sábado, 25 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 32




Los días pasaban y a veces quería creer que lo había olvidado. Pero entonces él volvía de la oficina y Paula recordaba el beso con detalle, como si acabara de dárselo. Sin embargo, Pedro
parecía distante, avergonzado. Y eso la molestaba. Y la ponía de mal humor.


–¿Qué te pasa? –Le preguntó una noche


–Nada.


–Por favor, no me hagas adivinar –suspiró Pedro–. He tenido un día muy difícil y no me apetece jugar. ¿Por qué no me dices qué te pasa?


Ah, sí, como que iba a contárselo. «Pues mira, Pedro, resulta que estoy desesperadamente enamorada de ti y esto es un poco frustrante. Sé que no te gusto nada, pero ¿te importaría llevarme a la cama y hacerme el amor?».


Paula estuvo tentada de decirlo para provocar alguna expresión, un grito, algo, pero no estaba loca. De modo que decidió aplastar las patatas para el puré como si quisiera matarlas.


–No me pasa nada. Sólo estoy haciendo mi trabajo.


Pedro se aflojó la corbata.


–Tu trabajo no incluye que te portes como una esposa enfadada.


–No, es verdad –asintió Paula–. Incluye hacerte la cena y cuidar de tu hija. No tengo tiempo para portarme como una esposa y menos como una esposa enfadada.


Él suspiró de nuevo.


–Si quieres tomarte un día libre, puedes decirlo con toda tranquilidad.


–Mira, no estoy de humor –replicó ella–. ¿Hay alguna cláusula en mi contrato en la que dice que debo ser Mary Poppins todo el tiempo?


–Si estás de mal humor, sería bueno que te tomases la noche libre.


–Ya es un poco tarde. Además, voy a salir mañana.


–¿Ah, sí? ¿Con quién? –preguntó Pedro entonces.


–Contigo. Vamos a tomar una copa con la vecina.


–¿Qué vecina?


–Laura. Ha vuelto de viaje y quería invitarte a una copa.


Laura era una alegre divorciada con un brillo depredador en los ojos, o eso le pareció a Paula cuando llamó a la puerta para invitarlos a tomar una copa. Bueno, en realidad quería invitar a Pedro. Y no le hizo ninguna gracia encontrarla en casa. Y mucha menos cuando vio el anillo de compromiso.


–Le habrás dicho que tengo cosas que hacer.


–Pues no, le he dicho que iríamos los dos.


–¿Porqué?


–Porque, aunque pareces haberlo olvidado, tú y yo estarlos prometidos a todos los efectos.


–¡Estamos fingiendo estar prometidos!


Paula se puse colorada.


–Ya sabes lo que quiero decir.


–Y sólo cuando Estela llegue a Londres –siguió Pedro, enfadado–. No hay por qué involucrar a los vecinos en esta historia.


–No he involucrado a nadie. Laura ha venido para invitarte a una copa, aunque sin duda tenía en mente una cita íntima, y sería muy raro que no fuera yo siendo tu prometida. ¿No te parece?


–¿Y cómo sabe que eres mi prometida?


–Porque ha visto el anillo. Las mujeres nos fijamos en esas cosas.


–Podrías haber dicho que estabas prometida con otro.


–Ah, vaya, hombre. Perdona. Es que se me da mal la telepatía y no sé a quién debo contárselo y a quién no. ¿Por qué te preocupa tanto que Laura nos crea prometidos? –le espetó Paula.


Pedro se estaba sirviendo un whisky.


–El problema es que he estado evitando a esa mujer desde que descubrió que yo era viudo.
Siempre le he dado a entender que no estaba preparado para otra relación.


–Bueno, pues dile que cambiaste de opinión al conocerme.


–Genial. Y cuanto tú te vayas tendré que decirle que hemos roto el compromiso, ¿no? Y entonces pensará que estoy disponible.


–Mira, ¿sabes una cosa? Vas a tener que aprender a decir que no, en lugar de esconderte. Y no creo que te sea tan difícil. ¡Decir que no es tu especialidad!


Pedro la miró, sorprendido.


–¿Qué quieres decir con eso?


–Que no es fácil acercarse a ti –contestó ella, poniéndose el guante del horno–. Esa Laura debe de ser muy valiente si se atreve a insistir contigo. La mayoría de las mujeres te tendrían pánico.


–Yo diría que a ti no te doy pánico –replicó Pedro.


–Porque me hago la dura. Ya te dije que se me daba bien actuar.


–Pues debes de ser mejor de lo que yo pensaba.


Se estaban mirando a los ojos y, Paula estaba segura, los dos pensaban en el beso. Era tan
vívido


–Creo que podríamos intentarlo –contestó, aclarándose la garganta–. Sólo sería parte del
trabajo. No significa nada.


–Claro –murmuró Pedro.


–Cerraré los ojos y pensaré en el dinero extra.


–Sí, ya veo que no vas a tomártelo en serio –dijo él entonces, muy serio.


¿Qué había dicho? ¿Habría metido la pata? 


Pensaba que se alegraría al ver que no se lo tomaba en serio. No quería comprometerlo. Paula dejó escapar un suspiro. No sabía si ponerse a gritar o decirle que lo que ella quería era abrazarlo, besarlo, estar con él para siempre...


Apartando la mirada para no complicar las cosas, Paula se inclinó para meter la bandeja en el horno.


 –Es posible.


–¿De verdad le has dicho que iríamos a tomar una copa mañana?


–De verdad. Pero cuando Laura descubrió que estábamos «prometidos», dijo que invitaría a
otros vecinos. Puede que hasta lo pasemos bien.


Él emitió una especie de gruñido.


–Hablar de cosas que no me importan con gente que no me interesa va a ser divertidísimo.


–Por favor... puede que conozcas a alguien interesante.


–¿Y Ariana?


Paula levantó los ojos al cielo.


–Sólo vamos a casa de la vecina durante un par  de horas. Ariana podría venir con nosotros... o
puedo decirle a Isabel que se pase por aquí. Seguro que no le importaría. Además, ya le he dicho que sí y ahora no podemos echarnos atrás –dijo Paula, harta de la discusión–. Intenta llegar un poco antes mañana, Pedro. Hemos quedado a las seis.


CITA SORPRESA: CAPITULO 31





Pero Ariana se negaba a abandonar.


–Sería mejor un anillo de diamantes. Cuando la tía Estela vea esa cosa tan vieja no se creerá
que estás enamorado de Paula.


Paula miró su anillo. ¿Esa cosa vieja?


Pedro miró a su hija, exasperado.


–Tendremos que hacérselo creer.


–¿Cómo?


–Pues... le diré que estoy enamorado de ella.


–No creo que eso sea suficiente –replicó Ariana–. Ya sabes cómo es.


–Ya se me ocurrirá algo. Bueno, vamos a poner la mesa.


–Tendrás que besarla –insistió la niña.


–Posiblemente.


Paula se dedicó a pelar patatas para no tener que mirar a nadie.


–¿La has besado alguna vez? –siguió Ariana.


–Eso no es asunto tuyo –replicó su padre.


–Es que a lo mejor necesitas practicar.


–Pues no vamos a practicar ahora. Vamos a cenar y si sigues poniéndote tan pesada, te irás a la cama.


Mientras cenaban, Ariana era la única que parecía relajada. Paula no dejaba de pensar en la posibilidad de besar a Pedro. Y no le importaría nada practicar. «Por favor, por favor, que me bese».


Mientras Pedro llevaba a la niña a su habitación, ella se quedó limpiando la cocina. Pero cuando
volvió, por supuesto, no volvió a mencionar el tema del beso. Simplemente la ayudó a limpiar sin acercarse siquiera.


Frustrada, Paula pensó en sacar el tema. Le daba vergüenza, pero el silencio era tan incómodo... además, los dos eran adultos, se dijo. ¿Por qué no podía hablar de ello? Era precisamente de lo que deberían hablar si querían engañar a Estela.


–He estado pensando en lo que ha dicho Ariana.


–¿A qué te refieres? –preguntó Pedro, mientras colocaba los vasos en el armario–. Es increíble lo que habla esa niña. No para.


–Sobre la visita de tu hermana.


–Ah.


–Ariana ha sugerido que practicásemos lo del beso –se atrevió a decir Paula.


–¿Y tú qué piensas? –preguntó él, sin poder disimular una sonrisa.


–Creo que deberíamos hacerlo. Esta farsa no valdrá de nada si tu hermana se da cuenta de que no nos hemos tocado nunca.


–Sí, supongo que tienes razón –admitió Pedro, con desgana.


Paula apretó los labios. Genial. Parecía una tarea desagradable para él.


–No será fácil para ninguno de los dos –dijo, enfadada con él y consigo misma–. Creo que sería más fácil que nos besáramos por primera vez... a solas.


Pedro cerró el armario y se cruzó de brazos.


–Entonces, ¿quieres que te bese?


«Sí».


–No quiero que me beses –mintió Paula–. Sólo sugiero que sería más sensato hacerlo por primera vez sin público. Para practicar, como dice tu hija.


–Muy bien. ¿Lo hacemos ahora?


–¿Ahora? –a Paula empezaron a temblarle las piernas:


–¿Por qué no? ¡Estupendo! ¿no?


–Muy bien.


Pedro se acercó y le quitó los platos de, la mano. 


–¿Lo hacemos?


Paula tenía un nudo en la garganta, de modo que se limitó a asentir con la cabeza. Pedro la tomó por la cintura y ella levantó la cara, pero se dieron un golpe en la nariz.


–Menos mal que vamos a practicar –murmuró, intentando reírse, aunque le salió más bien un
graznido.


–¿Lo intentamos otra vez?


–Sí.


Pedro la miró a los ojos. Encerrada en su mirada gris, Paula se quedó quieta mientras él tomaba su cara entre las manos.


Aquella vez les salió bien. Tan bien que sintió como si el suelo cediera bajo sus pies.


Temblando, se sujetó a sus brazos. Pedro volvió a besarla y... y entonces todo fue un poco confuso.


Paula no sabía muy bien lo que había pasado, pero los brazos de Pedro rodeaban su cintura y ella le había echado los suyos al cuello. Siempre le pareció que el trazo de sus labios, aunque erótico, era un poco frío... pero cuando la besaba, sus labios eran cálidos, calientes. Ardientes.


La caricia era tan intensa que casi le daba miedo. No quería apartarse pero temía que, de no hacerlo, Pedro se daría cuenta de lo que sentía por él. Quizá intuyó su confusión o quizá también él estaba sorprendido, porque levantó la cara. Se miraron a los ojos un momento y entonces dio un paso atrás.


Paula tuvo que sujetarse a la mesa. Estaba desorientada y su corazón latía como si quisiera salirse de su pecho.


–Bueno... –empezó a decir él.


–Eso... ha estado mejor –consiguió decir ella.


La expresión en el rostro de Pedro era suficiente para devolverla a la tierra. Lo único que podían hacer era tratar el tema como si no fuera nada importante. Evidentemente, a Pedro Alfonso el beso no lo había afectado en absoluto.


–Sí, supongo que sí.


–Al menos sabemos que podemos hacerlo.


–Sí.


¿Qué debía hacer?, se preguntó Paula. ¿Decirle que no volvería a pasar? ¿Que había tenido novios que besaban mejor?


–Tengo que escribir algunas cartas –dijo él entonces como si nunca la hubiera besado, como si nunca la hubiera envuelto en sus brazos–. Estaré en mi estudio si necesitas algo.


Paula lo observó salir de la cocina, aún desorientada y trémula de deseo. Quizá debería llamar a la puerta del estudio y decirle: «Necesito que subamos a la habitación para hacer el amor durante toda la noche».


Pero no lo haría, por supuesto. No podía necesitarlo de esa forma.


Pensar en la expresión de Pedro después de besarla le encogía el corazón. El beso había sido un error. Aunque no se lo pareció mientras lo estaban haciendo.


Pero Pedro claramente no había sentido nada. 


Cuando por fin conseguían hablar como si fueran viejos amigos, ese beso lo había estropeado todo. Seguro que no iba a salir de su estudio para hablar del asunto. Seguro que él no había leído revistas en las que se decía que la base de una relación era la comunicación.


Aunque ellos no tenían una relación, tuvo que recordarse Paula a sí misma. Ella tenía un trabajo y él una hermana a la que quería engañar. Pero esas no eran bases sólidas para una relación.


Sin embargo, seguía esperando que ocurriera el milagro, que Pedro saliera de su estudio, que le dijese: «Quiero que repitamos el beso». Pero no.




CITA SORPRESA: CAPITULO 30




Pedro quería pedir comida china por teléfono, pero Paula estaba decidida a probar que era una
magnífica ama de llaves.


–Será mejor que me gane el sueldo.


No había mucho en la nevera, pero sí lo suficiente como para hacer un plato de pasta. No era nada, pero Pedro y Ariana se lo agradecieron como si hubiera hecho algo digno de la guía Michelin.


–Creo que en esta casa no se come muy bien. Y eso tiene que cambiar.


A las nueve, Ariana empezó a cerrar los ojos.


–Hora de irse a la cama, jovencita –dijo Pedro–. Mañana tienes que ir al colegio.


Después de comprobar que se había lavado los dientes y conseguir que, por fin, apagara la luz, Pedro y Paula bajaron a la cocina. Solos. Con Derek.


Por acuerdo tácito se quedaron allí, en lugar de ir al saloncito. Pero Paula sólo podía pensar en echarle los brazos al cuello y besarlo hasta que pudiera borrar su gesto de cansancio.


–Espero que todo esto no te incomode. La situación, quiero decir.


–Claro que no –sonrió Paula, como si no la turbase en absoluto estar a solas con él. De noche.


En su casa.


Pedro miró alrededor.


–Un trabajo como éste no puede ser muy divertido para una chica como tú.


–Eso depende de qué clase de chica creas que soy.


Él consideró el asunto un momento.


–Una chica a quien le gusta pasarlo bien. Tienes muchos amigos y supongo que encontrarás
aburrido estar todo el día en casa.


–Será más divertido que ir a la oficina. Además, me gusta cocinar y arreglar el jardín. Y tengo
que sacar a Derek, jugar con Ariana cuando vuelva del colegio... en fin, no creo que me aburra.


–Estoy seguro de que podrías encontrar un trabajo mucho mejor.


–No me apetece buscar un trabajo mejor. La verdad, no tengo muchas ambiciones profesionales.


–¿No?


–Me da un poco de vergüenza admitirlo, pero lo que siempre he querido es encontrar a alguien especial. Tener hijos y una casa que pudiera convertir en un hogar. No es mucho pedir, ¿verdad?


La expresión de Pedro era, como siempre, indescifrable.


–No.


–Paola e Isabel creen que me aburriría, pero me encantaría hacer mermelada, tener rosales, ir a buscar a mis hijos al colegio... por eso me llevé una desilusión con Sebastian. Yo creía que iba a tener todo eso con él. Fue una tontería, por supuesto –siguió Paula, mirando la taza de café para no mirar a Pedro–. Sebastian no estaba interesado en tener hijos y mucho menos en sentar la cabeza. Y me dolió tanto descubrir qué clase de persona era... Yo tenía muchos sueños.


–Es duro despedirse de los sueños –asintió él.


–¿Así era tu vida con Ana? ¿Como un sueño?


–Ahora me parece un sueño. Supongo que no pudo ser tan perfecto, pero ya sabes que la memoria hace esos trucos... Sólo recuerdo lo especial que era estar con ella.


–Has tenido suerte... bueno, perdona, seguramente no crees haberla tenido –dijo Paula entonces, avergonzada.


–Entiendo lo que quieres decir. Y sí, la verdad es que tuve suerte. Mucha gente nunca encuentra lo que tuvimos Ana y yo. A veces ni yo mismo lo creo. Y, según la estadística, es muy improbable que vuelva a encontrarlo. Eso es lo que duele; haber sido tan feliz y saber que no podré volver a serlo.


Aquella noche Paula no pudo dormir pensando en la expresión de Pedro mientras hablaba de su mujer. Era horrible sentir envidia de una persona muerta, pero no podía dejar de pensar en Ana y en cuánto la había querido su marido.


«Eso es lo que duele, haber sido tan feliz y saber que no podré volver a serlo».


Era absurdo soñar que ella pudiera ser su segunda oportunidad. Las estadísticas decían que era imposible, ¿no?


Paula cerró los ojos, angustiada. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué se enamoraba siempre de
hombres imposibles?


Aquel trabajo era una oportunidad de estar con él, pero empezó a preguntarse si no hubiera
sido mejor decirle adiós.


Sin embargo, ya era demasiado tarde para eso. 


Si no podía hacerlo feliz, al menos podía intentar que durante aquel mes su vida fuera lo más agradable posible. Y si fingirse su prometida
delante de Estela le quitaba un problema de encima, mejor.


Le resultó raro no ir a la oficina al día siguiente, pero se le pasó el día volando. Llevó a Ariana al colegio, paseó con Derek, limpió la casa, hizo la compra... y de repente ya eran las cinco. 


Tenía que ir a buscar a la niña al colegio.


Cuando Pedro volvió aquella tarde, estaban las dos en la cocina. Paula haciendo la cena y Ariana, los deberes. Pedro se inclinó para besar a su hija y luego la miró a ella. ¿Qué iba a hacer, besarla?


No, era una tontería.


–¿Qué tal el día? –preguntó Paula. Y después hizo una mueca. Por favor... sólo le faltaba darle las zapatillas.


–Bien. Mucho trabajo.


–¿Qué tal está Alicia?


–Está bien.


–Entonces, ¿no me has echado de menos?


–La verdad es que sí.


El corazón de Paula dio un vuelco.


–¿De verdad? –preguntó, volviéndose con el cucharón en la mano.


–De verdad.


La había echado de menos. No lo decía por decir, la había de menos. Muy bien, era una
pequeña fracción de lo que sintió por Ana, pero al menos no le era por completo indiferente.


Entonces sonó el teléfono y, nerviosa, estuvo a punto de dejar caer el cucharón.


–Hola, tía Estela –dijo Ariana, la más rápida en descolgar–. Sí, está aquí... está hablando con
Paula.


Ariana sonrió mientras le pasaba el teléfono a su padre. Paula, sin dejar de cocinar, lo oyó
asentir y decir mucho: «Sí». Evidentemente, su hermana llevaba la voz cantante.


–No, no puedes hablar con ella ahora. No quiero que la interrogues por teléfono... no, no vamos a casarnos mientras tú estás en Londres. No tenemos ninguna prisa. Paula vive aquí ahora
y estamos muy contentos...


Unos segundos después colgó, suspirando.


–¡Mi hermana! En fin, ya sabe que estamos comprometidos. Espero que no te eches atrás.


–No voy a echarme atrás.


–Menos mal –dijo él, acercándose–. Dame la mano. No, la otra.


Ella tuvo que disimular un escalofrío cuando Pedro tomó su mano para ponerle un anillo.


–¿Qué te parece?


Casi parecía nervioso esperando su respuesta. 


Pero no podía ser.


Era un anillo antiguo, con un topacio rodeado de perlitas montado sobre una banda de oro.


–Es precioso –murmuró Paula, sorprendida. 


Ariana parecía menos impresionada.


–Tendría que haber sido un anillo de diamantes, papá.


–A Paula no le pegan los diamantes –replicó Pedro–. Son demasiado fríos.


Ella se mordió los labios, tan nerviosa que no sabía qué hacer para que no le temblase la mano.


–Debe de haberte costado carísimo.


–Valdrá la pena si mi hermana me deja en paz. ¿Te gusta de verdad?


–Me encanta –contestó Paula.


–Podría comprarte uno de diamantes... si quieres.


–No, no quiero diamantes. Éste es perfecto.