martes, 9 de junio de 2020

MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 42




—Vamos, Paula —dijo ante su reflejo—. Ve con garra. No puedes quedarte toda la mañana en el cuarto de baño.


Se sobresaltó al oír una llamada fuerte del otro lado de la puerta.


—¡Ha llegado el desayuno, Pau!


—Hmm... bien. Gracias. Salgo en seguida.


Necesitó otros cinco minutos para hacer acopio del valor para mirar a Pedro, algo ridículo si tenía en cuenta que se suponía que era una adulta madura y que lo conocía de toda la vida. Igual de ridículo fue que el corazón le diera un vuelco en el instante en que él alzó la vista cuando se sentó a la mesa.


—Espero que pudieras dormir algo anoche, porque a mí me fue imposible —dijo con una
sonrisa que no funcionó. Parecía agotado, y ella no pudo atribuirlo sólo a la incomodidad del sofá.


Sólo una mujer insensible podría haberle hecho lo que ella le hizo. ¡Y pensar que había juzgado a Rebeca! Llena de remordimiento, le asió la mano. Sintió su temblor incluso antes de que sus ojos oscuros se abrieran para reflejar lo mismo, pero casi al instante él se reclinó contra la silla y rompió el contacto.


—Lo siento, Pedro. No debí soltarte todo eso ayer. No cuando te encuentras en medio de una negociaciones cruciales. Fue desconsiderado y poco profesional. Si lo supiera, Damian me despellejaría.


—¿Si supiera qué? —enarcó una ceja—. ¿Que dormimos juntos o que me alertaste a las posibles repercusiones de dicho acto?


—No seas denso. Lo último, por supuesto. Damian y yo sabemos que tu libido jamás ha
dominado tu comportamiento en la sala de juntas —complacida por lo objetiva que sonaba, se sorprendió cuando él aporreó la mesa con un puño.


—¡Gracias por recordármelo, Pau! ¡Me cercioraré de señalárselo si estropeo este trato y resulta que estás embarazada!


—¡No estoy embarazada!


—¡Podrías estarlo!


—Sólo existe un ínfima posibilidad. No hace falta que te preocupes hasta que nos aseguremos de ello.


—¡No me preocupa!


—Pues me habías engañado. Hace un minuto, cuando te tomé la mano, te comportaste como si tuviera la peste bubónica —contuvo las lágrimas y se obligó a proseguir con tono racional—. Esperemos a ver qué pasa. Luego, si estoy embarazada, podemos decidir si le contamos o no a Damian quién es el padre.


Pedro se levantó de repente, sacudiendo la mesa y derribando algunos vasos.


—¡No hay nada que decidir! —rugió. Nunca había deseado con tantas ganas matar a alguien con sus propias manos—. Entiende... esto... Paula —bajó la voz, pero avanzó hacia ella con cada palabra que pronunciaba—. Si tienes a mi hijo, Damian y todo el mundo sabrán que yo soy el padre —se inclinó con lentitud y apoyó ambas manos en el respaldo de la silla, atrapándola—. ¿Has recibido el mensaje, Paula Elizabeth Chaves? Porque no tengo ninguna intención de hacerme a un lado en silencio mientras tú te lanzas al camino de la abandonada madre soltera.


—Pe... pero... tú... sabes que a Damian no... le gusta que... exhibamos nuestras... hmmm... relaciones personales en la oficina —tragó saliva y echó la cabeza hacia atrás para establecer algo de distancia entre ellos. Pedro contrarrestó su esfuerzo acercándose más.


—Al demonio Damian  y su ceño fruncido. Y olvida cualquier idea de negarte a casarte conmigo, porque ningún hijo mío va a crecer sin tener a sus dos padres.


—Una... una persona no tiene que estar casada para ser padre o madre, Pedro.


Prácticamente tenían las narices pegadas. 


Estaban tan cerca que estrangularla ya no era lo que más ocupaba su agotado cerebro. Cuando el olor de su champú se mezcló con el aroma que reconocía como exclusivo de ella, no pudo detener a su hambrienta boca de buscar sus labios.


En el momento en que su lengua encontró la suave humedad del labio inferior de Paula, el deseo que lo desgarraba era visceral. Gimió y su gloriosa intensidad lo hizo cerrar los ojos.


—¡Oomph!


Por segunda vez en menos de doce horas ella lo pilló desprevenido. En esa ocasión con un empujón en el pecho que lo obligó a trastabillar hacia atrás, aunque no lo tumbó al suelo. De inmediato ella se puso de pie.


—Apártate, Pedro—le advirtió—. ¡Bien, perfecto! Si estoy embarazada me cercioraré de que tú recibas todos los méritos. ¡Pero que ni se te ocurra que podrás convencerme de que me case contigo y, así, convertirte en el último mártir vivo con una sesión de besos sexys y ardientes! Porque jamás repito mis errores.


—Mentirosa —bromeó—. Olvidas que he comido dos veces lo que tú has cocinado.


—¡Muy gracioso! Pero te voy a dar un consejo, Pedro... En tu lugar yo no volvería a comerlo, porque la próxima vez que digas que he hecho algo demasiado amargo no será porque me haya olvidado de echarle azúcar. Y ahora, ¿quieres hacemos un favor a los dos y olvidar esa... esa idea acerca de querer casarte conmigo para que podamos concentramos en cerrar el trato? Cuanto antes llegue al santuario de mi casa, mejor.


—Estoy tan ansioso como tú de llegar a casa, Paula. Pero, para que quede claro, jamás dije que quería casarme contigo —sintió la necesidad de señalarlo ante la obstinación de ella sobre el tema—. Dije que me casaría contigo. ¡Hay una diferencia! —«¿cómo un hombre del intelecto de Pedro podía ser tan... tan emocionalmente retardado?», pensó Paula, furiosa. Ajeno al peligro potencial para partes vitales de su anatomía, él metió una carpeta azul bajo su nariz—. Esta —gruñó— es mi última oferta por Illusions. Échale un vistazo mientras me doy una ducha. Debemos reunimos con Mulligan en una hora.


El comentario hizo que olvidara su ira como no hubiera podido conseguirlo otra cosa.


—¿Quieres que vaya? ¿Por qué? Sólo estoy aquí de adorno. Nunca antes participé en una compra.


—Mulligan no lo sabe —se encogió de hombros—. Espero que dé la impresión de que estamos más comprometidos con el asunto si vamos los dos.


—Pero yo no podré contribuir con nada. En todo caso, si abro la boca puedo estropearlo todo.


—Tonterías, Pau. Desde que tienes seis años llevas escuchando a Damian hablar de los motivos para comprar hoteles —la miró fijamente—. Quiero que estés presente.


—Muy bien. ¿Me deseas en modo de pleno rendimiento?


Si se tenía en cuenta lo que sentía Pedro, era una pregunta cargada, pero él contuvo la respuesta y asintió.


—A partir de este momento será mejor que empleemos toda nuestra artillería; Kingston acecha en la sombra, sin duda listo para ofrecer una suma ridículamente obscena.


—Quizá Mulligan mienta sobre Kingston con la esperanza de que aceptes su oferta. Sabe lo que siente Damian sobre las propiedades en manos de extranjeros —aventuró.


—Es cierto. Le creo cuando afirma que le gustaría que Illusions esté en manos de Porter, pero me incomoda tratar de deducir el precio de sus sentimientos. Creo que nos dará dos posibilidades para negociar una cantidad que le guste, y si no acertamos, aceptará lo que le ofrezca Kingston.


—Damian recalcó que no quería que Kingston lo derrotara en esto —Paula frunció el ceño.


—Lo sé —se pasó una mano con gesto cansado por la nuca—. Pero yo no soy Damian; no puedo comprar a un precio que signifique que necesitaremos veinticinco años para obtener un beneficio decente. ¿Dónde nos deja eso?


—Imagino que dependemos de tu instinto —sonrió—. Si te sirve de consuelo, el día que me marché Damian comentó que tenía una confianza absoluta en tu juicio.


—A la vista de los acontecimientos recientes, no esperaba que defendieras que siguiera mis instintos.


—Me refería a tus instintos en los negocios, Pedro. Y ahora, a menos que quieras que nos pongamos a discutir otra vez, sugiero que vayas a ducharte.




MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 41




Descartada la esperanza de poder lograr dormir algo en el sofá, Pedro miraba el techo.


Sólo eran palabras, por supuesto. Cuando tuviera que llevarlas a la práctica, era imposible que Paula se metiera en la cama con alguien sólo por el sexo. No era de ese tipo. Y él debía saberlo. El anuncio de ese día había sido un mecanismo de autodefensa para convencerlos a los dos de que lo sucedido la noche anterior no había sido de gran importancia.


No obstante, era una maldita bendición que estuvieran en esa isla, casados a todos los efectos, porque la historia demostraba que Paula era famosa por ser impulsiva. Si hubieran estado en el continente, no resultaba inconcebible que hubiera intentado sazonar su vida antes de haber analizado las consecuencias. Con un poco de suerte, en cuanto cerraran el trato con Mulligan, volvería a fomentar el ideal del amor eterno y una casita con vallas.


Pedro... ¿estás despierto? —se sentó de golpe ante el sonido de su voz suave. Apretó los dientes al ver iluminada por la luna una buena extensión de piernas desnudas bajo una camiseta grande y trató de contener su excitación—. ¿Podemos hablar un minuto? —aunque su libido le sugería otra cosa, y durante más de un minuto, asintió—. No sé cómo decir esto...


—¿Decir qué, Pau? —preguntó con voz ronca; la vacilación que percibió en su voz le aceleró el pulso.


—Es acerca de lo de anoche... y lo que comentaste en el barco.


—¿Qué pasa con lo sucedido anoche? —por ese entonces le palpitaba algo más que el pulso.


—Bueno —lo miró con ojos tímidos antes de bajar la cabeza—, me preocupa que tal vez me hayas dado mala suerte. Bueno, en realidad, a los dos.


—¿Mala suerte? ¿Cómo?


—Al decirle a Rebeca que estaba embarazada.


—¿Quie... quieres decir que... podrías estar em... embarazada? —tragó saliva—. ¿Embarazada?



—¡Maldita sea! Sabía que no tendría que haberlo mencionado. Ahora tú también estás preocupado —¿preocupado? ¿Es que bromeaba? Se había quedado catatónico—. Por favor, Pedro —instó—. Que no te domine el pánico. Sólo existe una posibilidad muy remota de que lo esté.


—Pero... pero usamos preservativos. ¿Por qué crees...? ¡Oh, demonios! Uno se salió después de...


—Sé que en su momento nos pareció gracioso. Pero me puse a pensar en lo sucedido, y al reflexionar... bueno... Mira, Pedro—continuó—. Es probable que mi reacción sea exagerada. De hecho, estoy segura de que no se me habría ocurrido si tú no se lo hubieras mencionado hoy a Rebeca —le palmeó la pierna en un gesto para darle confianza, pero el calor de su mano en el muslo de él bastó para atribuir su aumento de temperatura a otras cosas que una inminente paternidad. Sin embargo, cuando apoyó la mano en la suya, ella se levantó como impulsada por un resorte y forzó una risa—. En realidad, creo que me estoy comportando como una tonta. Las posibilidades de que esté... —sacudió la cabeza—. Todo es ridículo. Olvida que lo mencioné y...


—¡Qué lo olvide! Demonios, Paula, podrías pedirme que dejara de respirar —saltó del sofá y se puso a ir de un lado a otro.


«Paula está embarazada de mi hijo». Intentó imaginar su vientre liso hinchado con el niño. No pudo. Pero al mismo tiempo sintió una oleada de estímulo recorrer sus venas. Pensó... pensó... 


¡Maldición, no podía pensar! Hasta respirar le costaba.


Ante la prueba de la evidente y extrema agitación de Pedro, Paula se sintió dominada por la culpa. Lo que le había dicho no se hallaba más allá de las posibilidades de lo posible, pero fue la maldad lo que la motivó a añadir que estaba preocupada. No era verdad. Las probabilidades de que tuvieran un niño eran casi tan remotas como que él le dijera que se había enamorado perdidamente de ella. Como la había herido mucho, quiso castigarlo.


La había impulsado a pensar en lo bien que desempeñaría el papel de marido y que le haría el amor como si fuera la persona más preciada del mundo, para luego anunciar en público que iban a ser padres. Era como si le hubiera proporcionado su sueño más descabellado para arrebatárselo momentos después. Lo odiaba por ello, pero, al mismo tiempo, lo amaba demasiado para disfrutar con su sufrimiento.


Pedro... por favor. No tiene sentido inquietarse. Yo... tengo la convicción de que no estoy embarazada.


—No, no es verdad. Que estés segura —su boca fue una línea sombría al mirarla.


—De acuerdo. Pero... es muy improbable.


—Improbable no significa imposible —dejó de caminar y se detuvo ante ella. Necesitó toda su fuerza de voluntad para no besarla—. ¿Cuándo lo sabrás?


—Hmm... En nueve o diez días.


—Muy bien. Bueno, si estás... embarazada, yo... —tragó saliva con esfuerzo—. Yo... estoy dispuesto a casarme contigo.


—Si me lo pides, te diré que no —aunque su corazón se excitó más que su cabeza ante tan noble ofrecimiento.


—¿Qué? ¿Por qué?


—Porque no me motiva el sacrificio humano, Pedro —le irritó que él pareciera tan sorprendido.


—¿Estás diciendo que casarte conmigo sería un sacrificio?


—¡Por el amor del cielo, Pedro! Has dejado bien claro que jamás has querido casarte...


—Sí, pero lo decía de forma voluntaria. Esto es distinto. Si llevas a mi hijo, entonces casarme contigo es una obligación. De hecho, estaría preparado para casarme con cualquiera en estas circuns... ¡grrrugh!


Cuando el trasero de Pedro impactó contra el suelo, Paula siguió su inesperado gancho de derecha con una descripción furiosa y colorida de su herencia, resaltándola con una serie de patadas lanzadas al azar sobre áreas de su perpleja forma.


—¡Por lo que a mí respecta... —patada— ...puedes meterte tus obligaciones... —patada—
...en el trasero, Pedro Alfonso! —patada—. ¡No me casaría contigo ni aunque estuviera embarazada de diez meses de quintillizos y ya tuviera siete de tus hijos! Un...


Pedro aferró su tobillo en mitad de una patada, desequilibrándola lo suficiente como para que cayera encima de él. De inmediato ella se puso a luchar para liberarse.


—Suéltame, hijo de...


—Shhh, Pau. Tranquila, cariño.


—Nada de cariño... —aporreó un puño contra su hombro— ...¡insensible, arrogante y libidinosa pieza de escoria! —el hombro recibió otro golpe—. ¡Suéltame!


—¡No! ¡Ay! ¡Pau, para! —insistió, sujetándole las muñecas.


—¿Por qué? —demandó, sin dejar de intentar soltarse.


—Porque no es bueno para el bebé que te excites tanto —al instante ella se quedó quieta, y él sólo pudo discernir en su expresión confusión y angustia.


Pedro... yo...


—¿Qué?


—Nada —meneó la cabeza—. Es que, aunque estuviera embarazada, lo poco que sé sobre el tema indica que puedo realizar un ejercicio suave.


—Bueno, como yo no sé nada sobre el tema, aceptaré tu palabra. Pero... —se frotó la mandíbula— ...lo que me preocupa es mi salud. Y como tengo una renuencia instintiva a defenderme de una mujer posiblemente embarazada, ¿crees que podrías dominar tus impulsos homicidas hasta que lo sepamos con certeza?


Ella se incorporó para quedar sobre él, y las manos a la cintura alzaron aun más la ya corta camiseta. El intimidador paso adelante que dio acercó sus hermosas y desnudas piernas a unos centímetros de su contacto.


—¡Renuencia instintiva, un cuerno! ¡Tus instintos son tan lentos que ni siquiera viste llegar el puñetazo! —esbozó una sonrisa complacida.


—Tienes razón, no lo vi —concedió, pero no hablaba sólo de su poderosa derecha. En los últimos días Paula había logrado desequilibrarlo física y emocionalmente hasta tal punto que ni siquiera la idea de poder ser padre le resultaba tan devastadora como habría esperado una semana atrás.


Desde luego, quizá parte de la calma que sentía se debía al hecho de que Paula no había saltado de placer ante su promesa de casarse con ella si de verdad estaba embarazada. Aunque podría haber mostrado algo de gratitud. Hacía unos días estaba dispuesta a casarse con ese imbécil de Carey sólo porque creía estar enamorada de él.


Momentos después ella se despidió de forma apenas audible, pero Pedro sabía que a él le sería imposible dormir. Podía dedicarse a pensar en algo sobre lo que nada podía hacer en ese momento o tratar de centrarse en el motivo que lo había llevado a Illusion Island, y dar los primeros pasos positivos para conseguir que Mulligan bajara el ridículo precio que pedía por el complejo.


Lo más inteligente era decidirse por la segunda opción; que pudiera realizarlo era otra cuestión.





lunes, 8 de junio de 2020

MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 40





—¡Eh, espérenme!


La visión de Paula corriendo por el muelle hacia el crucero hizo que Pedro sintiera una oleada de alivio.


Cuando llegó el momento de tener que irse al embarcadero, Pau seguía encerrada en su cuarto, de modo que Pedro llamó a la puerta y le expuso cuáles eran los planes para esa tarde. Él interpretó su falta de respuesta, aparte de un vehemente «¡Bien, espero que naufraguen y los devoren los tiburones!», como una negativa silenciosa a acompañarlo. Por primera vez en su carrera profesional estuvo a punto de anteponer los sentimientos personales a los negocios y cancelar la excursión náutica para intentar reparar los daños en una amistad que valoraba por encima de todas las demás; lo único que lo detuvo fue saber que no había modo de razonar con Paula hasta que se calmara... supuso que le quedaba una espera de dos décadas.


Miró de reojo a Rebeca cuando Pau saltó a la cubierta y vio que, a diferencia de él, distaba mucho de sentirse complacida por la inesperada llegada de su «esposa». Y tampoco fingió lo contrario cuando Paula la saludó.


—¿Qué haces aquí? —demandó.


—¿Perdón? —Paula llevaba unos pantalones cortos y la miró por debajo de una gorra de béisbol gastada; aun así su expresión y tono habrían puesto en su sitio a la realeza. Sorprendió a Rebeca, pero no hasta el punto de disculparse.


Pedro comentó que no vendrías —explicó con voz que sugería que eso le había gustado. Miró a Pedro con ojos acusadores y añadió—: Dijo que te sentías mal. Otra vez.


—Y así era —respaldó su mentira.


—Entonces, ¿qué haces aquí? —desafió Rebeca—. No me parece adecuado que te sometas al calor del sol y a los vaivenes de un barco. Es evidente que tienes una constitución poco robusta, siendo patéticamente delgada y todo eso.


—¡Oh, por lo general Pau tiene una salud de hierro! —intervino Pedro para evitar la demoledora respuesta de Pau—. Pero ya sabes cómo pueden ser los mareos por la mañana. Ella... —calló en cuanto notó que Rebeca ya no era el blanco de la mirada iracunda de Paula.


—¿Está embarazada? —la sorpresa de Rebeca fue tan aguda como las dagas visuales que le lanzó Pau.


—Bueno, eh... —intentó remediar el error cometido—, es decir, creemos que lo está. Hmm... podría estarlo. Bueno, podría ser. Eh... aún no ha sido confirmado. ¿No, cariño?


—No, cariño, razón por la que deseaba mantenerlo en secreto —le sonrió con expresión asesina.


—Cielos —intentó esbozar una sonrisa tímida—. Pero no hay motivo para molestarse, estoy seguro de que Rebeca no lo comentará. ¿Verdad, Rebeca?


—¡Dudo que alguna vez esté tan necesitada de conversación! —el tono despectivo se vio acompañado por un escalofrío y una mirada gélida—. Si me perdonas, Pedro, dejaré que ambos solucionen sus diferencias personales en privado. Y de verdad creo que sería mejor que convencieras a tu mujer de que no nos acompañara. No quiero que la tarde me la estropee una posible embarazada vomitando por la borda.


—Oh, no te preocupes, lady Mulligan —dijo Paula—. Creo que el hecho de que aún
no haya vomitado demuestra que tengo un estómago excepcionalmente fuerte.


Riendo con la vana esperanza de que Rebeca confundiera el comentario por una broma, Pedro sujetó el codo de Paula y se la llevó a popa.


—No dejes que te irrite —musitó—. Ella no merece la pena.


—No es ella quien me irrita. ¿Por qué demonios has dicho que estaba embarazada?


—Fue lo primero que se me ocurrió para justificar tus constantes indisposiciones.


—¡Pues deja de decir que estoy enferma!


—Mira, debía tener alguna explicación para tu ausencia. Decirle que habíamos discutido hubiera sido como regalarle un millón de dólares. Para ser sincero, no esperaba que aparecieras.


—Para ser sincera —imitó ella—, no esperaba aparecer; no estoy con ánimos de hacer favores...


—Pero has venido —sonrió, y alargó la mano, incapaz de contenerse de acariciarle la sedosa mejilla con los nudillos—. Gracias, Paula. Lo aprecio.


—¡No lo hagas! —se apartó y cruzó los brazos— Sólo he venido porque este trato es importante para Porter y en especial para Damian. Al padrino no le gustaría que lo estropeáramos por dejar que nuestras diferencias personales se interpusieran entre nosotros. Además —añadió con expresión renuente—, te debo una disculpa.


—¿Sí?


—No te entusiasmes —advirtió—. La doy a regañadientes. Pero la cuestión es que no fue justo echarte toda la culpa por lo que te pasó. Anoche me diste la oportunidad de retirarme. Y si hubiera prestado atención a mi cabeza y no a mis hormonas, lo habría hecho. Creo que me excedí en mi reacción porque en el pasado sólo me he acostado con dos chicos...


—¡Pau, para! No necesito oír eso —¡demonios, ni siquiera quería pensar en Paula en brazos de otro!


—No. Desde luego —se mordió el labio con cierto pudor, y se encogió de hombros—. En cualquier caso, quería que supieras... bueno, que me has hecho un gran favor.


—¿Sí?


—He estado tan obsesionada con el compromiso y la duración en mis relaciones pasadas que probablemente me he privado de algunos momentos de sexo estupendos, y...


—¡Paula!


—¿Qué? —abrió mucho los ojos, desconcertada.


—¿Qué quieres decir con qué? —la miró con ojos furiosos—. ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?


—Digo que has tenido razón en todo momento, Pedro—respondió con calma—. La variedad es la sal de la vida. Y... —el guiño y la mueca que le hizo debían ser clasificados de «X»—, gracias a ti, a partir de ahora Paula Chaves va a buscar las comidas picantes.