jueves, 2 de mayo de 2019

AMORES, ENREDOS Y UNA BODA: CAPITULO 36




Paula palideció al reconocer que tenía razón y se apoyó en la mesa. Le temblaban las rodillas con aquellas palabras. Si él la amara o si ella no lo amara a él, las palabras serían solamente los comentarios celosos que en realidad eran.


Pero no era así, y cada uno de aquellos dardos envenenados dio en el blanco.


La puerta se abrió de par en par cuando regresaron los dos hombres. Gaston se apoyó en ella para cerrarla.


—Recoge tu abrigo, Jazmin —dijo, jadeando—. Quiero volver a casa antes de que un árbol bloquee la carretera. Hace una noche espantosa.


— ¿No nos podríamos quedar aquí?


Paula casi no oyó la discusión que tuvieron los hermanos, ya que no podía quitar los ojos de la pequeña brecha que tenía Pedro en la mejilla. Se sintió destrozada sólo con pensar que podría haber resultado herido, o algo peor.


Pensó en cuánto lo necesitaba y de cómo sentía que su vida estaba inexorablemente unida a la de él. «No se lo puedo decir, nunca», pensó.


Incluso si Jazmin no era la elegida, algún día vendría una mujer a la que él realmente amara y, entonces, ¿qué sería de ella? ¡No podría soportar quedarse sola y ver cómo su hijo se marchaba durante días con él y su compañera!


—¡Estás herido! —gritó Jazmin.


—No es nada, Jazmin —dijo Pedro con un tono de irritación en la voz.


Paula al fin pudo respirar y apartar los ojos de los de él.


—Deberías curarte eso. Jazmin tiene razón —dijo con severidad, intentando mantenerse tranquila.


—¡Yo lo haré! —exclamó Jazmin.


Pero Pedro la agarró de las manos y la llevó hasta donde estaba Gaston.


—Haz lo que dice tu hermano —replicó con un tono de voz que indicaba claramente que se le estaba acabando la paciencia—. Se ha caído un árbol en el granero y lo hemos arreglado como hemos podido. Sería una estupidez quedarse por aquí.


Tenía tanta autoridad en la voz, que Paula no se sorprendió cuando los dos se marcharon. 


Cuando Pedro cerró la puerta. Paula todavía estaba apoyada en la mesa.


—Esta enamorada de ti.


—Ella cree que lo está —la corrigió Pedro mientras se tocaba el corte de la mejilla.


—¿Tiene razones para creerlo?


—¿Qué es esto, Paula? ¿Un interrogatorio? —preguntó, entornando los ojos—. ¿Te importaría si fuésemos amantes?


Paula sabía que estaba esperando una respuesta, pero permaneció quieta como una estatua.


—Me da igual quién sea tu amante —le dijo, mintiéndole más fácilmente de lo que había esperado—. Especialmente si eso supone que no me vas a presionar más.


—¿Cuándo te he presionado yo para que seas mi amante? —preguntó Pedrosin ninguna emoción en la voz—. Espero que no estarás insinuando que te obligué a acostarte conmigo.


—Nos hicimos amantes por una peculiar conjunción de acontecimientos. Nada más —replicó Paula.


—Entonces, ¿no crees en la diosa Venganza, Paula?


—Creo que, si existe, debe de tener un extraño sentido del humor — respondió Paula con amargura—. ¿Te ayudo a recoger los platos?


—Vete a la cama —dijo Pedro con la voz cansada—. No te torturaré con mi presencia esta noche, por si acaso es eso lo que te está molestando.


Aunque estaba agotada, Paula no pudo dormir. Estuvo tumbada en la cama, despierta, escuchando todos los crujidos del viejo caserón. 


Pedro cumplió su palabra y ni siquiera subió a su habitación.





miércoles, 1 de mayo de 2019

AMORES, ENREDOS Y UNA BODA: CAPITULO 35





Exactamente quince minutos más tarde, Paula llegó a la puerta de la cocina, intentando recomponer sus sentimientos. Los amplios pantalones de seda tenían una cinturilla flexible que se podía adaptar a la forma abultada de su abdomen, y encima de la camisa de seda verde llevaba un chaleco largo. Se había puesto una ligera capa de maquillaje para ocultar que antes había estado llorando. Todavía se sentía avergonzada por haberse comportado de aquella manera. Pedro podría ser el padre de su hijo, pero Paula no podía esperar lealtad por su parte.


Estaba a punto de entrar en el salón cuando oyó unas palabras que la hirieron profundamente.


—¿Cómo sabe que el niño es suyo? Ya conoces a Pedro y su sentido del deber. Probablemente es sólo una oportunista.


—¡Jazmin! —susurró alguien—. Espero que no vayas a mencionar eso delante de Pedro.


—Tal vez alguien debería.


Pedro es muy capaz de controlar sus propios asuntos.


—¿He oído que alguien me llamaba?


Paula sintió una ráfaga de aire frío y oyó que se cerraba una puerta. Se dio cuenta de que la temblaban las piernas. «No puedo hacerlo», se dijo.


Entonces el orgullo vino en su ayuda. ¿Por qué debería ella dejar que la otra mujer la desplazara? Con un brillo fiero en los ojos, se echó el pelo hacia atrás y entró en la habitación.


Jazmin y un hombre que seguramente era Gaston estaban sentados en un sofá cubierto con una estera de colores brillantes. Tan sólo los miró un momento, ya que volvió los ojos automáticamente a Pedro, que estaba poniendo leña en el fogón. Él se irguió cuando ella entró en la habitación y la miró fijamente.


Paula se dio cuenta de que todo el mundo la miraba con expectación. A pesar de haber entrado en la habitación llena de justa indignación ahora no sabía qué hacer. Obviamente, Pedro no había oído los comentarios de Jazmin, y si lo había hecho, seguro que pensaba que sólo eran lo que una buena amiga le diría de todo corazón. De repente, Paula se sintió ridícula.


—Paula, no conoces a Gaston, ¿verdad? —dijo Pedro, rompiendo el silencio.


No había nada del antagonismo de la hermana en el rostro del hombre que se levantó para saludarla.


—Encantado de conocerte, Paula. Te diría que Pedro me ha hablado mucho de ti, pero si conoces bien a Pedro, sabrías que te estoy mintiendo. ¿Verdad, Pedro? —preguntó a su amigo—. Parece que has sobrevivido al viaje bastante bien. Espero que no te ofendas si te digo que estás maravillosa.


—Ella no, pero puede que yo sí —comentó Pedro con sequedad—. Siéntate
Paula. Recuerda que el médico te dijo que, si puedes sentarte, no estés en pie y que, si puedes tumbarte, no estés sentada.


—Supongo que consejos como ése serían los que la pusieron en su actual estado, ¿verdad?


El hermano de Jazmin le lanzó una mirada de desaprobación y sonrió a Paula, disculpándose. Jazmin se sonrojó, pero le aguantó la mirada a su hermano, aunque miró a Pedro con aprensión.


—Siéntate aquí, Paula —dijo Pedro, mientras la conducía hacia un sillón —. Paula no se puso en ese estado… —replicó con desdén—… sola.


Los labios de la joven temblaron. En su voz había habido una seria advertencia. Pero Paula vio en los ojos de Jazmin que tenía en ella a una enemiga.


Sorprendentemente, el resto de la velada fue muy agradable. Aunque había algo en el aire que resultaba incómodo, no lo era tanto como un enfrentamiento directo.


—No sabía que cocinabas —comentó Paula mientras él le retiraba el plato y le llenaba el vaso de agua mineral. Todos los demás estaban bebiendo vino.


—La buena comida del campo no me resulta difícil, aunque se me resisten los platos más elaborados.


—Jamás pensé que alguien pudiera cocinar en esa antigualla —replicó ella.


—No le digas eso a Mathilde. Ella se niega a utilizar las cocinas eléctricas.


A pesar de que cualquier persona podía hablar de aquel tema tan intrascendente, Paula sentía ganas de llorar. ¿Por qué no podían charlar siempre de aquel modo tan relajado? 


Para tranquilizarse, Paula se dirigió a Gaston, esperando que su sentido del humor relajado y tranquilo la ayudaría a conseguirlo.


—¿De qué parte de Estados Unidos eres?


—Soy de Canadá —le corrigió él con una sonrisa.


—Perdona. No se me da bien detectar los acentos.


—Nuestra familia se dedica también a la elaboración de vinos y aunque, hasta ahora, el vino canadiense ha tenido peor reputación, eso va a cambiar muy pronto.


—Y tú estás aquí, perdiéndotelo todo —bromeó ella.


—El entusiasmo de Pedro puede ser muy contagioso —respondió él—. Todo el mundo decía que no se puede producir un buen vino en ningún lugar donde los inviernos no sean fríos y los veranos calurosos. Pero nosotros lo conseguimos en Canadá. Esta parte de Francia ha producido vinos siempre, pero no de la mejor calidad. Pedro intenta traer algo de la filosofía del Nuevo Mundo. Como soy franco-canadiense, me pareció un desafío irresistible conocer mis raíces.


—Estoy segura de que Paula no está interesada en la elaboración del vino —replicó Jazmin.


—Al contrario, me encantaría saber más del tema. Pedro me ha sugerido que me haga cargo del marketing de la empresa —le espetó Paula—. Me encantaría visitar las instalaciones —le dijo a Gaston sonriendo.


—Yo te acompañaré —contestó Pedro rápidamente.


—Estarás demasiado ocupada haciendo de ama de casa y de madre para darnos el enfoque tan profesional que necesitaremos. No nos gustaría pensar que te estamos apartando de tus obligaciones —replicó Jazmin.


—Si decido aceptar el trabajo, puedes estar muy segura de que cumpliré con mis obligaciones.


—Si yo tuviera un hijo, creo que me dedicaría a él en cuerpo y alma, sin perder el tiempo con otras cosas.


—Yo no pierdo el tiempo.


—Perdona, no quería ofenderte —se disculpó Jazmin, al captar la severa mirada de Pedro.


—Estoy seguro de que lo que le preocupa a Jazmin es que te agotes —dijo Pedro.


—Tú me hiciste la oferta —replicó ella indignada—. ¿O es que no lo dijiste de corazón?


—Yo creo que es una magnífica idea —anunció Gaston—. Mantener el negocio en la familia.


—Gaston y yo conocemos a Pedro hace años, por eso le consideramos de la familia. ¿Cuándo lo conociste tú? —preguntó Jazmin.


—Nos conocimos en… una boda.


Paula tragó saliva, ya que no quería hablar de ello.


—¿De quién? —preguntó Jazmin en un tono malhumorado.


—De mi prima —replicó Paula con tranquilidad.


¿Qué había esperado oír? ¿Qué se la había encontrado en un bar? Jazmin se lo pasaría estupendamente si supiera lo escandalosa que en realidad había sido la situación.


De repente, sonó un fuerte ruido que los sobresaltó a todos.


—¿Qué ha sido eso? —preguntó Paula.


—Algunas veces el viento sopla muy violentamente —dijo Pedrolevantándose con tranquilidad—. Eso ha sido el tejado provisional del granero —le dijo a Gaston con un gesto—. Tenía que haberlo reforzado antes del invierno. Es mejor que vayamos a comprobar los daños —añadió, agarrando una chaqueta —. No, Jazmin. Tú te quedas con Paula.


La expresión de la chica y el gesto de mala cara que puso revelaba claramente que no le gustaba mucho la idea.


—Yo puedo ayudaros —murmuró, mirando a Paula, que obviamente no podía.


—¿No es muy peligroso? —dijo ella, preocupada por el ruido feroz del viento.


—Me halaga tu preocupación —respondió Pedro.


— ¿No sería mejor esperar a que amainara el viento? —insistió Paula, realmente preocupada por malos presentimientos.


—No te preocupes, Paula. Yo me volveré si se le ocurren ideas heroicas —afirmó Gaston.


—Supongo que puede cuidarse él solo —murmuró Paula con tristeza.


Pero se estremeció cuando Pedro, inesperadamente, se acercó a ella y la besó en los labios. La textura de sus labios y su sabor hicieron que le temblaran las rodillas y le zumbaran los oídos.


—Claro que puedo, pero es agradable que alguien se preocupe por mí —dijo Pedro antes de marcharse.


Cuando la puerta se abrió, Paula sintió el aire frío, pero a ella no la afectó ya que todavía guardaba el calor del beso en sus labios.


—Sabes que él no te ama. Sólo se siente responsable de ti por el bebé. Te crees muy lista porque lo has cazado, pero antes nosotros… —la acusó Jazmin, con las mejillas rojas de ira.


—Yo no busqué esta situación.


—Te podrías haber deshecho del bebé —le gritó Jazmin.


— ¡Yo quiero a mi hijo y, aunque te pese, Pedro también! —respondió Paula, temblando.


—Él no te quiere. Supongo que ahora es la novedad —añadió Jazmin—. Si quisiera jugar a las familias felices contigo, os habríais casado. Pero Pedro es demasiado inteligente como para atarse a una fulana avariciosa como tú.





AMORES, ENREDOS Y UNA BODA: CAPITULO 34




A Paula no le gustaba que le arrebatasen su independencia, ya que le gustaba controlar su vida. Y ahora dependía totalmente de Pedro


Pero él sólo la soportaba por el hijo que ella estaba esperando y del que él se sentía responsable.


Sin embargo, Paula no podía acostumbrarse a estar protegida por él, dado que sólo era algo temporal. ¿Cómo iba ella a sobreponerse a sus sentimientos viéndolo todos los días? Por mucho que quisiera evitarlo, no podía cambiar el hecho de que estaba enamorada de él.


Se levantó de la cama y fue al cuarto de baño. 


La profunda bañera, sostenida por patas en forma de garra, le pareció una tentación. Abrió el grifo y se quitó la ropa. Cuando la fue a poner encima de la cama, vio su propio reflejo en el espejo. Fascinada, se miró el hinchado abdomen y la espléndida madurez de los senos. Nunca dejaba de sorprenderse de los continuos cambios que experimentaba su cuerpo.


De repente, notó que algo se movía en la habitación y dio un grito sofocado.


Instintivamente, tomó la camisa y se cubrió con ella.


— ¡Pedro!


Paula cerró los ojos, imaginándose lo repugnante que él debía encontrar su cuerpo. No quería mirarlo, segura de que, al menos, vería su propia vergüenza reflejada en sus ojos.


—Dios mío —le oyó susurrar.


Abrió los ojos para protestar al sentir que él le quitaba la camisa. Pedro añadió con una voz tan temblorosa que Paula apenas reconoció:
—Deberías estar orgullosa de tu aspecto.


Paula permaneció inmóvil mientras la cabeza de él le rozaba donde una vez había tenido la cintura. La expresión del rostro de Pedro era de profundo respeto y el roce de los dedos era muy suave.


Ella se sorprendió por la oleada de sensualidad que se adueñó de ella, ya que no estaba segura de que se pudiese sentir así en su estado. Pero, ¿por qué debería una futura madre dejar de sentir su sensualidad, sus necesidades, sus apetitos?


Pedro era el único que podía estimular los suyos.


—Estoy orgullosa de mi aspecto. Pero no espero que todo el mundo entienda mi fascinación. Sé que parezco un globo —dijo Paula con un nudo en la garganta.


—Eres hermosa, exuberante y perfecta —exclamó Pedro con una ligera vibración en la voz—. Nunca he estado tan cerca de este milagro antes.


Al oír aquellas palabras, Paula no pudo evitar temblar y el rostro de Pedro expresó preocupación.


—Tienes frío —dijo, quitando una manta de la cama.


—Iba a tomar un baño.


—Adelante, entonces. Yo te ayudaré. No quiero que te caigas, la bañera es muy alta.


Paula no protestó aunque las razones le parecieron poco convincentes.


Pero era como llevar a cabo una de sus fantasías, la de tenerlo cerca, cuidándola como lo haría un amante, en el sentido estricto de la palabra. Si aquel bebé hubiera sido el resultado de una auténtica relación sentimental, sus fantasías serían ciertas. Pero se tenía que contentar con una ilusión.


Sin decir ni una palabra, Pedro le enjabonó la espalda y los senos henchidos, observando con atención las oscuras aureolas de los pezones. El cuerpo de Paula se estremecía. Él parecía fascinado por el cuerpo de ella y Paula se sentía relajada y a gusto.


Luego, Pedro se tumbó con ella en la cama y le frotó aceite en la tirante piel del abdomen.


—No te hago daño, ¿verdad? —preguntó él mientras Paula arqueaba la espalda.


Ella volvió la cabeza en la almohada y sintió como Pedro apartaba un mechón de cabello que se le había deslizado sobre la mejilla. Emitió un gruñido de desaprobación al descubrir el casi imperceptible hematoma que todavía tenía en la mejilla.


—Todo esto te debe resultar muy aburrido —dijo ella en tono de disculpa.


— ¿Aburrido? —gruñó Pedro—. Yo no lo llamaría así, sino un ejercicio de autocontrol y un viaje de descubrimiento. Estoy intentando con todas mis fuerzas no hacerte el amor —susurró, agarrándole la barbilla para que ella lo mirara—, pero me resulta difícil, muy difícil.


Paula no podía creer que estuviera diciendo eso. ¡La encontraba atractiva… así! La manera en la que le recorrió todo el cuerpo con la mirada acabó con cualquier duda al respecto.


—Incluso hueles más… femenina —dijo con voz áspera.


—Sí.


—Estar embarazada hace que algunos sentidos, como el olfato y el gusto, se hagan más agudos. Tú hueles muy bien —susurró ella—, y sabes muy bien — añadió, pasándose la lengua por los labios, con la mirada fija en el pecho de Pedro.


—Se te da muy bien torturar a la gente, ¿verdad? —Exclamó él, sentándose en la cama—. ¿O te has olvidado de lo que dijo el médico?


Aquellas palabras la arrebataron de un golpe toda la sensualidad que sentía.


Mortificada, se cubrió con la sábana. ¡Era ella la que le tenía que haber recordado a él aquellas palabras!


—Lo siento —susurró.


—Quiero a este bebé y no voy a hacer nada para ponerlo en peligro —dijo él.


—No fue culpa tuya… yo… yo —tartamudeó Paula, intentando encontrar las palabras adecuadas—. Hace tanto tiempo desde la última vez que alguien me abrazó que… Son las hormonas —dijo, para explicar las lágrimas que le aparecieron en los ojos—. Conmigo, las fábricas de pañuelos de papel hacen mucho negocio.


Pedro había estado a punto de decir que probablemente no fuese una buena idea que compartiesen la habitación, ya que no estaba seguro de que pudiese vivir con una tentación constante. Sin embargo, cuando Paula se echó a llorar, se tragó el comentario.


—Estaré siempre cerca cuando quieras abrazar a alguien. Estoy aquí para asegurarme de que todo vaya bien con el embarazo —dijo en tono de broma, acariciándole el pelo para tranquilizarla.


—No quiero ser una carga —lloriqueó Paula.


—Dios mío, no seas tonta… —dijo, viéndose interrumpido por el rumor de voces desde la escalera. La cara de Pedro reflejó enfado—. ¡Vaya! Invité a los Dupont a cenar —recordó—. No me di cuenta de que ya era hora. Afortunadamente el estofado no se quema —añadió, poniéndose de pie de un salto.


—No tengo hambre —dijo Paula, a quien no le apetecía la idea de pasar la velada con dos extraños, uno de los cuales la odiaba.


—No tengo tiempo para tratar de convencerte de manera sutil —dijo, enojado—. Baja dentro de quince minutos o te bajo yo mismo.


Paula se quedó mirando a la puerta fijamente y se levantó de la cama.


Conociendo al Pedro, sabía que era muy capaz de llevar a cabo sus amenazas