sábado, 14 de febrero de 2015

UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 14




A Paula se le erizó el vello de los brazos al contacto de la fresca brisa marina. Aldana y ella acababan de cerrar la tienda después de evaluar los daños. Su amiga se había retirado ya a su apartamento, con su novio.


Ella se había quedado en la puerta de la tienda, contemplando el muelle con los barcos atracados y el horizonte azul al fondo. Inspiró profundamente mientras experimentaba una extraña sensación de cosquilleo que le nacía en el cuello y terminaba en la punta de los dedos. No era miedo. Pero era algo urgente que no podía ignorar.


Hasta que de pronto lo entendió. Pedro caminaba hacia ella, con las manos en los bolsillos. Relajado, vestido con una camisa azul claro de cuello abierto y unos tejanos oscuros.


—Me alegro de no verte enterrada bajo una nube de fotógrafos.


—Y yo. Suerte que es temporada baja.


Fue un momento extraño, parecido al que se había producido un mes atrás, en Grecia. La atracción era la misma. Tanto si le gustaba como si no, tanto con anillo de compromiso como sin él, estaba presente. Con o sin complot para seducirla y vengarse de Alejo. Con o sin bebé.


Sabía que él también la sentía. Podía verlo en sus ojos azules de mirada traviesa. Estaba pensando en sexo, en pecado y en todas las cosas maravillosas que habían hecho juntos. Por alguna razón, tenía con aquel hombre una conexión que no lograba explicarse y que no deseaba en absoluto. ¿Por qué no podía ser sencillamente el canalla que la había seducido, la simple causa de su embarazo? 


Pero había más.


—¿Cenamos? —propuso él. La pregunta era otro eco del pasado.


—Sí —sintió su mirada acariciando sus labios y su cuerpo reaccionó de inmediato.


Él le tendió la mano, pero ella no la aceptó. Porque sabía que, de hacerlo, se hundiría de verdad.


—¿Dónde vamos a cenar? —le preguntó.


—Detestaría desperdiciar la terraza que tenemos en el hotel. Había pensado en cenar en la suite. De hecho, la cena ya nos está esperando. Y yo beberé zumo de uva, al igual que tú.


—Vaya… es todo un detalle por tu parte.


—Pareces sorprendida.


—Lo estoy —empezó a caminar a su lado, agudamente consciente del esfuerzo que ambos hacían por no tocarse, pese a lo cerca que estaban.


Se suponía que su caparazón debía protegerla. Todos aquellos años reprimiéndose, evitando que surgiera la pasión, aprendiendo a ocultar cada sentimiento, cada deseo y cada necesidad bajo un impenetrable muro de acero. Todo aquello debería haberla ayudado, preservado. Pero no era así. Once años de autocontrol parecían haberse evaporado de golpe.


Entraron en el hotel en medio de un absoluto silencio y subieron en el ascensor hasta la suite. Las dobles puertas de la terraza estaban abiertas, de manera que la luz rosada del crepúsculo bañaba el salón. En la terraza, sobre la mesa puesta para dos, una botella de hasta el último detalle.


—Muy romántico —comentó ella en tono seco.


—Ah. ¿Te lo parece? —miró a su alrededor como si el pensamiento le sorprendiera—. Yo solo pedí que nos subieran una cena para dos y que no nos molestaran. Por una cuestión de intimidad, ya que hablaremos de temas personales y tú eres una figura pública. Te aseguro que lo del romanticismo no se me pasó en ningún momento por la cabeza.


—Naturalmente que no. Ahora que lo pienso, tú no eres nada romántico, ¿verdad?


—Nunca he tenido mucha práctica en eso. Pero me gustaría pensar que lo fui de alguna manera la noche que pasamos juntos.


—Me sedujiste. Eso fue algo completamente diferente. Yo no estaba buscando romanticismo.


—Entonces, ¿estabas buscando sexo?


—No —respondió ella—. Pero creo que fue por eso por lo que funcionó —se sentó y sacó la botella del cubo, mirando el corcho con expresión desconfiada—. Tiene un corcho.


—Sí.


—Estas cosas me aterran. Ábrela tú —le entregó la botella a Pedro , que enseguida hizo saltar el tapón—. ¡Ay! —esbozó una mueca al oír el sonido—. Siempre me imagino que me da en un ojo.


—Una posibilidad improbable —él se rio—. Pero nunca está de más ser prudente.


—Ese ha sido ciertamente el lema de mi vida.


Pedro  enarcó una ceja mientras le servía el efervescente líquido.


—Lo ha sido durante mucho tiempo —añadió ella—. Porque… al final acabas por pasarlo mal cuando sales demasiado.


—Bueno, yo no salgo casi.


—¿Nunca sales con nadie?


—No. Solo tengo aventuras de una noche. A veces mujeres con las que salgo un par de fines de semana. Nada más.


Extrañamente, no la molestó escuchar aquello. Se habría molestado mucho si se hubiese enterado de que había amado a una mujer, o a varias. Y no tenía ganas de analizar el porqué.


—Eso me parece inteligente —comentó—. En cierto aspecto, quiero decir. A mí seguro que no me funcionaría, porque el tipo con quien saliera enseguida acudiría a la prensa.


—Eso debe de ser muy engorroso. A mí me gusta estar alejado de los focos.


—Si llegan a verte conmigo… quiero decir que, cuando la prensa descubra lo nuestro… la situación cambiará. Eres consciente de ello, ¿verdad? Perderás tu intimidad.


—Lo soportaré —Pedro  alzó la tapa de la bandeja y descubrió una fuente de pescado.


Un pescado entero. El pescado no le desagradaba, pero después de haber pasado tanto tiempo en Grecia y luego en la isla, temía que fueran a salirle escamas.


—Me encanta el mar, por supuesto —dijo—. Pero, para ser sincera, sus habitantes no me entusiasman —señaló el pescado con la cabeza—. ¡Aj! Tiene cabeza y ojos.


Pedro se echó a reír mientras hacía la fuente a un lado.


—Ahora vengo.


Abandonó la terraza y Paula no pudo evitar fijarse en su trasero. Bajó enseguida la mirada a su copa y no se dio cuenta de que había vuelto hasta que le oyó decir:
—He pedido que nos suban una pizza.


—¿Una pizza? —ella se echó a reír.


—Me han prometido que estará aquí en diez minutos.


—Dime que no llevará anchoas, porque entonces no habremos resuelto ninguno de mis problemas.


—Nada de anchoas. Te lo prometo. La he pedido de piña.


—¡Me encanta!


—Y a mí.


Una extraña sensación de calma se instaló entre ellos, aún más inquietante que la tensión anterior. Aquello no tenía nada que ver con lo ocurrido hacía un mes. Tenía un punto de domesticidad que la afectaba muy en el fondo.


—Al diablo el romanticismo —comentó ella, riéndose.


Pedro  se encogió de hombros.


—Así está mejor. Es real, al menos.


—Cierto —abrió la caja que acababan de llevar y tomó un trozo de pizza—. Dime una cosa. ¿Comes pizza muy a menudo?


—¿Quieres que te cuente un secreto?


—Sí.


Se inclinó hacia ella, mirándola intensamente.


—Después de abandonar el… la mansión, no tenía dinero alguno. Así que dormía donde podía y comía lo que podía. Y pese a todo seguía sintiéndome bien por dentro, porque no formaba ya parte de aquel horrible lugar.


—Lo entiendo.


—Pero una vez que empecé a ganar dinero, y me hice con un apartamento… no me apetecía comer langosta o filete mignon. Ya había tenido todo eso, viviendo en aquella casa. Los yonquis vomitaban en los pasillos, la gente tenía sexo en público, pero luego nos sentábamos a cenar formalmente como si fuéramos una familia de locos, en plan lujoso. En mi vida había encargado una pizza. Así que, después de aquello, estuve encargando una casi cada noche durante… mucho tiempo.


Bajó la mirada a su trozo de pizza. Era extraño; a veces parecía tan joven… y otras veces parecía como si tuviera mil años.


—¿De qué la pediste aquella primera vez?


—¿La pizza?


—Sí. Seguro que lo recuerdas.


—De pepperoni —sonrió—. Con aceitunas negras. Al estilo de Nueva York. Por supuesto, en aquellos días soñaba con viajar a Nueva York. Ahora vivo allí.


—Yo pasé buena parte de mi infancia en Nueva York —le explicó ella—. Y la mayor parte de mi vida adulta. Tuve la suerte de viajar desde bien pequeña.


—Yo apenas puse un pie fuera de la mansión Kouklakis hasta que tuve catorce años.


—¿Qué?


—No había… ningún otro sitio a donde ir. Y no querían que habláramos con nadie. Que nadie nos preguntara. No éramos muchos niños. Teníamos que tener cuidado y pasar desapercibidos ante la gente que podía querer… usarnos, gente que acudía a fiestas y esas cosas. Y debíamos tener cuidado también con lo que decíamos. Unas palabras de más podían poner a la policía en la pista de Nicolas y eso habría sido imperdonable. La muerte segura.


—¿Habrían sido capaces de matar a… niños?


—Ellos nunca se habrían ensuciado las manos, pero sí que habrían contratado a alguien para que lo hiciera —tomó otro trozo de pizza—. Me libré de todo aquello. Y ahora estoy comiendo pizza. Eso es un final feliz, ¿no?


—¿Tú crees?


—¿Qué quieres decir?


—Que todavía no ha terminado —respondió ella—. Ahora mismo estamos sentados comiendo pizza, sí. Pero no va a producirse ningún fundido en negro. La historia continúa.


—Cierto.


—Se abren muchos caminos posibles. Y me temo que ninguno de ellos es tremendamente feliz.


Pedro  soltó un gruñido de frustración.


—Quizá porque estás buscando algo que yo no puedo darte. Podrías ser feliz si solo…


—¿Si solo qué?


—Te comprometieras. Estabas dispuesta a hacerlo por Alejo, y eso que no lo deseabas. No estabas embarazada de él. Bueno, ahora vas a tener un hijo conmigo y además me deseas, así que no veo razón alguna por la que no quieras casarte conmigo en lugar de con él. ¿Qué es lo que ha cambiado?


—Creo que yo he cambiado —Paula bajó la mirada—. Quizá ahora tenga menos miedo de lo que podría sucederme si me esforzara realmente en encontrar la felicidad.


—Yo creo que podría hacerte feliz. En la cama.


Paula soltó una tosecilla nerviosa.


—De eso se trata, precisamente.


—Yo te deseo, Paula. Te deseo desde la primera vez que te vi. Y no es que te esté mintiendo para retenerte aquí. Te estoy diciendo la verdad. Sé que esto no quiere decir nada para ti, pero desde el momento en que te vi, me olvidé de Alejo y de cualquier sentimiento de venganza. Porque solo podía pensar en tenerte desnuda, en hacer el amor contigo. Quizá no sea muy romántico, pero te juro que solo me importabas tú.


El corazón de Paula latía acelerado, atronándole los oídos. 


En un impulso, se inclinó hacia delante, lo agarró del cuello de la camisa y lo besó en la boca. No sabía lo que estaba haciendo ni por qué. Solo sabía que no podía detenerse. 


Sus palabras resonaban en sus oídos: «Solo me importabas tú».


Él la tomó de la nuca y profundizó el beso, acariciándole la lengua con la suya. Una oleada de deseo la barrió por dentro. Se dijo que no debería estar besándolo. Que no debería complicar todavía más su situación cediendo a la química que existía entre ellos.


Pero él le había dicho que la deseaba. Y todo en su persona había reaccionado a eso. Había luchado por liberarse, por romper los límites que se había autoimpuesto. Quería ofrecerle su pasión. Quería otra oportunidad de sentir algo. 


Era como emerger por fin a la superficie y llenarse los pulmones de aire.


Pedro rodeó la mesa, volvió a atraerla hacia sí y la besó con pasión. Ella le echó los brazos al cuello. Abrazándola con fuerza, la acorraló contra la pared de piedra de la terraza.


—Te necesito, Paula—murmuró mientras le besaba las mejillas, el cuello, la clavícula—. Dios, ¿cómo he podido sobrevivir durante todo este tiempo sin tocarte?





2 comentarios: