sábado, 4 de mayo de 2019
TRAICIÓN: CAPITULO 1
Ella personificaba todo lo que él odiaba en una mujer y estaba hablando con su hermano.
Pedro Alfonso la observó. Unas curvas hechas para despertar el deseo de un hombre, lo quisiera este o no. Y él, desde luego, no quería.
Pero su cuerpo se negaba tercamente a obedecer los dictados de su mente y un potente rayo de lujuria cayó directamente sobre su entrepierna.
¿Quién demonios había invitado a Paula Chaves?
Estaba de pie al lado de Pablo, con el cabello rubio ondulando bajo las luces de la elegante galería de arte de Londres. Alzó las manos como para enfatizar una frase y la mirada de Pedro se posó en los pechos más increíbles que había visto jamás. La recordó con un biquini mojado con chorros de agua bajando por su vientre al salir de las espumosas aguas azules del Egeo y tragó saliva. Ella era recuerdo y fantasía mezclados en uno. Algo empezado y nunca terminado. Habían pasado ocho años y Paula Chaves hacía que quisiera mirarla a ella y solo a ella, a pesar de las impresionantes fotografías de su isla griega privada que dominaban las paredes de la galería de Londres.
¿Estaría su hermano igual de embelesado?
Confiaba en que no, aunque el lenguaje corporal de los dos, inmersos en su conversación, excluía al resto del mundo. Pedro echó a andar por la galería, pero si los otros notaron que se acercaba, no dieron muestras de ello. Pedro sintió una punzada de rabia, que se apresuró a ignorar porque la rabia podía ser contraproducente. La calma fría resultaba mucho más eficaz para lidiar con situaciones difíciles y había sido la clave de su éxito. El medio por el que había levantado del polvo la empresa familiar y la había reconstruido, ganándose fama de ser el hombre con un toque Midas. El reinado disoluto de su padre había terminado y Pedro, el hijo mayor, estaba al cargo. En aquel momento, el negocio de barcos de Alfonso era el más provechoso del mundo y tenía intención de que siguiera siéndolo.
Apretó la mandíbula. Para eso hacía falta algo más que tratar con consignatarios de buques y estar al día de la situación política mundial.
Había que vigilar a los miembros más ingenuos de la familia. Porque en el imperio Alfonso se movía mucho dinero y él sabía cómo eran las mujeres con el dinero. Una lección temprana sobre avaricia femenina le había cambiado la vida para siempre y por eso andaba siempre vigilante. Su actitud conllevaba que algunas personas lo consideraran controlador, pero Pedro prefería verse como un guía, un capitán que conducía un barco. Uno se alejaba de los icebergs por razones obvias y las mujeres eran como icebergs. Solo se veía el diez por ciento de cómo eran en realidad, pues el resto estaba profundamente enterrado bajo la superficie egoísta.
Mientras andaba hacia ellos, no apartaba la vista de la rubia, sabedor de que, si llegaba a ser un problema en la vida de su hermano, él lidiaría con ella rápidamente. Curvó los labios en una sonrisa breve. Se libraría de ella en un santiamén.
–Vaya, Pablo –dijo con suavidad cuando llegó hasta ellos. Notó que la mujer se ponía tensa al instante–. ¡Qué sorpresa! No esperaba verte aquí tan pronto después de la inauguración. ¿Has desarrollado un amor tardío por la fotografía o es que añoras la isla en la que naciste?
Pablo no parecía contento con la interrupción, pero a Pedro eso le daba igual. De momento no podía pensar en nada que no fuera lo que ocurría en su interior. Porque, desgraciadamente, no parecía haberse vuelto inmune a la seductora de ojos verdes que había visto por última vez a los dieciocho años, cuando se había lanzado sobre él con un ansia que lo había dejado estupefacto. Su sumisión había sido instantánea, y habría sido completa si él no le hubiera puesto fin. Haciendo gala de la doble moral sexista que a veces le atribuían, la había despreciado por ello al tiempo que también se sentía embaucado. Había tenido que recurrir a todo su legendario autocontrol para apartarla y enderezarse la ropa, pero lo había hecho, aunque eso lo había dejado excitado y anhelante durante meses. Apretó los labios porque ella no era más que una golfa barata.
«De tal madre, tal hija», pensó sombrío. Y ese era un tipo de mujer con el que no quería que se relacionara su hermano.
–Ah, hola, Pedro –contestó Pablo, con aquel aire relajado que hacía que la gente se sorprendiera cuando se enteraba de que eran hermanos–. Así es, aquí estoy de nuevo. He decidido hacer una segunda visita y encontrarme al mismo tiempo con una amiga. Te acuerdas de Paula, ¿verdad?
Hubo un momento de silencio mientras los ojos verdes brillantes de ella se posaban en los suyos y Pedro sentía el fuerte golpeteo de su corazón.
–Por supuesto que me acuerdo de Paula –dijo con brusquedad, consciente de la ironía de sus palabras.
Porque para él las mujeres eran fáciles de olvidar y eran solo un medio para un fin. Sí, a veces podía recordar unos pechos espectaculares o un trasero respingón. O si una mujer tenía un talento especial con los labios o las manos, quizá se mereciera una sonrisa nostálgica de vez en cuando. Pero Paula Chaves había sido especial en ese terreno y nunca había podido borrarla de su mente.
¿Porque era fruta prohibida? ¿O porque le había dado una muestra de increíble dulzura antes de que se viera obligado a rechazarla? Pedro no lo sabía. Era algo tan inexplicable como poderoso, y se sorprendió observándola con la misma intensidad con que miraba la gente cercana las fotos que adornaban las paredes de la galería.
Pequeña pero con curvas imposibles, su espeso cabello le colgaba por la espalda en una cortina de ondas rubias. Llevaba unos vaqueros corrientes y un jersey anodino, pero eso no parecía importar. Con un cuerpo como el suyo, podía ir vestida con un saco y seguir siendo esplendorosa. El tejido barato se tensaba sobre la exuberancia de sus pechos y los vaqueros azules acariciaban las curvas de su trasero. No llevaba los labios pintados y muy poco los ojos.
No tenía un aspecto moderno y, sin embargo, había algo en ella, algo indefinible, que tocaba un núcleo sensual en el interior de él y hacía que quisiera arrancarle la ropa y montarla hasta que gritara su nombre. Pero quería que se fuera más de lo que quería acostarse con ella, y pensó que ya era hora de trabajar en aquella dirección.
Se volvió hacia su hermano y sonrió débilmente.
–No sabía que erais amigos –comentó, excluyéndola intencionadamente de la conversación.
–Hacía años que no nos veíamos –repuso Pablo–. Desde aquellas vacaciones.
–Sospecho que aquellas vacaciones es algo que ninguno de nosotros quiere recordar –replicó Pedro, y disfrutó del sonrojo que cubrió el rostro de ella–. ¿Pero habéis seguido en contacto todo este tiempo?
–Somos amigos en las redes sociales –Pablo se encogió de hombros–. Ya sabes cómo es eso.
–La verdad es que no lo sé. Conoces mi opinión sobre las redes sociales y no es positiva –contestó Pedro–. Tengo que hablar a solas contigo.
Pablo frunció el ceño.
–¿Cuándo?
–Ahora.
–Pero acabo de encontrarme con Paula. ¿No puede esperar?
–Me temo que no –dijo Pedro.
Vio que su Pablo miraba a Paula pesaroso, como si quisiera disculparse por el comportamiento brusco de su hermano, pero le dio igual. Se había esforzado toda su vida por procurar que Pablo se mantuviera alejado del tipo de escándalos que habían tragado a su familia en otro tiempo, decidido a que no siguiera el camino lastimoso de su padre. Se había asegurado de que asistiera a un buen internado en Suiza y a la universidad en Inglaterra, y había influido con cautela en la elección de sus amigos… y amigas. Y aquella golfa guapa, con su ropa barata y sus ojos que invitaban al sexo estaba a punto de descubrir que no podía acercarse a su hermano.
–Es un asunto de negocios –dijo con firmeza.
–¿Más problemas en el Golfo?
–Algo así –repuso Pedro, irritado por la actitud de Pablo, que parecía olvidar que no se hablaba de negocios delante de desconocidos–. Podemos ir a uno de los despachos de la galería. Nos lo prestan –añadió–. El dueño es amigo mío.
–Pero Paula…
–Oh, no te preocupes por ella. Estoy seguro de que tiene imaginación suficiente para cuidar de sí misma. Aquí hay mucho que ver.
Se volvió a mirarla y le habló directamente por primera vez.
–Y muchos hombres encantados de ocupar el lugar de mi hermano. De hecho, veo que un par de ellos te están mirando. Seguro que puedes pasarlo muy bien con ellos, Paula. No permitas que te entretengamos más.
TRAICIÓN: SINOPSIS
No descansará hasta que ella sea su esposa.
El magnate naviero Pedro Alfonso sospecha que Paula Chaves, una rubia espectacular, es una cazafortunas como su madre. Y el único modo de alejarla de su hermano es hacerle él mismo una proposición: un mes de empleo, a sus órdenes, en su isla privada.
Paula acepta de mala gana la oferta de Pedro, obligada por la mala situación económica de su familia. Su resistencia al atractivo de él y a la química que hay entre ellos no tarda en debilitarse. Pero la noche espectacular que pasan juntos tiene una consecuencia no prevista…
viernes, 3 de mayo de 2019
AMORES ENREDOS Y UNA BODA: CAPITULO FINAL
Las urgentes necesidades de su hija le dejaron a Paula poco tiempo para meditar. Pedro no intentó detenerla, simplemente se quedó quieto, con una expresión de angustia en el rostro. Al fin, cuando se decidió a seguirla, Paula ya había vuelto a poner a la niña en la cuna. Ella se irguió y se llevó un dedo a los labios.
—Vamos, tenemos que hablar —dijo él con brevedad.
Paula se dio cuenta, por el movimiento de los ojos de Pedro, que no se había abrochado bien la ropa después de alimentar a la niña. Como pudo, se cerró la camisa y lo siguió a la otra habitación.
—¿No es un poco tarde para que me intentes ocultar tu cuerpo, Paula? — preguntó Pedro con sequedad, con los ojos puestos en las sedosas curvas de sus senos henchidos.
—Supongo que sí —admitió ella, dejando la camisa a medio abrochar.
—Tienes razón. No podemos seguir así.
Paula había estado temiendo que llegara el momento: Pedro ya había tenido bastante. Prepararse para oír sus palabras fue lo más difícil que había hecho en su vida.
—Estoy segura de que podemos llegar a un acuerdo civilizado.
—¡Civilizado! —gruñó él de una manera que la sobresaltó—. ¿Quién quiere un acuerdo civilizado?
—¿No lo quieres así? Ya conozco tu idea del matrimonio, pero a mí no me vale.
—Ahora deberíamos estar disfrutando de lo mejores momentos de nuestras vidas. Dime lo que quieres. Venga, dime lo que quieres —insistió cuando vio que una lágrima recorría la mejilla de Paula.
—Te quiero a ti y a Raquel —dijo apretando los puños, arrepintiéndose inmediatamente de lo que había dicho—. No, no. Olvídate de lo que he dicho.
Paula se dio la vuelta, pero Pedro la agarró por un hombro y la obligó a mirarlo.
—¡Dilo otra vez!
—No hagas esto más difícil de lo que ya es —suplicó Paula.
—¿Más difícil para ti? ¿Sabes el infierno por el que he pasado? —preguntó, señalando la cama con la cabeza—. Todas las noches, sin poder tocarte… ¡Maldita seas! ¡No me atormentes con comentarios como ése y te des la vuelta!
—No te estoy atormentando, Pedro —protestó Paula, sorprendida por la reacción—. Lo siento, pero estoy enamorada de ti. ¿Entiendes ahora por qué no me puedo casar contigo?
Pedro se quedó completamente quieto y Paula pudo apreciar cómo un temblor le recorría todo el cuerpo.
—Puede que sea un poco bruto —dijo en el tono de voz más extraño que Paula había oído alguna vez—, pero no, no lo entiendo. Tal vez me lo podrías explicar.
—No puedo ser práctica y sensata —le gritó con los ojos llenos de angustia —. Estaría celosa y… yo no sería la esposa que tú buscas.
—¿Quieres decir que te enfurecerías si yo estuviera con otra mujer? ¿Qué reaccionarías irracionalmente? ¿Como yo, cuando me imaginé que estabas con Simón Hay o, si se da el caso, con cualquier otro que no fuera yo?
Paula parpadeó con rapidez e hizo que una de las lentillas le saliera disparada del ojo.
— ¡Oh no! —Gruñó con frustración—. ¡Ahora no!
— ¿Qué pasa?
—He perdido una de mis lentillas —se lamentó, palpando la superficie más cercana, que resultó ser el pecho de Pedro—. No veo nada.
—No me importa que la busques por ahí —dijo él suavemente, presionando una de las manos de Paula contra su tórax.
La suave contracción de los músculos debajo de las yemas de los dedos de Paula hizo que ella jadeara y que levantara los ojos miopes hacia él.
Paula pudo comprobar que aquella exploración le resultaba a él muy estimulante cuando se apretó más contra ella. Sintió que todo su ser se derretía.
— ¿Es éste el momento adecuado para decirte que te amo? —preguntó.
—Desde luego —respondió él, con el triunfo reflejado en los ojos.
Se besaron largo tiempo. Pedro exploró con fruición la cálida humedad de la
boca de Paula y le acarició el pelo mientras emitía unos gemidos fieros y hambrientos.
Cuando por fin sus bocas se separaron, ella lo miró con sumisión.
—No me lo creo —susurró—. Tú me odias.
—Ojalá la vida fuera tan sencilla, mi querida Paula —respondió él recorriéndole la barbilla con un dedo.
Paula dio un suspiro y sonrió. Aquello no era exactamente un juramento de amor eterno, pero se sentía muy alegre.
—Con una sonrisa como ésa nunca hubiese resistido las pasadas semanas — admitió.
Mientras hablaba le fue desabrochando con una mano los botones de la camisa que antes Paula no había podido abrocharse. Luego, le soltó el sujetador, que se abría por delante, y dejó al descubierto la sedosa plenitud de los senos.
—Dulce clemencia —musitó—. ¿Puedo tocarlos? ¿O te duelen todavía? — preguntó, bebiéndose la dulce fragancia del cabello de ella.
—Están sensibles, pero no me duelen —respondió con suavidad, mientras Pedro le chupaba las puntas de los dedos—. ¿Me puedes explicar lo que está ocurriendo?
—Yo no quería ir a Londres o verme involucrado en los problemas internos de la maldita agencia. Y sobre todo, no quería enamorarme de una malvada bruja de pelo rojizo con un ridículo sombrero.
—Era un sombrero muy caro —dijo Paula sonriendo.
—Tengo muchos prejuicios en lo que se refiere al amor a primera vista. Pero tú me dejaste anonadado, aunque me sobrepuse. He comprobado por mí mismo lo que significa el amor ciego. Siempre había evitado ponerme en esa situación y he caído víctima de mis propios deseos. Aquella noche en el hotel recibí el primer golpe. Y ni siquiera pude defenderme. Cuando me desperté, sólo pensé en cómo iba a hacer para que aceptaras que me había metido en la cama contigo bajo una identidad falsa. La noche anterior estaba demasiado agotado por el largo vuelo para decirte que yo era el temido sobrino. Pero al final, nada de eso fue un problema, ya que no estabas ni en la cama, ni en la habitación ni en el hotel.
—Pensaba que te sentirías aliviado cuando vieras que me había ido — explicó ella con ansiedad—. Me pareció lo más sensato, ya que no podía actuar como si aquello no hubiese significado nada para mí…
—Así que te escapaste…
Ella asintió, preguntándose lo diferentes que habrían sido aquellos meses si se hubiera quedado.
—Pensé que te morirías de miedo si me encontrabas allí a la mañana siguiente, hablando con efusión de lo maravilloso que había sido.
—Me gusta bastante que me lo digan.
—Tú me resultabas odioso.
—¡Y con razón! —exclamó Pedro con los ojos brillantes—. Había sido lo suficientemente estúpido como para romper mis reglas y enamorarme de un cuerpo sexy y un par de ojos inocentes. Quería creer todo lo peor de ti. Quería ver cómo te arrastrabas. Pero me gustó que no lo hicieras —admitió, acariciándole un pecho mientras gemía de placer al ver que era más grande que su mano—. Me gustaron muchas cosas de ti.
—Lo ocultaste muy bien. Pero yo también lo pasé muy mal, si eso te ayuda. Me asusté tanto cuando supe que estaba embarazada…
—No, no me ayuda. Cuando pienso en ti, sola, embarazada de nuestra hija…
—Me habría gustado decírtelo. Pero pensé que creerías que era sólo otra de mis tretas. Estaba segura de que, si aceptabas la situación, sería sólo porque te sentirías obligado. Y no era eso lo que yo quería.
—Me imagino que no puedo echarte la culpa por pensar que yo te rechazaría. Quise matar a Hay cuando pensé que el bebé era suyo. Y cuando supe que era mío… me odié a mí mismo por haber permitido que pasaras por todo tú sola.
—No puedes echarte la culpa —protestó ella.
Pedro miró con cariño la cara indignada y sonrió.
—Me acostumbraría muy fácilmente a tenerte a mi lado —confesó.
—Nunca me lo hubiese creído. Siempre estabas con Jazmin.
—En parte era inevitable. Pero no tanto como te hice creer. Por cierto, no la engañé. La dije que estaba enamorado de ti. Pero pensé que darte celos estaría justificado, teniendo en cuenta lo que te necesitaba.
—¡Eres una rata sin corazón!
—La noche antes de que Raquel naciera, estuve conduciendo toda la noche. Aparqué en algún lugar alejado de la mano de Dios. No podía estar seguro de que no iba a tocarte cuando estuviésemos juntos y me dejaste muy claro que querías que fuera así. Pensé que me resultaría más fácil cuando naciera nuestro hijo, pero fue peor. ¡Me ibas alejando más y más! —dijo, mirándola con reproche.
—Pensé que era a Raquel, y no a mí, a quien querías. Necesitaba que me amaras.
—Resulta muy irónico si te paras a pensar en todo esto. Nos hemos alejado uno del otro. Si hubiésemos dicho lo que sentíamos, nos habríamos ahorrado meses de angustia. Quería hablar de lo de Simón Hay contigo tan pronto como Maria me lo dijo, pero estabas tan dedicada a nuestra hija, que decidí esperar a que no estuvieses tan cansada.
— ¿Y cuándo hubiese sido eso? ¿Dentro de dieciocho años?
—Me han dicho que es entonces cuando empiezan los problemas.
—Sobre el legado de Oliver… —dijo Paula, intentando no distraerse por los movimientos eróticos de sus manos.
— ¿Qué? —preguntó él de mala gana.
—No pareces muy interesado.
—Hace mucho tiempo desde que logré convencerme a mí mismo de que no eras más que una egoísta. Cuando supe que tuviste que superar tus fuertes convicciones morales para acostarte conmigo, me dije que al menos sentías una fuerte atracción sexual por mí. Estoy seguro de que Oliver tenía sus propias razones para darte el dinero, pero no me quitan el sueño. He estado más ocupado en convencerte de que me deseabas tanto como yo a ti.
—Él fue un antiguo amante de mi madre antes y después de que se casara. También intentó que mi madre dejara a mi padre y contribuyó a que finalmente rompieran su matrimonio. Creo que el dinero fue su manera de compensarme.
—Viejo egoísta —murmuró Pedro—. Debes esperar lo mismo cuando mi madre te conceda audiencia. Me muero de ganas de presumir de ti en Tolondra y Raquel podrá conocer a su primo.
Tamara había tenido un niño ocho semanas antes de que naciera Raquel.
—Tu madre fue muy amable al enviarnos una tarjeta —dijo Paula cuidadosamente. Sabía que tenía que tener cuidado al hablar de la madre de
Pedro y de la relación de éste con ella.
—Se morirá antes de admitir que es abuela —dijo sonriendo—. No te pongas tan seria. Dejé de permitir que las carencias de mi madre me afectaran cuando me enamoré de ti. Fuiste una revelación. Cuanto más intentaba alejarte de mis pensamientos, más te recordaba. Espero que no te importe que hayamos sido padres antes de la boda.
— ¿No te estás adelantando un poco a los acontecimientos? —se burló ella, feliz.
—He sido increíblemente paciente y no voy a seguir siéndolo —avisó, besándola—. Te vas a casar conmigo.
—No creo que sea una buena idea que trabajemos juntos y que estemos casados. ¿Sigue la oferta en pie?
—Me parece recordar que me dijiste que no trabajarías para mí, pero que te dignarías a trabajar conmigo. Me parece bien. Dime cuándo estás lista y buscaremos a alguien que cuide de Raquel. Tengo una política de maternidad muy flexible.
—Hablaste de paciencia —dijo Paula, con una ligera sonrisa en los labios.
—Sí —respondió Pedro.
Paula sentía que le palpitaba el cuerpo.
—Me siento un poco impaciente —replicó insinuante, mirándolo con los ojos medio cerrados.
—He leído en alguna parte que los padres deberían tomarse tiempo para relajarse y descansar de vez en cuando.
—Me parece un buen consejo. No quiero parecer impaciente, pero los bebés no duermen durante mucho tiempo. Al menos, la nuestra no.
—Eres una pícara juguetona —replicó Pedro, tomándola en brazos para tumbarla en la cama.
—Podría serlo, si tú me enseñas —dijo ella cuando él se tumbó a su lado—. Con un poco de ayuda…
Y Pedro, como pudo comprobar, podría ser muy generoso con sus consejos…
Fin
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