miércoles, 20 de mayo de 2020

MI DESTINO: CAPITULO 15




Paula bebió de su frappuccino. Beber era lo único que podía hacer.


No sabía qué decir, pues él tenía toda la razón. 


No tendrían que haberlo hecho.


Pero, incapaz de no mirarlo, se acaloró al sentir cómo todo su cuerpo se reactivaba como un volcán ante su presencia y sus palabras. 


Él tampoco era el tipo de hombre con el que solía estar, pero, sin duda, le nublaba la razón.


—Y estoy aquí —prosiguió él— porque sé a qué hora termina tu turno de trabajo y quería invitarte a tomar algo para hablar y...


No pudo decir más. La joven le puso un dedo en la boca y, sorprendiéndolo, soltó:
—Pienso como tú. Lo ocurrido es una locura, pero las locuras, en ocasiones, son interesantes y divertidas. Y aunque te doy la razón en que no deberíamos habernos besado, tengo que confesarte que me siento muy atraída por ti; de lo contrario, nunca lo hubiera hecho, Pepe.


—Paula —matizó él abstraído.


Al oírlo, ella sonrió y, con una picardía en los ojos que lo dejó fuera de juego, cuchicheó:
—Lo siento, Pepe, pero en este momento no eres mi jefe, ni estamos en el curro.


Ahora el que sonrió fue él y parte de su nerviosismo se esfumó. Sus ojos y los de ella se entrelazaron con más intensidad y, acercándose un poco más a ella, murmuró:
—¿Crees que las locuras son interesantes y divertidas?


Mimosa, le miró los labios y respondió en un tono de voz bajo.


—En ocasiones, sí. Todo depende del tipo de locura que sea.


Hechizado por su cercanía, él asintió y volvió a preguntar.


—¿Y qué tipo de locura es ésta?


Paula aspiró su aroma y, sin un ápice de vergüenza, contestó:
—Una locura sexual.


—¿No crees en el amor?


La joven asintió pero, acalorada por la pregunta, respondió:
—Sí. Aunque no creo en los cuentos de príncipes y princesas.


—¿Puedo besarte de nuevo, Paula?


La respiración agitada de la joven se aceleró y, mientras asentía con la cabeza, afirmó con un hilo de voz:
—Estás tardando, Pepe.


Azorado por aquella inmediata invitación, Pedro acercó su boca.


Paseó sus labios sobre los de ella para sentir su suavidad, su calidez y su locura y, cuando la impaciencia lo consumió, la agarró para acercarla aún más a él y la besó. Le introdujo la lengua en la boca con avidez y descaro y paladeó cada rincón de aquella excitante boca sin importarle que los miraran.


Paula, dispuesta a olvidar que era su jefe supremo, se dejó besar. Lo deseaba. Él estaba allí. Aquello era una chifladura, algo que no debería estar haciendo, pero, incapaz de negarle a su cuerpo lo que anhelaba, decidió dejarse llevar por el momento.


Cuando segundos después él se separó de ella y la sintió temblar como lo había hecho cuando estaban a solas en el despacho, murmuró:
—Ni te imaginas el intenso deseo que siento por ti, Paula.


Acalorada por aquello, se levantó del sillón y, ante su mirada, se sentó a horcajadas sobre él y siseó, acercándose peligrosamente a su boca:
—Ni te imaginas el salvaje deseo que siento yo por ti, Pepe.


Dicho esto, y con una posesión que lo dejó sin habla, lo besó. Le introdujo su húmeda lengua en la boca y, apretándose contra él, le hizo saber cuánto le gustaba aquella cercanía y cuánto deseo guardaba en su interior.


Paula se percató de lo excitado que estaba. 


Notaba su pene hinchado y latente bajo su cuerpo y, con descaro, murmuró:
—Relájate, Pepe, a tu edad no es bueno sobreexcitarse.


Divertido por aquello, la miró y, dándole una palmada en el trasero, afirmó:
—Eres una descarada, Paula Aurora. —Ambos rieron por aquello y, tras besarla, preguntó—. ¿Qué estamos haciendo?


—Besarnos —susurró enloqueciéndolo.


Un nuevo beso... dos... tres...


La pasión crecía entre ellos de una manera descontrolada y, cuando ella abandonó finalmente su boca, sin levantarse de sus piernas, lo miró.


Le quitó la americana y, al intentar dejarla sobre su sillón libre, ésta cayó al suelo. Rápidamente él la recogió y la dejó sobre el asiento. Con una
sonrisa, Paula le desató el apretado nudo de la corbata y, tras quitársela y dejarla en la mesa, le desabrochó el primer botón de la camisa y susurró:
—Creo que así estarás mejor.


Él sonrió y ella, al ver aquella ponzoñosa sonrisa al estilo Edward Cullen, lo despeinó y añadió:
—Y así, todavía mejor.


Satisfecho, le tocó el cabello y, mientras pasaba una mano por el lado rasurado, preguntó:
—¿Por qué te hiciste esta monstruosidad en la cabeza?


Boquiabierta por su comentario, respondió:
—Es tendencia, y personajes tan populares como Rihanna, Pink, Avril Lavigne... lo llevan. Me gusta y a mis colegas también, aunque tenías que haber visto la cara de mi pobre madre el día que me vio por primera vez, ¡casi le da algo!


Pedro sonrió y, recordando algo que ella le había contado, dijo:
—Normal. Ella quería una princesita y no un X-Men.


Paula soltó una risotada y él, pletórico por tenerla encima, añadió:
—Creo que estarías infinitamente más bonita con toda la melena igualada.


—¡Qué aburrida! Y ya puestos, con traje y corbata como tú, mejor que mejor, ¿verdad? —se mofó divertida.


Él asintió y murmuró:
—Qué interesante.


Ambos reían por aquello cuando de pronto se oyó a su lado:
—Uoooolaaaaaaaaaaaa, Paula la Loca.


Pedro y ella miraron hacia donde procedía la voz y ésta, al ver a uno de sus amigos, saludó:
—Uooolaaaaaa, Cobaya, ¿qué tal?


El tal Cobaya, un hipster moderno con barba, vestido con camisa a cuadros y pantalón vaquero caído, sonrió y respondió:
—He quedado con Lola y el Garbanzo en la acera de enfrente, pero he entrado a por una magdalena gigante. ¡Joder, aquí están de muerte! — Rio—. Iremos al local de ensayo. Nos han contratado para las fiestas de un pueblo de Madrid, ¿te apuntas?


—Ostras, qué bien, tío. ¿Lo sabe la peña? —preguntó Paula.


El Cobaya, tras dar un mordisco a su magdalena, asintió y con la boca llena dijo:
—Sí. ¡Será brutal!


Ambos rieron y Paula, al mirar a un descolocado Pedro, dijo:
—Pepe, te presento a Cobaya. Cobaya, él es Pepe


—Pedro —corrigió él.


Con diplomacia, fue a tenderle la mano cuando vio al tal Cobaya con el puño cerrado y le oyó decir:
—Venga va, tío, saludarse así es de carrozas. Choca los nudillos, colega, ¡es lo que se lleva!


Boquiabierto por aquello, Pedro cerró el puño como él y, tras chocar los nudillos, Cobaya dijo sonriendo:
—Eso está mejor, Pepe.


—Pedro —insistió.


Sin pedir permiso, el Cobaya echó hacia un lado la americana y se sentó en el sillón que Paula había dejado libre para hablar con ellos.


Durante varios minutos, Pedro fue testigo de cómo hablaban de música, amigos, cine y locuras. Oírlos reír le hizo sentirse mayor, desfasado y fuera de lugar.


Paula, sin percatarse de nada, parecía cómoda con la situación creada, pero él no podía estar más a disgusto. No sólo los separaba una generación. Los separaban mil cosas.


El tenerla sentado sobre él en aquel local delante de la gente lo estaba poniendo cardíaco, y ella parecía no darse cuenta. De pronto, y cuando creía que iba a explotar, el recién llegado se levantó y dijo:
—Pau la Loca, Pepe, os dejo. Acabo de ver al Garbanzo y a Lola. ¡Nos vemos!


—Ciao, Cobaya. ¡Hasta pronto, colega!





martes, 19 de mayo de 2020

MI DESTINO: CAPITULO 14





Esa tarde, cuando salió del hotel, decidió irse a tomar algo para meditar sobre lo ocurrido. Sin duda, se había vuelto loca. Ella no era una mojigata, pero... ¡liarse con el jefazo en su despacho clamaba al cielo! No era que la faltara un tornillo, ¡sino veinte mil!


Pensó en llamar a su amigo Pablo. Siempre la entendía y con él tenía una confianza extrema. Pero no. Tampoco podía hacerlo. Algo en ella se avergonzaba. Liarse con el superjefe era una de las cosas peor vistas por la gente y hasta ella misma se horrorizó. Si sus padres se enteraran, se querría morir de la vergüenza.


Pero, le gustara o no, era incapaz de dejar de pensar en él... en su boca, en sus ojos, en sus manos cuando la habían tocado, en sus palabras morbosas y llenas de deseo... Resopló. 


Sin duda aquel hombre sabía muy bien lo que se hacía. Se lo había demostrado en décimas de segundo y sólo con imaginarlo se acaloraba de nuevo.


Pedro, que como ella le estaba dando mil vueltas a lo ocurrido, intentó no cruzarse con la joven durante todo el día para no incomodarla, pero estuvo pendiente de su marcha. Cuando vio que ella salía del hotel, no lo dudó y la siguió a cierta distancia. Si antes pensaba en ella, tras lo sucedido, y tras haber probado sus besos, se había convertido en una loca necesidad.


Llovía como en Londres. En noviembre, el tiempo en Madrid era cambiante, y Paula, tras aparcar su coche en un parking público, caminó
bajo su paraguas por las calles de la capital hasta entrar en un Starbucks.


Pedro le pidió a su chófer que se marchara y, sin paraguas, anduvo tras ella; cuando la vio entrar en aquel local, la buscó a través de la cristalera. Mirarla, desearla y recrearse en lo ocurrido ese día se había convertido en su mayor afición. Cuando la localizó, empapado de agua, la vio recoger en una bandeja su pedido y dirigirse hacia el fondo.


Calado hasta los huesos, vio que ella buscaba una mesa libre mientras movía los hombros y la cabeza al compás de la música. Sin duda llevaba los auriculares puestos. Sonrió. 


Justamente aquella jovialidad, frescura y poca vergüenza eran lo que llamaba tanto su atención, y la observó sin ser visto.


Durante varios minutos, como un tonto bajo la lluvia, se planteó si entrar o no. Ella trabajaba para él. Lo ocurrido en su despacho había sido una insensatez. Él era su jefe y debía comportarse como tal. No debía proseguir con aquel complicado juego o se quemaría. Estaba recién divorciado. Apenas hacía cuatro meses que había recuperado su preciada libertad, pero era verla y obviar aquel detalle para querer conocerla.


Cinco minutos después, había decidido que lo mejor era marcharse y se dio la vuelta. Él no era así. Nunca había acosado a una mujer y, siendo quien era en aquel hotel, debía dar ejemplo en la empresa. Las relaciones entre los empleados estaban prohibidas. No. 


Definitivamente debía olvidar lo sucedido.


Pero, al igual que le había pasado a Paula cuando fue a coger el ascensor, de pronto Pedro se dio la vuelta y, con decisión, regresó sobre sus pasos y entró en el Starbucks. Deseaba estar con ella.


Fue hasta la caja y pidió un expreso en taza de cerámica. Él no bebía en recipientes de plástico.


Una vez lo pagó y la camarera se lo sirvió, dudó de nuevo.


¿Debía acercarse a ella?


La observó. Ella parecía enfrascada escribiendo en su iPad mientras escuchaba música. Ni siquiera se había percatado de su presencia. Como un bobo y con el traje empapado, caminó hacia un lateral del Starbucks, pero al final se dio la vuelta, tomó aire y se dirigió hacia ella.


Cuando estuvo a su lado, sin que ella aún hubiera levantado la cabeza, la saludó:
—Buenas tardes, Paula.


Pau ni se inmutó; continuó con su iPad y su música. Boquiabierto al verla tan abstraída, pensó qué hacer y finalmente extendió la mano y le tocó el hombro para llamar su atención.


Sobresaltada, lo miró y se quedó muda.


Durante unos segundos, sus ojos se encontraron, hasta que, señalando el sillón libre que había a su lado, él dijo:
—¿Puedo sentarme contigo?


Se quitó los auriculares tremendamente sorprendida y asintió.


Pero, bueno, ¿qué hacía él allí?


Pedro se acomodó a su lado y, al ver que ella hablaba por Facebook a través de su iPad, le preguntó:
—¿Te diviertes en las redes sociales?


Aún bloqueada por verlo a su lado, respondió acalorada al recordar, una vez más, lo ocurrido entre ellos.


—Sí.


Los nervios la atenazaron. ¿La había seguido?


Al mirarlo con detenimiento, vio que estaba empapado. No llevaba paraguas, y su traje, su pelo, su camisa... chorreaban. Pobre. Debía de estar congelado.


Durante un minuto que se hizo eterno, ambos se mantuvieron en silencio sumidos en sus propios pensamientos hasta que finalmente él, al ver el efecto que había causado en ella, se levantó y dijo:
—Lo siento. Te he interrumpido. Será mejor que me vaya.


Eso la hizo reaccionar y, agarrándolo del brazo, pidió:
—Quédate. No interrumpes nada.


Cuando él se volvió a sentar, ella apagó el iPad y, mirando la taza de cerámica que él llevaba, preguntó:
—¿Qué estás bebiendo?


—Un expreso, ¿y tú?


Paula contempló su vaso de plástico transparente donde ponía su nombre en rotulador negro y respondió:
—Un frappuccino de vainilla.


Él miró el vaso y, sorprendido, planteó:
—¿Está bueno servido en un recipiente de plástico?


Ella asintió y, cogiéndolo, lo puso delante de él y dijo:
—¿Quieres probarlo?


Pedro la miró y, sonriendo por primera vez, murmuró:
—No, gracias. Con el expreso tengo suficiente.


Nerviosa y desorientada por su presencia, dio un trago a su bebida.


—¿Qué haces aquí? —preguntó.


Cansado de sentirse como un quinceañero cuando en realidad era un infalible hombre de negocios londinense, pensó en qué decir, pero finalmente confesó.


—Te he seguido.


Paula se atragantó.


—¡¿Qué?!


—Quería estar contigo. —Incrédula, pestañeo, y él añadió—: No sé si debo disculparme por lo ocurrido hoy en el despacho, pero es verte y desear cosas que nunca pensé que desearía con una joven como tú.


—¿Como yo? ¿Qué quiere decir eso de «una joven como yo»?


Sin poder evitarlo, levantó una mano hacia el lado de la cabeza que Pau llevaba rapado y, tocándoselo, murmuró:
—Soy bastante mayor que tú y...


—Ah, vale —lo cortó—. Ya te entiendo.


Pedro sonrió y, rozándole el óvalo de la cara, dijo:
—Me atraes mucho. Tanto como para cometer la locura que he hecho hoy en mi despacho, pero también soy consciente de que hice algo que no debía.






MI DESTINO: CAPITULO 13





Exaltada, le dio al botón del ascensor varias veces. Debía huir de allí cuanto antes. La tentación, el morbo y el deseo gritaban en su interior que no los dejara así y, cuando las puertas de la cabina se abrieron, no se pudo mover. Su cuerpo le exigía, le rogaba, le pedía que regresara al despacho y acabara lo que no había sido capaz de terminar.


Se resistió durante unos segundos. Era una locura. Era su jefe máximo. No debía hacerlo. 


Pero al final, en lugar de meterse en el cubículo, se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos.


Esta vez entró sin llamar. Encontró a Pedro en la misma posición que lo había dejado y, cuando éste la miró, ella, sin hablar, caminó hacia él y se tiró a sus brazos.


Sin dudarlo, él la cogió. Aspiró el perfume de su pelo y enloqueció cuando la oyó decir cerca de su boca:
—Quiero ese beso. Dámelo.


Encantado por aquella efusividad y exigencia, acercó su boca y, con decisión, la devoró. 


Introdujo su lengua en ella y saboreó hasta su último aliento mientras la tenía en sus brazos y la sentía temblar de excitación.


Durante varios minutos, ambos se olvidaron del mundo, de quiénes eran y de cualquier cosa que no fueran ellos dos, sus bocas y el sonido de sus respiraciones.


Paula enredó sus dedos en el abundante pelo engominado de él y, enardecida, se lo revolvió, mientras notaba cómo él la apoyaba contra la pared y le metía las manos por debajo de la falda del uniforme para tocarle con posesión las nalgas.


«Dios... Dios... Diossssss, ¡qué placer!», pensó arrebatada al sentirse entre sus brazos.


Extasiada por lo que aquel hombre le hacía experimentar, se dejó llevar. Nunca ninguno de los chicos con los que había estado la había besado con tanto deleite, ni tocado con tanta posesión, y un jadeo escapó de su cuerpo cuando él, separando su boca de la de ella unos milímetros, murmuró:
—Te arrancaría las bragas, te separaría los muslos y te haría mía contra esta pared, luego sobre la mesa y seguramente en mil sitios más.
¿Lo permitirías, Paula?


Excitada, calcinada y exaltada al oír a aquel hombre decir aquella barbaridad tan morbosa, se olvidó de todo decoro y asintió. Sí... sí... sí...
quería que le hiciera todo aquello. Lo anhelaba.


Sin demora, la mano de Pedro agarró un lateral de sus bragas y tiró de ellas con suavidad para clavárselas en la piel. Ella jadeó.


—Hazme saber lo que te gusta para poder darte el máximo placer, Paula.


Esas calientes palabras y los movimientos de su mano enredada en sus bragas la volvieron loca. Inconscientemente, un nuevo jadeo cargado de tensión salió de su boca y tembló de morbo al sentir que un experto en aquella linde era quien guiaba la acción y la iba a hacer disfrutar.


No hacía falta hablar. Ambos sabían a qué jugaban y qué querían... hasta que sonó el teléfono de la mesa del despacho y, de pronto, la magia creada se rompió en mil pedazos.


Separaron sus lenguas y posteriormente sus bocas para mirarse. La mano de él soltó las bragas, mientras sus respiraciones desacompasadas les hacían saber el deseo que sentían el uno por el otro.


De repente Pau pensó en su padre. Si él se enterara de lo que estaba haciendo con su jefe en aquel despacho, se llevaría una tremenda decepción. Él no la había criado para eso y, temblorosa, susurró:
—Creo... creo que es mejor que paremos.


Pedro la miró. Si por él fuera, la desnudaría en un instante para continuar con lo que deseaba con todas sus fuerzas, pero, como no quería hacer nada que ella no deseara, murmuró:
—Tienes razón. Éste no es el mejor sitio para lo que estamos haciendo.


Paula asintió rápidamente y afirmó:
—No, no lo es.


Con pesar, Pedro la bajó al suelo y, una vez la hubo soltado, se tocó el pelo para peinárselo; cuando fue a decir algo, ella se dio la vuelta y se marchó. Necesitaba salir de allí. El calor y la vergüenza por lo ocurrido con él apenas la dejaban respirar y corrió hacia la escalera; no quería esperar el ascensor.


Cuando llegó a las cocinas, fue hacia el fregadero, se llenó un vaso de agua y se lo bebió.


¿Qué había hecho?


Por el amor de Dios, ¡se había liado con el jefazo!


Sus labios aún hinchados por los fogosos besos de aquel hombre todavía le escocían cuando oyó a su jefe de sala decirle:
—Vamos, Paula, regresa al restaurante. Te necesitan.



Soltó el vaso, se arregló la falda y, levantando el mentón, volvió a su trabajo. No era momento de pensar, sólo de currar.