domingo, 15 de febrero de 2015

UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 15





Paula sentía ganas de llorar. Todo aquello era demasiado para una chica como ella, acostumbrada a esconderse en su concha. Pero no podía detenerse. Le abrió la camisa sin preocuparse de saltarle los botones. Rápidamente se la bajó por los hombros y deslizó las manos por los duros músculos de su pecho, por su áspero vello.


—Eres tan guapo…


—Ya hemos tenido esta conversación antes.


—Lo sé, pero es que es lo único que puedo pensar cuando te veo. Cuando te toco. Tú me haces sentir… Pedro, no entiendo nada. Yo no sabía que era así. Creía que había dejado de serlo.


La besó, obligándola a apoyar la cabeza en la pared, su dura superficie era lo único que impedía que se fuera al suelo. Deslizó entonces una mano hasta su muslo, le alzó la pierna y se la enredó en torno a su cintura, al tiempo que apoyaba la otra mano en la pared.


Empezó a frotarse contra ella, con la dureza de su excitación haciendo contacto justo en el lugar adecuado. 


Paula lo aferró con mayor fuerza mientras se movía también contra él, cada vez más cerca del orgasmo.


La besó entre los senos, trazando un sendero con la lengua hasta el borde del vestido. Y continuó bajando, sin dejar de sostenerle la pierna mientras se agachaba, hasta que quedó de rodillas. Le alzó la falda del vestido.


—Recuerda que te dije que me gustaban los preliminares, pero aquella primera vez… fue demasiado rápido. Necesito compensarte ahora.


—Yo… ¡Oh!


Deslizó un dedo bajo las bragas y la acarició allí donde más húmeda y dispuesta estaba. Paula podía sentir su aliento contra su piel, ardiente, tentador. Su dedo iba dejando un rastro de fuego a su paso.


—¿Y bien, cariño? —le preguntó.


—Ahora no puedo hablar, así que no me hagas preguntas. No es justo.


—Lo que no es justo es que esté temblando tanto —le confesó mientras apartaba las bragas—. Tú eres la culpable, ¿sabes?


—Yo no…


Entonces sus labios hicieron contacto con su sexo y Paula fue ya incapaz de pensar, o de respirar. Y mucho menos de hablar. La lengua de Pedro acariciaba la carne húmeda, tentando su clítoris, deslizándose profundamente en su interior. Apoyó ambas manos en la pared, desesperada por sujetarse en algo, lastimándose los nudillos.


La agarró de las nalgas con su ancha mano para acercarla mejor hacia sí, contra su boca. Sus labios y su lengua parecían obrar una extraña magia, empujándola al borde del orgasmo.Paula apoyó las manos sobre sus hombros y echó la cabeza hacia atrás en el instante en que él deslizaba profundamente un dedo en su interior. Las estrellas del cielo se nublaron de golpe, y, cuando Pedro introdujo un segundo dedo, todo estalló en una lluvia de luces.


La soltó de pronto y se irguió, apretándose contra ella mientras la besaba con pasión, con la evidencia de su propio deseo en los labios.


—Dentro… —gruñó.


Paula se apartó de él para dirigirse tambaleándose al dormitorio. Él abrió la puerta y entró detrás de ella, besándola en el cuello. La obligó a volverse para besarla en la boca.


—No puedo esperar —le confesó mientras le bajaba primero el vestido y luego las bragas, mientras ella se ocupaba de desabrocharle los tejanos.


Él se los bajó de golpe junto con la ropa interior, quedándose gloriosamente desnudo. La agarró entonces de los muslos y la levantó de manera que pudiera enredar las piernas en torno a su cintura, antes de tumbarse con ella sobre la alfombra.


—Por favor, Pedro, te necesito.


Se colocó en posición y entró en ella, llenándola, dilatándola.Paula se sintió feliz por primera vez en semanas. 


O quizá en once años. Más satisfecha, más ella misma.


Pero de repente no existió ya nada más que la mezcla de sus alientos y las roncas palabras que Pedro le susurraba al oído. Palabras que acentuaban su deseo y amplificaban su excitación.


Una vez acabado el orgasmo, se quedó consternada al descubrir que empezaba otro. Con cada caricia, con cada palabra susurrada, la excitaba más y cada vez más rápido. 


Deslizando una mano bajo sus nalgas, Pedro le alzó las caderas y empujó con mayor fuerza todavía.


Empujó una última vez más, con un gruñido ronco. Aquel sonido, su pérdida de control, la expresión de torturado placer de su rostro, fue todo tan intenso que Paula lo sintió como si reverberara en su interior, multiplicando su placer. 


Hasta que sus respectivos orgasmos se fundieron en uno solo, al igual que sus cuerpos.


Cuando todo terminó, el ruido del tráfico procedente de la terraza penetró en su conciencia. Pedro se apartó de ella para quedar tendido boca arriba en la alfombra. La brisa refrescaba su cuerpo desnudo y húmedo de sudor.


—Vaya —dijo ella.


—Sí. Vaya —había alzado los brazos y cruzado las manos debajo de la cabeza.


—Supongo que ha sido inevitable —se sentó, abrazándose las rodillas.


—Ciertamente —repuso él. Incorporándose y volviéndose hacia ella, le acarició una mejilla—. Porque ha sucedido.


—Pero no hemos conseguido arreglar nada.


—No, aunque el sexo no suele servir para eso.


—Yo había pensado que podríamos… —Paula se interrumpió, porque en realidad no sabía lo que había pensado. ¿Que acabaría con el misterio? ¿Que rompería el vínculo que los unía? ¿O que encontraría alguna respuesta a sus preguntas, a sus reservas?


No, no había pensado en nada de eso. No había pensado más que en su propia necesidad, la necesidad de poseerlo.


 Pero en ese momento, con la neblina del orgasmo despejándose poco a poco, fue intensamente consciente de que estaba desnuda junto a un hombre al que no conocía. 


Se encogió por dentro. Conocía bien las consecuencias de exponerse demasiado, y eran todavía peores que las de contenerse, reprimirse. Su madre había sido una experta en lo último. Siempre tan perfecta, tan elegante… Paula siempre había intentado ser así, y nunca lo había conseguido del todo. Había fracasado once años atrás, espectacularmente. Y había vuelto a fracasar con Pedro.


—Creo que necesito…


—¿Un cigarrillo? —sugirió él.


—No —se echó a reír—. Hace mucho que no fumo… más de una década.


—Pero ¿fumabas? Me sorprende.


—Creo que te sorprendes con demasiada facilidad —respiró hondo—. Todo el mundo tiene un pasado más o menos oscuro.


—¡Dímelo a mí! Es solo que me pareces demasiado… modosita, para haber tenido un pasado oscuro.


—¿Yo te parezco modosita?


—Quiero decir que… bueno, eras virgen. Y tu nombre nunca salió en la prensa por algo siquiera remotamente escandaloso.


—Para mí, la virginidad equivale más bien al miedo.


—No parecías tener miedo cuando te acostaste conmigo. Aunque temblabas un poco.


—Te odio.


Pedro se levantó, todavía desnudo. Sin que eso le preocupara lo más mínimo.


—Apuesto a que la gente del edificio de enfrente estará disfrutando del espectáculo.


Se giró y saludó con la mano a quienquiera que pudiera estar viéndolo.


—Probablemente.


—Dios mío, Pedro, ¿es que no tienes vergüenza?


—No. Una consecuencia de la infancia que tuve, me temo. Es difícil tener vergüenza después de haberme criado donde me crie.


—Pero la gente del edificio de enfrente puede que sí la tenga.


Sonriendo, recogió sus calzoncillos negros del suelo y se los puso.


—¿Así está mejor?


—Para algunos, sí.


—¿Pero no para ti?


—La verdad es que no —sintió que se ruborizaba.


—¿Cómo has podido mantener toda esa pasión oculta durante tanto tiempo?


—La escondo tan bien que incluso me la escondo a mí misma —respondió, esperando reconducir el tema—. Solo que… digamos que en el pasado tomé algunas pésimas decisiones. A punto estuve de quemar mi vida para siempre por culpa de ellas. Pero aprendí la lección. Aprendí que en este mundo no puedes hacer nada sin que te alcancen las consecuencias.


Se miraron fijamente. Ella seguía desnuda, y él casi. Fue en aquel instante cuando Paula tomó conciencia de lo poco que sabía cada uno del otro. En realidad, no lo conocía en absoluto.


Y allí estaba ella, después de haberse entregado a él de la manera más íntima posible, embarazada de un hijo suyo, y aferrándose a aquella vergüenza tan profundamente enterrada en su interior.


—¿Sabes lo que solía apasionarme?


—¿Qué?


—Conducir a toda velocidad. Era una… una verdadera insensata al volante. Cuando estábamos en Grecia, de adolescentes, Aldana y yo solíamos hacer recorridos juntas por el país. Yo tenía un coche rojo, muy bueno, y… me gustaba pisar el acelerador. Tenía la sensación de no ser Paula Chaves, la gran decepción de mi madre. Me evadía conduciendo rápido.


—Los adolescentes son así.


—Sí, supongo que hasta cierto punto era algo normal. Pero no era inteligente, ni seguro. Sobre todo cuando además había estado bebiendo. Era una completa estupidez. Supongo que quería rebelarme contra una vida que no me gustaba. Yo solo quería sentir algo. Algo excitante y peligroso. El viento en la cara, las burbujas en la sangre… Y también me gustaba flirtear.


—Eras una inocente, así que no…


—Una cosa es ser virgen y otra muy distinta no tener ningún tipo de relación. Un hombre como tú debería saberlo mejor que nadie —repuso, tensa.


—Ah —no pareció muy contento con aquella revelación.
estoy muy segura de que las cosas que podía hacerle a un tipo en la parte trasera de un coche pudieran llamarse así.


—Eso nunca salió en la prensa. Todo el mundo decía de ti que eras…


—¿La santa heredera que se pasaba los días en una nube tocando el arpa? Ya lo sé. Pero eso no era ninguna casualidad. Mi padre me cubría las espaldas durante todo el tiempo. Pagaba a cada policía que me detenía, compraba las fotos que me hacían en los clubes nocturnos sin que yo me diera cuenta. Evitaba que me descubrieran. Hasta que… —se le cerró la garganta. La vergüenza la ahogaba—. Hasta que hice algo realmente estúpido. Y durante un año entero, Pedro. Estuve a punto de perderlo todo, de cambiar para siempre la imagen que la gente tenía de mí… Y, por supuesto, cambié la que tenían mis padres.


—¿Qué sucedió? —le preguntó él repentinamente tenso, como si fuera a saltar en cualquier momento sobre un enemigo imaginario.


Desafortunadamente, el único enemigo era ella misma. Los deseos que la habitaban.


—Conocí a un tipo en un club, Claudio. Me gustaba mucho. Bailamos un par de fines de semana seguidos. Era guapo y tenía una bonita sonrisa. Él me decía que yo era preciosa —puso los ojos en blanco y bajó luego la mirada a sus manos, avergonzada.


Aquella escena le recordó la entrevista en el despacho de su padre, de pie ante él, dudando y temblando, cuando tuvo que confesárselo todo y humillarse. Porque la alternativa habría sido humillarse ante el mundo entero.


—El caso es que terminé en el asiento trasero del coche con él y… Ya sabes lo que eso significa. Aparcamos en la playa. Él sacó su videocámara. Todavía no existían las cámaras de móvil con conexión a la red, y menos mal.


—¿Qué hizo?


—Me grabó. Me pidió permiso y yo pensé: «¿Por qué no?». Me pareció sexy que él quisiera guardar un recuerdo de aquel momento. Yo tenía diecisiete años y estaba borracha. Él me deseaba y… Bueno, lo que yo estaba buscando realmente en esos días era sentirme deseada. Por mí misma. Aunque solo fuera por mi habilidad para hacerle una… Ya sabes.


—¿Te grabó mientras…?


—Sí. Y a la mañana siguiente me desperté con un terrible dolor de cabeza y muy pocos recuerdos de lo que había sucedido. Hasta que esa misma tarde Claudio se presentó en mi casa con la idea de llevar las cosas todavía más allá. Yo le dije que no porque… todavía no me sentía preparada para dar el paso. Él se enfadó entonces y me amenazó. Dijo que tenía el vídeo y que iba a enviarlo a la prensa, a difundirlo en Internet. Y a mí me entró un miedo terrible a que… eso saliera allí, yo… haciéndolo. Todavía siento pánico solo de recordarlo. No puedo imaginarme nada más humillante. Y lo siguiente en la escala de humillación fue cuando tuve que contárselo a mi padre y pedirle que me sacara del apuro.


—¿Qué sucedió?


—Él me protegió, porque era lo que siempre había hecho. Pero se llevó una terrible decepción. Fue entonces cuando me dijo que no estaba dispuesto a protegerme más. Me recordó que habría podido sucederme cualquier cosa. Conduciendo borracha, saliendo con desconocidos… Me dijo que si seguía así acabaría matándome y que no pensaba quedarse sentado a ver cómo lo hacía. Que no pensaba continuar proporcionándome los medios para hacerlo. Que se acabaría el dinero, la ayuda. Me dijo que tenía que comportarme, si no quería perderlo todo. Y desde entonces… lo he hecho. Me he comportado bien. Hasta ahora. Supongo que a estas alturas me habrá desheredado.


—Es por eso por lo que no quieres llamar a casa.


—Sí. No quiero saberlo —le ardían los ojos, pero seguía sin poder llorar—. No quiero volver a ver la mirada que me lanzó en aquel entonces. Como si fuera… un caso sin remedio. La verdad es que no sé por qué hice todas aquellas cosas. Pero sí sé por qué dejé de hacerlas. Porque esperaba hacer algo de provecho con mi vida, más allá de salir de juerga todos los días.


—¿Y ese algo de provecho era casarte con un hombre al que no amabas y con el que ni siquiera querías acostarte?


Aquellas palabras tuvieron en ella el mismo efecto que un puñetazo.


—Pues parece que lo que realmente estaba esperando era conocer a un desconocido, tener una aventura de una sola noche y quedarme embarazada de él. Mis objetivos eran mucho más elevados que un simple matrimonio sin amor.


—Tengo la sensación de que tu padre fue injusto contigo, aunque tú hubieras tomado una serie de decisiones equivocadas. Decisiones que yo no soy nadie para criticar. Fue ese tal Claudio quien decidió hacer público lo que era un encuentro privado. Fue él quien te amenazó con ir a la prensa.


—Yo… él no estaba allí para soportar las recriminaciones de mi padre.


—Y fuiste tú la que tuvo que cambiar.


—Y cambié realmente, Pedro. Te lo aseguro.


—¿De qué huías?


—¿Qué quieres decir?


—Toda la gente que he conocido que abusaba del alcohol o de las juergas hasta que terminaba perdiendo la consciencia, y he conocido a muchos dado el lugar donde me crie, pretendía huir de algo, por alguna razón. ¿Cuál era la tuya?


—Yo no… —parpadeó rápidamente y desvió la mirada—. Yo no tenía que preocuparme tanto por ser lo suficientemente buena… cuando hacía todo aquello. Me sentía… feliz.


—¿Y desde que dejaste de hacerlo?


—Hasta hace poco, pensaba que me sentía bien. Los sentimientos no importaban.


—¿Así que cambiaste una forma de negar tus sentimientos por otra? ¿La nueva solución era negarlos?


—Perdona que te lo diga, Pedro, pero eso es algo de lo que tú no puedes saber nada.


—¿De veras?


—Sí. No pretendo ser cruel, pero… ¿quién podía tener alguna expectativa sobre ti? Cuando descubrí quién eras, supe que me habías utilizado porque tu nombre ya era sinónimo de un legendario canalla. Ya habías intentado destruir a Alejo con aquellas acusaciones de fraude fiscal.


Pedro esbozó una media sonrisa.


—Y las probabilidades de que fueran ciertas eran extremadamente altas. Así se ha demostrado con muchas grandes corporaciones.


—Yo dudo que Alejo haga esas cosas.


De repente, Paula se sintió todavía más desnuda que unos momentos atrás. Se abrazó, estremecida. Podía ponerse la ropa, pero tenía la impresión de que no por ello lograría entrar en calor. Porque Pedro ya la conocía. Conocía lo peor de ella.


Y lo que ella sabía de él… sabía que tenía una opinión pésima de Alejo. Y sabía lo de las pizzas. Pero no lo conocía verdaderamente.


—Háblame de ti —le pidió—. ¿De qué te avergüenzas tú?


—Yo no me avergüenzo de nada —desvió la vista. Cuando volvió a mirarla, tenía una expresión feroz—. He visto demasiadas cosas, he hecho demasiadas cosas. Y no me arrepiento de ninguna. Porque todas ellas han hecho de mí quien soy ahora.


—Eso es un tópico. Todos nos arrepentimos de algo. Yo me arrepiento de haberme metido en aquel coche con Claudio. De haber bebido tanto. De haber dejado que me grabara con su videocámara.


—Pero eso no cambia nada. ¿Para qué molestarse?


—Porque cambió algo. Me cambió a mí.


—Ya. ¿Y es por eso por lo que ahora eres una mujer tan feliz y equilibrada?


—No. He demostrado, una vez más, que cuando sigues tus sentimientos y tus hormonas y… otras cosas que no son lógicas, suceden cosas estúpidas.


—¿Es así como ves a nuestro bebé? ¿Como algo estúpido?


—Yo no he dicho eso.


—Has dicho que suceden cosas estúpidas.


—¿Quieres que te diga que tomé una magnífica decisión al acostarme contigo cuando estaba comprometida con otro hombre? No soy capaz de mentir en algo como eso.


—No, solo omites la verdad cuando te conviene.


—Cállate, Pedro.


—Acabas de pedirme que te cuente cosas de mí.


—Entonces hazlo. Pero no me ataques. No estoy de humor. ¿Acabo de confesarme a fondo contigo y encima tengo que soportar tus críticas?


Se hizo un tenso silencio.


—Lo siento. No me han impresionado tanto tus revelaciones porque solía ser testigo de interpretaciones en vivo de lo que tú hiciste en aquel vídeo… en los pasillos de la mansión Kouklakis. Cuando no era más que un niño —añadió con tono amargo—. ¿Quieres que te cuente las cosas de las que me avergüenzo? —le dio la espalda, con todos los músculos rígidos—. He visto a mi propia madre arrodillada delante de un hombre. La he visto llorar, suplicar y ofrecer sus servicios a cambio de la oportunidad de quedarse en aquella mansión —se volvió hacia ella—. La oportunidad de cuidarme. Porque me quería, me imaginaba yo. Pero no era verdad. Era por amor, sí, pero no a mí. Era porque amaba la heroína y al hombre que la poseía y se la suministraba. Bien, ¿quieres saber lo que es sentir verdadera vergüenza? Es descubrir que tu madre ama más las drogas y el sexo que a ti. Eso te quema por dentro, Paula, más de lo que puedes imaginarte.


Pedro


—No —la interrumpió, acercándose a ella—. No necesito tu compasión. Ya no soy aquel muchacho. No soy una víctima. Me escapé por un pelo… No escapé limpio de aquella prisión, pero escapé.


—¿Es por eso por lo que odias tanto a Alejo? ¿Porque él salió de allí intacto y le fue bien después?


—Por supuesto que esa es una de las razones por las que lo odio.


Porque Alejo era tan normal… mientras que a él lo habían destrozado. No llegó a pronunciar las palabras, pero Paula llegó a sentirlas.


—¿Qué sucedió cuando te marchaste?


Estiró una mano hacia ella y la tomó de la nuca para acercarla hacia sí.


—No quiero seguir hablando.


Pedro


La besó. Fue un beso duro, imperioso.


—No me tengas miedo, Paula —le dijo mientras deslizaba las manos por su cuerpo—. No te escondas de mí.


Pedro… —suplicó. Pero ¿qué era lo que le suplicaba? ¿La libertad? Que la liberara aunque solo fuera por un momento de la jaula en la que ella misma se había encerrado.


—Conmigo no hay vergüenza que valga —pronunció él contra sus labios—. Ninguna en absoluto.


Aquellas palabras dispararon un resorte oculto en su interior, una necesidad que se había estado negando durante demasiado tiempo. Desarraigada de la culpabilidad que se había enredado en su alma como una hiedra.


—Tú me deseas —añadió él mientras le besaba el cuello—. Dime que me deseas.


—No puedo…


—Dime lo que quieres —le dijo con voz firme mientras bajaba la cabeza y se apoderaba de un pezón con los labios.


—Acabamos de hacer esto hace como una media hora —ella jadeó.


—Ya lo sé. Y tú ya me deseas de nuevo. Porque eres una mujer apasionada, Paula, pienses lo que pienses. Porque tienes deseo. Mucho. Y eso es hermoso.


Sentía algo removiéndose en su pecho. Inspiró profundamente, intentando dominar la súbita, inesperada corriente de emoción. No tenía tiempo para aquello. No en ese momento. No cuando Pedro la estaba besando de aquella forma. No cuando él había agarrado el antiguo recuerdo que ella le había confesado y lo había vuelto del revés, cambiando lo que ella sentía al respecto. Cambiando lo que sentía sobre sí misma.


—Dime lo que quieres —gruñó él.


—A ti.


—Dime lo que te hago sentir —pronunció, alzando la cabeza y mordiéndole la piel del cuello para chupársela luego con fuerza, como para aliviar el dolor.


—Yo… yo te deseo, Pedro.


Deslizó una mano entre sus muslos y le frotó el clítoris con el pulgar al tiempo que introducía un dedo.


—Dímelo.


—Yo… —las palabras se le atascaron en la garganta. La vergüenza y la autodefensa le impedían hablar—. Pedro


—No puedes esconderte, agape. O me deseas o no me deseas. Pero tienes que decírmelo —introdujo un segundo dedo, acelerando la caricia.


—Yo… te quiero dentro.


Él sonrió, travieso.


—Ya estoy dentro.


—No es eso lo que quiero decir.


—Dilo entonces.


—No…


—¿Quieres mi pene? —vio que asentía, mordiéndose el labio inferior con fuerza—. Dímelo.


Se ruborizó, tanto de vergüenza como de excitación. ¿Por qué le costaba tanto ser sincera con él? ¿Con ella misma?


—Quiero tu pene dentro de mí —pronunció de golpe.


Él la tomó de la barbilla mientras la besaba con pasión. 


Luego retiró los dedos y la cargó en brazos para llevarla al dormitorio y depositarla en el centro de la cama. Tras despojarse de los calzoncillos, se tumbó a su lado. Le separó los muslos y agarrándose su gruesa erección, la acercó a su sexo.


Ella se arqueó, y soltó un grito cuando lo sintió dentro. 


Dilatándola. Se sentía tan excitada… algo increíble, teniendo en cuenta lo que acababa de suceder. Pero no podía saciarse de él. Había estado esperando aquello, lo había estado esperando a él, durante toda su vida.


De repente, la barrera que la separaba del mundo desapareció. Se olvidó de sentir vergüenza. En lugar de ello, se aferró a sus hombros, clavándole las uñas en la piel, y enredó las piernas en torno a sus caderas. Le mordió el cuello y gritó de placer, cabalgando aquella ola de éxtasis. 


Pedro empujó con fuerza hasta que se quedó rígido. Un ronco grito escapó de su garganta cuando alcanzó su propio orgasmo, mientras se vertía en su interior.


Se quedó después inmóvil, temblorosa. Sintiéndose vulnerable, expuesta. Y empezó a retirarse con la mayor rapidez posible. Esforzándose por reconstruir sus defensas. 


Pero él ya la estaba abrazando, besándole el cuello, el hombro, la curva de un seno. Retirarse del todo era imposible. Porque él la mantenía cautiva.


—No puedes desear hacerlo de nuevo —le dijo—. Estoy completamente agotada.


Físicamente, habría podido repetir. Ya lo deseaba, de hecho. Pero emocionalmente no tenía la fuerza necesaria. 


Porque él le había hecho algo, algo más que liberar aquella salvaje parte de sí misma. No se trataba simplemente de sexo. Sentía el alma desnuda, y no podía continuar. Lo miró. 


Era tan hermoso… Un hombre capaz de tentar a la más casta de las mujeres. Y ella nunca había sido casta. Solo había estado fingiendo.


Y aquel hombre era el padre de su hijo. Se le encogió el estómago. Oh, Dios, el bebé… Se estremeció, con un sollozo subiéndole por la garganta. Pero seguía sin llorar.


—¿Qué pasa? —le preguntó él.


—No sé. Yo… estaba pensando en el bebé.


Pedro, que la estaba abrazando por detrás, se quedó quieto. Bajó la mano de su seno hasta su vientre.


—¿Cómo te sientes?


«Asustada», respondió mentalmente.


—Bien. Es solo que… es una gran responsabilidad.


—Naturalmente. ¿Y cuáles son tus planes? Si no quieres casarte, ¿qué vamos a hacer?


—No quiero hablar de esto ahora.


—Entonces, ¿cuándo, Paula? Estás embarazada. Continúas acostándote conmigo. El matrimonio es…


—Entonces, ¿se trata de eso?


—¿De qué?


—Estás intentando seducirme… ¿solo para que me case contigo?


—El matrimonio —le dijo Pedro, apartándose de ella y levantándose de la cama— es la mejor oportunidad de que nuestro hijo tenga una vida normal.


—¡Como si nosotros fuéramos normales! ¿Es que quieres demostrarle algo a Alejo?


—¡Esto no tiene nada que ver con Alejo! Si fui a esa boda, fue por ti. Aunque hubieras estado comprometida con mi mejor amigo, habría ido a buscarte. Porque eres mía. Es así de sencillo.


—¿Tuya? ¿Por qué?


—Porque vas a tener un hijo mío. Y porque te quiero.


—Quieres que sea lo que tú quieras. Que haga lo que tú quieras.


—Te pregunté por lo que querías tú —sonrió, irónico—. Y tú me respondiste que me querías a mí. Sí, cariño, me lo dijiste.


—¡Cállate, Pedro! ¡No puedo enfrentarme a todo esto ahora mismo! —gritó, explotando—. El bebé, tú…y mi familia. No puedo —saltó de la cama y se puso a buscar su ropa.


—En algún momento tendremos que hacerlo.


Volvía a tener aquella sensación. Como si la presión fuera demasiada. Como si se estuviera ahogando en sí misma.


—En este momento, no —miró a su alrededor y se acordó de que tenía la ropa en el salón—. ¡Diablos! —retiró el edredón de la cama y se envolvió en él—. ¡Y no voy a casarme contigo!


—Por ahora —Pedro clavó en ella sus ojos azules.


—¿Por qué pones tanto empeño? Tú mismo dijiste que tu experiencia familiar había sido horrible, así que… ¿por qué te importa tanto?


—Porque pienso compensarla con la que le daré a mi hijo. No puedo borrar lo que me sucedió a mí. Pero sí puedo asegurarme de que mi hijo, o mi hija, no pase por lo que yo pasé. De que sepa siempre quién es su padre y quién es su madre. De que sepa que ellos estarán a su lado. Si no es eso lo que tú quieres… quizá deberías entregarme la custodia del niño.


—No —ella se encogió solo de pensarlo—. Nunca te entregaré a mi bebé.


—Tú misma dijiste que no sabías qué hacer al respecto.


—Porque tengo miedo. ¡Porque sé que es una enorme responsabilidad! Porque no quiero… criar a un hijo que crezca como yo, y no sé cómo hacerlo. Ni siquiera sé quién soy yo, Pedro. ¿Cómo se supone que voy a educar a otro ser humano?


—Con mi ayuda —respondió él con voz ronca.


—No te ofendas, pero creo que la suma de dos vidas fallidas hacen un desastre —dio media vuelta y abandonó la habitación. Le dolía el pecho, le dolía todo el cuerpo.


No sabía cómo iba a arreglar aquello. No sabía lo que quería.





sábado, 14 de febrero de 2015

UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 14




A Paula se le erizó el vello de los brazos al contacto de la fresca brisa marina. Aldana y ella acababan de cerrar la tienda después de evaluar los daños. Su amiga se había retirado ya a su apartamento, con su novio.


Ella se había quedado en la puerta de la tienda, contemplando el muelle con los barcos atracados y el horizonte azul al fondo. Inspiró profundamente mientras experimentaba una extraña sensación de cosquilleo que le nacía en el cuello y terminaba en la punta de los dedos. No era miedo. Pero era algo urgente que no podía ignorar.


Hasta que de pronto lo entendió. Pedro caminaba hacia ella, con las manos en los bolsillos. Relajado, vestido con una camisa azul claro de cuello abierto y unos tejanos oscuros.


—Me alegro de no verte enterrada bajo una nube de fotógrafos.


—Y yo. Suerte que es temporada baja.


Fue un momento extraño, parecido al que se había producido un mes atrás, en Grecia. La atracción era la misma. Tanto si le gustaba como si no, tanto con anillo de compromiso como sin él, estaba presente. Con o sin complot para seducirla y vengarse de Alejo. Con o sin bebé.


Sabía que él también la sentía. Podía verlo en sus ojos azules de mirada traviesa. Estaba pensando en sexo, en pecado y en todas las cosas maravillosas que habían hecho juntos. Por alguna razón, tenía con aquel hombre una conexión que no lograba explicarse y que no deseaba en absoluto. ¿Por qué no podía ser sencillamente el canalla que la había seducido, la simple causa de su embarazo? 


Pero había más.


—¿Cenamos? —propuso él. La pregunta era otro eco del pasado.


—Sí —sintió su mirada acariciando sus labios y su cuerpo reaccionó de inmediato.


Él le tendió la mano, pero ella no la aceptó. Porque sabía que, de hacerlo, se hundiría de verdad.


—¿Dónde vamos a cenar? —le preguntó.


—Detestaría desperdiciar la terraza que tenemos en el hotel. Había pensado en cenar en la suite. De hecho, la cena ya nos está esperando. Y yo beberé zumo de uva, al igual que tú.


—Vaya… es todo un detalle por tu parte.


—Pareces sorprendida.


—Lo estoy —empezó a caminar a su lado, agudamente consciente del esfuerzo que ambos hacían por no tocarse, pese a lo cerca que estaban.


Se suponía que su caparazón debía protegerla. Todos aquellos años reprimiéndose, evitando que surgiera la pasión, aprendiendo a ocultar cada sentimiento, cada deseo y cada necesidad bajo un impenetrable muro de acero. Todo aquello debería haberla ayudado, preservado. Pero no era así. Once años de autocontrol parecían haberse evaporado de golpe.


Entraron en el hotel en medio de un absoluto silencio y subieron en el ascensor hasta la suite. Las dobles puertas de la terraza estaban abiertas, de manera que la luz rosada del crepúsculo bañaba el salón. En la terraza, sobre la mesa puesta para dos, una botella de hasta el último detalle.


—Muy romántico —comentó ella en tono seco.


—Ah. ¿Te lo parece? —miró a su alrededor como si el pensamiento le sorprendiera—. Yo solo pedí que nos subieran una cena para dos y que no nos molestaran. Por una cuestión de intimidad, ya que hablaremos de temas personales y tú eres una figura pública. Te aseguro que lo del romanticismo no se me pasó en ningún momento por la cabeza.


—Naturalmente que no. Ahora que lo pienso, tú no eres nada romántico, ¿verdad?


—Nunca he tenido mucha práctica en eso. Pero me gustaría pensar que lo fui de alguna manera la noche que pasamos juntos.


—Me sedujiste. Eso fue algo completamente diferente. Yo no estaba buscando romanticismo.


—Entonces, ¿estabas buscando sexo?


—No —respondió ella—. Pero creo que fue por eso por lo que funcionó —se sentó y sacó la botella del cubo, mirando el corcho con expresión desconfiada—. Tiene un corcho.


—Sí.


—Estas cosas me aterran. Ábrela tú —le entregó la botella a Pedro , que enseguida hizo saltar el tapón—. ¡Ay! —esbozó una mueca al oír el sonido—. Siempre me imagino que me da en un ojo.


—Una posibilidad improbable —él se rio—. Pero nunca está de más ser prudente.


—Ese ha sido ciertamente el lema de mi vida.


Pedro  enarcó una ceja mientras le servía el efervescente líquido.


—Lo ha sido durante mucho tiempo —añadió ella—. Porque… al final acabas por pasarlo mal cuando sales demasiado.


—Bueno, yo no salgo casi.


—¿Nunca sales con nadie?


—No. Solo tengo aventuras de una noche. A veces mujeres con las que salgo un par de fines de semana. Nada más.


Extrañamente, no la molestó escuchar aquello. Se habría molestado mucho si se hubiese enterado de que había amado a una mujer, o a varias. Y no tenía ganas de analizar el porqué.


—Eso me parece inteligente —comentó—. En cierto aspecto, quiero decir. A mí seguro que no me funcionaría, porque el tipo con quien saliera enseguida acudiría a la prensa.


—Eso debe de ser muy engorroso. A mí me gusta estar alejado de los focos.


—Si llegan a verte conmigo… quiero decir que, cuando la prensa descubra lo nuestro… la situación cambiará. Eres consciente de ello, ¿verdad? Perderás tu intimidad.


—Lo soportaré —Pedro  alzó la tapa de la bandeja y descubrió una fuente de pescado.


Un pescado entero. El pescado no le desagradaba, pero después de haber pasado tanto tiempo en Grecia y luego en la isla, temía que fueran a salirle escamas.


—Me encanta el mar, por supuesto —dijo—. Pero, para ser sincera, sus habitantes no me entusiasman —señaló el pescado con la cabeza—. ¡Aj! Tiene cabeza y ojos.


Pedro se echó a reír mientras hacía la fuente a un lado.


—Ahora vengo.


Abandonó la terraza y Paula no pudo evitar fijarse en su trasero. Bajó enseguida la mirada a su copa y no se dio cuenta de que había vuelto hasta que le oyó decir:
—He pedido que nos suban una pizza.


—¿Una pizza? —ella se echó a reír.


—Me han prometido que estará aquí en diez minutos.


—Dime que no llevará anchoas, porque entonces no habremos resuelto ninguno de mis problemas.


—Nada de anchoas. Te lo prometo. La he pedido de piña.


—¡Me encanta!


—Y a mí.


Una extraña sensación de calma se instaló entre ellos, aún más inquietante que la tensión anterior. Aquello no tenía nada que ver con lo ocurrido hacía un mes. Tenía un punto de domesticidad que la afectaba muy en el fondo.


—Al diablo el romanticismo —comentó ella, riéndose.


Pedro  se encogió de hombros.


—Así está mejor. Es real, al menos.


—Cierto —abrió la caja que acababan de llevar y tomó un trozo de pizza—. Dime una cosa. ¿Comes pizza muy a menudo?


—¿Quieres que te cuente un secreto?


—Sí.


Se inclinó hacia ella, mirándola intensamente.


—Después de abandonar el… la mansión, no tenía dinero alguno. Así que dormía donde podía y comía lo que podía. Y pese a todo seguía sintiéndome bien por dentro, porque no formaba ya parte de aquel horrible lugar.


—Lo entiendo.


—Pero una vez que empecé a ganar dinero, y me hice con un apartamento… no me apetecía comer langosta o filete mignon. Ya había tenido todo eso, viviendo en aquella casa. Los yonquis vomitaban en los pasillos, la gente tenía sexo en público, pero luego nos sentábamos a cenar formalmente como si fuéramos una familia de locos, en plan lujoso. En mi vida había encargado una pizza. Así que, después de aquello, estuve encargando una casi cada noche durante… mucho tiempo.


Bajó la mirada a su trozo de pizza. Era extraño; a veces parecía tan joven… y otras veces parecía como si tuviera mil años.


—¿De qué la pediste aquella primera vez?


—¿La pizza?


—Sí. Seguro que lo recuerdas.


—De pepperoni —sonrió—. Con aceitunas negras. Al estilo de Nueva York. Por supuesto, en aquellos días soñaba con viajar a Nueva York. Ahora vivo allí.


—Yo pasé buena parte de mi infancia en Nueva York —le explicó ella—. Y la mayor parte de mi vida adulta. Tuve la suerte de viajar desde bien pequeña.


—Yo apenas puse un pie fuera de la mansión Kouklakis hasta que tuve catorce años.


—¿Qué?


—No había… ningún otro sitio a donde ir. Y no querían que habláramos con nadie. Que nadie nos preguntara. No éramos muchos niños. Teníamos que tener cuidado y pasar desapercibidos ante la gente que podía querer… usarnos, gente que acudía a fiestas y esas cosas. Y debíamos tener cuidado también con lo que decíamos. Unas palabras de más podían poner a la policía en la pista de Nicolas y eso habría sido imperdonable. La muerte segura.


—¿Habrían sido capaces de matar a… niños?


—Ellos nunca se habrían ensuciado las manos, pero sí que habrían contratado a alguien para que lo hiciera —tomó otro trozo de pizza—. Me libré de todo aquello. Y ahora estoy comiendo pizza. Eso es un final feliz, ¿no?


—¿Tú crees?


—¿Qué quieres decir?


—Que todavía no ha terminado —respondió ella—. Ahora mismo estamos sentados comiendo pizza, sí. Pero no va a producirse ningún fundido en negro. La historia continúa.


—Cierto.


—Se abren muchos caminos posibles. Y me temo que ninguno de ellos es tremendamente feliz.


Pedro  soltó un gruñido de frustración.


—Quizá porque estás buscando algo que yo no puedo darte. Podrías ser feliz si solo…


—¿Si solo qué?


—Te comprometieras. Estabas dispuesta a hacerlo por Alejo, y eso que no lo deseabas. No estabas embarazada de él. Bueno, ahora vas a tener un hijo conmigo y además me deseas, así que no veo razón alguna por la que no quieras casarte conmigo en lugar de con él. ¿Qué es lo que ha cambiado?


—Creo que yo he cambiado —Paula bajó la mirada—. Quizá ahora tenga menos miedo de lo que podría sucederme si me esforzara realmente en encontrar la felicidad.


—Yo creo que podría hacerte feliz. En la cama.


Paula soltó una tosecilla nerviosa.


—De eso se trata, precisamente.


—Yo te deseo, Paula. Te deseo desde la primera vez que te vi. Y no es que te esté mintiendo para retenerte aquí. Te estoy diciendo la verdad. Sé que esto no quiere decir nada para ti, pero desde el momento en que te vi, me olvidé de Alejo y de cualquier sentimiento de venganza. Porque solo podía pensar en tenerte desnuda, en hacer el amor contigo. Quizá no sea muy romántico, pero te juro que solo me importabas tú.


El corazón de Paula latía acelerado, atronándole los oídos. 


En un impulso, se inclinó hacia delante, lo agarró del cuello de la camisa y lo besó en la boca. No sabía lo que estaba haciendo ni por qué. Solo sabía que no podía detenerse. 


Sus palabras resonaban en sus oídos: «Solo me importabas tú».


Él la tomó de la nuca y profundizó el beso, acariciándole la lengua con la suya. Una oleada de deseo la barrió por dentro. Se dijo que no debería estar besándolo. Que no debería complicar todavía más su situación cediendo a la química que existía entre ellos.


Pero él le había dicho que la deseaba. Y todo en su persona había reaccionado a eso. Había luchado por liberarse, por romper los límites que se había autoimpuesto. Quería ofrecerle su pasión. Quería otra oportunidad de sentir algo. 


Era como emerger por fin a la superficie y llenarse los pulmones de aire.


Pedro rodeó la mesa, volvió a atraerla hacia sí y la besó con pasión. Ella le echó los brazos al cuello. Abrazándola con fuerza, la acorraló contra la pared de piedra de la terraza.


—Te necesito, Paula—murmuró mientras le besaba las mejillas, el cuello, la clavícula—. Dios, ¿cómo he podido sobrevivir durante todo este tiempo sin tocarte?