domingo, 8 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 9





Relájate, no sé leer la mente. Pero eres increíblemente transparente y, en respuesta a ese pensamiento, no va a pasar nada entre nosotros esta noche. A menos que tú quieras…


Paula se dio cuenta de que era un desafío, no una invitación. 


Pero ¿y si fuera esto último?


Se formuló la pregunta en la cabeza antes de que pudiera evitarlo. Se sentía atrapada entre la ira y…sacudió la cabeza, negándose a reconocer que lo que sentía en la boca del estómago era excitación. Aquella afirmación abriría demasiadas puertas que no quería cruzar.


—Antes has dicho que tú no eres ese tipo de mujer, de las que lloran y necesitan un hombro y que las rescaten.


Paula sacudió la cabeza. Tenía miedo de estar entrando en alguna especie de trampa.


—No.


—Entonces, dime, ¿cómo eres?


Paula apartó la vista y evitó su penetrante mirada. Se encogió de hombros para disimular su confusión. Antes de aquel día podría haber respondido a aquella pregunta con total seguridad, pero hoy habían quedado en tela de juicio muchas cosas que antes daba por sentadas, y aquel no era el momento de pensar en ellas. Tenía que mantener la concentración.


¿En qué?


Sintió un escalofrío de incomodidad en la espina dorsal. 


Estaba a punto de caer en el pánico. Siempre había sabido lo que quería y había ido a por ello, eso le proporcionaba estabilidad.


Echó la cabeza hacia atrás para mirarlo y soltó un suspiro de alivio porque sentía que ya hacía pie.


—Soy… sensata.


Esperaba que Pedro se riera, pero no lo hizo.


—¿Y es divertido ser sensata?


Paula estaba dispuesta a defender el sentido común, tan devaluado, pero cuando le miró a los ojos experimentó una punzada de deseo que fue seguida al instante por un arrebato de ira.


—Creo que tenemos ideas distintas sobre la diversión.


A Pedro le importaba un bledo lo que la gente pensara de él, y eso había sido una ventaja durante muchos años. Perder los nervios era una distracción que normalmente no se permitía.


No reaccionaba ante los insultos, normalmente no le costaba trabajo mantener la calma, pero el gesto de desprecio de Paula le tocó el nervio.


—Bueno, creo que tenemos algunos puntos en común, caraPedro abrió la puerta mental que había cerrado y permitió que los recuerdos surgieran como una ola. Las pequeñas y ávidas manos de Paula deslizándose sobre su piel, los gemidos que emitía cuando la besaba. Un latigazo de deseo le atravesó el cuerpo, dejándole sin respiración.


Paula no supo si era una amenaza disfrazada de invitación o una invitación disfrazada de amenaza, pero no le importaba.


 Lo que le importó fue la respuesta de su cuerpo.


Fue el orgullo lo que evitó que diera un paso atrás cuando él lo dio hacia delante exudando ira, arrogancia y masculinidad. 


Poco tiempo atrás, semejante sugerencia habría provocado en ella una respuesta burlona, ahora le provocó un ilícito escalofrío de emoción. Se lamió los labios, que sabían a brandy, pero el zumbido de su cabeza no tenía nada que ver con el alcohol. La oscura mirada de Pedro era más potente y más destructora que una botella de licor.


Pedro vio cómo se le dilataban las pupilas y sonrió satisfecho. Le pasó la mano por la nuca y clavó la mirada en su boca. No recordaba cuándo fue la última vez que deseó tanto a una mujer.


Deslizó los dedos por su sedoso cabello y se encontró con una barrera de horquillas. Le quitó una y la dejó caer al suelo. Y luego hizo lo mismo con otra.


Paula abrió los ojos de par en par con gesto de alarma y luego los entrecerró. Dejó escapar un suspiro entre los labios entreabiertos.


—No voy a tener sexo contigo —le costó trabajo decir aquellas palabras, pero tenía que hacerlo. Cuando por fin tuviera relaciones sexuales sería con un hombre con el que se sentiría cómoda, un hombre con el que pudiera…


—Me alegra saberlo —murmuró Pedro—. Pero así está bien —le deslizó un dedo por la oreja—. ¿A ti te parece bien?


A Paula le parecía tan bien que casi dolía.


Trató de recuperar la línea del pensamiento anterior: un hombre al que pudiera… controlar. Sacudió ligeramente la cabeza y se puso una palma en la mejilla.


Aquello no sonaba bien.


No, no deseaba controlar a su futuro amante, solo quería controlarse ella misma.


Pedro encontró otra horquilla y ella vibró con más fuerza que nunca.


Controlada como en aquel momento, se burló de ella una voz interior.


Paula cerró los ojos en un esfuerzo por dejar atrás los pensamientos y sintió el contacto de sus labios en los párpados como una brisa ligera.


Pedro le sostuvo el rostro entre las manos, alzó la mirada y vio cómo su melena cedía a la gravedad y le caía en brillantes rizos sobre la espalda.


La respiración jadeante de Pedro la llevó a abrir los ojos. 


Sentía los párpados pesados, pero ella se sentía ligera, como si estuviera flotando.


—Esto es muy raro.


Pedro sonrió de un modo que la hizo estremecerse.


—Se supone que tiene que ser placentero.


Paula tragó saliva y, con los ojos abiertos de par en par, susurró:
—Y lo es.


Entonces Pedro la besó lenta y profundamente, sosteniéndole la cara, acariciándole la cabeza con sus largos dedos. Paula entreabrió los labios bajo su presión y Pedro se hundió más en su boca, tomándose su tiempo, devorándola y saboreándola. El posesivo embate de su lengua provocó que la chispa se convirtiera de pronto en fuegos artificiales.


Paula le deseaba más de lo que había deseado nunca nada en su vida. Cegada por el deseo, se puso de puntillas para tener mejor acceso a él.


«Tú no eres así, Paula».


La voz de su cabeza estaba equivocada porque sí era ella, y eran sus dedos los que se enredaron en la tela de su camisa, y era ella la que le besó a su vez con pasión y ferocidad. Pedro le enredó una mano en el pelo, la otra se la puso en la cintura como una banda de hierro que la levantó del suelo mientras le hundía la lengua más profundamente en la boca, provocando un gemido suave en ella.


Paula apenas era consciente de que se habían estado moviendo todo el rato, caminando, tambaleándose, besándose, la boca de Pedro en la suya. Cuando toparon con un pedestal en el que había una vasija china, la pieza de porcelana salió volando.


—¡No! —un dedo en la mejilla evitó que Paula girara la cabeza hacia el estrépito—. No pasa nada —jadeó, desesperado por no romper la atmósfera.


Paula se lo quedó mirando y dejó de pensar en la porcelana rota. Dejó de pensar en nada que no fuera el aquí y ahora. 


Todo su mundo estaba allí, el rostro de Pedro, su calor, y aunque el techo se hubiera caído encima de su cabeza no se habría dado cuenta.


Quería tocarle, saborearle… estaba temblando de deseo de los pies a la cabeza.


—No pasa nada —murmuró Pedro rozándole la nariz con la suya—. Me encanta tu boca —le deslizó la lengua por el contorno de los labios hasta que ella la abrió más, invitándolo a profundizar en su erótica invasión.


Cuando llegaron a la puerta del dormitorio de Pedro, los botones de su camisa ya habían cedido ante la presión de Paula. Ella se tambaleó, pero antes de que perdiera el equilibrio, Pedro la tomó en brazos y entró al dormitorio. 


La impaciente patada que pegó hizo que la puerta chocara contra la pared, pero Pedro no se fijó en cómo tembló el cuadro que había colgado cuando volvió a cerrar con el pie.


Se dirigió a la cama y apartó la colcha para dejar al descubierto unas sábanas blancas. Entonces la colocó sobre la fresca seda.


Paula se colocó de rodillas. La gloriosa melena le caía por la espalda y sus ojos esmeraldas brillaban con pasión. Estaba tan hermosa que Pedro tuvo que hacer un esfuerzo por no hundirse en ella y sentir cómo se enredaba a su alrededor. 


Pero el placer de Paula era tan importante para Pedro como el suyo propio, y tenía que asegurarse de que estuviera lista para él.


Arrodillada en la enorme cama, Paula hizo un esfuerzo para pasar el nudo que se le había formado en la garganta mientras veía cómo Pedro se quitaba la camisa.


Le deseaba. ¿Cómo era posible que estuviera mal algo que la hacía sentir tan bien? Agarró los extremos del cinturón de Pedro, que colgaban de las trabillas del pantalón.


Él sonrió cuando Paula tiró de ellos, sin resistirse a la presión que le llevó al otro lado de la cama en la que ella estaba arrodillada. Paula siguió mirándole fijamente, era perfecto.


Le miraba con una mezcla de fascinación y deseo. Nunca había visto nada tan bello. No le sobraba ni un gramo de grasa y tenía los músculos perfectamente definidos, el vientre liso y el pecho ancho y poderoso como el de una escultura clásica. Pero la piel no era de piedra, sino de bronce dorado.


Pedro deslizó el cinturón por las trabillas y lo dejó caer al suelo, pero se dejó los pantalones colgando de las estrechas caderas y la agarró de las muñecas.


—Voy a desvestirte ahora.


Paula experimentó un espasmo de incertidumbre, pero lo contuvo. Aquel hombre podría tener a la mujer que quisiera y estaba claro que la quería a ella.


No tuvo muy claro que Pedro viera siquiera cómo asentía.



*****


Paula se quedó allí tratando de recuperar el aliento y temblando cuando Pedro le agarró la parte de debajo de la camisa y se la sacó por la cabeza, dejándola caer al suelo. 


Debajo no tenía nada más que una delgada combinación.


—Mírame, Paula.


Como no lo hacía, Pedro se puso de rodillas a su lado y le levantó la barbilla con la mano para obligarla a mirarlo.


—Eres preciosa.


Ella se estremeció cuando le cubrió el seno con una mano y le deslizó el pulgar por el turgente pezón que sobresalía bajo la fina tela. Aquella sensación, unida a la expresión de su mirada, acabó con todas las dudas de Paula.


Respondió a la presión de su mano apoyándose en la pila de almohadas. Pedro se las quitó con un gruñido de impaciencia hasta que se quedó tendida y recta con él cerniéndose sobre ella. Se besaron con pasión.


Paula se quedó allí tumbada mientras él le quitaba con pericia el resto de la ropa, dejándola expuesta a su hambrienta y ardiente mirada. Siguieron besándose, y cuando Paula alcanzó el punto en el que no pudo más, Pedro se incorporó, se bajó la cremallera de los pantalones y se los quitó sin apartar los ojos de ella. Luego siguieron los calzoncillos.


—Oh, Dios mío.


Pedro se rio y le acarició la comisura de la boca con el pulgar. Luego hundió los labios en los suyos y bebió de su dulce sabor, saboreando el erótico movimiento de su lengua contra la suya.


—Quiero saborearte entera.


Su voz era como el humo, se disipó por todos los rincones de su cuerpo.


—Relájate y disfruta, cara —le susurró él al oído.


La intimidad de sus caricias, la efectividad de su lengua en la boca, deberían haber escandalizado su sensibilidad de virgen, pero Paula solo sentía placer al frotarse contra su mano y su boca, permitiendo que la llevara una y otra vez hacia la cima.


Cuando cerró la mano sobre la sedosa y dura firmeza de su virilidad, Pedro contuvo el aliento y gimió:
—Tengo que hacerte mía ahora, Paula.


Ella abrió las piernas en silenciosa invitación, y cuando Pedro se le puso encima, alzó las caderas para abrirse más a él. El primer embate la dejó sin aliento, pero cuando empezó a moverse, Paula se dio cuenta de que había más… y con cada sucesivo embate, Pedro fue penetrándola más y más profundamente.


Cuando alcanzó el clímax, fue algo tan intenso que el grito de Paula compitió en ferocidad con el gemido que surgió del pecho de Pedro.




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