lunes, 13 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 21






Paula tenía la respiración entrecortada. Pedro la besaba lentamente mientras le acariciaba lentamente la piel desnuda.


—¿Por qué haces esto? —susurró ella—. Hice lo que querías. ¿Por qué estás tan enfadado? ¿Por qué te sentiste tan posesivo hacia mí cuando bailé con tu amigo tal y como tú querías?


—Ver cómo todos esos hombres se morían también de deseo por ti no fue nunca lo que yo quería.


—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué me estás haciendo esto? ¿Por qué me besas un instante para castigarme al siguiente? ¿Acaso me haces daño porque me odias?


Pedro se detuvo. La miró y ella vio que el fuego que había en sus ojos se había convertido en anhelo. En confusión. En dolor.


Sin dejar de mirarla, él se quitó la chaqueta negra que llevaba puesta y, sin decir palabra, se la puso encima del minúsculo vestido. Entonces, agarró las solapas y tiró de ella. A continuación, bajó la cabeza y descansó la frente sobre la de Paula.


—Lo siento…


Entonces, la sacó suavemente del callejón hasta llegar al Bentley, que los estaba esperando. Sin explicación alguna, Pedro le abrió la puerta y la ayudó a entrar. No le habló en el coche. Ni siquiera la miró.


Sin embargo, no le soltó la mano hasta que llegaron a su apartamento.


Cuando el coche se detuvo frente a la puerta, la ayudó a salir y volvió a agarrarle la mano sin soltársela.


Ella lo miraba asombrada, incapaz de apartar la mirada de aquel hermoso rostro. Ya en la puerta del ático, Pedro la miró. En sus ojos se reflejaba el deseo.


—Debería haber hecho esto hace mucho tiempo.


La tomó en brazos. Abrió la puerta de una patada y la cerró del mismo modo.


Tras cruzar el ático, la colocó suavemente sobre el suelo. Sin dejar de mirarla, le quitó la chaqueta y la dejó caer al suelo. Entonces, Paula cerró los ojos cuando notó que él comenzaba a acariciarle suavemente el cuerpo.


—Eres mía, Paula —susurró.


Ella sintió cómo le recorría el cuerpo con sus grandes manos. Notó cómo los pulgares le rozaban los senos haciendo que los pezones se le irguieran contra la tela de un modo que resultaba casi doloroso. A continuación, él se los tomó en las manos con un gesto casi de reverencia. El cuerpo de Paula estaba tenso, acalorado. Se encontraba débil, casi mareada.


Abrió los ojos cuando sintió que él se arrodillaba frente a ella. Vio cómo él le acariciaba lentamente las piernas, desde las pantorrillas hasta la parte trasera de las rodillas. Sin dejar de masajearle la pierna, le quitó suavemente un zapato, luego el otro. Entonces, los arrojó contra el suelo.


La miraba lleno de pasión y deseo.


Lentamente, volvió a ponerse de pie. Sin dejar de mirarla, se quitó la corbata. Se desabrochó a continuación la camisa y la dejó caer al suelo.


Al ver el poderoso torso, tan musculoso y cubierto de un oscuro vello, Paula contuvo el aliento.


De repente, se quedó completamente desnudo ante ella. Su piel aceitunada relucía bajo la luz de la luna que entraba por la ventana.


Cada centímetro de su piel exudaba un masculino poder. Paula bajó la mirada y vio lo mucho que él la deseaba. Tragó saliva, temerosa de su tamaño y de su fuerza.


Estaba embarazada de él, pero como no tenía ningún recuerdo, se sentía tan tímida como una virgen.


Murmurando suaves palabras en griego. Pedro la tomó entre sus brazos y la llevó al dormitorio, donde la depositó suavemente sobre la enorme cama. Allí, le quitó el vestido y las braguitas. De repente, Paula quedó completamente desnuda frente a él y sintió miedo. Sin embargo, antes de que pudiera apartarse, él se colocó encima de ella. Paula sintió la potente erección contra su cuerpo mientras él le besaba con suavidad el cuello y los lóbulos de las orejas.


—Ekho sizigho… Cariño mío…


Le agarró los senos, uniéndoselos, mientras le acariciaba los pezones con los pulgares hasta que se irguieron de un modo casi doloroso. Besó primero uno y luego el otro antes de deslizarse sobre ella para besarle el vientre. Con las manos comenzó a acariciarle las caderas, los muslos para centrarse poco después de nuevo en su boca.


Fue un beso duro, hambriento. La abrazó y la sujetó con fuerza contra su cuerpo. Paula contuvo el aliento al sentirlo entre las piernas y notar que él trataba de separarle los muslos.


Un murmullo de satisfacción masculina se le escapó a Pedro de los labios cuando movió su erección con la húmeda calidez de Paula. Ella se retorció debajo de él y su respiración comenzó a acelerársele. Sintió que se estaba convirtiendo en líquido deseo sólo para él. Si Pedro no…


Se deslizó dentro de ella con un único movimiento. Paula arqueó la espalda. 


Gritó cuando él la llenó por completo, sintiendo un placer tan profundo que bordeaba el dolor. 


Pedro por su parte, contuvo la respiración. Cerró los ojos y volvió a hundirse en ella. Se retiró y volvió a penetrarla. Entonces, comenzó a moverse rápida y lentamente dentro de ella. 


Cada penetración era más profunda y la enviaba cada vez más cerca del éxtasis. Más fuerte, más rápido, dolor y placer. Sólo cuatro veces.


Cuatro movimientos más, cada uno de ellos más profundo y más potente que el anterior.


Entonces, Paula explotó por completo.

domingo, 12 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 20




Pedro se acercó a la barandilla y miró hacia la parte inferior. En la discoteca, se iba a celebrar aquella noche la fiesta del vigésimo noveno cumpleaños de Agata. Era ya el tercer año en el que ella cumplía aquellos años. De repente, en la barra del bar.


Pedro vio a Luis Skinner, su rival.


Miró rápidamente a Paula y esperó a que ella viera al magnate estadounidense.


Sin embargo, ella lo estaba mirando a él con furia.


—¿Te estás divirtiendo? —le preguntó ella—. ¿Es ésta la razón de que te casaras conmigo? ¿Para lucirme como una mujer florero?


—Puedo hacer lo que quiera contigo —le espetó él.


La agarró por el brazo y la obligó a bajar las escaleras. Entonces, la dirigió directamente al lugar en el que se encontraba Luis Skinner. Allí, la miró fijamente, esperando ver en los ojos de Paula cómo ella reconocía a Skinner. El hombre al que era leal. El hombre a quien ella amaba.


El atractivo playboy norteamericano se dio la vuelta y contuvo la respiración al ver a Pedro. Miró a su alrededor con nerviosismo, como si estuviera buscando la salida.


—Alfonso, estamos en un lugar público. Ni se te ocurra…


—Tranquilo. He venido a divertirme.


—Entonces, ¿no hay rencor? —le preguntó Skinner, visiblemente más tranquilo—. Sólo le entregué ese documento a la prensa porque me parecía que estabas infringiendo la ley.


—Por supuesto, lo entiendo —replicó Pedro, sabiendo con toda seguridad que Skinner lo había hecho buscando su propio beneficio—. Tú no sabías si yo era culpable o no y nadie —añadió, mirando a Paula— debería permanecer impune a sus delitos.


Paula frunció el ceño y lo miró, como si estuviera tratando de comprender el significado de aquellas palabras. No parecía tener interés alguno en Luis Skinner.


¿Por qué no funcionaba? Skinner era el amor de su vida. Tenía que serlo. No podía haber otra razón por la que ella hubiera sido capaz de traicionarlo de aquella manera. ¿Por qué no reaccionaba de modo alguno al verlo?


Apretó la mandíbula y se volvió para dedicarle a su rival una dura sonrisa.


—Y precisamente para demostrarte que no hay rencor, Skinner, te he traído una pequeña ofrenda de paz.


Entonces, empujó a Paula hacia él. Ella se tambaleó y estuvo a punto de caerse.


Skinner abrió la boca y exclamó con incredulidad:
—¿Tu ofrenda de paz es Paula?


—Olvídalo, canalla —le espetó Paula, volviéndose para mirar de nuevo a Pedro—. Ni hablar. Ni siquiera bailaré con él.


—Claro que lo harás.


Ella contuvo el aliento y durante un instante. 


Pedro pensó que iba a abofetearlo.


Entonces, se irguió con elegante dignidad.


—Es una buena idea —dijo, con frialdad. Entonces, se volvió a sonreír a Skinner—. ¿Bailamos?


—Sí… Oh, sí…


Había tal deseo reflejado en los ojos de Skinner, que Pedro tuvo que apretar los puños. Observó cómo su rival en los negocios acompañaba a su esposa a la pista de baile. Cuando la música empezó, Pedro no pudo apartar la mirada.


Paula bailaba muy bien. Siempre lo había hecho. Cada movimiento de su cuerpo
provocaba que las lentejuelas del vestido parecieran moverse como las olas sobre su delicioso cuerpo. Sin tocar a Skinner, se movía lenta, sensualmente, delante de él mientras levantaba los brazos.


Luis Skinner, y casi todos los hombres que había sobre la pista de baile, la miraban completamente boquiabiertos mientras Paula, con los ojos cerrados, se contoneaba al ritmo de la música.


Pedro se sintió también como si le faltara el aire… o se estuviera muriendo de sed. Agarró un Martini de la bandeja de un camarero que se detuvo delante de él y se lo tomó de un trago sin dejar de mirar a su esposa. Todos los hombres la miraban con lujuria. De repente, él sintió un agudo dolor en la mano y miró hacia abajo. 


Entonces, vio que acababa de hacer añicos la copa de Martini que tenía en la mano.


—¡Me singkorite! —exclamó un camarero que se marchó precipitadamente a buscar una escoba.


—Oriste —dijo Agata, que apareció de repente a su lado con un paño.


Pedro lo tomó.


—Efkharisto.


—Estás perdiendo el tiempo con ella —susurró Agata—. Vas a salir herido.


—Te equivocas —dijo Pedro mientras se secaba la sangre de la mano. Los cortes no eran profundos—. Ella no puede hacerme daño.


Sin embargo, sabía que estaba mintiendo. Paula le había hecho mucho daño ya hacía tiempo.


Volvió a observar a Paula. El deseo que sentía hacia ella era más profundo que cualquier corte. Como los demás hombres de la discoteca, la deseaba profundamente.


El hecho de estar tan cerca de ella, de haberla tenido en su cama pero sin poder tocarla, lo estaba volviendo loco.


Había estado completamente seguro de que Paula recuperaría la memoria en aquella fiesta y volvería a convertirse en la cruel seductora que él recordaba. Y así había sido, pero no del modo que él había esperado.


Paula lo estaba provocando.


Sentía que el cuerpo se le iba cubriendo de sudor. Cuando la canción terminó, oyó el gruñido de apreciación de muchos hombres. Sintió que muchos hacían ademán de acercarse a ella.


Paula, como si estuviera saliendo de un trance, abrió los ojos. Pedro vio que Luis Skinner trataba de agarrarla…


De repente. Pedro se encontró al otro lado de la sala, en medio de la pista de baile. Apartó a su rival.


—¡Aléjate de mi esposa!


—¿De tu esposa? —repitió Skinner, asombrado. Entonces dio un paso atrás—. ¿Estás casada?


—Así es —admitió ella. Entonces, miró a Pedro—. No sabía que te importara.


—Me importa —replicó él—. Te repito que te mantengas alejado de mi esposa…


Skinner los miró y lo que vio en el rostro de Pedro debió de convencerle porque se dio la vuelta y salió corriendo. Pedro sintió que los ojos de todos caían sobre él. Y eso que le había prometido a Agata que no haría una escena.


—Feliz cumpleaños —le dijo a su anfitriona—. Gracias por la fiesta.


Entrelazó los dedos con los de Paula y la acompañó al exterior del edificio. Sólo cuando estuvieron en la acera y el aire fresco de la noche le rozó la piel, se volvió a mirarla.


—Estúpida… ¿En qué estabas pensando con ese pequeño espectáculo?


—¿Acaso no era eso lo que querías? ¿No es esto lo que quieres que sea? —le preguntó, conteniendo las lágrimas—. ¿Es que piensas que porque tú no me desees me puedes pasar a tus amigos…?


Pedro la empujó hacia un callejón oscuro.


—¿De verdad crees que no te deseo?


—Lo que creo es que eres un mentiroso —replicó ella—. Me convenciste para que me casara contigo con falsedades y ahora quieres castigarme por alguna razón. No sé por qué, pero yo fui lo suficientemente estúpida como para creer tus palabras, tus falsos besos… No me puedo creer que te dejara tocarme. No volveré a hacerlo nunca…


Pedro la interrumpió con un beso y la empujó con fuerza contra la dura pared.


La obligó a levantar los brazos y se los inmovilizó sobre la cabeza. Le separó los labios con la lengua y le introdujo la lengua en la boca profundizando el beso hasta que ella se relajó entre sus brazos.


Hasta que ella comenzó a devolverle el beso.


En el momento en el que Pedro sintió que los labios de Paula comenzaban a moverse contra los suyos, que ella se prendía en un fuego similar al suyo, una inmensa alegría se apoderó de él. Iba a poseerla allí mismo, en el callejón. Contra la pared.


No le importaban las consecuencias. La poseería allí mismo aunque muriera por ello.







UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 19




Había sido demasiado amable con ella. Mientras estaba sentado junto a Paula para recorrer el breve trayecto en coche hasta el cercano barrio de Monastiraki.


Ignoró por completo los furiosos resoplidos que ella lanzaba de vez en cuando a su lado. Pedro había sentido la tentación de contárselo todo en el ático, pero se había contenido por el bien del bebé que ella llevaba en el vientre, por miedo a que la sorpresa le provocara un aborto. Sin embargo, en pocos Instantes, lo recordaría todo cuando viera a su amante.


Apretó la mandíbula y se limitó a mirar por la ventanilla. El Bentley pasó bastante cerca de la plaza de la Constitución, donde Pedro cometió su único delito. A los quince años, dos meses después de que muriera su madre, rompió la ventanilla de un coche de lujo. No saltó como había esperado. El dueño del coche se abalanzó sobre Pedro en la acera y le arrebató el radiocasete de las manos.


Pedro no trató de negar su delito. Lo confesó abiertamente y, con tanto encanto como le permitió su inglés autodidacta, le sugirió al hombre que le había hecho un favor.


—Creo que una marca diferente de equipo de música le iría mucho mejor.


Entonces, inclinó la cabeza y esperó a que el hombre llamara a la policía. En vez de eso, Damian Hunter lo contrató allí mismo.


—A nuestra delegación de Atenas le vendría bien un chico como tú —le dijo.


Muy pronto, Pedro se convirtió en el mensajero del director de la naviera estadounidense. Desde aquel día, se había sentido completamente obsesionado por la justicia. Fue subiendo en la empresa poco a poco y, tras hacer una serie de inversiones afortunadas, ganó su primer millón a la edad de veinticuatro años.


Entonces, el padre que había abandonado a su madre cuando ésta se quedó embarazada de Pedro, leyó un artículo sobre él en el periódico y se puso en contacto con él según él, no para pedirle dinero, sino sólo para conocerlo. Pedro se negó a hablar con él. Damian Hunter era para él mucho más padre de lo que aquel hombre lo había sido. Al menos, eso había sido lo que Pedro había pensado hasta once años atrás cuando Damian resultó ser un completo corrupto.


Sin embargo, en lo que se refería a corrupción, una mujer les había ganado a todos.


Miró a Paula. Ella mostraba una belleza fría con el minúsculo vestido de cóctel y los zapatos de tacón de aguja. Llevaba los labios pintados de una tonalidad de carmín tan roja que parecía sangre.


Volvía a ser la mujer que él recordaba. Como si nada hubiera cambiado.


¿No era eso lo que él quería?


El coche se detuvo delante de un antiguo edificio blanco, que en aquellos momentos era la sala de fiestas de un amigo de Pedro. Este saltó del coche y se estiró la ropa mientras esperaba. El chófer abrió la puerta de Paula. Esta salió del coche y se acercó a él.


—¿Qué te pasa? —le espetó—. ¿No te gusta el aspecto que tengo?


Pedro la miró. Era una diosa de hielo. 


Arrebatadora. Poderosa.


—Servirás —replicó. Entonces, le indicó la puerta.


Mientras ella avanzaba a su lado. Pedro comprobó de nuevo cómo todos los hombres se volvían a mirarla. Paula levantó la barbilla y fingió no darse cuenta. Se mostraba distante y digna, pero él sabía que, en su interior, ardía la furia.


En el pasado, a Pedro le había gustado presumir que tenía a la mujer a la que todos los demás hombres deseaban. Eso había cambiado en Venecia y, en aquel momento, la ira se había apoderado de él.


¿Por qué? ¿Por qué era su esposa? Sólo en apariencia. Aquella noche, por fin, se vengaría de ella. Cuando Paula viera a su antiguo amor, lo recordaría todo.


Comprendería que había caído en su trampa.


—¡Pedro!


La anfitriona, una mujer de unos treinta y tantos años casada con un magnate griego que era tres veces mayor que ella, se acercó a saludarlo con una gran sonrisa.


—¡Qué maravillosa sorpresa, cariño! Tu asistente envió tus disculpas y… Oh, dios mío. Paula Chaves. No esperaba… Jamás pensé que tú…


—¿Está Skinner aquí? —la interrumpió Pedro.


—Había oído que estabas en Australia —respondió la anfitriona—. De otro modo, jamás lo habría invitado. Por favor, cariño, no quiero problemas…


—No te preocupes, Agata. Simplemente vamos a charlar un poco.


—Te tomo la palabra —dijo la mujer, aliviada. Entonces, miró a Paula y le sonrió antes de darle un beso al aire—. No sabía que Pedro y tú aún estabais juntos, Paula, cariño.


—Así es —replicó ella fríamente.