sábado, 25 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 30




Desde la sien de Paula, la boca de Pedro avanzó hacia el pómulo y se posó en cada párpado. 


Cuando llegó hasta sus labios, ella estaba ansiosa por sentir la fuerte presión, el calor que irradiaba…


Sintió que se movía y apoyaba en un escritorio, acomodándola para acurrucaría mejor sobre su pecho y su regazo. A ella no le importó. Lo quería más cerca y pasó los brazos alrededor de su cuello, introduciendo los dedos por su tupido pelo oscuro.


—Paula —murmuró él, tan cerca del oído que su aliento le provocó un hormigueo. La lengua le tocó el lóbulo de la oreja y ella se retorció en su regazo, haciendo que ambos fueran conscientes de lo mucho que Pedro la deseaba.


Paula le besó la base del cuello, donde la camisa estaba abierta, y deseó abrirle el resto de los botones. Quería tocarlo, sentir cómo se movía bajo sus manos…


—Espero que no intentes librarte de realizar esos pagos semanales —rió él en voz baja.


—Lo siento. Pensé que tratarías de aprovecharte de mí.


—Dame una oportunidad —dijo, besándole el cuello—. Me encantaría aprovecharme de ti.


—No me refería a eso —suspiró, y casi olvidó lo que había querido decir cuando sintió la mano de Pedro en el muslo. Se sobresaltó y mordió el labio cuando le rozó la rodilla cortada.


—Lo siento —se disculpó y le dio un beso rápido antes de levantarse—. Creo que será mejor que nos ocupemos de esos cortes y arañazos, señora, antes de que siga aprovechándome de usted.


—Gracias, sheriff —agradeció con su voz más encantadora, moviendo las pestañas—. Aprecio su consideración.


La sentó en una silla de respaldo recto y se arrodilló a sus pies después de llevar el botiquín de primeros auxilios.


—No está tan mal —indicó. Con cuidado, eliminó la fina media a la altura de su rodilla y limpió el fino corte. Luego, aplicó un desinfectante y lo cubrió con una tirita.


—Está mejor —reconoció ella, consciente de lo solos que se encontraban en el viejo edificio.


—Veamos tu pie —le sonrió antes de quitarle el zapato—. Creo que alguien te debe un nuevo par de zapatos.


—Mientras no necesite un pie nuevo, no oirás mis quejas —movió los dedos de forma experimental.


—Todo parece estar bien. Pero te llevaré al hospital si crees…


—No —meneó la cabeza—. Me pondré bien.


—Tendrías que ir a casa y colocarte algo de hielo —manifestó.


—¡Manuel! —abrió mucho los ojos—. Me olvidé de Manuel.


Le llevó un teléfono y fue a ver sus mensajes mientras Paula llamaba a sus suegros. Al pensar en que podría haber estado atrapada allí todo el fin de semana, experimentó un escalofrío. 


Menos mal que no había resultado herida de mayor gravedad.


No obstante, intercambiaría unas palabras con el hombre responsable de dar el visto bueno a los suelos. El accidente podría haber sido grave.


—Voy a recoger a Manuel —le dijo desde la recepción.


Pedro se reunió con ella en la puerta.


—Creo que no. ¿Y si tu herida es más grave de lo que pensamos? ¿Y si te sales de la carretera y Manuel y tú sufrís un accidente?


—¿Qué se te ha ocurrido? —sonrió despacio.


—Voy a llevarte a casa. Mañana te traeré para que recojas tu camioneta. No podría dormir esta noche sabiendo que dejé que condujeras con un pie lesionado.


—Me pondré bien, Pedro, de verdad.


—No cumpliría con mi trabajo si dejara que un conductor saliera a la calle sin estar bien —explicó.


—De acuerdo —aceptó ella. La rodilla aún le dolía, y estaba cansada y ansiosa por llegar a casa—. Puedes llevarme.


—Como si hubieras tenido elección —sonrió. La ayudó a ponerse el abrigo y le dio el bolso. La alzó en brazos y se dirigió a la puerta.


—No tienes por qué llevarme —indicó Paula.


—Me gusta.


Ella permaneció en silencio mientras la introducía en el coche patrulla y le arreglaba la ropa. Era agradable que para variar alguien se ocupara de ella. Hacía mucho tiempo que no sucedía.


—Supongo que tendré que invitarte a cenar, ya que me vas a llevar a casa —suspiró mientras Pedro encendía el motor.


—No quisiera ser una molestia —musitó, pero cuando Manuel subió al coche patrulla lo primero que hizo fue invitar al sheriff a cenar—. Tu madre se ha lastimado una rodilla y un pie —le informó—. Tendremos que cocinar nosotros.


—Podemos hacerlo —anunció el pequeño—. Tenemos un montón de comida congelada.


Quedó decidido. Paula permaneció sentada y escuchó a los dos contarse lo que habían hecho aquel día.


Al llegar a la casa, Pedro la levantó y Manuel abrió la puerta. Como una reina en su trono, Paula estuvo sentada mientras le quitaban el abrigo y Manuel le llevaba las zapatillas.


—Tendrás que sentarte en la cocina —explicó Manuel con sumo cuidado, como si a ella le costara entender—. Quizá necesitemos tu ayuda.


—Bien —le acarició la cara—. ¿Qué vais a preparar para cenar?


Manuel guió a Pedro por la antigua cocina. 


Estudiaron el contenido de los armarios y del congelador.


Paula bebió una taza de té de hierbas y los observó mientras extendían ingredientes sobre el mostrador. Pedro acomodó a Manuel en un taburete y lo puso a pelar patatas. Bajó la sartén más grande y la colocó sobre la cocina.


—¿Qué nombre tiene este plato? —preguntó Paula mientras él empezaba a añadir ingredientes.


—Salpicón —respondió, echando cebollas detrás de las patatas—. En Toledo, es salpicón de Toledo. En Dallas, es salpicón de Dallas.


—¿Y en Gold Springs? —rió ella.


—Aquí —sonrió y la miró—, lo llamamos salpicón de Paula.


—¿No puede ser salpicón de Manuel? —inquirió éste.


—Tu madre tiene un pie lesionado —lo miró con el ceño fruncido—. Por eso lo preparamos. Y por eso debemos llamarlo salpicón de María.


—De acuerdo —Manuel analizó sus palabras—. Pondré los platos y los vasos.


La cocina olía muy bien debido a los ingredientes que se freían, incluyendo muchas de las hierbas frescas de Paula, que ella jamás había empleado de esa manera. Una vez terminado el salpicón, Pedro lo sirvió en los platos.


—¡Qué bueno! —halagó Manuel al probarlo.


—Está bueno de verdad —añadió Paula, impresionada. Desde luego, Pedro debía de cocinar. Había vivido solo casi toda su vida. Pero seguramente habría tenido alguna novia.


—¿Alguien quiere chocolate caliente? —preguntó cuando terminaron de comer.


—Tomémoslo junto al fuego —sugirió Pedro—. Podríamos contar historias de fantasmas como hacen el Día de los Fundadores.


—¿Historias de fantasmas? —repitió Pedro en serio—. No sabía que eso formaba parte de la celebración.


Paula miró a Pedro y ambos rieron.


—Pues entonces te aguarda una sorpresa. El Día de los Fundadores se basa en historias de fantasmas.


Sentados ante la chimenea, Paula sostuvo su taza con cuidado mientras Manuel empezaba a contar su historia.


—Al principio, Gold Springs fue una ciudad minera —comenzó con su voz más tétrica—. La gente vino aquí desde todo el país cuando se enteró de la existencia de una gran veta de oro. Muchas personas eran mezquinas y otras muchas huían de la ley.
»Dos hermanos llegaron con lo puesto y empezaron a excavar porque eso era lo que había que hacer. Un hermano dio de inmediato con una buena veta y la azada se le llenó de oro. El otro hermano no pudo encontrar ni una pepita, aunque trabajó mucho.
»De modo que el hermano que no tuvo suerte odió al que sí la tuvo. Sabía que mucha gente había excavado muchos pozos por todo el lugar en busca de oro, y se le ocurrió una idea. Cubrió uno de los agujeros más profundos con una fina capa de papel con alquitrán y extendió algunas hojas por encima. Luego llamó a su hermano.
»Cuando éste llegó, el hermano malo le dijo que había visto algo del otro lado del claro, donde estaba el agujero tapado. Su hermano desconocía la situación y pisó el pozo y se hundió en él y jamás se lo volvió a ver… con vida».


—En esta ciudad tenemos la costumbre de caer en huecos —intervino Paula, burlándose de sí misma.


—¿Y qué pasó a continuación? —preguntó Pedro.


—Bueno —continuó Manuel—, dicen que casi en el acto empezaron a ver al hermano muerto. Apareció ante unos mineros en la taberna, pero cuando intentaron hablar con él, se desvaneció. La gente comenzó a decir que un hermano había matado al otro para quedarse con su oro.
»Desde luego, tenían razón. El hermano vivo vivía a lo grande con el oro del hermano muerto, ocupando su casa y bailando con mujeres bonitas en la taberna hasta el amanecer. Pero una noche, cuando ya era muy tarde y regresaba a casa, oyó algo en el bosque. Fue a ver qué era y observó una lámpara en una rama que se mecía al viento.
«Intentó alcanzarla, pero no notó que había un pozo abierto, y se cayó en él, incluso a mayor profundidad que su hermano. La gente dijo que el fantasma de su hermano lo engañó para que cayera. Y en la actualidad, algunas personas afirman que aún se los puede oír discutir en el bosque en mitad de la noche. Una lámpara aparece en un árbol y entonces todos los sonidos se apagan. Cada hermano obtuvo su venganza».


—¡Vaya! —Pedro se echó atrás y bebió un sorbo de su taza—. Ha sido impresionante. ¿Dónde oíste esa historia?


—La cuentan todos los años en el Día de los Fundadores —repuso Manuel como si no fuera nada—. Mamá dice que cuando ella era niña también la contaban cada año.


—Es verdad —explicó Paula—. Ésa y algunas otras. Gold Springs está llena de fantasmas.


—¿Y agujeros abiertos en los que caen las personas? —preguntó Pedro con sarcasmo.


—La gente de Gold Springs lo pasa mal tratando de dilucidar cómo poner un pie delante del otro —asintió ella con gesto solemne—. Somos buenos en mantener el pasado, pero el futuro nos asusta.


Pedro estudió su perfil a la luz de las llamas.


—Por eso os hace falta algo de sangre nueva aquí. Para que alguien pueda arrastraros al futuro.


—¿Por eso has venido? —inquirió Paula con seriedad.


—Eso me parece.




DUDAS: CAPITULO 29




No volvió a verlo aquella mañana, y pasó el tiempo de forma productiva, recordándose que ya no era una adolescente. Un hombre no podía quitarle el aliento de esa manera.


Estar cerca de Pedro era como hallarse al lado de una corriente eléctrica. Le provocaba un hormigueo por todo el cuerpo. Rió, sintiéndose joven y tonta. Aunque no era ninguna de esas dos cosas. Era una viuda con un hijo pequeño y responsabilidades.


Sin embargo, había una parte de ella que quería volver a sentirse tonta y despreocupada. Hacía tanto que no experimentaba esa sensación… 


Con sólo pensar en ello se sentía culpable y con miedo.


¿Y si Pedro sólo estaba interesado en una aventura pasajera? No pensó que pudiera ser otra vez tan joven y tonta.


Sin embargo, ¿cómo podía enamorarse de él cuando había prometido amar para siempre a Jose? Y aunque Pedro era diferente, todavía existía el peligro real de que en última instancia pudieran sufrir el mismo destino.


Eran las cinco menos cinco cuando miró el reloj desde su mesa. La había reclamado junto con una silla del almacén. Había empleado un limpia muebles para dejarlas relucientes. Luego, se dedicó al escritorio de Jose.


¿Se daría cuenta de que se lo había limpiado? 


Recogió el abrigo y el bolso y cerró la puerta del despacho. La zona exterior, que con el tiempo sería un torbellino de actividad, aún estaba llena de serrín y cables sueltos.


Los carpinteros habían terminado aquel día, y los pintores aparecerían después del fin de semana. El lugar no tardaría en estar listo para el equipo y los empleados nuevos.


Había una luz encendida en una de las zonas aún no habilitadas de la parte de atrás; giró, pensando en fingir que no la había visto. Estaba cansada, y Manuel la esperaba.


Pero ya se había acostumbrado a apagar demasiadas luces en casa, siguiendo el rastro de su hijo. Soltó un suspiro, dio la vuelta y avanzó entre el mobiliario y los cubos de pintura hasta llegar al cuarto pequeño.


Estirándose de puntillas para llegar al cable que bajaba desde la bombilla, apoyó todo el peso en una plancha de madera. Sin previa advertencia, ésta cedió bajo su pie y ella cayó hacia delante. 


Logró frenarse apoyándose sobre las palmas de las manos pero no antes de arañarse la rodilla derecha. Lo peor fue que el pie quedó entre el agujero y la plancha, y aunque intentó liberarlo, no pudo.


Durante unos momentos tiró, pero el zapato y el pie se hallaban firmemente insertados en la madera.


Miró alrededor en busca de alguna herramienta que pudiera emplear para ayudarse. Por su cabeza pasó una larga serie de juramentos, que pensaba recordar el lunes cuando viera a los carpinteros. Le habían asegurado que todos los suelos eran seguros.


Tocó una espátula, pero resultó igual de inútil que las dos manos. Las palmas le escocían y en la rodilla tenía un corte que sangraba. Se sentó en el suelo e intentó sacar el pie del zapato.


Se negó a ceder a los temores de que pudiera pasar la noche en ese cuartucho sucio, y se alegró de no haber podido alcanzar el cable de la luz. Al menos, no estaba en la oscuridad preguntándose si había ratas.


No sabía cuánto tiempo había pasado, pero estaba dolorida y cansada. Al rato, se dio cuenta de que daba cabezadas y se sentó más erguida; miró el reloj. Llevaba más de dos horas con el pie atrapado en el suelo.


Sin duda, Ana debería estar preguntándose por qué no había ido a recoger a Manuel. Quizá llamara al sheriff o a uno de sus ayudantes, y alguien iría a buscarla.


Oyó que las puertas frontales se abrían y cerraban.


—¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?


—¿Paula? —llegó la rápida respuesta.


Pedro—llamó con ansiedad—. Estoy aquí atrás. Trae un martillo o algo contigo.


—¿Qué ha pasado? ¿Paula?


—Estoy aquí atrás —odió que su voz sonara llorosa, pero estaba contenta de que Pedro hubiera llegado—. Aquí atrás, donde brilla la luz.


—¿Paula? —se asomó en el cuarto pequeño y la vio sentada en el suelo.


Pedro—se pasó una mano sucia por los ojos, tratando de evitar que viera que lloraba.


—¿Qué haces aquí atrás? ¿Te encuentras bien?


—Vine a apagar la luz que dejaron encendida esos malditos carpinteros, y el suelo cedió. Tengo el pie enganchado.


Se arrodilló a su lado y estudió su pie y el agujero en el suelo.


—¿Cuánto tiempo llevas aquí?


—Unas dos horas —repuso, agradecida de ver su cara. Aunque tenía que reconocer que le habría alegrado ver cualquier rostro.


—Iré a buscar una palanca metálica a la camioneta y te sacaré en un segundo. Esta madera está podrida. Es el modo en que tienes enganchado el pie lo que dificulta liberarlo.


—De acuerdo —musitó.


Pedro captó el temblor en su voz y la miró, deseando tener al carpintero en sus manos en ese momento.


—Todo va a salir bien. Vuelvo enseguida.


Paula aguardó con impaciencia, y los breves momentos que estuvo ausente le parecieron varias horas. Regresó con una palanca metálica e introdujo el extremo fino en la madera podrida.


—Intenta sacarlo ahora.


Ella lo intentó, pero fue inútil.


—No sé si lo conseguiremos. Quizá tenga que quedarme a vivir aquí.


—No lo creo —empujó la palanca con más fuerza y la madera se astilló y rompió bajo la presión.


Paula sacó el pie y al instante se sintió mejor.


—Gracias, gracias —repitió una y otra vez, más aliviada de lo que había pensado.


La ayudó a levantarse y ella se aferró a Pedro


Él ni siquiera quiso luchar contra la sensación de tenerla en sus brazos.


—No sé si puedo caminar —murmuró ella al rato—. Siento el pie dormido —sin decir una palabra, la alzó en brazos y observó de cerca su cara manchada por las lágrimas—. No pretendía que tuvieras que llevarme —un sollozo ahogó su voz.


—No es nada —susurró él, y sus labios rozaron levemente los suyos.


Paula sintió que abría la boca. Los ojos de Pedro eran tan oscuros… Contempló sus labios y cerró los ojos, deseando más.





DUDAS: CAPITULO 28




A la mañana siguiente, llegó temprano a la oficina con el fin de cerciorarse de ver a Pedro


Llevaba la carta de dimisión en el bolso.


Pasó por debajo del nuevo cartel, admirando la obra que había hecho Doug Ruggles. Gold Springs empezaba a aceptar al nuevo sheriff, aunque fuera un foráneo.


—¿Hola? —llamó, dominada por la ira mientras entraba en el viejo edificio.


El silencio era perturbador. Estaba a punto de marcharse para esperarlo en la calle cuando las puertas dobles se abrieron de golpe y se desató el infierno.


—No podréis retenerme aquí —gritó Ricky Chaves mientras se debatía con los dos ayudantes que lo llevaban por los brazos.


—Tranquilo —aconsejó Pedro, siguiéndolos al interior y cerrando las puertas—. Siéntate, Ricky.


—Mis padres vendrán con nuestro abogado —amenazó Ricky, sin dejar de intentar quitarse de encima a los agentes, a pesar de ir esposado. 


Su rostro joven exhibía algunos cortes, aunque nada grave; pero Paula fue a buscar el botiquín de primeros auxilios.


—Me alegra que estés aquí —musitó Pedro cuando ella volvió.


—¿Qué hace Ricky aquí? —preguntó, furiosa porque lo suyo tuviera que esperar.


—Volvió a celebrar carreras de coches con sus amigos en el cruce —explicó el sheriff—. Se hizo esos arañazos al chocar contra un árbol.


Los dos ayudantes se marcharon para ir a buscar al resto de conductores. Otros dos estaban en el otro coche patrulla.


—Averigua cómo se llaman —instruyó Pedro a Paula—. Llamaremos a sus padres desde aquí para que puedan venir a recogerlos.


—¿Qué haces aquí, Paula? —preguntó Ricky cuando ella abrió el botiquín en la mesa.


—Trabajo aquí —explicó, sacando un trozo de algodón y Betadine—. No te muevas, te limpiaré los cortes.


—¿Trabajas aquí? —rió enfadado—. ¡No pienses que por mucho tiempo! ¡Sabes que mamá cerrará este sitio en cuanto sepa lo que ha pasado!


—No puedes cerrar una oficina del sheriff porque no te guste lo que hace —le informó con paciencia—. Cuando quebrantas la ley…


—La ley es lo que nosotros decimos que es —cortó Ricky, apartando la cara de su contacto—. Y tampoco te dará las gracias por estar aquí, ¿sabes?


—Lo sé —reconoció.


Los Chaves entraron por las puertas cuando el segundo grupo de jóvenes era conducido al interior. Joel y Ana vieron a Ricky y fueron a su lado.


—¿Qué sucede aquí? —demandó Ana; entonces vio a Paula cuando ésta llamaba a los padres de los otros muchachos—. ¡Paula! ¿Tú formas parte de esto?


—Señora Chaves, señor Chaves —habló Pedro, atrayendo su atención. Tenía el rostro impertérrito.


—Sheriff —Joel asintió—. ¿Qué ha pasado?


—Tuve que traer a su hijo por correr en el cruce de caminos. Les hemos hecho a los chicos muchas advertencias, y no han hecho caso.


—No me extraña —se mofó Ana Chaves, con la cabeza blanca muy erguida—. Los jóvenes han corrido ahí desde que yo era niña. No puede entrar en la ciudad y ponerle fin a eso.


—Lo que su hijo ha estado haciendo va contra las leyes del estado y del condado, señora Chaves —Pedro la miró fijamente—. Quizá en su época no lo fuera. En la actualidad, el condado quiere que no haya carreras.


—¡Es ridículo!


—Ana —su marido intentó callarla.


—Nuestro abogado no tardará en llegar —continuó sin prestarle atención.


—No he arrestado a Ricky —expuso Pedro—. Quería cerciorarme de que los padres de los chicos supieran lo que estaba sucediendo. Son menores, pero la próxima vez, pasarán la noche en la celda del condado.


—Agradecemos la advertencia —dijo Joel, estrechándole la mano—. ¿Podemos llevarnos al chico a casa ya?


—Claro. Retendremos su coche, o lo que queda de él, durante tres días. Luego puede venir a recogerlo.


—Lamentará esta decisión —añadió Ana con acritud—. Vamos a casa, Ricky.


Otros padres iban llegando con diversos grados de enfado y hostilidad. Algunas de las madres lloraban. Unos pocos padres gritaban al sheriff y a sus hijos.


Paula observó desde su mesa. Pedro en ningún momento alzó la voz, y con calma, explicó lo sucedido y qué pasaría si los jóvenes eran sorprendidos de nuevo en las carreras. Su rostro por lo general expresivo se veía impasible, pero los ojos exhibían una expresión vigilante. Paula tuvo la impresión de que, si alguno de los padres hubiera hecho algo más que gritar, habría estado preparado para actuar.


Entonces, se dio cuenta de que había una diferencia entre Pedro y Jose.


Jose había sido un espíritu realmente plácido, realizando sus buenas obras como un boy scout grande que se ganara sus medallas al mérito.


Pedro era más duro, más decidido. Una parte de él esperaba y observaba hasta ver el problema. 


Parecía más un soldado cumpliendo con su trabajo y menos un boy scout haciendo buenas obras, a pesar de que parecía dedicar su tiempo a ayudar a los demás.


Lo cual le recordó su propio problema. Los últimos padres se marchaban y los cansados ayudantes iban a tomar café.


E.J. Marks, ayudante y perforador de pozos, que había abierto el pozo de agua de Paula, le hizo un gesto cortés. Parecía estar de gala con su uniforme.


—¿Quiere acompañarnos, señora Chaves?


—No, gracias, E.J. —respondió con suavidad, deseando que se marchara para acabar con su asunto.


—¿Sheriff? —miró al hombre que había detrás de ella con respeto y algo próximo a la amistad en sus pálidos ojos azules.


—No, gracias, E.J. Quizá más tarde —Pedro se sentó en el borde de un viejo escritorio cerca de la entrada. E.J. asintió y se fue—. De acuerdo —continuó Pedro—. Aquí estoy. Un blanco predispuesto.


—¿A qué te refieres? —preguntó nerviosa—. ¿Acaso ahora lees los pensamientos? —él le sonrió y Paula apartó la vista.


—No hace falta mucha telepatía saber que el señor Spivey al fin te cambió la caldera y luego me delató.


—¿En qué pensabas? —exigió ella, con las manos apretadas con fuerza.


—Pensaba que no había motivo para que Manuel y tú sufrierais. Trabajas para mí. Podemos establecer un plan de pago.


—¿Y qué clase de plan de pago se te ha pasado por la cabeza? —lo miró furiosa.


—Uno en el que pagas lo que puedes cada semana hasta saldar la deuda —indicó despacio, sin dejar de observarla—. ¿Qué habías pensado tú, Paula?


—Nosotros… bueno, tú me besaste.


—Y tú también me besaste —replicó.


—Pensé que tal vez quisieras más —explicó incómoda.


—Y así es —sus ojos no titubearon—. Me refiero a que quiero más. Pero espero no haber llegado a un punto en mi vida en que tengo que chantajear a una mujer para que mantenga una relación conmigo.


—Bien —dijo Paula, intentando encontrar una salida a una situación difícil. Ella había hecho que fueran más allá de una relación de jefe empleada. Mientras buscaba palabras, luchó con furia para retroceder.


—Bien —él se incorporó y se limpió los pantalones con mano despreocupada—. ¿Podemos volver ya al trabajo?


Ella asintió, aliviada.


—¿Tuviste tiempo de echarle un vistazo al plano?


—Sí —indicó Pedro—. Tendré que recibir la autorización de la comisión, pero me pareció prometedor.


—Bien —contestó ella, de repente tímida—. Me… hmm… pondré a trabajar en otra cosa.


—Debes llamar a la oficina del condado y establecer un horario para empezar el cursillo de preparación antes de que llegue todo el equipo.


—De acuerdo.


Pedro le sonrió.