viernes, 1 de febrero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 24




Pedro no era un ningún estúpido. 


Aunque Pedro lo negara, sabía que él le importaba. Le había perdonado años de provocaciones y burlas. Había renunciado a parte de sus vacaciones para ayudarlo. Lo besaba y suspiraba entre sus brazos como una mujer enamorada.


Pedro, tumbado en la cama, pensó en su futuro. 


Tener un puesto de presentador en la cadena era un sueño a punto de convertirse en realidad.


Había trabajado duro, tenía talento y se preocupaba por la gente. Alcanzaría el éxito sin la ayuda de la hija del jefe.


Aunque se consideraba un hombre de acción, que corría de una historia a otra, aporreando puertas para llevar a los espectadores un emotivo reportaje especial, desde que Paula había vuelto a su vida iba más lento. Pero había llegado el momento de volver a la acción.


Los días siguientes eran muy importantes. Si el cóctel y las negociaciones tenían éxito, Pedro sentiría un gran alivio. Habría alcanzado su meta. Si su energía y su trabajo no satisfacían a Holmes, buscaría un nuevo sueño.


Era lunes y, con un hervidero en la mente, Pedro se levantó, se vistió y fue al trabajo. A primera hora de la tarde, cuando se enteró de que las visitas habían llegado a su hotel, Pedro dejó la cadena y pasó por la tienda de alquiler a recoger la cristalería y la vajilla. 


Metió las cajas en el coche y fue hacia el exclusivo piso que Patricia tenía frente al río, donde había quedado en encontrarse con Paula, mientras Patricia iba a la peluquería.


Había veinticuatro invitados, y Pedro miró las cuatro «enormes cajas llenas de copas, bandejas, manteles y demás, preguntándose cómo meterlas en el ascensor.


Gracias a la ayuda de un vecino de Patricia, poco después abrió la puerta con la llave que le había dejado y metió las cajas en la cocina. El timbre sonó minutos después y Paula llegó. 


Cuando ella organizó los suministros, Pedro abrió una Caja y se puso un delantal blanco.


—Solo tengo que cambiarme de camisa y corbata, así que puedo ayudarte un poco hasta que lleguen los invitados.


—¿Ayudarme un poco? Creía que estábamos en esto juntos —Paula frunció el ceño. Pedro se sorprendió. Suponía que ella imaginaba que estaría ocupado durante el cóctel.


—Lo siento, Paula. ¿No imaginarías que podría pasar toda la tarde aquí? Holmes me pidió que hablara con todos y creara una buena impresión.


Ella lo miraba transfigurada, con una gran bandeja de plata en la mano.


—No pensarías de verdad que podría trabajar en la cocina, ¿no? —le puso la mano en el brazo.


—Tenía esa esperanza. ¿Cómo voy a hacer todo esto sola? —puso la bandeja en la encimera y comenzó a llenarla can los hojaldres de queso—. ¿Quién se ocupará de rellenar las bandejas? —miró a su alrededor, consciente de los contenedores llenos de canapés que había que colocar y de los que aún tenía que preparar. Puso expresión de pánico—. Espero que haya alguien para encargarse del bar.


—Llegará enseguida. No te preocupes —Pedro le quitó la bandeja—. Dime qué puedo hacer.


Paula soltó un profundo suspiro. Tenía muy claro lo que le apetecía que hiciera, pero no era momento para insultarlo. Señaló las gambas.


—Ponías en una bandeja, sobre un lecho de lechuga —indicó el recipiente con hojas limpias y secas—. Después pon ese cuenco de cristal en el centro y llénalo con esto —le entregó el bote de salsa rosa que había preparado el día anterior.


Mientras él empezaba a seguir sus instrucciones, se oyó la puerta y Paula comprendió que Patricia había llegado. Se oyó el taconeo de sus zapatos en las baldosas hasta que llegó a la alfombra. Su perfume anunció su presencia.


—Vaya, que acogedor —murmuró Patricia, deteniéndose en el umbral—. La cocinera y su asistente en delantal —echó una ojeada a las atractivas bandejas de aperitivos—. Tienen buena pinta —se acercó y tomó un hojaldre de queso.


Paula miró el hueco vacío en su elegante diseño, sacó otro hojaldre de un contenedor y lo puso en la bandeja.


—No esta mal. No esta nada mal —dijo Patricia, chupándose los dedos.


Paula agarró una bandeja vacía con fuerza. 


Controló el deseo de pegarle con ella en la cabeza.


—Es hora de vestirse —Patricia echó una ojeada a su reloj. Cuando llegó a la puerta, giró en redondo y miró a Paula—. Hablando de vestirse, ¿dónde está tu uniforme?


—¿Uniforme? —Paula miró sus cómodos zapatos y el sencillo vestido color crema, protegido por un delantal blanco. En su opinión, Paula tenía un aspecto más que apropiado para servir a los invitados. Miró a Patricia— No uso uniforme.


—Para esta fiesta, desde luego que sí —afirmó Patricia. Abrió una puerta lateral, entró y volvió con un vestido negro, con delantal blanco y cofia de sirvienta—. Este te valdrá.


A Paula se le cayó la bandeja, que golpeó el suelo con estrépito.


—Yo la recogeré —dijo Pedro. Se la dio a Paula y cruzó la habitación. Mirando a Patricia a los ojos, Pedro le quitó el uniforme—. Paula no lleva uniforme —guardó el uniforme en la despensa, cerró la puerta de golpe y se enfrentó a Patricia—. Paula está haciéndonos un favor inmenso. El uniforme no entra en el trato. Más vale que te vistas, los invitados están a punto de llegar.


Patricia lo miró boquiabierta, pero Pedro no se dejó amilanar.


—Yo ayudaré a Paula hasta que oiga el timbre. Tiene mucho que hacer.


Patricia arqueó una ceja y salió de la cocina. 


Paula se apoyó en la larga y elegante encimera, preguntándose cómo había accedido a ponerse a sí misma en esa situación.


—Vete, Pedro. Me apañaré.


—Manos a la obra —replicó él, ignorándola y concentrándose en las gambas. Ella lo miró y se puso a trabajar.


Cuando sonó el timbre, Paula colocó las primeras bandejas de canapés en la larga mesa del lujoso comedor. El barman le lanzó una sonrisa desde la barra y Paula saludó con la cabeza. Pero su atención se centró en Pedro, situado en la puerta con Patricia, recibiendo a los invitados. Deseaba tirar la bandeja de exquisitos aperitivos al suelo o, mejor aún, a la cabeza de Patricia, y huir.


Volvió a la cocina, limpió una bandeja vacía y empezó a rellenarla. Había una bandeja de champiñones en el horno, y el aroma inundó la cocina. Mientras los sacaba del horno, Patricia entró y se apoyó en la encimera.


—Los canapés están fantásticos —exclamó—. Me gustaría ser más doméstica —dijo, dedicándole una sonrisa acaramelada a Paula.


—Gracias —replicó Paula—. Me encantará darte algunas recetas—. Se dio la vuelta, intentando ignorar a Patricia y controlar la irritación.


—¿A mí? —rió Patricia— No, pero tú sí pareces la perfecta Amita del Hogar.


—Es bueno para el alma, y aumenta la humildad —dijo Paula mirándola con frialdad.


—Es una pena que no te pusieras el uniforme. Va muy bien con esos diminutos canapés para los que tanto talento pareces tener. No impresionan tanto sin uniforme, ¿no crees?


—No, no lo creo. Acabas de decirme lo deliciosos que están —sonrió Paula.


—Será mejor que vuelva antes de que mis invitados me echen de menos. Por cierto, no te olvides de limpiar. La fregona está en la despensa —se dio la vuelta y salió.


Paula se quedó echando chispas. Una palabra más y sería la última que dijera esa mujer. Paula podía marcharse sin más... si no fuera por el ascenso de Pedro. Se tragó la irritación y volvió al trabajo.


Cuando oyó pasos otra vez, se volvió hacia la puerta, esperando que fuera Patricia. Apoyado en la jamba había un hombre de pelo gris que la saludó con la mano.


—Buscaba el aseo pero, ya que estoy aquí, aprovecharé para felicitar a la cocinera. La comida está fantástica.


—Gracias —aceptó Paula, con la vista en la bandeja. Cuando miró por encima del hombro, se había ido, pero apareció unos segundo después, y está vez entró a la cocina.


—¿Qué hace una joven tan atractiva cuando acaba de servir estos deliciosos bocaditos? —se acercó a ella, eligió una tartaleta de queso de la bandeja y se la metió en la boca.


—Recoge todo esto y se va a casa —replicó ella, percibiendo el olor a ginebra de su aliento.


—¿Y si un caballero le ofreciera una noche de diversión... y quizá el número de su habitación en el Carlton? —llevó una mano a su hombro y la deslizó por su brazo. Paula se apartó, y agarró una bandeja vacía como escudo, pero antes de que ocurriera nada más, Pedro entró rápidamente.


—¿Cómo te va, Paula? —preguntó, mirando con odio la espalda del hombre—. Señor Fletcher, me gustaría presentarle a una querida amiga, Paula Chaves. Está ayudándonos como favor personal.


—Encantado de conocerla... señorita Chaves —obviamente incómodo, Fletcher dio un paso atrás y se volvió hacia Pedro—. Estaba felicitándola por los canapés.


—Es una cocinera experta —dijo Pedro, poniéndole una mano en el brazo. Fletcher huyó de la cocina como un conejo asustado. Paula suspiró.


—No sé si puedo soportar esto mucho más. Entre las pullas de Patricia y los tipos como Fletcher, estoy a punto de... —aunque intentó contenerlas, sus ojos se llenaron de lágrimas. 


Pedro alzó un dedo y acarició sus pestañas.


—Paula, por favor. Ya me siento suficientemente mal. Ven aquí —dijo, abriendo los brazos.





jueves, 31 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 23




Pedro la miró con los ojos nublados de emoción. 


Susurró su nombre y sus labios rozaron el lóbulo de su oreja antes de deslizarse por su mejilla. 


Paula, encendiéndose con el contacto, se recordó que debía ser cautelosa. En ese momento, Pedro dio un respingo al notar una mano en el hombro. Se detuvo y Paula alzó los ojos hacia un hombre al que no reconoció.


—Bill Greene —saludo Pedro. Dejando una mano alrededor de su cintura, soltó la mano de Paula y dio un apretón al brazo del hombre.


La memoria de Paula hizo un viaje al pasado y deseó que se la tragara la tierra. Bill Greene era uno de los compañeros de fútbol de Pedro. Bill miró a Paula y un destello de comprensión iluminó su rostro.


—Esta no será... —la recorrió de arriba abajo con la mirada, deteniéndose en su pecho y en sus caderas, y volvió a su rostro—. No será la Francesita —sonrió lascivamente—. La Francesita y Pedro Grandón. Increíble.


—Tranquilo —dijo Pedro—. Ya somos adultos, Bill. Supongo que te acuerdas de Paula —la miró tenso—. Bill y yo jugábamos juntos al fútbol.


—Lo recuerdo —dijo Paula.


—Mi turno, Pedro —Bill agarró la mano libre de Paula—. No te importa, ¿verdad? —la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí.


—¿Te parece bien? —preguntó Pedro, con expresión seria. Aunque Paula deseaba seguir con él, asintió y permitió que Bill se la llevara.


—No pude evitarlo —dijo Bill—. Te has convertido en una mujer bellísima, Paula.


—Gracias —dijo ella, intentando mantener cierta distancia entre sus cuerpos.


—Y veo que te interesan los niños —dijo él, burlón. Ella se puso tensa. Tras unos giros, la canción acabó y Paula, pillándolo por sorpresa, se liberó de sus brazos.


—Perdona, Bill. Tengo que ir al baño.


—De acuerdo —dijo él con desilusión.


Cuando se alejaba a toda prisa, oyó otra voz que la llamaba entre la multitud. Se dio la vuelta y vio a una mujer regordeta, vagamente familiar, que corría hacia ella.


—Lorraine Kaminski —exclamó, poniendo las manos en sus hombros—. La misma de antes, pero con algunos kilos más.


—Lorraine —Paula sonrió con cariño—. ¿Como te ha ido?


—Muy bien, Paula... y veo, con asombro, que a ti también.


—¿Con asombro? —el comentario heló los agradables recuerdos de Paula.


Lorraine movió el hombro, señalando a Pedro en la distancia. Paula, desalentada, intentó esbozar una sonrisa amable.


—Ah, ya entiendo.


—Tú sí, pero yo no. ¿Qué haces con Pedro Alfonso? Es la última persona del mundo con la que habría esperado verte —se volvió y miró a su alrededor—. ¿Dónde está Marina?


—Vendrá más tarde, creo —replicó Paula con una sensación desagradable. Pedro y ella. 


Increíble. ¿Qué otra cosa podía esperar? Se preguntó si la gente reaccionaría así para siempre.


—No te culpo —dijo Lorraine, como si se arrepintiera de su comentario—. Es tan guapo... y tan popular.


Paula dejó de prestar atención a la conversación, y en cuanto tuvo oportunidad se excusó y huyó. Pedro, viéndola, agarró su mano.


—¿Qué pasa?


—Por mucho que nosotros intentemos olvidar el pasado, la gente no lo hará —se apartó de él.


—Bill solo es una persona, Paula.


—No es solo Bill. Acabo de recibir el mismo trato de mi vieja amiga, Lorraine —recordó la conversación—. Dales un poco de tiempo, Pedro, acabarán todos cotilleando en el pasillo.


—Vamos a tomar el aire —dijo él. Entrelazó los dedos con los suyos y la llevó hacia la puerta.


La noche era fresca y Pedro atrajo a Paula y acarició sus brazos helados. Solos en la oscuridad, puso una mano bajo su barbilla y alzó su rostro.


—¿Qué puedo decir, Paula? ¿No podemos tomárnoslo a risa e ignorarlo?


—No es tan fácil. Y tú lo sabes.


—¿Qué es más importante? ¿Los comentarios idiotas de la gente... o nosotros? Nuestra amistad. Sabes lo que siento por ti.


—Puede que mi reacción sea exagerada, pero...


Sin dejarla acabar, Pedro buscó sus labios y ella aceptó los suyos. Le acarició los brazos y los hombros, después puso una mano en su espalda y la atrajo hacia sí. Ella dejó escapar un suspiro.


Se preguntó por qué todo le parecía bien cuando estaba con Pedro. Aunque él era parte del problema, a su lado, se sentía segura y protegida Pero no sabía si llegaría a aclarar sus sentimientos y disfrutar dé la relación.


El domingo, tal y como había prometido, Pedro ayudó a Paula en la cocina. 


Decidieron no mencionar las miradas petulantes de sus antiguos compañeros y las referencias constantes al pasado de la noche anterior.


Paula había aceptado encargarse del cóctel y decidió concentrarle toda su atención. Mientras preparaba canapés, su mente rebullía con preguntas. ¿Por qué la molestaban los comentarios de los demás? Pedro había demostrado que era otro y no sabía por qué no confiaba plenamente en él.


Cada vez que sus brazos se rozaban, se le aceleraba el pulso. Cuando estaba con Derek se sentía como una niña a la que le hubieran prohibido los pasteles y fuera a llevarse uno a la boca al menor descuido.


El olor a queso, huevos y cebollinos horneados cosquilleó el paladar de Paula. Se acercó al horno y sacó las diminutas tartaletas.


—¿Puedo probar una? —preguntó Pedro.


—Están demasiado calientes —dijo Paula, levantando una de la bandeja y soplando.


—Lo soportaré —susurró él en su oído. La hizo girar y esbozó una sonrisa traviesa.


Paula alzó la tartaleta y se la puso entre los labios. Él besó sus dedos. Paula, encantada, lo contempló saborear el bocado y, cuando sacó la lengua para limpiar la última miga, tuvo que alejarse para controlar su reacción.


—¿Buena?—preguntó.


—Deliciosa. Y tú también —dio él.


Paula ignoró el comentario, lo guió de vuelta a la encimera y empezó a preparar una delicada masa con queso. Cuando acabó, Pedro la dejó caer en círculos sobre la bandeja del horno, donde se convertirían en deliciosos hojaldres. 


Paula tenía que admitir que había seguido sus instrucciones sin queja.


Le mostraba una técnica y él la duplicaba exactamente. A veces la asombraba.


—Por fin. Se acabó —dijo él, cruzándose de brazos poco después.


—No te relajes demasiado. Todavía tenemos que recoger esto—advirtió Paula.


—Llevamos horas cocinando. Ven aquí un segundo —abrió los brazos hacia ella. Ella, pensativa, no se movió.


—¿Le has dicho a Holmes que voy a ocuparme del catering para el cóctel? —preguntó.


—Lo sabe —Pedro metió las manos en los bolsillos y jugueteó con el llavero—. Él sugirió que te contratáramos.


—¿Él? —la decepción fue como una bofetada. 


Había aceptado por Pedro, no por su jefe.


—No pudo resistirse a tus encantos —dijo él, acercándose con ojos seductores.


—La próxima vez que necesites un favor, no pienses en mí —anunció Paula, dando un paso atrás. La sonrisa de Pedro se apagó.


—Pensé en pedírtelo antes de que Holmes lo sugiriera, Paula, pero no quería aprovecharme de ti. Yo... —la miró suplicante.


—Te has aprovechado, pero da igual —Paula se encogió de hombros—. Acepté ayudarte.


—Lo sé. Por eso te qui..., creo que eres maravillosa.


Su titubeo la pilló por sorpresa. Había estado a punto de decir que la quería. Su irritación se suavizó y lo miró en silencio; parecía fuerte y vulnerable al mismo tiempo.


—Vamos a recoger esto. Es tarde —dijo, empezando a aclarar cuencos y tazas y a meterlas en el lavavajillas. Él limpió la encimera con una bayeta y luego se detuvo.


—¿Tienes hambre? Yo estoy famélico.


—Casi estoy demasiado cansada.


—Vamos a pedir una pizza —dijo él, agarrando su brazo—. Mejor aún, vamos a la pizzería que hay al final de la calle —rodeó su cintura con un brazo y la atrajo hacia sí—. ¿Qué me dices?


Mirándolo a los ojos, fue incapaz de decir nada.


Miles de mariposas aletearon en su pecho. 


Asintió y él le besó la punta de la nariz.


—Vamos, dijo —sacando las llaves del coche.


Ella se lavó las manos, dejó la toalla en el respaldo de una silla y lo siguió como si fuera el Flautista de Hamelín. Diez minutos después estaban sentados a la mesa, mirando la carta.


—Sin anchoas —dijo Paula—, pero todo lo demás me gusta.


Él pidió la comida y tomó un sorbo de una jarra de cerveza enorme. Paula se recostó en la silla, disfrutando del momento, cómoda y relajada por primera vez en varios días.


—Esto es agradable. Sin lujos ni pretensiones. Solo pizza, cerveza y tú —los tentadores aromas le abrieron el apetito. Su estómago rugió y, avergonzada, puso una mano encima. Pedro soltó una risa—. Parece que el alienígena se queja —dijo.


—Ya sabía yo que tenías algún oscuro secreto —dijo él, agarrando una de sus manos—. Deberíamos irnos de aquí, a algún sitio donde nadie conozca nuestro pasado. Sin pasado, sin problemas, solo el futuro por delante.


Era una gran idea, pero Paula recordó que su plan era instalar su negocio en casa, donde todos la conocían. Alzó la mirada y asintió.


—Una bonita fantasía —dijo. Vio que la expresión de Pedro pasaba de la sonrisa al pánico.


—¡Pedro Grandón! ¡El número treinta y tres salta al campo! —gritó una voz detrás de Paula.
Paula miró al enorme y fornido extraño que levantaba a Pedro de su asiento con un gruñido. Volvió a sentar a Pedro y se dejó caer en el banco que había al otro lado de su mesa. —¿Cómo estás, tío?


—Hola —saludó Pedro sin entusiasmo, dándole una palmada—. ¿Cómo te va?


—Bien. ¿También has venido para lo del centenario? —preguntó.


—No, vivo aquí. Le compré a Marina su parte de la casa cuando mi madre murió.


—Siento lo de tu madre. ¿Cómo está Marina? —apartó los ojos de Pedro y miró a Paula. Ella le devolvió la mirada, intentando poner nombre a su rostro—. Creo que no nos conocemos —dijo.


—Esta es Paula —presentó Pedro—. Era amiga de Marina. Se graduó antes que nosotros —se volvió hacia Paula e hizo un sutil gestó de fastidio—. Paula, te acuerdas de Peter Plowver, ¿verdad? Solíamos llamarlo «Rojo».


—Rojo Plowver. Claro —por desgracia, Paula lo recordaba perfectamente.


—¿Paula? —Pete se inclinó hacia ella—. Debería acordarme de una nena como tu.


—Soy Paula Chaves —dijo ella. Al oír el nombre completo, él hizo una mueca de reconocimiento.


—¡La Francesita! —la miró de arriba abajo—. El Palillo de Pedro —miró a Pedro con una sonrisa maliciosa y se volvió hacia Paula—. ¿Quién lo habría pensado? Estás de muerte —clavó un dedo en las costillas de Pedro—. El tiempo hace milagros.


—A veces —dijo Paula, deseando que lo hubiera hecho con Pete.


—No me puedo creer que estéis sentados juntos —miró de uno a otro y soltó una carcajada que captó la atención de todo el restaurante. Paula se encogió, deseando que se la tragara la tierra.


Pete siguió mirando de uno a otro, como si viera un partido de tenis, hasta que la camarera llegó con una pizza. Entonces se concentró en la comida. Enganchó a la camarera y, mientras pedía, Pedro dirigió a Paula una mirada contrita. 


A ella se le encogió el estómago al comprender que Pete no pensaba marcharse.


De vez en cuando, el matón agarraba un trozo de salchicha de su pizza. Entre trozo y trozo, Pete se lamía los dedos y se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Paula miró la comida, sin ganas de tomar un segundo trozo.


Cuando escaparon del restaurante, Pedro calló hasta que estuvieron sentados en el coche.


—Lamento que arruinara nuestra cena. Por favor dime que yo nunca fui tan detestable.


Paula no contestó.


—Vamos. No lo era. Es imposible —volvió a mirarla, pero ella siguió en silencio—. No me extraña que me odiaras, Paula.


—Eso es el pasado, ¿recuerdas? —los ojos suplicantes de Pedro la forzaron a contestar—. No hay pasado… solo futuro.


—Creo que eso lo dijo algún genio. ¿Tengo razón? —se inclinó hacia ella y besó su mejilla.


Paula sonrió, preguntándose si habría genio capaz de enterrar su pasado y ofrecerles un futuro.