sábado, 27 de abril de 2019

AMORES ENREDOS Y UNA BODA: CAPITULO 20




Paula fue al lavabo a refrescarse la cara y a retocarse el maquillaje.


Cuanto entró en el despacho, se encontró con la mirada fija de Maria.


—Te está esperando —dijo, señalando la puerta entreabierta.


—Me muero de las ganas —contestó Paula bruscamente, sintiéndose culpable inmediatamente por el tono de voz que había usado. Pero antes de que pudiera disculparse una la interrumpió:
—Me alegra oír eso.


Pedro estaba en la puerta, escuchando.


—No es de buenos modales escuchar detrás de las puertas —dijo mientras entraba en el despacho. No pudo evitar sonreír al escuchar el gemido de consternación de Maria. «Ya estoy despedida, o lo estaría si no hubiese presentado la dimisión. No puede hacerme nada malo», se dijo, no muy segura.


—Siéntate.


—Prefiero estar de pie.


—Te defendiste muy bien.


Paula parpadeó por aquel apoyo inesperado.


—¿Te sorprende?


—Sí, como el hecho de que hayas estado llorando —respondió Pedro, como si le enojase aquel asomo de feminidad—. ¿Qué te dijo Simón cuando me marché? —añadió volviéndose a mirar por la ventana.


—No he estado llorando —respondió ella rápidamente.


Pedro volvió la cabeza ligeramente, reflejando en la expresión que no la creía.


—¿Hay algo personal entre vosotros? —preguntó sin rodeos.


—Claro que no —replicó ella con resolución—. Además, si lo hubiera, no sería asunto tuyo.


—Entonces, ¿por qué te miraba con tanto odio? —preguntó Pedro dándose la vuelta por completo—. Después de todo, tú causas sensación entre los hombres. ¿Por qué no usarlo en tu propio beneficio? ¿Fue Simón un escalón más hasta que alcanzaste tu objetivo? Si fue así, puedo entender que esté un poco amargado. En cuanto a lo de si es asunto mío o no, todo lo que impida el buen funcionamiento de mi agencia lo es.


—¿Se te ha ocurrido alguna vez que a lo mejor hago muy bien mi trabajo? —le replicó con los brazos en jarras—. Los hombres de por aquí odian ver que invaden su territorio. Si yo fuera un hombre que hubiese subido unos pocos escalones, sería un ambicioso, pero como soy una mujer, lo he hecho comerciando con mi cuerpo. No conocías muy bien a tu tío si piensas que toleraba a los idiotas, por muy bonitas que tengan las piernas. No es que las mías lo sean… —añadió, algo avergonzada por lo que acababa de decir.


—Me parece raro que defiendas con tanta fiereza tus habilidades laborales y que seas tan modesta con tus atributos físicos —respondió él, escéptico—. Creo, que, dadas las circunstancias, es mejor que dejes de hacerte la ingenua conmigo. Sé que eres una mujer muy sensual, con apetitos muy adultos.


—¿Cómo te las arreglaste para que Octavio Llewellyn aceptara venir aquí en tan poco tiempo? —preguntó, frotándose las manos contra la falda. ¡Cuánto menos pensase en sus apetitos, mejor!


Pedro torció el gesto ante la manera tan poco sutil con la que ella había cambiado de conversación.


—Somos amigos desde que estudiamos juntos en la facultad de Empresariales en Harvard. Sé que se supone que soy un ignorante, así que no propagues la noticia de que no es cierto. Algunas veces, es bueno que te tomen por tonto —explicó con una expresión divertida en los ojos—. Octavio está cansado de ser una pieza más en la máquina de otro. Lleva buscando durante algún tiempo un desafío. Yo le he ofrecido la venta de mis acciones dentro de tres años, si las cosas salen bien.


—¿Por qué me estas contando todo esto a mí? —preguntó Paula con franqueza.


—Pensaba que tu discreción era legendaria —respondió Pedro con mofa.


Paula lo miró confusa.


—Pero tú no confías en mí.


—A nivel personal, no —admitió él—. A nivel laboral, me lo tengo que pensar, aunque tengo que tener en cuenta que eres una mujer ambiciosa, que lucha por llegar a lo más alto.


— ¡Qué bien! —comentó Paula con el enfado reflejado en la voz.


—Sí —respondió Pedro—. No me gustan las mujeres ambiciosas, pero sé apreciar el talento. ¿Te utilizó Oliver para provocar a los de ahí fuera? —le preguntó. Poniendo los pies encima del magnífico escritorio de caoba al tiempo que se aflojaba la corbata.


El cambio repentino de una conversación formal a aquel estilo tan relajado desconcertó a Paula y le hizo preguntarse qué era lo que le esperaba a
continuación. ¡Siempre era capaz de adivinar las razones ocultas de las cosas! ¡Cualquiera se pensaría que podía leer los pensamientos!


—A Oliver le gustaba tenerlos alerta —admitió de mala gana—. Además estaba obsesionado con la confidencialidad, como ya te habrás imaginado. No quería que nadie se entrometiese en sus cuentas. Le gustaba ser el único que sus clientes querían. Me imagino que a todos nos gusta ser indispensables. Supongo que le halagaba que la gente pensase que yo estaba… —añadió, sonrojándose al hablar en voz alta de las especulaciones de la gente.


— ¿Quieres decir que te las arreglaste para manejarlo como a una marioneta? ¡Qué lista!


—No soy responsable de los pensamientos sórdidos de las personas —le espetó ella.


—Si supieran lo del legado venido del cielo, me imagino que incluso los más caritativos se imaginarían lo peor.


— ¿Es eso una amenaza? —Preguntó ella con ironía—. Yo no le pedí a tu tío nada más que una oportunidad para demostrar lo que valgo. No tengo ni la menor idea de por qué me dejó las acciones.


Aunque, conociendo a Oliver, tenía que haber una razón. Volvió a pensar de nuevo en el sobre. Todavía no había tenido valor de abrirlo y examinar lo que contenía.


—No sé por qué no me confiesas todo. No me interesa tu moral. Sólo el buen funcionamiento de la agencia.


—Me parece que te interesa muchísimo mi moralidad. Sólo porque pasé una noche contigo, te crees que me conoces muy bien. ¿Por qué soy yo la fulana? Tú también estabas allí esa noche.


Pedro se puso en pie de un salto, como movido por un resorte.


—Yo también estaba allí por la mañana. Lo que me recuerda que tengo algo que te pertenece —exclamó, sacando un puñado de billetes de la cartera—. No estoy lo suficientemente liberado como para permitir que una mujer me pague la habitación —añadió, tirándole los billetes al suelo.


Paula ignoró el gesto, pero no pudo ignorar la rabia que había en sus ojos.


—Cometí un error —dijo—, incluso antes de que me diera cuenta de quién eras. ¿Crees que me hubiera acostado contigo si hubiese sabido la verdad? Y tú lo sabías ¿Por qué otra razón seguiste con aquella mentira?


¡Qué derecho tenía a actuar con ese aire de superioridad! ¡Cualquiera se pensaría que él era el más afectado!


—Tú eras la que quería que yo representase el papel. ¿Cómo iba yo a saber hasta dónde querías llegar? —arguyó Pedro—. ¿O tengo que recordarte que tú también creaste una mentira? Yo simplemente me inventé otra. En cuanto a decirte quién era yo, en el momento al que te refieres, ambos éramos bastante incapaces de pensar más allá de nuestros deseos más primitivos —concluyó, desafiándola con la mirada a negar lo que acababa de afirmar.


Pero Paula estaba demasiado preocupada en intentar controlar el temblor que le sacudía todo el cuerpo. Las imágenes se le agolpaban en la cabeza y ni siquiera desaparecieron cuando cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, él continuó con un tono más desagradable y cáustico que el anterior:
—Me quitaste la opción de remediar la situación, cuando te marchaste a hurtadillas en medio de la noche, como una ladrona.




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