domingo, 2 de junio de 2019

MELTING DE ICE: CAPITULO 13




Mientras se hacía el nudo de la corbata, Pedro se sorprendió silbando. No solía llevar corbata a menudo, pero iba a volver a ver a Paula después de tres días y quería estar bien.


Durante aquellos tres días, había aceptado que Paula no se iba a mudar de casa y que, además, no podía dejar de pensar en ella.


Lo había llamado el día anterior con una invitación de lo más interesante. El periódico para el que estaba trabajando le había dado entradas para la fiesta de recaudación de fondos de cierto candidato a la alcaldía.


—Ven conmigo —le había dicho entre risas—. Te prometo que me comportaré bien.


—Mentirosa —había contestado Pedro—. Lo que quieres es que te proteja por si Scanlon no te deja entrar.


—Supongo que tiene muy claro que voy a estar en la fiesta. Gracias a mí y al periódico está consiguiendo un montón de publicidad gratuita.


Pedro le había dicho que había declinado ir a esa misma fiesta cuando Mario lo había invitado, pero acabó accediendo a ir con ella. Por lo visto, Paula no veía ningún problema en que Pedro la acompañara a pesar de que cada uno estaba de un lado de la valla.


Pedro se puso el abrigo sobre el esmoquin, apagó la cadena de música que se había comprado el día anterior y se fue andando a casa de Paula.


Mientras caminaba, se preguntó cómo iría vestida ella. ¿Con traje de chaqueta o con un vestido sexy? ¿Bailarían en la fiesta, se lanzarían indirectas sobre lo mucho que se deseaban el uno al otro?


Nada lo había preparado para el placer que le produjo verla. Paula llevaba puesto un traje de color plata vieja de falda larga y lucía unos tacones altísimos, pero lo que le llamó poderosamente la atención fue la chaqueta, de escote muy bajo y bien ceñida. No llevaba blusa debajo para no quitarle protagonismo al escote y lo único que lucía sobre la piel era un collar de perlas negras.


—Perdona, todavía me tengo que poner los pendientes —se disculpó haciéndolo—. Me han llamado por teléfono a última hora y me he retrasado —añadió apresurándose—. ¿Llamamos para reservar un taxi en la terminal de ferrys?


—No hace falta, nos está esperando mi chófer —contestó Pedro.


Durante el trayecto en el barco, Pedro pensó que Paula parecía distraída, pero, cuando le preguntó, negó con la cabeza y él lo achacó a los nervios de tener que enfrentarse cara a cara con su enemigo de la infancia.


—¿Qué crees que hará cuando te vea? —le preguntó en voz baja.


—No tengo ni idea —confesó Paula.


Cuando llegaron al lugar en el que se estaba celebrando la fiesta, bajaron del coche y, tras indicarle a su chófer que lo llamarían para volver, se adentraron en el edificio. Mientras lo hacían, se dispararon varios flashes. Pedro hizo una mueca de disgusto, pero Paula lo agarró del brazo y entraron juntos.


Una vez dentro, Paula se puso a hablar casi inmediatamente con conocidos de la televisión. 


Pedro se tomó una copa antes de cenar y la observó admirado. En poco tiempo, había una fila de personas esperando para hablar con ella.


«Qué diferente somos», pensó.


Mientras la estaba observando, vio que Mario Scanlon iba hacia él. Había visto a Paula, pero ella a él todavía no.


Aquello podía ser interesante.


—¡Pedro! Cuánto me alegro de que hayas venido —lo saludó estrechando la mano.


—Ha sido una decisión de última hora.


Evidentemente, allí pasaba algo.


Pedro no conocía a Mario Scanlon mucho, pero siempre lo había tenido por un hombre frío, elegante y encantador. Evidentemente, aquella noche estaba nervioso. Así lo demostraba la perla de sudor que tenía en la frente. También tenía las manos húmedas. Además, no paraba de mirar a un lado y a otro, como si estuviera esperando que se produjera una catástrofe en cualquier momento.


—Te quería comentar que preferiría que no dijeras en público que estoy apoyando tu campaña —le dijo Pedro.


—No hay problema —contestó Mario.


Paula los había visto y, tras conseguir zafarse de una mujer, fue hacia ellos. Pedro aguantó la respiración. Mario le estaba agradeciendo por enésima vez su contribución cuando Paula se colocó al lado de Pedro y miró a su enemigo con el mentón bien alto.


Mario la miró, desvió la mirada y la volvió a mirar. 


Estuvo a punto de quedarse con la boca abierta.


—Vaya, vaya, vaya, pero si es la señorita Pepa Chaves.


—¿Cómo has dicho? —ladró Pedro.


—No pasa nada, Pedro —le dijo Paula poniéndole la mano en el brazo—. Así me llamaban de pequeña. No me importa.


Pedro se quedó mirando a Mario Scanlon. Nunca lo había visto con aquellos ojos. Mario también se quedó mirándolo, obviamente comprendiéndolo todo.


—¿Durmiendo con mi enemigo, Pedro? Por supuesto, es una manera de hablar solamente —se apresuró a añadir al ver la cara de pocos amigos de Pedro—. Confieso que estoy sorprendido… y bastante decepcionado, pero espero que sigas siendo generoso en tus contribuciones a mi elección. Soy un buen amigo de por vida.


Pedro se lo quedó mirando con frialdad.


—Lo cierto, Mario, es que te veo bastante desmejorado —comentó Paula con naturalidad—. ¿Es el estrés del trabajo o, quizá, que alguien te está sacando los trapos sucios y no te está gustando?


Mario sonrió, pero era obvio que aquella conversación no le estaba gustando en absoluto. 


Por primera vez en su vida, Pedro lo vio como lo debía de ver Paula, como un manipulador grotesco.


—Señorita Chaves, su acompañante se puede quedar, pero usted perdió el derecho de asistir a esta fiesta en el mismo instante en el que comenzó a escribir esa odiosa columna, así que le voy a pedir que, por favor, se vaya.


—Será un placer, Mario. En cualquier caso, tú también empiezas a estar de más en esta ciudad. Esta fiesta es asquerosa —contestó Paula levantando la voz—. Veo que todavía le das al whisky —añadió—. Espero que la niñera de Jose tenga su propio coche.


—Jose es ya muy mayorcito como para tener niñeras, pero te aseguro que tú fuiste la mejor niñera de mi hijo.


Ante aquellas palabras, Pedro sintió cómo le hervía la sangre en las venas.


—¡Basta! —exclamó inclinándose sobre aquel odioso hombre.


Paula fue más rápida que él y se colocó entre ambos hombres, de frente a Pedro.


—No le des esa satisfacción —le rogó.


Mario aprovechó la intervención de Paula para dar un paso atrás y colocarse bien la corbata.


—Por favor, Pedro —insistió Paula.


Pedro se quedó mirándola, consciente de que había estado a punto de perder el control. Miró a Mario de nuevo, que estaba intentando controlar su consternación, y a continuación se sacó la cartera del bolsillo, eligió una moneda y la lanzó al aire. Mario, Paula y una pareja de curiosos que había cerca se quedaron mirando mientras la moneda se elevaba por los aires y caía exactamente en el vaso de Mario.


Mario Scanlon hizo una mueca de disgusto pues el líquido color ámbar que estaba bebiendo le había salpicado la cara y la camisa.


—Esto por la copa que me he tomado —le dijo Pedro—. Es el último dinero que vas a ver de mí.


Mientras salían de la fiesta, varios fotógrafos los siguieron. Pedro no pudo evitar sentirse muy tenso, pero Paula le indicó que se relajara y, a continuación, le brindó a uno de los fotógrafos, un tipo muy insistente, una maravillosa sonrisa.


Una vez en la calle, decidieron que, en lugar de llamar al chófer de Pedro, irían andando hasta el muelle. Al llegar, descubrieron que todavía faltaba mucho tiempo para que llegara el siguiente barco, así que decidieron ir a dar una vuelta.


Al llegar junto al mar, se quedaron mirando el horizonte. Pedro se dio cuenta de que Paula agarraba la barandilla con mucha fuerza y se dijo que debía de estar tan tensa como él.


—Mi héroe —murmuró Paula mirándolo—. Llevaba trece años sin verlo. Ya sé que no está bien odiar a alguien, pero lo odio.


—Es normal.


—¿Has visto? Yo diría que estaba muy nervioso.
Pedro asintió.


—Incluso antes de verte, estaba sudando. A mí me parece que tiene muchas cosas en la cabeza.


—Sí, y supongo que serán cosas un tanto oscuras. Justo antes de que me vinieras a buscar, he recibido una llamada de la mujer de mi antiguo jefe. Por lo visto, Gaston ha desaparecido. Hace tres días me dejó un extraño y emotivo mensaje en el contestador diciéndome que ya me llamaría, pero no lo ha hecho. Por lo que me ha contado su mujer, llevaba semanas nervioso.


—¿Y qué tendría que ver esto con Scanlon?


—He descubierto que Mario tiene a muchos peces gordos de la televisión chantajeados. Sé que a mi jefe no le hizo ninguna gracia tener que despedirme, pero no tuvo más remedio que hacerlo para impedir que me pusiera a investigar en el programa la red de corrupción de Mario.


Pedro la miró sorprendido.


—¿Te despidieron? Creía que lo habías dejado tú.


—Ésa es la versión oficial. Gaston me dio esa opción por si algún día quería volver a trabajar en la televisión —le explicó Paula—. También he averiguado que uno de los directores es muy amigo de Mario y creo que todo está conectado.


—Me alegro de que me hayas abierto los ojos y me hayas hecho ver lo canalla que es —contestó Pedro preguntándose si Paula tendría frío—. Menuda manera de tirar el dinero.


Paula asintió, pero parecía más pendiente de las manos de Pedro, que estaban a pocos centímetros de las suyas en la barandilla.


Pedro pensó que era maravilloso mirar a aquella mujer. No solamente por sus atributos femeninos sino por la vitalidad que emanaba. La vida que había en ella a pesar de los malos momentos vividos. Era una mujer generosa y optimista y, de alguna manera, llenaba un hueco que había en su interior.


¿Cuándo había sido la última vez que se había sentido tan atraído por una mujer?


Pedro recorrió con los dedos los últimos centímetros hasta que sus manos se encontraron. La descarga de energía que sintió entonces fue muy fuerte, pero no lo suficiente como para impedirle sentir que Paula también tenía los dedos quietos y tensos.


Aunque sabía que no debería hacerlo, le tomó las manos entre las suyas. Lo cierto era que jamás se había sentido tan atraído por una mujer. Con el exilio autoimpuesto en el que vivía, tampoco tenía muchas oportunidades de conocer a nadie.


Paula se acercó a él y Pedro sintió unas inmensas ganas de besarla. ¿Por qué no lo hacía? No había nadie cerca.


Lo lógico sería que se acostaran. Así, una vez hecho, Pedro podría concentrarse en el gran proyecto de su vida y no pasar los días y las noches obsesionado con ella.


Normalmente, no se acostaba con mujeres a las que fuera a ver a menudo, pero no esperaba que Paula se quedara para siempre en la isla. 


Teniendo en cuenta que era una mujer a la que le gustaba estar rodeada de gente y que era una celebridad de la televisión, lo más probable era que pronto se aburriera de su casa vieja y húmeda y volviera a la ciudad.


Y allí terminaría todo.


—¿Pedro?


Pedro se giró hacia ella y la miró a los ojos. Sí, allí terminaría todo. Entonces, sería obvio que Paula no podría vivir en su mundo y que él no podría formar parte de ninguna manera del de ella.


—Estás en otro mundo —le dijo Paula.


—No, estoy aquí —contestó Pedro.


Paula le acarició la mejilla y Pedro sintió una descarga eléctrica por todo el cuerpo.


—Sé que el estadio es muy importante para ti —añadió Paula.


«Nada es tan importante para mí en estos momentos como besarte y hacerte mía», pensó Pedro apasionadamente.


—¿No podrías convencer al alcalde? ¿Lo has intentado? Benson es mayor y tiene una forma peculiar de ver las cosas, pero es un hombre leal a su gente.


—Lo cierto, Paula, es que a mí no se me da bien convencer a los demás de nada —contestó Pedro acariciándole con el pulgar la palma de la mano.


Cuando la miró a los ojos de nuevo, se encontró con que Paula tenía la boca abierta y los labios húmedos, invitándolo. Pedro tragó saliva.


—Esto se nos está yendo de las manos —murmuró tomándola entre los brazos.


Dando al traste con los preliminares, Paula abrió la boca directamente para besarlo, así que Pedro introdujo la lengua en su boca y la apretó contra su cuerpo.


—¿Señora Summers? —dijo alguien de repente.


Al mirar hacia la voz, ambos quedaron momentáneamente cegados por el potente flash de una cámara de fotos.


En cuanto se hubo recuperado, Pedro reconoció al mismo fotógrafo que los había retratado al salir de la fiesta, aquél que se había mostrado tan insistente.


La incredulidad y la ira se apoderaron de él.


Pedro —le dijo Paula preocupada.


Pedro no la escuchó.


—¿Te gusta nadar, listillo? —le dijo al fotógrafo yendo hacia él.


El joven salió corriendo. Pedro lo hubiera perseguido si no hubiera sido por los repetidos ruegos de Paula.


—No pasa nada, ¿no? —le dijo ella al verlo tan preocupado—. Ninguno tenemos pareja…


—No es eso lo que me molesta —contestó Pedro con el ceño fruncido—. Vámonos a la terminal —añadió comenzando a andar hacia allí.


Paula lo siguió.


—Antes de que apareciera el fotógrafo, estaba pensando que, tal vez, podrías enfocar el tema del estadio como algo más de la gente, no tanto como un negocio…


Pedro se paró en seco.


—Paula, aquí no hay historia —ladró—. Mira, ahí llega el ferry.


Paula se quedó mirándolo. Sus ojos reflejaban un inmenso dolor. Pedro se sintió fatal, pero había llegado el momento de que Paula se diera cuenta del tipo que hombre que era.


En el trayecto de vuelta a casa, hablaron poco. 


Paula estaba cabizbaja. Pedro, enfadado y excitado.


Tampoco hablaron en el taxi.


Al llegar a casa de Paula, Pedro tuvo que hacer un gran esfuerzo para no salir con ella. Qué cruel era la vida, que primero le ponía a la mujer de sus sueños delante y ahora lo hacía apartarse de ella.


Paula se quedó mirándolo, pero Pedro no se movió.


—Gracias —se despidió Paula—. Sólo una cosa, Pedro. ¿Estabas enamorado de la actriz?


Aquello era lo último que Pedro hubiera pensado que le iba a preguntar.


—No pude soportar la publicidad —contestó negando con la cabeza. Paula asintió.


—Sigo sin poder soportarla —añadió Pedro


Paula lo miró confusa, parpadeó y se bajó del taxi.



MELTING DE ICE: CAPITULO 12




Paula condujo hasta el puerto y allí comieron.


Lejos de los confines de su habitación, la tensión sexual se redujo entre ellos, volviendo a hacer gala de presencia única y exclusivamente cuando se quedaban en silencio.


Menos mal que Paula era maravillosa encontrando temas de conversación.


Pedro no le hizo mucha gracia a que una seguidora los interrumpiera.


—La he echado mucho de menos en televisión. ¿Cuándo va volver? —le preguntó la mujer a Paula.


Dándose cuenta de la expresión de Pedro, Paula mantuvo con la mujer una conversación amable, pero breve.


—¿Te suele pasar esto a menudo? —le preguntó Pedro una vez a solas de nuevo.


—Concederles a los televidentes un par de minutos de mi tiempo no me importa.


Pedro no parecía muy convencido.


—¿Por qué te molesta?


—Porque me parece de mala educación. Sería mejor que te escribieran una carta —sugirió en tono cortante.


Por supuesto, Paula comprendía su reacción porque conocía su pasado, pero no estaba dispuesta a permitir que algo tan trivial les estropeara el día.


—¿Lo dices porque tengo el buzón más bonito del mundo?


Pedro no pudo evitar sonreír.


Al verlo sonreír, ella también sonrió.


—¿Te molestan ese tipo de actitudes porque te sientes dado de lado?


Pedro negó con la cabeza.


—Puedo vivir sin ese tipo de atenciones.


—Tal vez puedes vivir sin ningún tipo de atenciones.


—Tal vez —contestó Pedro mirándola divertido, pero alerta.


Paul no veía razón alguna para esconder su interés.


—Hemos hablado un poquito de mí. Háblame ahora de ti —le dijo.


—Puede que no sea el tipo encantador, simpático e interesante que tú crees que soy —contestó Pedro.


—Desde luego, estamos de acuerdo en lo de interesante —murmuró Paula.


Pedro la miró con candidez.


—Te voy a decir una cosa. Me gustaría saber mucho más sobre ti.


Paula sintió que el corazón se le aceleraba.


—Vaya, por fin, tenemos algo en común —contestó Paula levantando su copa para brindar—. Por algo… personal.


Pedro se echó hacia atrás en la silla y cruzó las piernas.


—Desde luego, eres testaruda, ¿eh?


—Has empezado tú —le recordó Paula con una sonrisa—. Te dejo que comiences a hablar cuando tú quieras.


—Gracias.


Tras unos segundos en silencio, Paula no pudo más. Pedro acababa de admitir que le gustaba y que quería saber más sobre ella y lo cierto era que ella también quería saber más sobre él.


—¿No conduces por el accidente?


Pedro dejo de sonreír.


—¿No habías dicho que podía empezar a hablar cuando quisiera?


Paula apoyó los codos en la mesa y se quedó mirándolo. Sí, era una mujer muy curiosa e impaciente.


—Sí conduzco. No me gusta especialmente y prefiero no llevar a nadie, pero, si no me queda más remedio, lo hago, como pudiste comprobar el otro día en tus propias carnes —contestó Pedro—. ¿Algo más?


Paula asintió.


—¿Has vuelto a tener alguna relación seria desde el accidente?


Pedro no la miró, se limitó a tamborilear con las uñas en el lateral de su copa de cristal.


—Si lo que me estás preguntando es si mi cuerpo funciona perfectamente desde el accidente, me parece que no te voy a contestar —le dijo mirándola a los ojos—. No quiero estropearte la sorpresa.


Cualquier otra persona, ante el tono helado de su voz, habría salido corriendo, pero Paula aguantó el chaparrón.


—No te estaba preguntando por eso concretamente —se defendió.


—Te voy a contestar a la pregunta que me has hecho. Después del accidente, sólo he tenido una relación y no duró mucho. Me dijo que era un hombre frío y sin sentimientos.


Paula se relajó un poco porque, durante unos segundos, había creído que había estropeado todo.


—¿Te molestó?


—¿A qué te refieres, a que me dejara o a lo que me dijo?


—A las dos cosas.


Pedro negó con la cabeza y Paula se sintió tremendamente aliviada. Entonces, se sonrieron y algo sucedió entre ellos. Un alto el fuego. 


Habían aceptado su mutua atracción y eventos pasados de sus vidas que no podían cambiarse.


—Vamos a ver tu estadio —dijo Paula agachándose y recogiendo su bolso.


—Hoy es domingo y no habrá nadie trabajando. Estará cerrado.


—Pues lo vemos por fuera.


Para cuando llegaron allí, las nubes habían tapado el sol, así que se pusieron las cazadoras porque hacía viento y caminaron lentamente alrededor de la inmensa estructura.


Pedro le explicó orgulloso la obra que quería hacer, le habló de los setenta y cinco mil asientos de vanguardia y del techo completamente abatible. Paula no estaba especialmente familiarizada con el mundo de rugby, pero le pareció un estadio maravilloso.


—¿Por qué te dedicas a la construcción? —le preguntó.


Le parecía curioso que un deportista se hubiera pasado a la construcción.


—La mayor parte de los deportistas cuando lo dejan se dedican a ser entrenadores o a escribir libros.


Pedro se encogió de hombros.


—Tenía un dinero ahorrado y quería hacer algo con él. Después del accidente, compré una constructora en apuros y le di la vuelta.


—Hace tres o cuatro años te nombraron empresario del año —recordó Paula—. ¿Por qué no fuiste a recoger el premio?


—Porque no lo acepté. Así de simple.


—¿Cuánta gente trabaja para ti?


—No tengo ni idea. Cientos —contestó Pedro levantándose el cuello del abrigo.


—¿Dónde tienes el despacho?


—En la ciudad.


—¿Dónde?


Pedro la agarró de los hombros, la giró hacia la ciudad y señaló un lugar con el dedo. Por Paula, como si hubiera estado señalando la luna, porque al tenerlo tan cerca no podía ni pensar con claridad.


Paula tuvo que hacer un gran esfuerzo para no echar la cabeza hacia atrás y apoyarla en su hombro. Pedro no quería que le metiera prisa, quería llevar él las riendas.


Así que volvieron al coche. Paula iba delante, dando patadas a una piedrecitas y, cuando oyó a Pedro ahogar un grito de sorpresa, levantó la mirada y vio que había una pareja de mediana edad cerca del coche.


—¡Mamá!


La mujer que tenían ante sí sonrió encantada.


—Hola, cariño —le dijo yendo hacia ellos.


Paula vio que el hombre, supuso que sería el padre de Pedro, también se había girado hacia ellos, pero no avanzaba en su dirección.


—¿Qué hacéis por aquí?


Su madre se acercó a él y lo besó en la mejilla. 


Pedro miró a su padre y se metió las manos los bolsillos.


—Solemos venir muy a menudo —contestó su madre intentando ver a Paula—. A tu padre le gusta ver qué tal van las obras.


—Ah —contestó Pedro. De repente, recordó que no estaba solo—. Te presento a…


—¡Paula Summers! —exclamó su madre con una gran sonrisa.


Se trataba de una mujer de poca estatura. 


Desde luego, no se parecía nada físicamente a su hijo, pero aquella sonrisa era la misma que la de Pedro Alfonso, sólo que ella la utilizaba mucho más.


—Ahora se apellida Chaves—murmuró Pedro mientras Paula le estrechaba la mano a su madre.


—Es todo un placer conocerla —le dijo la madre de Pedro—. En casa siempre veíamos su programa. Mis amigas del club de golf se van a morir de envidia cuando les diga que la he conocido.


—Muchas gracias, señora Alfonso —sonrió Paula—. Buenas tardes, señor Alfonso—añadió girándose hacia el padre de Pedro.


El padre de Pedro tampoco era tan alto como su hijo ni tan fuerte, pero Paula sabía que también había sido jugador de rugby de joven. Tenía el mismo óvalo de cara y los mismos ojos verdes. 


Sin embargo, mientras que los de Pedro vibraban de deseo, cólera o cualquier otro sentimiento los de su padre parecían… muertos.


—Tu padre creía que, a lo mejor, ya habrían terminado el lado oeste.


El señor Alfonso gruñó algo y se giró hacia la estructura. La madre de Pedro se puso sigilosamente al lado de Paula y Pedro se colocó al lado de su padre con las manos todavía en los bolsillos.


—¿Qué te parece el estadio? —Le preguntó la madre de Pedro a Paula—. ¿Es la primera vez que vienes a verlo?


—Va a quedar fantástico —contestó Paula con sincero entusiasmo.


La señora Alfonso suspiró aliviada al ver que los dos hombres comenzaban a caminar uno al lado del otro alrededor de la estructura del estadio. 


Pedro se había sacado las manos de los bolsillos y, de vez en cuando, señalaba algo aquí y allá y le explicaba algo a su padre, tal y como había hecho con Paula.


En aquella ocasión, tardaron más en dar la vuelta porque, obviamente, su padre le estaba haciendo más preguntas que ella; aunque también era cierto que Pedro no parecía tan entusiasmado ni orgulloso como cuando le había enseñado el estadio a Paula.


Su madre y ella los seguían de cerca y fue así como Paula se enteró de que los padres de Pedro iban casi todos los fines de semana para ver qué tal iba el estadio a pesar de que vivían a aproximadamente a hora y media en dirección sur.


—¿Cómo os habéis conocido?


—Soy su nueva vecina.


—¿Has comprado la casa de Baxter? Vaya, creía que mi hijo quería hacer algo con ella.


—Sí, así era. Me parece que le he fastidiado los planes —contestó Paula en tono divertido.


Aquello hizo reír a la señora Alfonso.


—Aunque mi hijo tenga ahora una casa impresionante se ha criado en una granja que no era mucho más grande que tu casa.


—Pero espero que estuviera mejor que la mía, que está que se cae. Hoy hemos estado pintando.


—¿Pedro y tú? —se sorprendió la madre de Pedro.


Paula asintió y la mujer sonrió encantada, sorprendiendo a Paula al engancharse de su brazo mientras caminaban.


—No te puedes imaginar cuánto me alegro de que mi hijo tenga por fin una amiga. Hace años que me obligó a dejar de buscarle novia.


—No me meta todavía en el álbum familiar porque a su hijo no le caemos especialmente bien los periodistas.


—No, es cierto —contestó la señora Alfonso apretándole el brazo—. Se lo han hecho pasar mal —añadió bajando la voz—. ¿Sabes lo del accidente?


Paula asintió.


—Me parece espantoso cómo lo trataron los medios de comunicación entonces.


Adrede, ambas comenzaron a caminar más lentamente para quedarse atrás. La madre de Pedro le contó que su hijo era objeto de un inmenso escrutinio al haber sido su padre jugador del equipo nacional. Además, era el jugador más joven que jugaba en la selección.


—Apenas había cumplido los diecinueve años cuando lo seleccionaron. Para él, fue un gran cambio. Mi hijo procedía de una casa normal y corriente y, de repente, se encontró con un montón de fama, dinero y mujeres. Suficiente como para que se le subiera a la cabeza.
Aquel año, el público se cansó de que el equipo no ganara nada y comenzaron a pedir la sangre de los jugadores. Comenzaron a decir que eran unos caprichosos mimados que no hacían nada. 


En aquel entonces, Pedro salía con la actriz de moda del país, Raquel Lee, lo que lo convertía en el objetivo preferido de los paparazzis.


El accidente en el que ella resultó muerta, y del que lo responsabilizaron a él, fue la gota que colmó el vaso en la difícil relación de Pedro con los medios de comunicación.


Paula recordó los recortes que su amiga le había enviado. La mayor parte de ellos eran espantosos. Aunque había sido un accidente en el que Pedro había perdido a su novia, los periodistas no dudaron en pedir su cabeza.


Los hombres se pararon y se giraron. Era obvio que los dos hubieran preferido estar en cualquier otro lugar, pero la señora Alfonso tenía otros planes.


—¿Qué os parece si nos vamos a cenar los cuatro?


Paula dijo que sí.


—Acabamos de comer —se apresuró a contestar Pedro.


La desolación que Paula vio en el rostro del padre de Pedro la dejó paralizada. El hombre no dijo nada.


—Entonces, podríamos ir a beber algo —insistió la señora Alfonso.


Paula nunca había oído a una madre suplicar así.


—Yo me muero por un café. Estoy congelada —se apresuró a contestar.


Pedro no tuvo más remedio que acceder. Eve siguió al coche de los Paula hasta un hotel cercano donde las mujeres pidieron café y bizcocho mientras los hombres tomaban una cerveza.


Al ver que en la cafetería había una mesa de billar, la señora Alfonso animó a su hijo y a su marido a que fueran a jugar.


A Paula le entraron ganas de preguntar por qué la relación entre padre hijo era tan tensa, pero no tuvo que hacerlo porque la madre de Pedro la puso al corriente de todo.


—Solíamos ser una familia muy feliz. Pedro y su hermana, Erica, se llevaban fenomenal y adoraban a su padre. Eran inseparables —añadió mirando a los dos hombres, que jugaban al billar en silencio—. Míralos ahora. Ni siquiera se miran.


—¿Por qué? No creo que su padre culpe a Pedro por lo de…


Su madre negó con la cabeza.


—No hace falta que lo culpe de nada. Nadie de la familia culpa a Pedro de nada. El único que se culpa por lo del accidente es él. La culpa se lo está comiendo vivo. Y, aunque su padre lo echa tremendamente de menos, Pedro se siente como si lo hubiera decepcionado. Hemos intentado durante diez años demostrarle lo orgullosos que estamos de él, porque te aseguro que mi hijo es un buen hombre, Paula, a pesar de que no quiera disfrutar de la vida —añadió suspirando como si se le hubiera roto el corazón—. Pero él no se lo cree. Se empeña en encerrarse en su fortaleza y en no dejar que nadie se acerque. No podemos hacer nada y yo sé que ninguno de los éxitos materiales que alcance cambiará esa situación.


Paula se dio cuenta en el trayecto de vuelta a casa de que Pedro respondía mínimamente a su conversación. Cuando lo invitó a pasar, Pedro declinó la invitación educadamente, diciéndole que tenía trabajo que recuperar, le dio las gracias por la comida y le dijo que se lo había pasado muy bien.


De algún modo, Paula se sintió aliviada ya que le apetecía estar a solas un rato para pensar en todo lo que había averiguado aquel día. Al entrar en casa, vio que tenía mensajes en el contestador. Uno era de Gaston, su antiguo jefe, que le decía que la llamaría más tarde. Parecía nervioso y Paula se preocupó, así que intentó llamarlo, pero comunicaba.


Entonces, encendió la chimenea. La casa se había quedado fría porque había dejado todas las ventanas abiertas para que se fuera el olor a pintura. El dormitorio había quedado precioso. 


Solamente le quedaba por pintar el marco de la puerta y las ventanas y decidió hacerlo al día siguiente. No pudo evitar preguntarse si Pedro iría a ayudarla.


Pedro Alfonso. Un hombre de éxito, rico e increíblemente guapo. ¿Iba a estar encerrado toda la vida en su fortaleza? Una cosa era sentirse atraída físicamente por un hombre y otra muy diferente comenzar a sentir cosas que podían llegar a complicarle la vida.


Paula se dijo que no era asunto suyo conseguir que Pedro saliera del laberinto de culpa en el que él sólito se había metido. Si su familia no lo había conseguido, ¿qué posibilidades tenía ella de hacerlo?