desde los pies se detuvo en la cintura. En algún momento, igual que ella, Pedro se había cambiado. Los vaqueros oscuros que ahora llevaba le quedaban tan bien como los pantalones del traje que se había puesto por la mañana, aunque el corte de los vaqueros le enfatizaba las estrechas caderas y los fuertes muslos.


Pedro suspiró y dijo:
—Entra, Paula. Tengo mejores cosas que hacer que estar aquí discutiendo tonterías.


Paula, que se estaba tambaleando un poco, parpadeó. 


Sentía una oleada de puro deseo que le provocó impaciencia. ¿Y qué si aquel hombre sabía cómo besar? 


Soltó un suspiro de rendición. Dada su situación, debía ser práctica. Así que aceptó que la llevara. ¿Qué era lo peor que podía pasar?


Se apartó un mechón de cabello castaño de los ojos.


—Es muy amable por tu parte —sus ojos conectaron y Paula guardó silencio. El corazón empezó a latirle con fuerza. En la mirada de Pedro no había nada que pudiera considerarse amable.


—No soy amable.


Paula sacudió ligeramente la cabeza y volvió a apartarse los mechones de la cara con impaciencia.




*****


Pedro, que estaba sentado tras el volante, se inclinó, se quitó la chaqueta y la puso en el asiento del copiloto antes de que ella se reclinara. La mano de Pedro le rozó el hombro, y aquel leve contacto le produjo una corriente eléctrica.


Paula había sobrevivido a su mirada, e incluso había reconocido su acción asintiendo brevemente con la cabeza a pesar de la confusión de su mente.


Cuando Pedro arrancó el motor se escuchó una balada de jazz clásica. Paula suspiró y se cubrió la boca con la mano para disimular un suspiro de alivio. No tendría que mantener
ninguna conversación.


Entonces Pedro apagó la radio.


Llevaban unos minutos en el coche cuando él rompió el silencio.


—¿Quieres abrocharte la chaqueta?


Paula no resistió el infantil impulso de cuestionar todo lo que le decía.


—¿Por qué? No tengo frío.


El comentario provocó en él una risotada contenida, pero Paula giró la cabeza y torció el gesto.


—No veo la ironía.


—Te ganas la vida vendiendo ropa interior, pero no te pones tus propios productos.


Paula estaba cansada y estresada, y tardó un rato en entender lo que quería decir. Entonces agarró los extremos de la chaqueta y los unió.


—Te refieres a que no soy modelo de lencería. Bueno, pues para que lo sepas, la mayoría de las mujeres no lo son. Yo hago ropa interior para mujeres normales.


—La haces pero no te la pones.


—Yo… me he sometido a una intervención menor y me molestan los tirantes del sujetador —el médico australiano la había tranquilizado diciéndole que el lunar tenía aspecto benigno, pero que era mejor extirparlo para analizarlo.


—¿Menor?


—Me han quitado un lunar, pero no es nada grave.


Pedro la miró de reojo.


—Con lo blanca que eres, deberías ponerte protección cincuenta.


—No soy idiota.


—Eso es discutible —lo que no era discutible era que su pálida y suave piel resultaba deliciosa—. Estadísticamente hablando, alguien con tu tono de piel…


—¿Sabes lo aburrida que es la gente que habla citando estadísticas?


Pedro adoptó una expresión confundida mientras miraba por el espejo retrovisor.


—Yo no cito estadísticas, me las invento —reconoció—. Nadie se da cuenta y quedo como una persona inteligente e informada.


—¿De verdad?


—Sí —le confirmó Pedro—. Deberías probarlo. Te sorprendería ver qué poca gente cuestiona una estadística.


Paula se mordió el tembloroso labio, pero, a su pesar, no pudo contener una carcajada.


Tenía una risa maravillosa cuando no se mostraba amargada y sexualmente frustrada. Ahora le costaba trabajo creer que hubiera pensado que era virgen. Se dio cuenta de que Paula Chaves podía ser divertida fuera de la cama, aunque su interés no iba más allá del dormitorio, se recordó.


Ella se secó los ojos y se giró hacia él.


—Entonces, la próxima vez que vaya perdiendo una discusión, me inventaré alguna estadística.


—Tienes que contar con un elemento realista y tienes que creerte lo que dices.


—Te refieres a que hay que saber mentir —señaló Paula.


—Eso por supuesto.


—Como tú.


—Podría decir que siempre digo la verdad, pero mentiría.


Paula reconoció el cruce al que se estaban acercando. Era donde siempre temía confundirse y terminar en Gales.


Le dijo a Pedro la zona donde vivía, pensando que le preguntaría más datos. Pero no lo hizo. Estaba claro que era una de aquellas personas que tenían un navegador interno. 


Hasta que no estuvieron a una calle de donde vivía Paula no preguntó más detalles.


—Es en la siguiente curva… te la acabas de pasar. Nos han cortado la luz de las farolas, es parte de los recortes del ayuntamiento —dijo Paula a modo de disculpa.


Se desabrochó el cinturón de seguridad, incapaz de disimular el alivio que sentía al saber que el trayecto había tocado a su fin. Pero ahora se daba cuenta de que tal vez había exagerado. Los machos alfa no eran lo suyo; el beso de antes no había significado nada para ella, y nada de lo sucedido aquel día era lo suyo.


Por suerte, mañana sería otro día, un nuevo comienzo. Se giró hacia Pedro.


—Bueno, gracias. Por traerme —aclaró para que no hubiera dudas.


No perdonaría aquel beso, pero tenía toda la intención de olvidarlo, o al menos restarle importancia.


—Te acompaño.


Paula agarró el picaporte de la puerta.


—No hace falta. Sé cuidar de mí misma. Mira, aquí tengo la llave —sacó la mano vacía del bolsillo interior del bolso, donde siempre las guardaba—. Tiene que estar por aquí, en alguna parte…


Unos minutos más tarde, tras haber vaciado dos veces el bolso entero, quedó claro que las llaves estarían en alguna parte, pero, desde luego, no en aquel bolso.


—Has perdido las llaves. A veces pasa.


Las palabras tranquilizadoras de Pedro no la tranquilizaron.


—¡A mí no! Las tenía cuando levanté el capó para ver qué le pasaba… —Paula se cubrió la cara con las manos y gimió—. Oh, Dios mío, me las he dejado en el coche…


—Solo son llaves.


Paula dejó caer las manos.


—No eres tú quien se ha quedado tirado.


—¿Tienes otro juego, algún vecino al que le hayas dejado la llave?


—Sí, pero… —Paula sacudió la cabeza—.Tienen un bebé y James trabaja esta noche. No puedo llamar a la puerta de su casa y despertar a Sue y al bebé a estas horas de la noche.


Paula no se lo podía creer. Había vivido un montón de momentos bajos durante aquel día, y Pedro había sido testigo de todos ellos.


—¿Te importa dejarme en un hotel? —Paula abrió el espejito compacto y volvió a cerrarlo sin mirarlo antes de guardarlo en el bolso de nuevo. Había cosas que era mejor no saber.


Bajo la fina capa de alegre bravuconería, estaba claro que Paula había llegado al límite. Pedro la miró en pensativo silencio y se sintió tentado a hacer lo que le pedía. ¿Y por qué no? Paula no era responsabilidad suya y tenía más en común con un felino feroz que con un gatito asustado.


Pero estaba claro que había tenido un día infernal, así que finalmente su conciencia pudo más… ¿o sería su libido?


—Sé que soy una molestia.


Pedro la miró de reojo. Parecía agotada, y experimentó una punzada de simpatía que acabó con él.


—Sí —sin decir una palabra, arrancó el motor.


Paula apretó los labios y se sintió considerablemente menos culpable. El encanto no era precisamente el fuerte de Pedro


Tras la debacle de las llaves, buscó disimuladamente en la cartera para asegurarse de que tenía todavía las tarjetas de crédito. Resistió la tentación de volver a comprobarlo. Pedro ya pensaba que era un caso perdido, así que, ¿para qué confirmárselo?


Afortunadamente, el camino de regreso a Londres no se hizo muy largo debido a la potencia del coche de Pedro, y él no mostró ninguna inclinación a hablar, lo que supuso una bendición. Paula le miraba de vez en cuando de reojo y tenía una expresión fría y remota.


No reconoció la zona en la que terminaron; era un vecindario tranquilo y ultraexclusivo. Pedro se detuvo frente a un edificio de portal victoriano con vistas a una plaza ajardinada. Aquel lugar debía de ser muy caro, pero en aquel momento a Paula no le importó.


—Estupendo —Paula se desabrochó el cinturón—. Siento haberte causado tantos problemas —aseguró con formalidad. Pero entonces guardó silencio. Estaba hablando sola.


Pedro salió del coche antes de que la tensión le rompiera la mandíbula. El cínico que había en él quería pensar que Paula era consciente del efecto que causaba con aquellas miradas de reojo, pero sabía que no lo era. Aquella mujer no tenía doblez, lo que la hacía todavía más peligrosa. No estaba acostumbrado a tratar con mujeres así.


Paula se reunió con él a medio camino de los escalones de la impresionante entrada del hotel. No fue consciente de lo que pasaba hasta que le vio meter una llave en la cerradura.


—Esto no es un hotel.


Una media sonrisa asomó a los labios de Pedro cuando la miró. Parecía todavía más alto de lo que era porque estaba subido a un escalón.


—Me gustan los debates intelectuales como al que más, pero es tarde, estoy cansado y tú tienes un aspecto… terrible —afirmó observando su expresión cansada.


—Tú tampoco estás para tirar cohetes —la respuesta le había parecido fría y cortante al pensarla, pero ahora sonó infantil e impertinente.


Y además, era una gran mentira. La barba incipiente y los pelos de punta de la cabeza, consecuencia de su hábito de pasarse la mano por el pelo cuando se desesperaba, no le restaban ni un ápice de atractivo.


Paula dirigió la mirada hacia la mano que tenía Pedro en la puerta. Tenía unas manos bonitas, pensó, fuertes y grandes.


 Apartó los ojos, pero el calor continuó expandiéndose por su cuerpo. No entraría en aquella casa por nada del mundo.


—Ha sido un día muy largo.


—No veo la relación entre mi aspecto y el hecho de que no me lleves a un hotel.


—Aunque te parezca mal, he pensado que esto sería lo mejor para ti.


—Así que has tomado una decisión unilateral y esperas que yo esté de acuerdo —pasar la noche bajo el mismo techo que él le provocaba un pánico irracional. Ni que fuera a pedirle que pagara la posada con su cuerpo—. ¡Llama a un taxi! —le pidió. El pánico hizo que sonara a orden.


Pedro entornó la mirada. Estaba harto de hacer lo que ella decía.


—Madre di Dio! —murmuró apretando los dientes.


Paula se lo quedó mirando con los verdes ojos muy abiertos. 


Tenía un acento tan perfecto que había olvidado que no era británico, pero en aquel momento era imposible no percibir su herencia latina.


—¡Haz lo que quieras! Pasa la noche en una fría habitación de hotel, pero ahórrame el drama. Y llama tú misma al maldito taxi.


—¡Lo haré! —Paula le vio entrar al vestíbulo y, sin previo aviso, su enfado se mezcló con una sensación de culpabilidad al ver de pronto el día a través de sus ojos.


Se le pasaron por la cabeza imágenes de sí misma. Desde luego, aquel día no se había cubierto de gloria.


Como primera impresión, vaciar la bolsa de muestras de lencería delante de él se llevaba la palma. Y luego estaba el ataque de llanto en el baño de señoras, contándole Dios sabía qué. No quería recordarlo. Y luego había convertido lo que se suponía que debía ser un beso falso en una competición. Y cuando Pedro pensó seguramente que todo había terminado, tuvo que rescatarla de su deambular por la campiña de Surrey. Paula aspiró con fuerza el aire y lo siguió al interior de la casa.


—Lo siento, tienes razón. Yo no soy esa mujer —de pronto le pareció importante que lo supiera.


—¿Qué mujer?


—La de hoy. Normalmente no lloro como una niña, no necesito que me rescaten y puedo llamar yo misma a un taxi.


—Tal vez puedas también resistir la tentación de querer hacerlo todo tú sola siempre.


Se hizo un breve silencio durante el que Pedro supo que estaba librando un debate interno, y finalmente Paula asintió.


—Gracias. Te agradeceré mucho una cama en la que poder pasar la noche —debía de haber al menos una docena libres en aquella casa si el recibidor era indicativo de algo—. Espero que no sea mucha molestia.


Pedro observó cómo miraba a su alrededor, como si esperara que apareciera un ejército de criados


—Esta noche estamos solos. ¿Ocurre algo? ¿Te da miedo estar a solas conmigo?


—No seas tonto —si tuviera una pizca de sentido común, sí le daría miedo. De hecho, ni siquiera estaría allí, estaría en una habitación de hotel. Pero había capitulado con demasiada facilidad ante su sugerencia.


—¿Te da miedo, Paula?


Ella apartó aquel pensamiento de su cabeza.


—Solo pensé que tal vez podría haber alguien esperándote levantado.


Pedro pareció encontrar divertida la idea.


—No tenemos servicio interno.


—¿Como mi madre, quieres decir? —le espetó Paula.


—No conozco a tu madre —aseguró Pedro encogiéndose de hombros—. Y nunca se me ocurriría juzgar a nadie por lo que hace.


Paula se sonrojó ante la reprimenda.


—Bueno, eso te convierte en alguien único, o tal vez te guste pensar que no tienes prejuicios, pero, si tu hija te anunciara que se va a casar con el reponedor del supermercado del pueblo, sospecho que no serías tan tolerante.


—Mi hija tiene trece años. No me gustaría que me dijera que se va a casar ni aunque fuera con el príncipe Enrique. Tengo curiosidad, ¿eres siempre así de cínica?


Mientras hablaba, Pedro le abrió la puerta que tenía a la derecha y, tras una pausa, Paula aceptó la silenciosa invitación y pasó por delante de él.


La habitación en la que entraron no era enorme. Tenía una chimenea llena de velas apagadas, bonitas obras de arte en las paredes y una cara mezcla de mobiliario moderno y antigüedades.


Era simple y sin complicaciones, no como el hombre que vivía allí.


Deslizó la mirada hacia Pedro, que se había acercado a un mueble bar del que sacó una botella y un vaso.


—Me gustan las cosas sencillas. La señora Ellis, el ama de llaves, está todo el día, pero no vive aquí, y mi chófer…


—Lo entiendo. Las cosas sencillas.


Pedro se sirvió un dedo de brandy y lo apuró de un trago.


—Lo siento, ¿quieres una copa?


Ella asintió.


—Sí, por favor. Tienes una casa preciosa. ¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí?


—Desde el año pasado. Antes de eso pasaba la mitad del tiempo aquí y la otra en Italia. Pero mi hermana se casó con un británico y su hija, Catalina, es de la edad de Josefina. Cuando empecé a buscar colegio para Josefina, me recomendó el de Catalina —Pedro alzó una ceja—. Pero esto no te interesa nada, ¿verdad? Lo que estás pensando es si voy a intentar ligar contigo.


Paula se sonrojó hasta la raíz del pelo y le dio un largo sorbo a su brandy.


—Yo por mi parte me preguntó si tú vas a intentar ligar conmigo.


Paula sostuvo el vaso con las dos manos y le miró por encima del borde. Le lloraron los ojos cuando el brandy le pasó por la garganta y le provocó una punzada de calor en el estómago.


—Tu mente funciona de un modo muy extraño.


—Y tú tienes muy buen cuerpo, y para ser diseñadora, tu forma de vestir es… interesante.


Aquello era un insulto y un halago. ¿A cuál de los dos debía responder? Al final decidió que a ninguno de los dos.


—Es tarde, así que si no te importa…


—Te mostraré el camino.


La puerta era enorme, como todo lo demás de la casa, y Paula se encogió para hacerse todavía más pequeña al cruzarla, como si tocarle pudiera provocar un incendio. 


Molesta consigo misma, al cruzar el umbral alzó la cabeza y echó los hombros hacia atrás. Estaba actuando como si fuera víctima de sus propias hormonas, su contacto no tenía por qué provocar una reacción en cadena si ella no lo permitía.


Siguió a Pedro por la enorme escalera de caracol. El corazón le latía con fuerza. Cuando él llegó a la planta de arriba, señaló hacia la derecha sin girarse.


—Yo subiré un piso más. Las suites de invitados están por ahí. Escoge la que quieras. Menos las dos últimas. Clara utiliza la del fondo cuando se queda y mi madre deja algunas cosas en la de al lado.


Pedro se fijó en cómo le miraba y dijo:
—Clara es mi exmujer.


Una exmujer que se quedaba a dormir. Qué civilizado. Paula se preguntó si no lo sería demasiado.


—No, no nos acostamos.


Paula abrió los ojos de par en par ante la habilidad que tenía para leerle el pensamiento.