El cielo a finales de verano sobre Lenape Bay estaba teñido con sombras púrpuras, rosas y azules. Paula Wallace alzó su rostro para observar los últimos rayos del sol, mientras bajaba a toda velocidad por la carretera de las dunas en su descapotable rojo.
El cansancio de un largo viaje se dejaba sentir. Hacía una semana que había salido para la convención de alcaldes del estado y le parecía una eternidad. El trabajo había sido agotador, las reuniones interminables. El primero de septiembre representaba el fin oficial de la temporada de verano en las urbanizaciones de la bahía, el día en que «los pichones» se iban y los lugareños retomaban el negocio menos caótico de vivir.
A Paula le encantaba el comienzo del otoño en la bahía. La época en que la playa quedaba desierta y su ático libre de los inquilinos que a regañadientes permitía que lo ocuparan durante la temporada alta como un suplemento para sus ingresos. Era aquella temporada sin nombre que había entre los días cada vez más cortos del verano y los vientos del norte de últimos de octubre.
Sólo podía lamentarse por el tiempo perdido. Participar en la convención era importante, incluso vital, si Lenape o cualquiera de las demás ciudades de la bahía querían sobrevivir otro año.
Suspiró. Los problemas parecían insuperables. Los cinco pueblos de su área sufrían los efectos depresivos de la recesión económica. Aunque los balances de aquella última temporada arrojaban un resultado ligeramente superior a la anterior, sólo permitían albergar un optimismo cauto de que podía vislumbrarse el final del túnel. La gente aún recordaba el problema de la contaminación de las costas hacía pocos años. La prensa les había vapuleado y los turistas habían desaparecido. Paula sabía que, al más mínimo rumor de cualquier imperfección, aparecerían los buitres sobre la costa, relamiéndose los labios en anticipación al festín inminente.
No podía permitir que sucediera. Lenape Bay era su hogar. Había nacido y crecido allí. Allí había pasado la mayor parte de sus treinta y tres años, descontando los de la universidad y su breve tentativa de matrimonio. Después de su divorcio, cinco años atrás, había regresado. A su exmarido, Andres, nunca le había gustado la vida en una ciudad pequeña y ella odiaba vivir en Boston. Siempre había habido una manzana de la discordia entre ellos, un árbol entero, ahora que lo pensaba. Volver a casa le había brindado la oportunidad de redefinirse en un marco seguro y confortable.
Maestra de profesión, los dos primeros años había desempeñado el cargo de vicedirectora de la escuela elemental. Había sido un tiempo de transición en su vida, donde los viejos sueños se habían dormido mientras los nuevos tomaban el relevo.
Lenape Bay también se había visto obligada a cambiar con la muerte repentina del Mayor Horacio Leach, una verdadera institución en la ciudad durante cuarenta años. Algunos miembros del ayuntamiento se habían puesto en contacto con ella para que aceptara el puesto de alcaldesa con el argumento de que necesitaban una persona más activa e implicada de lo que había sido el viejo Horacio. Querían sangre nueva, ideas nuevas que revitalizaran el pueblo.
Aunque la oferta le atraía, al principio se mostró reacia a comprometerse. Hasta que su padre, Claudio Chaves, contribuyó con su granito de arena. Con su jactancia habitual, la había convencido de que se arriesgara.
—Acepta el reto —le había dicho.
Ella lo había aceptado. Ningún otro de su comité de elección se había mostrado más trabajador ni le había servido de más apoyo. Y nadie se había sentido más orgulloso cuando ella había hecho el juramento de la alcaldía.
Poco después de su elección, hacía tres años, Claudio había sufrido un ataque cardíaco fatal. Paula se apartó de los ojos un mechón de cabello mientras lo recordaba. No cabía duda de que su padre siempre había sido la fuerza a tener en cuenta en Lenape Bay. Había sido una personalidad formidable en el completo sentido de la palabra, habiendo fundado el Banco Central Chaves cuando sólo contaba con treinta años. Nadie cuestionaba que había sido él quien había sacado al pueblo de su modorra provinciana para convertirlo en un centro turístico de importancia.
Paula todavía se acordaba de los paseos junto a él por Main Street cuando era niña. La gente prácticamente hacía reverencias y caía de rodillas a su paso. Claudio tenía un aura a su alrededor que exigía respeto y no aceptaba nada que no fuera la excelencia y una obediencia ciega.
Nadie podía saberlo mejor que Paula y su hermano Pablo. Claudio gobernaba su familia de la misma manera en que gobernaba el banco, con una total dedicación. Los únicos recuerdos que Paula tenía de su madre eran los cuadros que adornaban las paredes de su caserón de la bahía. Claudio había suplido con creces cualquier falta de afecto materno que ella hubiera podido sentir. Paula lo había querido tiernamente y lo seguía echando de menos, aunque había tenido que hacerse adulta para reconocer que, a veces, su obsesión por controlarlo todo llegaba a ser sofocante.
Pero había momentos, sobre todo en los últimos tiempos, en que deseaba que todavía estuviera vivo. Claudio habría sabido cómo arreglar los asuntos de la ciudad. Habría sabido cómo ponerse al mando y dar vuelta a aquella marea de tristeza que parecía romper sobre toda la gente. Quería mucho a su hermano, pero hacía tiempo que había admitido que no había heredado la perspicacia de su padre para los negocios. Desde su muerte, Pablo se las había arreglado para deshacer la mayor parte de lo que a su padre le había costado toda la vida levantar.
En justicia, Paula no podía culpar por entero a Pablo. Era obvio que Claudio no había escogido el momento para morirse. Había dejado una madeja enredada de asuntos bancarios y negocios personales que, entre los dos hermanos, sólo empezaban a desentrañar ahora. Suspiró. Parecía que la ciudad y la familia Chaves necesitaban de un milagro urgente.