martes, 19 de mayo de 2020
MI DESTINO: CAPITULO 13
Exaltada, le dio al botón del ascensor varias veces. Debía huir de allí cuanto antes. La tentación, el morbo y el deseo gritaban en su interior que no los dejara así y, cuando las puertas de la cabina se abrieron, no se pudo mover. Su cuerpo le exigía, le rogaba, le pedía que regresara al despacho y acabara lo que no había sido capaz de terminar.
Se resistió durante unos segundos. Era una locura. Era su jefe máximo. No debía hacerlo.
Pero al final, en lugar de meterse en el cubículo, se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos.
Esta vez entró sin llamar. Encontró a Pedro en la misma posición que lo había dejado y, cuando éste la miró, ella, sin hablar, caminó hacia él y se tiró a sus brazos.
Sin dudarlo, él la cogió. Aspiró el perfume de su pelo y enloqueció cuando la oyó decir cerca de su boca:
—Quiero ese beso. Dámelo.
Encantado por aquella efusividad y exigencia, acercó su boca y, con decisión, la devoró.
Introdujo su lengua en ella y saboreó hasta su último aliento mientras la tenía en sus brazos y la sentía temblar de excitación.
Durante varios minutos, ambos se olvidaron del mundo, de quiénes eran y de cualquier cosa que no fueran ellos dos, sus bocas y el sonido de sus respiraciones.
Paula enredó sus dedos en el abundante pelo engominado de él y, enardecida, se lo revolvió, mientras notaba cómo él la apoyaba contra la pared y le metía las manos por debajo de la falda del uniforme para tocarle con posesión las nalgas.
«Dios... Dios... Diossssss, ¡qué placer!», pensó arrebatada al sentirse entre sus brazos.
Extasiada por lo que aquel hombre le hacía experimentar, se dejó llevar. Nunca ninguno de los chicos con los que había estado la había besado con tanto deleite, ni tocado con tanta posesión, y un jadeo escapó de su cuerpo cuando él, separando su boca de la de ella unos milímetros, murmuró:
—Te arrancaría las bragas, te separaría los muslos y te haría mía contra esta pared, luego sobre la mesa y seguramente en mil sitios más.
¿Lo permitirías, Paula?
Excitada, calcinada y exaltada al oír a aquel hombre decir aquella barbaridad tan morbosa, se olvidó de todo decoro y asintió. Sí... sí... sí...
quería que le hiciera todo aquello. Lo anhelaba.
Sin demora, la mano de Pedro agarró un lateral de sus bragas y tiró de ellas con suavidad para clavárselas en la piel. Ella jadeó.
—Hazme saber lo que te gusta para poder darte el máximo placer, Paula.
Esas calientes palabras y los movimientos de su mano enredada en sus bragas la volvieron loca. Inconscientemente, un nuevo jadeo cargado de tensión salió de su boca y tembló de morbo al sentir que un experto en aquella linde era quien guiaba la acción y la iba a hacer disfrutar.
No hacía falta hablar. Ambos sabían a qué jugaban y qué querían... hasta que sonó el teléfono de la mesa del despacho y, de pronto, la magia creada se rompió en mil pedazos.
Separaron sus lenguas y posteriormente sus bocas para mirarse. La mano de él soltó las bragas, mientras sus respiraciones desacompasadas les hacían saber el deseo que sentían el uno por el otro.
De repente Pau pensó en su padre. Si él se enterara de lo que estaba haciendo con su jefe en aquel despacho, se llevaría una tremenda decepción. Él no la había criado para eso y, temblorosa, susurró:
—Creo... creo que es mejor que paremos.
Pedro la miró. Si por él fuera, la desnudaría en un instante para continuar con lo que deseaba con todas sus fuerzas, pero, como no quería hacer nada que ella no deseara, murmuró:
—Tienes razón. Éste no es el mejor sitio para lo que estamos haciendo.
Paula asintió rápidamente y afirmó:
—No, no lo es.
Con pesar, Pedro la bajó al suelo y, una vez la hubo soltado, se tocó el pelo para peinárselo; cuando fue a decir algo, ella se dio la vuelta y se marchó. Necesitaba salir de allí. El calor y la vergüenza por lo ocurrido con él apenas la dejaban respirar y corrió hacia la escalera; no quería esperar el ascensor.
Cuando llegó a las cocinas, fue hacia el fregadero, se llenó un vaso de agua y se lo bebió.
¿Qué había hecho?
Por el amor de Dios, ¡se había liado con el jefazo!
Sus labios aún hinchados por los fogosos besos de aquel hombre todavía le escocían cuando oyó a su jefe de sala decirle:
—Vamos, Paula, regresa al restaurante. Te necesitan.
Soltó el vaso, se arregló la falda y, levantando el mentón, volvió a su trabajo. No era momento de pensar, sólo de currar.
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