viernes, 7 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 10





Pedro nunca creería que el dinero de Mariano le daba igual, que sólo le interesaba porque podía ayudar a su país. Pero el príncipe pertenecía a una familia muy adinerada y era un hombre amable.


Además, tenía que casarse con alguien. 


Acababa de cumplir veintinueve años y como su madre y sus consejeros le habían recordado tantas veces, sus obligaciones incluían encontrar un marido.


Además, deseaba tener hijos.


El hecho de que no amase al príncipe, lejos de ser un problema, era una bendición. De ese modo, Mariano nunca podría hacerle daño. La única vez que estuvo enamorada sufrió como nunca. Había sido tan tonta de olvidar el ejemplo de su madre y casi había desgraciado a su país por ello.


Sí, era mejor evitar los sentimientos.


Pero no tenía sentido intentar explicárselo a Pedro, que parecía decidido a odiarla. Él nunca lo entendería. ¿Cómo iba a hacerlo, si nunca había amado a nadie?


Deseó entonces no haber aceptado el trato. 


Deseó poder quedarse en palacio y pasar la primavera con Alexander, enseñándole a hacer trucos a su perrita Jacquetta, jugando con él y haciéndole saber que era un niño querido.


En lugar de eso tenía que entregarse a Pedro Alfonso, el único hombre que había tomado su cuerpo, el único hombre al que había entregado su corazón. Paula se estremeció. Su presencia era formidable, aterradora. Y la gente de San Piedro aún dormía, sin saber que se había evitado un desastre para el país.


¿Qué podía detener a un despiadado millonario con su propio ejército? Pedro no tenía moral, no tenía valores. Por eso supo que no podía casarse con él. Por eso supo que no podría ser el padre de sus hijos…


—Puedes pasar la noche en el palacio —dijo él entonces—. Mañana vendré a buscarte para cobrarme la deuda.


—¿Mañana? —repitió Paula. Su corazón no podría esperar tanto tiempo—. ¿Por qué no ahora?


—Digan lo que digan los rumores, no soy un monstruo sin corazón. Supongo que ahora querrás estar con tu sobrino.


Paula quería estar con Alexander más que nada en el mundo, pero la promesa que le había hecho a Pedro colgaba sobre su cabeza como la espada de Damocles.


Sabiendo que tenía que entregarse a él sentía miedo… y anticipación. Quería terminar con aquello lo antes posible para poder volver a su tranquila vida. Una vida que tenía sentido. Una vida sin pasión, sin dolor.


—Tengo una deuda contigo y quiero pagarla —le dijo. Antes de que nadie, Mariano, su madre, los paparazis, lo descubrieran, quería a Pedro Alfonso permanentemente fuera de su vida. Era su única esperanza. Porque él era demasiado inteligente como para no ver lo que tenía delante de los ojos Tarde o temprano lo descubriría y ella, después de todo lo que había sacrificado, no podía dejar que eso ocurriera.


—Mañana —insistió Pedro.


—Iré contigo ahora —insistió ella—. Llévame a… —Paula intentó pensar en algún sitio cerca de palacio, pero no demasiado cerca—. A tu villa.


—¿Sabes que tengo una villa en San Cerini?


—Claro que sí.


Desde que compró la propiedad tres años antes, había observado a menudo las luces sobre la bahía, preguntándose si él estaría allí. 


Preguntándose si estaría solo.


Y sabiendo que no era así. Las conquistas de Pedro Alfonso, sobre todo modelos
y actrices, eran legendarias. Algo parecido al dolor la atravesaba cada vez que pensaba en ello, pero se decía a sí misma que era sólo porque le daba pena la mujer a la que algún día hiciera su esposa. Porque si lo amaba, nunca lograría la felicidad.


—Muy bien —asintió Pedro—. En mi villa, mañana.


—No —Paula levantó la barbilla, orgullosa—. Esta noche.


La luz de la luna iluminaba el rostro masculino, creando sombras sobre sus pómulos, sobre el perfil romano.


—¿De verdad quieres pelearte conmigo? Sabes que vas a perder.


¿Cómo se atrevía a darle órdenes como si fuera su esclava? Su arrogancia la enfureció.


—Yo no soy una de tus amiguitas —le espetó, con dignidad—. Tengo mis responsabilidades. Una noche, ése era el trato. Así que vamos a acabar cuanto antes con esto —Paula miró su reloj—. Tendremos que darnos prisa, si no te importa. He de volver a palacio antes de las seis de la mañana. Tengo reuniones y…


—¿Acabar cuanto antes? —repitió él, tomándola por los hombros—. ¿Acabar cuanto antes? Podríamos consumar el trato aquí mismo. ¿Eso sería conveniente para ti?





jueves, 6 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 9




La luna llena colgaba sobre los jardines de palacio mientras Paula esperaba sentada en un banco, dentro de un laberinto de altos setos.


Estaba temblando. Seguía llevando la misma ropa que por la mañana, cuando se marchó abruptamente de Londres para ir a Nueva York. 


Estaba agotada y, sobre todo, muerta de miedo.


Temía que en cualquier momento el secuestrador de Alexander saliera de entre
las sombras…


Y temía que no lo hiciera y hubiese perdido a Alexander para siempre.


Pedro lo encontraría, se decía a sí misma. Pedro Alfonso era despiadado y cruel.


Si la mitad de los rumores sobre él eran ciertos, no se parecía nada al joven mecánico que una vez había hablado del pasado criminal de su padre con repulsión, el chico que parecía decidido a vivir una vida honesta.


Pero su madre había tenido razón: la sangre tiraba mucho.


Paula supo que no podía confiar en él desde que, horas después de haberle pedido matrimonio, se acostó con otra mujer…


Tras ella oyó un crujido entonces y se levantó de un salto, los tacones de sus botas clavándose en la hierba.


«No tengas miedo», se decía a sí misma, intentando calmar los latidos de su corazón. «No tengas miedo».


—¿Quién está ahí? —preguntó, con voz temblorosa.


No hubo respuesta. Pedro se había ido a Provenza siguiendo una pista, pero veinte de sus hombres, junto con dos de sus guardaespaldas de confianza, estaban
escondidos en el jardín, esperando al secuestrador como ángeles de la muerte.


A pesar de eso, Paula miraba el oscuro seto sin respirar. Sólo podía ver la luna y las hojas oscuras… y oír el rugido del mar golpeando las rocas del acantilado.


De repente oyó voces en la oscuridad. Golpes, carreras…


«Es Pedro», pensó, con el corazón en la garganta. «Ha venido a decirme que Alexander está muerto».


Paula cerró los ojos, recordando la dulce carita de Alexander cuando lo acunaba de niño, el sonido de sus carcajadas infantiles mientras daba sus primeros pasos sobre el suelo de mármol del palacio. Si estaba muerto, ella no quería vivir.


«Por favor, que no le haya pasado nada. Por favor, Dios mío, haré lo que quieras. Que no le haya pasado nada al niño».


—¡Tía Paula!


Ella abrió los ojos de golpe.


—Alexander —susurró, al ver la sonrisa en un rostro últimamente tan serio—. ¡Alexander, cariño! ¡Estás bien, estás a salvo! —gritó, abrazándolo con todas sus fuerzas.


El niño señaló a Pedro, que estaba detrás de él como un ángel de la guarda.


—Él me ha encontrado. Estoy bien —Alexander hizo una mueca—. ¡Me estás aplastando! ¡Ya no soy un niño, tía Paula!


—No, es verdad —asintió ella, las lágrimas rodando por su rostro.


Tras él, Pedro se cruzó de brazos.


—Lo hemos encontrado en una granja abandonada a cuarenta kilómetros de aquí. Estaba atado a una silla en un sótano oscuro, pero no ha derramado una sola lágrima —le explicó, mirando a Alexander—. Eres un chico muy valiente.


Hombre y niño se miraron. Tenían un color de piel similar. Los mismos ojos y el mismo pelo oscuro. El mismo gesto casi.


Alexander asintió con la cabeza.


—¿Para qué iba a llorar? Cuando eres rey, haces lo que tienes que hacer —dijo, muy serio.


Estaba repitiendo una frase que Paula le había oído pronunciar a su hermano muchas veces. Maximo, un marido infiel, había sido un padre maravilloso que adoraba a Alexander. Karina y él habían estado muchos años intentando tener hijos…


—Gracias por salvarme la vida, monsieur —dijo luego, como un rey medieval hablando con uno de sus súbditos.


—No ha sido nada —respondió Pedro, quitándose la chaqueta para ponérsela sobre los hombros. Luego se volvió hacia el hombre que lo acompañaba—. Bertolli, llévatelo a palacio sin que se entere nadie. Entra por esa puerta lateral y pregunta por… ¿por quién?


—Milly Lavoisier, su niñera —contestó Paula.


—¡Sí, Milly! —el rostro del niño se iluminó—. Me estará echando de menos — su sonrisa traviesa lo hacía parecer, por primera vez, un niño de nueve años—. Seguro que me da un helado por esto.


—Alexander, Milly sabe la verdad —empezó a decir Paula—, pero tiene que ser un secreto para los demás. La gente debe pensar que habías ido a esquiar conmigo.


—Lo sé, tía Paula —el niño levantó la cabeza, orgulloso—. Yo sé guardar un secreto.


—Sí, es cierto.


El niño era un Chaves, después de todo. Los secretos eran una costumbre familiar. Pero cuando se inclinó para besarlo de nuevo, con un nudo en la garganta, Alexander se apartó, impaciente. Y luego desapareció entre los setos con Bertolli, hablando sobre el helado que iba a tomar y si Milly le dejaría tomar dos en lugar de uno.


—Tenías razón —dijo Pedro—. Ha sido uno de vuestros guardaespaldas.


—¿Cuál? —preguntó Paula.


—René Durand.


—Durand —repitió ella, mordiéndose los labios.


A pesar de su impecable currículo, nunca le había gustado ese hombre. Pero quiso pensar que su mirada, dura y cínica, era normal en un guardaespaldas, que no tenía razones para sentirse incómoda con él… y había dejado que lo contratasen como uno de los guardaespaldas de Alexander. Qué error.


—Debería haber llamado a la policía —dijo, furiosa.


—¿Por qué? ¿Había intentado algo así antes?


—Hace dos meses lo pillé intentando robar un Monet de palacio, llevándoselo como si fuera suyo. Se inventó todo tipo de excusa y me rogó que le otorgase el beneficio de la duda, así que lo despedí pero no lo denuncié a las autoridades…


—Lo encontré escribiendo una nota de rescate. Está endeudado hasta el cuello, por lo visto. Si quieres un consejo, Durand debería ir a alguna cárcel lejos de aquí. O mejor, haz que desaparezca para siempre…


—¿Qué?


—Como dice el viejo refrán: los muertos no hablan.


—¡No!


—Has dicho que no querías que esto lo supiera nadie.


Un minuto antes había estado dispuesta a matar a René Durand con sus propias manos, pero la idea de hacerlo «desaparecer» la hizo sentir un escalofrío.


—No de esa forma —dijo, muy seria.


Pedro la miró, a la luz de la luna. Su rostro medio escondido entre las sombras.


—Te estás arriesgando, Paula. Ser civilizado puede ser una debilidad. Ese hombre te odia y, si tiene una nueva oportunidad, intentará hacerte daño a ti o al niño.


—No pasará nada. Entrégalo a la policía o a los carabineros.


—Estás cometiendo un error.


—Afortunadamente, después de mañana esto no tendrá nada que ver contigo. Mariano…


—¿Mariano te protegerá? —Pedro hizo una mueca despectiva—. Si crees que Mariano puede protegerte de algo, es que estás ciega.


—No…


—Tiene dinero para contratar guardaespaldas, claro. Y, como tú misma has dicho, es uno de los hombres más rico del mundo. Así que, por supuesto, tú estás enamorada de él. Deja que sea el primero en felicitarte.


Paula abrió la boca para decir que no estaba enamorada de Mariano, pero volvió a cerrarla. Admitir que, no lo amaba la convertiría aún más en objetivo del sarcasmo de Pedro.


—Gracias —murmuró—. Estoy deseando que nos casemos.


—Seguro que será muy feliz, Alteza.


La frialdad de su tono la hizo temblar. Aquél era el hombre con el que tendría que pasar una noche… con el que tendría que compartir su cuerpo. ¿Con aquel ser frío, despiadado?


¿Qué había sido del chico al que había amado una vez?


Era sólo una ilusión.



TE ODIO: CAPITULO 8





Esperó que una ola de culpabilidad la embargase al pensar que iba a engañar a Mariano. Aunque la estaban chantajeando, aunque tenía que salvar la vida de su sobrino. 


¿No debería sentirse horrorizada al pensar que estaba a punto de engañar al hombre con el que iba a casarse? Después de todo, ella más que nadie había visto el daño que podía hacer una infidelidad.


Pero no sentía nada.


«Porque no quiero a Mariano», pensó. «Y sé que él no me quiere a mí». Lo único bueno en aquella situación terrible.


Para salvar a Alexander, se entregaría a Pedro durante una noche. Eso no era nada. 


Para salvar a su país, se entregaría a Mariano durante el resto de su vida.


Y durante toda su vida le escondería un secreto a los dos…


—¿Una noche? —repitió Pedro, desdeñoso—. Te tienes en gran estima.


—Hay un niño en peligro —le recordó ella, furiosa—. Si fueras una buena persona, no pedirías nada por ayudarme.


—No es hijo mío. Es el rey de San Piedro, con cientos de guardaespaldas y policías a su servicio. Podrías tener a media Europa buscándolo, pero has elegido pedirme ayuda a mí. Y como tú misma has dicho, no soy una buena persona.


Devorándola con la mirada, Pedro se inclinó hacia delante, sus labios a unos centímetros de los de Paula. Su mirada hacía que se le doblasen las rodillas. No había dormido en dos días. Había tenido suerte de llegar a Nueva York sin ser vista por los paparazis y burlar a sus guardaespaldas en el hotel no había sido fácil. 


Lo único que podía pensar era que tenía que salvar a Alexander. ¿Dónde estaba? ¿Lo
estarían tratando bien? ¿Estaría asustado?


Pedro tenía razón. Ella no necesitaba una buena persona. No necesitaba a alguien amable y civilizado que supiera cómo hacerse el nudo de la corbata.


Lo que necesitaba era un guerrero, alguien fuerte y despiadado. Necesitaba a un hombre invencible.


Necesitaba a Pedro.


¿Pero a qué precio? ¿Cuánto podía arriesgar?


—¿Por qué quieres acostarte conmigo? —susurró—. ¿Para curar tu orgullo herido? ¿Para castigarme? Podrías acostarte con cientos de mujeres…


—Lo sé —Pedro pasó una mano por su cuello—. Pero te deseo a ti.


Esa frase provocó un incendio en su interior. 


¿Cuántas noches había soñado con él, reviviendo los momentos en los que la había tenido en sus brazos? ¿Cuántos días, mientras soportaba largos y aburridos discursos que harían que una persona cuerda quisiera suicidarse, había fantaseado con Pedro Alfonso?


Durante diez años lo había añorado. Incluso sabiendo que le estaba prohibido para siempre. Incluso sabiendo que, si volvía a entregarse a él, arriesgaría algo más que su matrimonio. Algo más que su corazón.


—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué yo?


Pedro se encogió de hombros.


—Quizá quiera poseer algo con lo que el resto de los hombres sólo pueden soñar.


—¿Poseer? —repitió Paula—. Aunque me convirtiera en tu amante, nunca podrías poseerme. Nunca.


—Ah, ahí está la princesa, claro. Sabía que no podrías seguir haciéndote la humilde durante mucho tiempo —Pedro acarició su cara—. Pero los dos sabemos que estás mintiendo. Te entregarás a mí y no sólo por tu sobrino, sino porque lo deseas. Porque no puedes resistirlo.


Ella no podía negarlo. No cuando el mero roce de sus manos provocaba una tormenta en sus sentidos.


—¿Mantendrías esa noche en secreto? —preguntó—. ¿Podrías hacerlo?


—¿Quieres decir si voy a llamar a los fotógrafos para jactarme de mi buena fortuna?


—Yo no he dicho… —Paula respiró profundamente—. Nadie debe saber que Alexander ha sido secuestrado. Y mi matrimonio con Mariano…


—Lo entiendo —la interrumpió él—. Déjame ver la carta.


Paula sacó una nota del bolsillo. Se la sabía de memoria, las letras recortadas de un periódico exigiendo que fuera sola a los jardines del palacio de San Piedro esa noche y no se lo dijera a nadie.


—¿Cómo te ha llegado?


—La metieron bajo la puerta de mi suite en el Savoy.


—No te dan mucho tiempo —murmuró Paolo, devolviéndole la nota—. ¿Qué pensabas hacer si yo me negaba a ayudarte?


—No lo sé.


—¿No tenías otro plan? ¿No le has pedido ayuda a nadie?


—No.


—Ah, entonces quizá debería exigirte algo más. Un mes entero, un año — Paula lo miró, horrorizada—. Afortunadamente para ti —siguió Pedro— yo me canso pronto de las mujeres. Una noche contigo será más que suficiente —añadió, acariciando su cuello, el óvalo de su cara, la sensible piel de la garganta—. ¿Estás de acuerdo con los términos?


Ella tragó saliva. Quería aceptar. Y, si era realmente sincera consigo misma, no era sólo por salvar a Alexander.


Pero era demasiado peligroso. Entregándose a Pedro, aunque sólo fuera una noche, arriesgaría todo lo que era importante para ella; su matrimonio con Mariano, su corazón y, lo peor de todo, su secreto. Dios Santo, su secreto…


—¿No puedo ofrecerte otra…?


Él interrumpió sus palabras con un beso, aplastando sus labios, esclavizándola con el roce de su lengua.


—Di que sí —murmuró con voz ronca, antes de volver a besarla—. Di que sí, maldita sea.


—Sí —susurró Paula.


Pedro la soltó abruptamente para sacar el móvil del bolsillo.


—Bertolli, llama a todos los hombres de la lista… sí, he dicho a todos. Pagaré diez veces el precio habitual. No puede haber errores. Esta noche.


Paula, temblorosa, se dejó caer sobre el sofá, sintiendo como si hubiera vendido su alma. Y él se volvió, ladrando órdenes al teléfono, como si se hubiera olvidado de que estaba allí.


Pero sabía que no la había olvidado. Paula estaba pendiente de él y Pedro de ella, como siempre. Como antes.


Había pasado años intentando olvidar a Pedro Alfonso. Había dejado lo que más quería para alejarse de su mundo egoísta y despiadado. Pero ahora se veía inmersa en él otra vez. Sólo podía rezar para no quedar irrevocablemente pegada a su telaraña.


Su amante por una noche. Ése era el precio. La usaría para su placer. Y, lo peor de todo, Pedro se encargaría de que ella también disfrutase. 


Sólo de pensarlo…


Paula se agarró al brazo del sofá y el mundo empezó a dar vueltas a su alrededor.


Lo único que podía hacer era rezar para que nunca descubriese su secreto. El gran secreto de su vida