sábado, 25 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 30




Pedro quería pedir comida china por teléfono, pero Paula estaba decidida a probar que era una
magnífica ama de llaves.


–Será mejor que me gane el sueldo.


No había mucho en la nevera, pero sí lo suficiente como para hacer un plato de pasta. No era nada, pero Pedro y Ariana se lo agradecieron como si hubiera hecho algo digno de la guía Michelin.


–Creo que en esta casa no se come muy bien. Y eso tiene que cambiar.


A las nueve, Ariana empezó a cerrar los ojos.


–Hora de irse a la cama, jovencita –dijo Pedro–. Mañana tienes que ir al colegio.


Después de comprobar que se había lavado los dientes y conseguir que, por fin, apagara la luz, Pedro y Paula bajaron a la cocina. Solos. Con Derek.


Por acuerdo tácito se quedaron allí, en lugar de ir al saloncito. Pero Paula sólo podía pensar en echarle los brazos al cuello y besarlo hasta que pudiera borrar su gesto de cansancio.


–Espero que todo esto no te incomode. La situación, quiero decir.


–Claro que no –sonrió Paula, como si no la turbase en absoluto estar a solas con él. De noche.


En su casa.


Pedro miró alrededor.


–Un trabajo como éste no puede ser muy divertido para una chica como tú.


–Eso depende de qué clase de chica creas que soy.


Él consideró el asunto un momento.


–Una chica a quien le gusta pasarlo bien. Tienes muchos amigos y supongo que encontrarás
aburrido estar todo el día en casa.


–Será más divertido que ir a la oficina. Además, me gusta cocinar y arreglar el jardín. Y tengo
que sacar a Derek, jugar con Ariana cuando vuelva del colegio... en fin, no creo que me aburra.


–Estoy seguro de que podrías encontrar un trabajo mucho mejor.


–No me apetece buscar un trabajo mejor. La verdad, no tengo muchas ambiciones profesionales.


–¿No?


–Me da un poco de vergüenza admitirlo, pero lo que siempre he querido es encontrar a alguien especial. Tener hijos y una casa que pudiera convertir en un hogar. No es mucho pedir, ¿verdad?


La expresión de Pedro era, como siempre, indescifrable.


–No.


–Paola e Isabel creen que me aburriría, pero me encantaría hacer mermelada, tener rosales, ir a buscar a mis hijos al colegio... por eso me llevé una desilusión con Sebastian. Yo creía que iba a tener todo eso con él. Fue una tontería, por supuesto –siguió Paula, mirando la taza de café para no mirar a Pedro–. Sebastian no estaba interesado en tener hijos y mucho menos en sentar la cabeza. Y me dolió tanto descubrir qué clase de persona era... Yo tenía muchos sueños.


–Es duro despedirse de los sueños –asintió él.


–¿Así era tu vida con Ana? ¿Como un sueño?


–Ahora me parece un sueño. Supongo que no pudo ser tan perfecto, pero ya sabes que la memoria hace esos trucos... Sólo recuerdo lo especial que era estar con ella.


–Has tenido suerte... bueno, perdona, seguramente no crees haberla tenido –dijo Paula entonces, avergonzada.


–Entiendo lo que quieres decir. Y sí, la verdad es que tuve suerte. Mucha gente nunca encuentra lo que tuvimos Ana y yo. A veces ni yo mismo lo creo. Y, según la estadística, es muy improbable que vuelva a encontrarlo. Eso es lo que duele; haber sido tan feliz y saber que no podré volver a serlo.


Aquella noche Paula no pudo dormir pensando en la expresión de Pedro mientras hablaba de su mujer. Era horrible sentir envidia de una persona muerta, pero no podía dejar de pensar en Ana y en cuánto la había querido su marido.


«Eso es lo que duele, haber sido tan feliz y saber que no podré volver a serlo».


Era absurdo soñar que ella pudiera ser su segunda oportunidad. Las estadísticas decían que era imposible, ¿no?


Paula cerró los ojos, angustiada. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué se enamoraba siempre de
hombres imposibles?


Aquel trabajo era una oportunidad de estar con él, pero empezó a preguntarse si no hubiera
sido mejor decirle adiós.


Sin embargo, ya era demasiado tarde para eso. 


Si no podía hacerlo feliz, al menos podía intentar que durante aquel mes su vida fuera lo más agradable posible. Y si fingirse su prometida
delante de Estela le quitaba un problema de encima, mejor.


Le resultó raro no ir a la oficina al día siguiente, pero se le pasó el día volando. Llevó a Ariana al colegio, paseó con Derek, limpió la casa, hizo la compra... y de repente ya eran las cinco. 


Tenía que ir a buscar a la niña al colegio.


Cuando Pedro volvió aquella tarde, estaban las dos en la cocina. Paula haciendo la cena y Ariana, los deberes. Pedro se inclinó para besar a su hija y luego la miró a ella. ¿Qué iba a hacer, besarla?


No, era una tontería.


–¿Qué tal el día? –preguntó Paula. Y después hizo una mueca. Por favor... sólo le faltaba darle las zapatillas.


–Bien. Mucho trabajo.


–¿Qué tal está Alicia?


–Está bien.


–Entonces, ¿no me has echado de menos?


–La verdad es que sí.


El corazón de Paula dio un vuelco.


–¿De verdad? –preguntó, volviéndose con el cucharón en la mano.


–De verdad.


La había echado de menos. No lo decía por decir, la había de menos. Muy bien, era una
pequeña fracción de lo que sintió por Ana, pero al menos no le era por completo indiferente.


Entonces sonó el teléfono y, nerviosa, estuvo a punto de dejar caer el cucharón.


–Hola, tía Estela –dijo Ariana, la más rápida en descolgar–. Sí, está aquí... está hablando con
Paula.


Ariana sonrió mientras le pasaba el teléfono a su padre. Paula, sin dejar de cocinar, lo oyó
asentir y decir mucho: «Sí». Evidentemente, su hermana llevaba la voz cantante.


–No, no puedes hablar con ella ahora. No quiero que la interrogues por teléfono... no, no vamos a casarnos mientras tú estás en Londres. No tenemos ninguna prisa. Paula vive aquí ahora
y estamos muy contentos...


Unos segundos después colgó, suspirando.


–¡Mi hermana! En fin, ya sabe que estamos comprometidos. Espero que no te eches atrás.


–No voy a echarme atrás.


–Menos mal –dijo él, acercándose–. Dame la mano. No, la otra.


Ella tuvo que disimular un escalofrío cuando Pedro tomó su mano para ponerle un anillo.


–¿Qué te parece?


Casi parecía nervioso esperando su respuesta. 


Pero no podía ser.


Era un anillo antiguo, con un topacio rodeado de perlitas montado sobre una banda de oro.


–Es precioso –murmuró Paula, sorprendida. 


Ariana parecía menos impresionada.


–Tendría que haber sido un anillo de diamantes, papá.


–A Paula no le pegan los diamantes –replicó Pedro–. Son demasiado fríos.


Ella se mordió los labios, tan nerviosa que no sabía qué hacer para que no le temblase la mano.


–Debe de haberte costado carísimo.


–Valdrá la pena si mi hermana me deja en paz. ¿Te gusta de verdad?


–Me encanta –contestó Paula.


–Podría comprarte uno de diamantes... si quieres.


–No, no quiero diamantes. Éste es perfecto.




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