domingo, 12 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 19




Había sido demasiado amable con ella. Mientras estaba sentado junto a Paula para recorrer el breve trayecto en coche hasta el cercano barrio de Monastiraki.


Ignoró por completo los furiosos resoplidos que ella lanzaba de vez en cuando a su lado. Pedro había sentido la tentación de contárselo todo en el ático, pero se había contenido por el bien del bebé que ella llevaba en el vientre, por miedo a que la sorpresa le provocara un aborto. Sin embargo, en pocos Instantes, lo recordaría todo cuando viera a su amante.


Apretó la mandíbula y se limitó a mirar por la ventanilla. El Bentley pasó bastante cerca de la plaza de la Constitución, donde Pedro cometió su único delito. A los quince años, dos meses después de que muriera su madre, rompió la ventanilla de un coche de lujo. No saltó como había esperado. El dueño del coche se abalanzó sobre Pedro en la acera y le arrebató el radiocasete de las manos.


Pedro no trató de negar su delito. Lo confesó abiertamente y, con tanto encanto como le permitió su inglés autodidacta, le sugirió al hombre que le había hecho un favor.


—Creo que una marca diferente de equipo de música le iría mucho mejor.


Entonces, inclinó la cabeza y esperó a que el hombre llamara a la policía. En vez de eso, Damian Hunter lo contrató allí mismo.


—A nuestra delegación de Atenas le vendría bien un chico como tú —le dijo.


Muy pronto, Pedro se convirtió en el mensajero del director de la naviera estadounidense. Desde aquel día, se había sentido completamente obsesionado por la justicia. Fue subiendo en la empresa poco a poco y, tras hacer una serie de inversiones afortunadas, ganó su primer millón a la edad de veinticuatro años.


Entonces, el padre que había abandonado a su madre cuando ésta se quedó embarazada de Pedro, leyó un artículo sobre él en el periódico y se puso en contacto con él según él, no para pedirle dinero, sino sólo para conocerlo. Pedro se negó a hablar con él. Damian Hunter era para él mucho más padre de lo que aquel hombre lo había sido. Al menos, eso había sido lo que Pedro había pensado hasta once años atrás cuando Damian resultó ser un completo corrupto.


Sin embargo, en lo que se refería a corrupción, una mujer les había ganado a todos.


Miró a Paula. Ella mostraba una belleza fría con el minúsculo vestido de cóctel y los zapatos de tacón de aguja. Llevaba los labios pintados de una tonalidad de carmín tan roja que parecía sangre.


Volvía a ser la mujer que él recordaba. Como si nada hubiera cambiado.


¿No era eso lo que él quería?


El coche se detuvo delante de un antiguo edificio blanco, que en aquellos momentos era la sala de fiestas de un amigo de Pedro. Este saltó del coche y se estiró la ropa mientras esperaba. El chófer abrió la puerta de Paula. Esta salió del coche y se acercó a él.


—¿Qué te pasa? —le espetó—. ¿No te gusta el aspecto que tengo?


Pedro la miró. Era una diosa de hielo. 


Arrebatadora. Poderosa.


—Servirás —replicó. Entonces, le indicó la puerta.


Mientras ella avanzaba a su lado. Pedro comprobó de nuevo cómo todos los hombres se volvían a mirarla. Paula levantó la barbilla y fingió no darse cuenta. Se mostraba distante y digna, pero él sabía que, en su interior, ardía la furia.


En el pasado, a Pedro le había gustado presumir que tenía a la mujer a la que todos los demás hombres deseaban. Eso había cambiado en Venecia y, en aquel momento, la ira se había apoderado de él.


¿Por qué? ¿Por qué era su esposa? Sólo en apariencia. Aquella noche, por fin, se vengaría de ella. Cuando Paula viera a su antiguo amor, lo recordaría todo.


Comprendería que había caído en su trampa.


—¡Pedro!


La anfitriona, una mujer de unos treinta y tantos años casada con un magnate griego que era tres veces mayor que ella, se acercó a saludarlo con una gran sonrisa.


—¡Qué maravillosa sorpresa, cariño! Tu asistente envió tus disculpas y… Oh, dios mío. Paula Chaves. No esperaba… Jamás pensé que tú…


—¿Está Skinner aquí? —la interrumpió Pedro.


—Había oído que estabas en Australia —respondió la anfitriona—. De otro modo, jamás lo habría invitado. Por favor, cariño, no quiero problemas…


—No te preocupes, Agata. Simplemente vamos a charlar un poco.


—Te tomo la palabra —dijo la mujer, aliviada. Entonces, miró a Paula y le sonrió antes de darle un beso al aire—. No sabía que Pedro y tú aún estabais juntos, Paula, cariño.


—Así es —replicó ella fríamente.




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