sábado, 18 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 7




Paula se sintió culpable por haber dicho esas cosas de él, pero ¿cómo iba a saber que su brusquedad escondía un corazón roto?


Los otros, ajenos a la verdad, seguían promocionándola.


–Paula es una gran comunicadora –estaba diciendo Gabriel. Era la clase de frase que sólo decía alguien que había pasado mucho tiempo en Estados Unidos–. Se lleva fenomenal
con la gente.


–No sólo con la gente –intervino Jonathan–. También es muy buena con los animales. ¿Te acuerdas de aquel perro en el bar, Paola?


–Ah, sí –sonrió su amiga, fingiendo un escalofrío.


–A veces me despierto con sudores fríos recordándolo –siguió Jonathan–. Paula se
enfrentó con un skin head cubierto de tatuajes que estaba pegando a su perro. Le dijo que la gente como él no debía tener animales y se llevó al perro mientras los demás nos quedábamos boquiabiertos.


Pedro la miró, sorprendido. 


–¿Qué fue del perro?


–Era un alsaciano al que yo no me habría acercado ni muerto, pero con Paula era como un cachorro. Por cierto, ¿qué fue de él? –preguntó Jonathan.


–Vive en casa de mis padres. Y ahora está gordo como una vaca.


–¿Tú crees que el perro quería separarse de su dueño? –preguntó Pedro.


–Me imagino que sí. A nadie le gusta que le peguen –contestó Paula–. Además, alguien tenía que hacer algo.


De repente, todos se quedaron en silencio.


–Un consejo –dijo entonces Gabriel–. Paula parece encantadora, pero no se te ocurra maltratar a un animal si ella está cerca o te meterás en un buen lío. Tiene muy mal genio cuando se trata de los animales.


–Intentaré acordarme.


–Lo que Paula necesita –ahora era Paola quien hablaba– es una casa en el campo donde pueda tener pollos, perros y todo tipo de animales abandonados.


–De eso nada –objetó ella.


Una casa en el campo no estaría mal, pero eso de «lo que necesita Paula» sonaba a solterona que buscaba marido. Ella no estaba buscando marido desesperadamente... y menos un marido como Pedro Alfonso.


–En realidad, yo soy una chica de ciudad. Aún no estoy preparada para hacer mermeladas. Yo estaba pensando en un trabajo de Relaciones Públicas... –Paula no pudo terminar la frase porque todos, incluido Pedro, se echaron a reír.


–¿Qué os hace tanta gracia?


–Cariño, no eres suficientemente dura como para meterte en el mundo de las Relaciones Públicas. Tú siempre estás con el más débil –sonrió Paola–. Eso es como decir que quieres ser neurocirujana.


Después de eso, se pusieron a discutir sobre qué trabajo le iría bien. Así, sin contar con ella. Jonathan sugirió que podría ser exterminadora de ratas.


–Se llevaría todas las ratas a casa y las pondría en una camita.


Paula apretó los dientes. Pedro la estaba mirando con una sonrisa irónica en los labios. Seguramente era una de esas personas que asociaba tener buen corazón con ser un idiota.


Y no le habría importado si los otros tres no estuvieran tan decididos a convertirla en una excelente ama de casa. ¿No se daban cuenta de que él no parecía impresionado? Y las cosas empeoraron durante la cena, cuando Paola, sin ninguna sutileza, empezó a hablar sobre la hija de Pedro.


–¿Cómo se llama?


–Ariana –contestó él, con desgana.


Lógico. También su jefe se había dado cuenta de la descarada publicidad y no podía estar pasándolo mejor que ella.


–Tiene nueve años –añadió. Evidentemente iban a sacarle la información de una u otra manera...


–Debe de ser difícil para ti criarla solo –dijo Paola.


Pedro se encogió de hombros.


–Ariana tenía dos años cuando Ana murió y hemos tenido varias niñeras, pero Ariana nunca se encariñó con ninguna. Desde que va al colegio nos arreglamos con una señora que va a casa todos los días. Recoge a la niña en el colegio, limpia la casa y nos hace la cena.


Lo había dicho sin emoción, como si su hija fuera sólo otro problema logístico. Era por Ariana por quien Paula sentía pena; la pobre niña... Nunca había llamado al despacho ni la había visto por allí, de modo que seguramente tendría prohibido molestar a su ocupado papá. 


Habiendo crecido con cuatro hermanos, Paula imaginaba que la vida de aquella niña debía de ser muy solitaria. No podía ser muy divertido crecer con la compañía de un ama de llaves y alguien como Pedro Alfonso.




viernes, 17 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 6




–Hola


Paula miró a Paula a los ojos, como retándolo a decir que la conocía. Y él le devolvió una mirada glacial de sus ojos grises.


–Paula, te presento a Pedro Alfonso –dijo Gabriel–. Le hemos contado todo sobre ti.


Genial, pensó ella. De modo que Pedro sabía lo triste que era su vida.


–Paula Chaves –se presentó, sin mirarlo a los ojos. A pesar de su evidente desgana, Pedro apretó su mano con fuerza, mucha más de la que ella había esperado.


–Estás siendo muy formal, Paula. Al menos no tengo que presentarte a Jonathan –sonrió Gabriel–. Jonathan prácticamente vive con ella –le explicó a Pedro.


–¿Ah, sí?


–Paula comparte casa con una amiga mía –explicó Jonathan. Evidentemente, Paola le había dicho que su presencia allí era necesaria para que no fuese obvio que aquello era una cita a ciegas, aunque su presencia no podía engañar a Pedro Alfonso–. ¿Cómo estás, Paula? Hace tiempo que no te veía.


–Estoy bien.


Además de querer morirse, claro. Paola le dio una copa de vino.


Pedro estaba contándonos sus desgraciadas experiencias con las secretarias temporales. Y hemos pensado que tú podrías darle un par de consejos.


Ah, claro, Gabriel y Paola la habían convertido en una secretaria ejecutiva. Genial.


Como si no se sintiera suficientemente humillada.


–No creo que sea tan difícil encontrar una buena secretaria. ¿Qué pasa con la que tienes?


–Que nunca llega a su hora –dijo Pedro, mirando el reloj de la chimenea con expresión irónica. Sin duda, él habría llegado a las nueve en punto, antes de que sus anfitriones lo tuvieran todo listo.–No se puede contar con ella para nada.


No se podía contar con ella, ¿eh?


Paula tomó un sorbo de vino, con expresión desafiante.


–A lo mejor trabajar contigo no la motiva lo suficiente. ¿Por qué será?


Pedro se encogió de hombros.


–¿Por pereza? Además, parece que es un poco mentirosilla.


Paula se puso como un tomate. Supuestamente, debía de estar cenando con un tal Guillermo, que era analista financiero y estaba a punto de pedir su mano.


Sin duda, Gabriel y Paola le habrían hablado de su desastrosa relación con Sebastian y, aunque no fuera así, había quedado como una idiota. Si hubiera un analista financiero esperándola en casa, sus amigos no tendrían que prepararle citas a ciegas.


Paula dejó escapar un suspiro. Vaya desastre.


–Háblale de tu jefe –intervino Paola–. Por lo visto, es un ogro.


Genial. Aquello iba de mal en peor.


–¿Ah, sí? ¿Por qué? –preguntó Pedro.


«Bueno, de perdidos al río». Podría aprovechar la oportunidad para decirle un par de cosas.


–Es antipático y desagradable. No da los buenos días y en cuanto a «por favor» y «gracias»... jamás. –Él apretó los dientes.


–A lo mejor tiene mucho que hacer.


–Tener cosas que hacer no es excusa para ser desagradable –dijo Paula, mirándolo a los ojos.


–Y no le deja hacer llamadas personales –intervino Paola, siempre al rescate–. Paula tiene que colgar cuando él aparece. Cuando estamos en medio de una conversación, de repente suelta: « Ló llamaremos más tarde» o «le diré que ha llamado». Eso significa que hablaremos después. Es un asco. Tú dejas que tu secretaria use el teléfono para hacer llamadas personales, ¿verdad?


–Pues no, la verdad es que no –contestó Pedro.


Paula se encogió de hombros.


Evidentemente, jamás podría volver a hacer una llamada... aunque seguramente tampoco podría volver a la oficina. En el mundo de las humillaciones, que le preparasen a alguien una cita a ciegas con su jefe debía de andar por los números superiores. Desde luego, era la situación más incómoda en la que se había encontrado nunca y tenía mucho con qué comparar. A veces le parecía que se pasaba la vida yendo de un episodio mortificante a otro.


–Que los empleados puedan usar el teléfono e Internet para asuntos personales sube la moral –dijo entonces, decidida a cantarle las cuarenta–. Si trataras a tus empleados como si fueran seres humanos, seguramente aumentaría la productividad.


–En mi empresa no hay un problema de productividad –replicó Pedro. Y aquella vez su enfado no pasó desapercibido para los demás–. Existe una diferencia entre usar el teléfono para algo importante o tirarse dos horas hablando con una amiga.


–¿Tu secretaria no hace bien su trabajo?


–Hace más bien lo que quiere.


–Quizá deberías trabajar para Pedro –sugirió Gabriel; en un intento tan descarado de
acercarlos que prácticamente era como si los hubiera metido en la cama–. A lo mejor te llevas mejor con él que con tu jefe.


–¡Qué buena idea! –sonrió Paula–. ¿Tienes algún puesto libre en este momento?


–Es muy posible que el puesto de secretaria quede libre de inmediato –contestó él–. Pero supongo que no te interesará... ya que tú eres una secretaria ejecutiva. Gabriel y Paola estaban diciéndome que prácticamente diriges la empresa en la que trabajas.No creo que yo pudiera ofrecerte algo tan interesante.


Paula se puso colorada.


–No, bueno... la verdad es que ahora mismo estoy pensando dedicarme a otra cosa.


–¿Ah, sí? –preguntaron Gabriel, Paola y Jonathan a la vez.


–Pues sí –contestó ella. Seguramente no sería mala idea. Tenía la ligera impresión de que no iba durar mucho en el mundo secretarial–. Estoy harta de que me traten como si fuera un gusano, así que he pensado hacer algo diferente.


–¿Por ejemplo? –preguntó Pedro, con una ceja levantada.


La normalmente fértil imaginación de Paula se quedó en blanco justo cuando más la necesitaba.


–Es una gran cocinera –dijo Paola que, evidentemente, seguía creyendo que había
dado en la diana al presentarle a Pedro Alfonso.


Sólo entonces recordó que Pedro era viudo. 


Paola le había dicho que la cita era con
un hombre viudo, de modo que... Entonces se dio cuenta de que aquella chica tan guapa
de la fotografía estaba muerta. Qué horror. Era lógico que Pedro fuese un hombre tan sombrío.





CITA SORPRESA: CAPITULO 5




Iba a llegar tardísimo. Para variar. La puntualidad era otra de las resoluciones de
fin de año que no parecían ir como esperaba.


–Perdón, perdón, perdón –se disculpó Paula cuando por fin llegó a casa de Paola a las diez–. Sé que llego tarde, pero por favor no te enfades conmigo. Es que ha sido uno de esos días...


–Siempre es uno de esos días para ti, Paula –suspiró su amiga, intentando ponerse seria.


–Lo sé, lo sé, pero estoy intentando mejorar –le aseguró Paula con su mejor sonrisa. Entonces bajó la voz–. ¿Ha llegado ya? ¿Cómo es?


–Un poco estirado... no, reservado sería la palabra. Pero es muy agradable y tiene una sonrisa preciosa. Además, a mí me parece muy atractivo.


–¿De verdad?


–De verdad.


Un viudo atractivo. A lo mejor su suerte estaba cambiando.


–¿Tiene bigote?


–No.


–¿Tiene barriga?


–¡No! Entra de una vez.


Respirando profundamente, Paula se alisó la falda del vestido y siguió a su amiga hasta el salón.


–Aquí está Paula–anunció Paola.


Pero Paula se había quedado paralizada al ver al hombre que estaba de pie frente a la chimenea, charlando con Gabriel y Jonathan. Se había vuelto y estaba segura de que su expresión de horror era un reflejo de la suya.


Pedro Alfonso.


–¡Paula! –exclamó Gabriel, abrazándola–. ¡Tarde como siempre!


–Ya me ha regañado Paola –murmuró ella, rezando para haber visto mal, para que
cuando levantase la mirada el hombre que estaba a su lado fuese un extraño que se
parecía a Pedro; un hombre a quien le gustaba el aspecto agitanado y desaprobaba
seriamente la puntualidad. O las dos cosas.


Pero no. Paula descubrió que no había duda. 


Allí estaba Pedro Alfonso, como si se hubiera convertido en piedra.


Claramente aturdido por tener una cita a ciegas con su secretaria.


Mortificada, Paula consideró sus opciones: no haber nacido nunca era la primera; que se la tragase la tierra, la segunda.


¿Podría hacer como que se desmayaba? 


Probablemente no, pensó. Ella no era de las
que se desmayaban.


De modo que no le quedaba más remedio que enfrentarse con él.




CITA SORPRESA: CAPITULO 4




Una pena que la vida real no se le diera tan bien como las historias inventadas, pensaba Paula mientras iba en el autobús. Sería estupendo llegar a casa y que hubiese un hombre esperándola, un hombre forrado de dinero que estuviera loco por ella y que le dijese: «No tienes por qué soportar a tipos como Pedro Alfonso».


Paula dejó escapar un suspiro mientras limpiaba el cristal con la manga. Había mucha gente corriendo por Piccadilly para resguardarse de la lluvia y todos parecían saber a dónde iban. ¿Por qué ella era la única que parecía ir saltando de un charco a otro?


Treinta y dos años... ¿y qué tenía? Ni trabajo fijo, ni casa propia, ni novio. Lo único que había conseguido en los últimos años era engordar cinco kilos. Ni siquiera las dietas le funcionaban. Para ella comer era lo único que aliviaba el dolor de haber perdido a Sebastian y su trabajo antes de Navidad. Un golpe terrible.


Fortificada por Isabel y Paola... y cuatro copas de champán, Paula había decidido que todo cambiaría antes de Año Nuevo. Iba a poner su vida en orden. Conseguiría un trabajo mejor y un novio mejor, se juró a sí misma. Perdería los cinco kilos y empezaría a ir al gimnasio.


Pero todas esas cosas parecían más fáciles con una copa de champán en la mano.


Había llegado febrero y sus resoluciones para el nuevo año seguían sin cumplirse ni remotamente.


Al menos debería haber encontrado un buen trabajo, pero el mercado no parecía estar para muchos trotes. Y los trabajos temporales no pagaban lo suficiente como para que una pusiera su vida en orden. Paula estaba a punto de aceptar un trabajo de camarera cuando Alicia se rompió una pierna.


Al día siguiente, se prometió a sí misma, compraría el periódico para buscar un buen trabajo, iría al gimnasio y se haría una ensalada con cero calorías.


El día siguiente sería el primero de su nueva vida.


Cuando llegó a su apartamento, Isabel estaba comiendo tostadas en la cocina, con el pelo lleno de rulos. Desde que Paola se casó, Isabel, Paula y su antipático gato compartían casa.


Gato, ése era su nombre, estaba esperando al lado de la nevera y Paula sabía que no podría sentarse antes de darle la comida porque era más que capaz de destrozarle los tobillos a arañazos. De modo que sacó una latita de la carísima comida para felinos y llenó su plato antes de quitarse el abrigo.


–Pensé que ibas a salir –le dijo a Isabel, mirando las tostadas con envidia.


Su amiga podía comer todo lo que le diese la gana sin engordar un solo kilo.


«Metabolismo», solía decir cada vez que otras chicas, menos afortunadas, se quejaban. 


Además, era muy guapa; una rubia de ojos azules con piernas kilométricas que siempre estaba alegre. Lo peor de Isabel, y Paula y Paola estaban de acuerdo, era que no se la podía odiar.


–Sí, voy a salir, pero Guillermo piensa llevarme a un restaurante carísimo de esos modernos donde seguro que las porciones son minúsculas, así que he pensado tomar algo antes. Además, tengo hambre.


Afortunada Isabel, que iba a salir con el guapísimo Guillermo, mientras ella tenía que
conocer a un pobre viudo. Paula dejó escapar un suspiro. Qué típico. Sin pensar, puso
un trozo de pan en el tostador.


–Lo lamentarás –le advirtió su amiga, con la boca llena–. Gabriel suele cocinar para un
regimiento. Además, ¿no estabas a régimen?


–No tiene sentido estar a régimen cuando tienes que ir a cenar –replicó Paula, quitándose el abrigo–. Además, tenemos que comernos todo lo que hay en la nevera antes de volver a llenarla con cosas sanas.


Contarle que había tomado prestado a Guillermo fue una buena excusa para tomar una tostada con mantequilla sin que su amiga se metiera con ella.


–No iba a decirle a Pedro Alfonso que tengo una cita a ciegas con un viudo.


–¿Un viudo?


–Pues sí, un viudo con una niña pequeña. No creo que vaya a ser una cena precisamente divertida –lijo Paula, suspirando.


–A lo mejor es muy guapo –sonrió Isabel.





jueves, 16 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 3






Pedro Alfonso la miró con el ceño fruncido, como era su costumbre.


–¿Con quién hablabas?


Paula no pensaba decirle la verdad y, aunque podría haber inventado un cliente, tenía una gran vena creativa y, por principio, se negaba a elegir la opción más simple. De modo que se lanzó a contarle una historia sobre un contable ficticio que había conocido a Alicia mientras esquiaban. Acababa de llegar de Singapur, se había enterado del accidente y quería saber dónde podía enviarle una tarjeta.


–Le he dicho que puede enviarla a la oficina y que nosotros la enviaremos a su casa – terminó Paula, después de adornar la historia con tantos detalles que casi acabó por creérsela ella misma.


La expresión de Pedro era de total indignación.


–Ojalá no te hubiera preguntado... ¡Acabas de hacerme perder un cuarto de hora!


–Oye, que aquí tampoco hacemos operaciones a corazón abierto –protestó Paula–. No creo que quince minutos sean tan importantes.


–En ese caso, supongo que no te importará quedarte a trabajar una hora más esta tarde –dijo él entonces–. Tenemos un proyecto muy importante entre manos y quiero enviarlo por fax a Estados Unidos antes de mañana.


–Lo siento, no puedo. He quedado.


–¿No puedes llamar para decir que llegarás un poco tarde?


Paula se habría ofrecido a hacerlo por cualquier otra persona, pero Pedro Alfonso le caía cada día peor. Su jefe no hacía ningún esfuerzo por ser amable con ella.


–A mi novio no le haría ninguna gracia –replicó, tan tranquila.


–¿Tienes novio?


Pedro pareció tan sorprendido que a Paula le sentó fatal. No sólo era un antipático sino que la creía incapaz de atraer a un hombre.


–Pues sí –contestó, decidida a convencerlo de que, aunque podría no ser una perfecta secretaria ejecutiva, era una mujer que volvía locos a los hombres–. De hecho, esta noche piensa llevarme a un sitio muy especial. Y tengo la impresión de que va a pedirme que me case con él.


–¿Ah, sí? –murmuró Pedro, sin disimular su incredulidad.


Qué grosero, pensó Paula, indignada. 


Evidentemente, no la veía como la clase de
chica que podía enamorar a un hombre y menos casarse con él.


–Pues sí –replicó, fulminándolo con sus ojos castaños–. Por eso hago trabajos temporales. Desde que conocí a...


Paula buscó un nombre y recordó el del novio de su amiga Isabel. El novio de la mejor amiga normalmente era intocable, pero a Isabel no le importaría prestárselo un rato.


–Guillermo... desde que conocí a Guillermo, me di cuenta de que estábamos hechos el uno para
el otro. Es analista financiero –sonrió Paula–. Así que no quiero un puesto permanente porque a él podrían enviarlo a Nueva York o a Tokio en cualquier momento. Por supuesto, él me dice: «Cariño, no tienes por qué trabajar todos los días», pero a mí me parece importante ser independiente económicamente, ¿no crees?


–Si vives con un analista financiero, no creo que tu sueldo como secretaria temporal signifique gran cosa –murmuró Paula, sin poder disimular una sonrisita irónica.


–Es una cuestión de principios –replicó ella, encantada con la idea de vivir una vida de lujos.


–Pues podrías convertir en una cuestión de principios lo de llegar a tu hora por las mañanas –dijo entonces su jefe–. Ése sería un buen cambio.