sábado, 27 de abril de 2019

AMORES ENREDOS Y UNA BODA: CAPITULO 21




¿Ladrona? ¡Si a alguien le habían robado algo era a ella! Lo más irónico de todo aquello era que, incluso en aquellos momentos, le resultaba muy fácil ver que se entregaría de nuevo a él.


— ¿Se supone que me tengo que creer que lo habrías hecho? —preguntó Paula con una sonrisa tan despectiva como pudo. Incluso en aquellos momentos le resultaba imposible controlar la atracción que sentía hacia él—. ¿O acaso sólo querías ver cómo me moría de vergüenza después de que me hubieras humillado completamente?


—No hice nada que tú no quisieras que hiciera. Es cosa tuya si quieres llamarlo «humillación» —respondió él con los ojos oscurecidos por el desprecio.


Pedro se encogió de hombros y se apretó el nudo de la corbata. Parecía volver a tener control sobre sí mismo y, a pesar del asunto que estaban tratando, parecía estar hablando con una simple empleada. «Y es todo lo que soy», se recordó Paula con firmeza. A continuación, Pedro añadió:
—No voy a hacerme el único responsable de la situación, si es eso lo que buscas. Yo estaba en el momento adecuado en el lugar adecuado. A las hembras de todas las especies les gusta actuar como si los machos fueran los únicos a los que afectase la lujuria. Pero ambos sabemos que no es verdad, Paula.


Aquel comentario la había hecho darse cuenta de algo que siempre había sospechado. Ningún otro hombre había podido echar abajo las barreras que se había construido. Lo que había sentido por Alex era insignificante comparado al caos emocional en el que había estado inmersa desde que lo conoció.


—Me parece que ya sabes que tan sólo fuiste un sustituto.


Las palabras le salieron desde muy dentro e incluso pudo esbozar una sonrisa de burla a pesar de la angustia que le oprimía el corazón.


—No te entretengo más —respondió Pedro tras un silencio gélido mientras miraba el reloj—. Estoy esperando a alguien. Quiero saber cómo te va hoy, así que quedamos para cenar.


—No me apetece cenar —le espetó Paula, enojada ante la rápida despedida y aquella orden tan fría. No quería que se pensase que acudiría a su lado cuando él quisiera.


—Entonces puedes ver cómo ceno yo —dijo Pedro con desprecio—. Tengo un horario muy apretado. Esta noche es el único momento en el que puedo verte y no tengo intención de ayunar por tu culpa. Me pareces el tipo de mujer a la que le gusta la comida.


— ¿Estás intentando decirme que estoy gorda? —preguntó Paula con el pecho inflamado por la ira.


A pesar de tener los ojos semicerrado, Paula pudo sentir cómo recorrían su cuerpo. Entonces, deseó no haber hecho aquel comentario tan infantil.


—Yo diría que la relación carne-hueso es, en tu caso, perfecta.


—No soy un caballo.


—Lo sé, pero pensé que no te agradaría una apreciación más detallada de tus atributos físicos en este despacho. No me gustaría que me acusaras de acoso sexual —dijo con ironía—. Pero si te interesa… te podría decir lo sensual que me parece la rotundidad de las caderas, la cintura y el hoyuelo que tienes…


— ¡Calla! —le interrumpió Paula encaminándose hacia la puerta.


Pedro esbozó una sonrisa llena de ironía que daba a entender que entendía perfectamente la ambigüedad de lo que ella sentía.


—Entonces espero que me pongas al tanto de todo esta noche. Te pasaré a recoger a las ocho.


Estaba tan ansiosa por escapar de los confines de aquella habitación que estuvo a punto de chocarse con una morena muy alta. Se colocó las gafas de nuevo sobre la nariz y murmuró una disculpa.


—No se preocupe —respondió la joven alegremente con una fulgurante sonrisa.


De reojo, Paula vio cómo le echaba los brazos alrededor del cuello a Pedro con gran entusiasmo.


—Pepe, cariño. Tengo muy buenas noticias.


Georgina oyó reírse a Pedro y sintió cómo se le hacía un nudo en el estómago. A pesar de todo, trató de sobreponerse y de adoptar una expresión alegre.


— ¿Quién era ésa, Maria? —preguntó de modo casual.


—Tracia Alfonso —replicó Maria. La compasión que transmitía en la mirada hizo que Georgina bajara los ojos—. La señora Alfonso —añadió con un tono de disculpa.


—Ya veo.


« ¿Qué me importa a mí si está casado?», se preguntó. «Si lo hubiese sabido, nunca me habría acostado con un hombre casado». La mezcla de envidia, culpabilidad y compasión que experimentaba al pensar en aquella chica tan arrebatadora la asfixiaba. No le gustaba la posición en que la había colocado.


¡Incluso podría tener hijos! Era un canalla. «Ya verás esta noche». ¡Tendría un par de cosas que decirle a Pedro Alfonso!



*****


—No estás vestida.


Aquellas palabras hicieron pedazos la sensación de algo vivido anteriormente cuando le abrió la puerta al alto y fuerte desconocido. Sólo que ya no era un desconocido…


Estaba realmente encantador con aquel traje oscuro y Paula apretó los labios, odiándose por lo que sentía y deseando no ser tan sensible al olor que emanaba de él.


—Estoy vestida —le contradijo con firmeza, mirándose los pantalones vaqueros, algo raídos y la blusa azul claro anudada a la cintura.


Pedro emitió un sonido de impaciencia y le dio un empujón para pasar.


Paula cerró la puerta y se dio cuenta de que no habría manera de echarlo por la fuerza.


—Estás en tu casa —le dijo sarcásticamente mientras lo seguía al salón.


—Tienes diez minutos para arreglarte.


—Puede que me des órdenes, como un dictador, en la oficina. Pero no me pagan para aguantarte fuera de las horas de trabajo —observó secamente, cruzándose de brazos.


—Soy un firme partidario del horario flexible —dijo él con voz áspera—. Vístete, Paula. Tengo hambre. Si no te vistes tú sola, lo haré yo.


La expresión que tenía en los ojos hizo que las rodillas le temblaran.


—Ni te atrevas. No quiero ir a cenar contigo. ¿Dónde está tu mujer? —le preguntó entre angustiada y enojada.


Pedro abrió los ojos muy sorprendido. « ¡Menuda rata! Sólo se siente culpable cuando se encuentra acorralado».


— ¿Cuál de ellas? —pregunto con interés.


—Muy gracioso —le espetó—. Aunque dudo que a Tamara le pareciese tan divertido. A mí tampoco me divierte verme involucrada en un adulterio.


—En realidad, he quedado con ella para tomar algo después de cenar. Puedes venir, ya que te preocupa tanto mi vida privada.


— ¿Sabe lo nuestro?


—Lo nuestro —dijo, dando un suspiro—. Así que te importo después de todo. ¿Qué pasa, Paula? —preguntó con una mirada perpleja—. ¿No te parece bien lo que he organizado?


— ¿Por qué… tú…? —le dijo, mirándolo horrorizada.


—Ella estará con su marido, mi hermano, si eso hace que cambien las cosas.


¡Era su cuñada! Paula sintió que las mejillas le ardían de vergüenza.


— ¡Oh! —exclamó con voz desvaída.


Pedro se cruzó de brazos y Paula pudo ver el vello que se le transparentaba a través de la camisa. Él la miró tan fijamente que la hizo temblar.


—No estabas tan calladita hace unos minutos, cuando me estabas leyendo la declaración de guerra. ¿Es así como te vas a disculpar?


—Creo que, dadas las circunstancias, ha sido una equivocación de lo más natural —respondió a la defensiva. Le resultaba más difícil disculparse con Pedro que cortarse un dedo.


— ¿Qué circunstancias son ésas? ¿Tu imaginación o la alta opinión que tienes de mí?


—Debería haberme imaginado que no hay ninguna mujer tan tonta como para casarse contigo.


—Yo no dije que no estuviera casado…


—Bueno… ¿lo estás? —preguntó Paula mientras tragaba saliva. Él continuaba mirándola con la imperturbabilidad de una esfinge.


— ¿Te importaría tanto?


—Para ser sincera, sí.


— ¿Es que crees en la santidad del matrimonio y todas esas tonterías? Creo que ya te darás cuenta de que ese tipo de escrúpulos pueden impedir un ascenso, Paula —añadió con un tono de burla, aunque tenía una expresión seria en los ojos.


—Todavía no me has contestado.


Pedro dio un paso adelante y, tocándole ligeramente la mejilla, respondió:
—Siempre he sido padrino, nunca el novio —dijo con pena.


La ansiedad había desaparecido, siendo reemplazada por otra clase de tensión, igual de intensa.


—Me sorprende que haya sitio en tu cínico corazoncito para una moral tan elevada. Pensé que lo que les pasó a tus padres te habría vacunado contra ciertos sentimientos románticos.


—Sé que los hombres son incapaces de ser fieles.


— ¿No es ese comentario un poco radical?


—Mis opiniones son asunto mío, no tuyo.


—En realidad, los dos somos el resultado de matrimonios sin éxito — comentó Pedro con una leve sonrisa—. Fallidos, es el término correcto, creo. Me sorprende que tengas tantas ganas de perpetuar el error, pero la Historia ha demostrado que las personas no aprenden de sus errores. O mejor dicho, de los errores de sus padres.


—¿No tienes intención de casarte? —preguntó Paula con curiosidad.


—No para satisfacer el deseo de poseer a una mujer. Eso se puede conseguir sin firmar un contrato formal —dijo, mirándola fijamente—. No se debe elegir una compañera porque te lo manden las hormonas o por razones sentimentales. Me casaré con alguien que tenga aspiraciones parecidas a las mías.


«¿Existe alguien así?», se preguntó Paula.


—¿Quieres tener hijos? ¿O te complicarán demasiado la vida?


—Esa sería la única razón por la que firmaría ese contrato.


—Espero que las condiciones sean buenas. Porque te podrías encontrar con que no tienes muchas candidatas.


—Gracias por el consejo, pero no te estaba considerando para el puesto.


—¡Qué desilusión! —se burló Paula.


—Sé que soy un tema muy interesante, pero, ¿no te vas a vestir?


Paula dio un suspiro de frustración.


—Puedo hacerte el informe de lo que ha pasado aquí —respondió—. Aunque no se por qué no puede ser mañana…


—Mañana por la mañana me voy a Francia —explicó con brevedad, recorriendo con la mirada el apartamento, deteniéndose más de lo que era necesario en el dormitorio—. Aunque, tengo que reconocer que sería muy agradable que nos quedásemos en casa. ¿Sabes cocinar?


Al oír aquello, Paula se dirigió inmediatamente al dormitorio mientras Pedro se reía. Cerró la puerta y se apoyó en ella, suspirando. ¡Si él supiera lo atractiva que le había resultado la idea de cocinar para él, compartir la comida y la cama!


«¡Me estoy volviendo loca!». Decidió que ir a un lugar público era muchísimo más seguro para ella y abrió el armario para examinar su ropa.




AMORES ENREDOS Y UNA BODA: CAPITULO 20




Paula fue al lavabo a refrescarse la cara y a retocarse el maquillaje.


Cuanto entró en el despacho, se encontró con la mirada fija de Maria.


—Te está esperando —dijo, señalando la puerta entreabierta.


—Me muero de las ganas —contestó Paula bruscamente, sintiéndose culpable inmediatamente por el tono de voz que había usado. Pero antes de que pudiera disculparse una la interrumpió:
—Me alegra oír eso.


Pedro estaba en la puerta, escuchando.


—No es de buenos modales escuchar detrás de las puertas —dijo mientras entraba en el despacho. No pudo evitar sonreír al escuchar el gemido de consternación de Maria. «Ya estoy despedida, o lo estaría si no hubiese presentado la dimisión. No puede hacerme nada malo», se dijo, no muy segura.


—Siéntate.


—Prefiero estar de pie.


—Te defendiste muy bien.


Paula parpadeó por aquel apoyo inesperado.


—¿Te sorprende?


—Sí, como el hecho de que hayas estado llorando —respondió Pedro, como si le enojase aquel asomo de feminidad—. ¿Qué te dijo Simón cuando me marché? —añadió volviéndose a mirar por la ventana.


—No he estado llorando —respondió ella rápidamente.


Pedro volvió la cabeza ligeramente, reflejando en la expresión que no la creía.


—¿Hay algo personal entre vosotros? —preguntó sin rodeos.


—Claro que no —replicó ella con resolución—. Además, si lo hubiera, no sería asunto tuyo.


—Entonces, ¿por qué te miraba con tanto odio? —preguntó Pedro dándose la vuelta por completo—. Después de todo, tú causas sensación entre los hombres. ¿Por qué no usarlo en tu propio beneficio? ¿Fue Simón un escalón más hasta que alcanzaste tu objetivo? Si fue así, puedo entender que esté un poco amargado. En cuanto a lo de si es asunto mío o no, todo lo que impida el buen funcionamiento de mi agencia lo es.


—¿Se te ha ocurrido alguna vez que a lo mejor hago muy bien mi trabajo? —le replicó con los brazos en jarras—. Los hombres de por aquí odian ver que invaden su territorio. Si yo fuera un hombre que hubiese subido unos pocos escalones, sería un ambicioso, pero como soy una mujer, lo he hecho comerciando con mi cuerpo. No conocías muy bien a tu tío si piensas que toleraba a los idiotas, por muy bonitas que tengan las piernas. No es que las mías lo sean… —añadió, algo avergonzada por lo que acababa de decir.


—Me parece raro que defiendas con tanta fiereza tus habilidades laborales y que seas tan modesta con tus atributos físicos —respondió él, escéptico—. Creo, que, dadas las circunstancias, es mejor que dejes de hacerte la ingenua conmigo. Sé que eres una mujer muy sensual, con apetitos muy adultos.


—¿Cómo te las arreglaste para que Octavio Llewellyn aceptara venir aquí en tan poco tiempo? —preguntó, frotándose las manos contra la falda. ¡Cuánto menos pensase en sus apetitos, mejor!


Pedro torció el gesto ante la manera tan poco sutil con la que ella había cambiado de conversación.


—Somos amigos desde que estudiamos juntos en la facultad de Empresariales en Harvard. Sé que se supone que soy un ignorante, así que no propagues la noticia de que no es cierto. Algunas veces, es bueno que te tomen por tonto —explicó con una expresión divertida en los ojos—. Octavio está cansado de ser una pieza más en la máquina de otro. Lleva buscando durante algún tiempo un desafío. Yo le he ofrecido la venta de mis acciones dentro de tres años, si las cosas salen bien.


—¿Por qué me estas contando todo esto a mí? —preguntó Paula con franqueza.


—Pensaba que tu discreción era legendaria —respondió Pedro con mofa.


Paula lo miró confusa.


—Pero tú no confías en mí.


—A nivel personal, no —admitió él—. A nivel laboral, me lo tengo que pensar, aunque tengo que tener en cuenta que eres una mujer ambiciosa, que lucha por llegar a lo más alto.


— ¡Qué bien! —comentó Paula con el enfado reflejado en la voz.


—Sí —respondió Pedro—. No me gustan las mujeres ambiciosas, pero sé apreciar el talento. ¿Te utilizó Oliver para provocar a los de ahí fuera? —le preguntó. Poniendo los pies encima del magnífico escritorio de caoba al tiempo que se aflojaba la corbata.


El cambio repentino de una conversación formal a aquel estilo tan relajado desconcertó a Paula y le hizo preguntarse qué era lo que le esperaba a
continuación. ¡Siempre era capaz de adivinar las razones ocultas de las cosas! ¡Cualquiera se pensaría que podía leer los pensamientos!


—A Oliver le gustaba tenerlos alerta —admitió de mala gana—. Además estaba obsesionado con la confidencialidad, como ya te habrás imaginado. No quería que nadie se entrometiese en sus cuentas. Le gustaba ser el único que sus clientes querían. Me imagino que a todos nos gusta ser indispensables. Supongo que le halagaba que la gente pensase que yo estaba… —añadió, sonrojándose al hablar en voz alta de las especulaciones de la gente.


— ¿Quieres decir que te las arreglaste para manejarlo como a una marioneta? ¡Qué lista!


—No soy responsable de los pensamientos sórdidos de las personas —le espetó ella.


—Si supieran lo del legado venido del cielo, me imagino que incluso los más caritativos se imaginarían lo peor.


— ¿Es eso una amenaza? —Preguntó ella con ironía—. Yo no le pedí a tu tío nada más que una oportunidad para demostrar lo que valgo. No tengo ni la menor idea de por qué me dejó las acciones.


Aunque, conociendo a Oliver, tenía que haber una razón. Volvió a pensar de nuevo en el sobre. Todavía no había tenido valor de abrirlo y examinar lo que contenía.


—No sé por qué no me confiesas todo. No me interesa tu moral. Sólo el buen funcionamiento de la agencia.


—Me parece que te interesa muchísimo mi moralidad. Sólo porque pasé una noche contigo, te crees que me conoces muy bien. ¿Por qué soy yo la fulana? Tú también estabas allí esa noche.


Pedro se puso en pie de un salto, como movido por un resorte.


—Yo también estaba allí por la mañana. Lo que me recuerda que tengo algo que te pertenece —exclamó, sacando un puñado de billetes de la cartera—. No estoy lo suficientemente liberado como para permitir que una mujer me pague la habitación —añadió, tirándole los billetes al suelo.


Paula ignoró el gesto, pero no pudo ignorar la rabia que había en sus ojos.


—Cometí un error —dijo—, incluso antes de que me diera cuenta de quién eras. ¿Crees que me hubiera acostado contigo si hubiese sabido la verdad? Y tú lo sabías ¿Por qué otra razón seguiste con aquella mentira?


¡Qué derecho tenía a actuar con ese aire de superioridad! ¡Cualquiera se pensaría que él era el más afectado!


—Tú eras la que quería que yo representase el papel. ¿Cómo iba yo a saber hasta dónde querías llegar? —arguyó Pedro—. ¿O tengo que recordarte que tú también creaste una mentira? Yo simplemente me inventé otra. En cuanto a decirte quién era yo, en el momento al que te refieres, ambos éramos bastante incapaces de pensar más allá de nuestros deseos más primitivos —concluyó, desafiándola con la mirada a negar lo que acababa de afirmar.


Pero Paula estaba demasiado preocupada en intentar controlar el temblor que le sacudía todo el cuerpo. Las imágenes se le agolpaban en la cabeza y ni siquiera desaparecieron cuando cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, él continuó con un tono más desagradable y cáustico que el anterior:
—Me quitaste la opción de remediar la situación, cuando te marchaste a hurtadillas en medio de la noche, como una ladrona.