miércoles, 16 de enero de 2019
AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 45
A Paula le habría gustado volver a casa y arreglarse un poco antes de reunirse con Juan, pero no podía llegar tarde. De hecho, incluso sobrepasó el límite de velocidad en más de una ocasión para poder llegar a la oficina tres minutos antes de la cita. A tiempo de oír el veredicto final.
Le habría encantado poder decirle a Juan que aquel artículo podía convertirse en un instrumento para capturar al asesino, pero en ese caso él insistiría en publicar en portada toda la verdad sobre Tamara, y Paula no pensaba hacer nada parecido hasta que el asesino estuviera entre rejas y Tamara completamente a salvo.
Era una periodista con escrúpulos. La prueba viviente de que existían.
Entró rápidamente en el despacho de Juan.
—Si estás buscando a Juan, no está aquí —le dijo Ron.
—¿Adónde ha ido?
—No lo ha dicho. Pero lo he visto irse en el coche hace una hora más o menos.
—Gracias.
Un indulto. Pero la irritaba, sobretodo después de lo mucho que había tenido que correr para llegar puntualmente a la cita. Además, le extrañaba. No era propio de Juan el faltar a una reunión.
Volvió a su mesa, pero no estaba de humor para trabajar. Sobretodo sin estar segura de si conservaba o no el trabajo.
Sacó su libreta y estuvo repasando las notas sobre el aspecto de Billy. Pelo rubio, piel bronceada… Nada suficientemente concreto como para conseguir una buena imagen.
Estuvo garabateando sobre un pedazo de papel y después tomó una hoja en blanco e intentó hacer un retrato.
—¿Qué estás dibujando, Paula? ¿Al hombre de tus sueños?
Paula alzó la mirada. Ron estaba frente a ella, con un taco de periódicos en una mano y una taza de humeante café en la otra.
—Definitivamente, no es el hombre de mis sueños —respondió.
—He leído un artículo sobre ti en una revista de chismorreos. Deberías denunciarlos por calumnias.
—Lo he pensado, pero no serviría de nada. Y además, tendría que pagar a un abogado, algo que no puedo permitirme.
—Me han dicho que Juan estaba que echaba humo.
—Ni siquiera sé si voy a poder conservar este trabajo.
Probablemente no debería estar contando eso en el periódico, pero si Ron sabía que Juan se había enfadado, estaba segura de que todo el mundo lo sabía.
—No te despedirá. Este tipo de polémicas ayudan a vender periódicos. El teléfono ha estado sonando durante toda la mañana. Todo el mundo quiere leer tus artículos sobre los asesinatos.
—Espero que tengas razón.
—Me sorprendió enterarme de que habías vivido en Meyers Bickham.
—¿Habías oído hablar de ese lugar?
—Cuando era niño, tenía un amigo que era de allí. Él decía que si eres capaz de vivir en Meyers Bickham, puedes vivir en cualquier parte.
—Viví allí menos de un año. Ni siquiera recuerdo cómo era. Supongo que ahora mismo ni siquiera existirá.
—No, continúa allí. Aunque supongo que terminarán derribándolo antes o después. Ahora mismo sólo es una vieja iglesia. Parece increíble que en otro tiempo fuera un hogar para niños abandonados.
Una iglesia. Escaleras oscuras. Las imágenes de sus pesadillas se abrieron paso en su mente, provocándole, como hacían siempre, un escalofrío de terror.
—Ni siquiera sabía que había una iglesia —comentó.
—Claro que había una iglesia. Con chapitel y todo. Pero de lo que más se acuerda mi amigo es de las ratas. Unas ratas enormes, grises. Todavía continúa teniéndoles un miedo mortal.
Paula se estremeció.
—Yo también. Me horrorizo al ver incluso a un ratón.
—Lo siento. No pretendía traerte malos recuerdos.
—No te preocupes.
Alzó la mirada al oír voces. Juan había vuelto.
—Supongo que será mejor que me ponga a trabajar —dijo Ron—. Juan quiere que revise las máquinas.
Antes de irse, volvió a mirar el dibujo de Paula
—Ese tipo me resulta familiar.
—¿De verdad? ¿Y dónde crees haberlo visto?
—No lo sé, pero me resulta familiar.
Paula sintió un miedo mortal. Eso significaba que el asesino podía haber estado allí y seguramente Ron lo había visto. Sólo era un tipo normal, un hombre guapo. Pero cruel. Que disfrutaba haciendo sufrir a las mujeres. Y matándolas.
Paula no podía seguir pensando en ello. Tenía que ver a Juan y averiguar si iba a poder pagar el siguiente mes de alquiler.
Además, Pedro tenía un nombre. Y muy pronto, el asesino de los parques de Prentice estaría entre rejas.
AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 44
Tamara se enderezó en la cama.
—Siento no habértelo dicho la primera vez, Paula, pero tenía miedo.
Su voz se convirtió en un susurro, como si temiera que el hombre que estaba a punto de nombrar pudiera oírla. Paula comprendía perfectamente su temor.
—¿Cómo se llama, Tamara? —preguntó Pedro.
—Billy Smith.
Pedro dio un paso hacia la cama de Tamara.
—¿Sally estaba saliendo con Billy?
—No. Pero Billy quería salir con ella y se pasaba dos o tres días a la semana esperándola en la barra del bar.
—¿A ella le gustaba?
—Al principio no, pero él continuaba insistiendo. Comenzaron a hablar, y entonces…
Tamara se estremeció y comenzó a respirar con dificultad.
Paula corrió hacia la cama y posó la mano en el hombro de la joven.
—¿Necesitas una enfermera?
—No —Tamara respiró hondo—. Estoy bien.
Pedro le sirvió un vaso de agua y se lo tendió.
—Tómate todo el tiempo que necesites. No tenemos prisa.
Tamara asintió, pero vació el vaso rápidamente y comenzó a hablar otra vez.
—Una noche, vi a Sally y a Billy fuera del bar. Se estaban besando y Billy había deslizado la mano bajo su jersey.
—¿Sally parecía molesta?
—No, y cuando volvieron dentro del bar, estuvieron riéndose y susurrándose cosas al oído. Creo que esa noche se fue con él, pero no estoy segura.
—¿Esa fue la noche que la asesinaron?
—No. Fue el martes de esa misma semana.
—¿Sabes si tenía una cita con él la noche que la mataron?
—Esa tarde llegó a trabajar, pero recibió una llamada. Me dijo que se encontraba mal y se marchó antes de lo normal. Pero no parecía encontrarse mal. Creo que quedó con él y él la mató.
—¿Qué más sabes de Billy Smith?
—Es un hombre malo, detective. En serio. Y le gusta hacer sufrir a las mujeres.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque solía pasarse por el Catfish y coqueteaba conmigo. Eso fue antes de que Sally comenzara a trabajar. Estuvo persiguiéndome de la misma forma que persiguió a Sally.
—¿Y llegaste a salir con él?
Tamara desvió la mirada y se cubrió la cara con las manos. Cuando las apartó, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Una noche me metí en el coche con él.
—¿Y qué ocurrió?
—Se suponía que íbamos a dar una vuelta, pero no nos alejamos prácticamente del restaurante. A los pocos metros, aparcó entre los árboles. Yo estaba nerviosa, pero al principio no me parecía que pudiera pasar nada. Estuvimos besándonos, acariciándonos…
—¿Y por qué dices que era un hombre malo?
Tamara se pasó la mano por el pelo.
—Llevaba una petaca de whisky. Yo tomé algunos tragos, pero él bebió mucho. Entonces comenzó a acariciarme por todas partes, de forma muy brusca. Yo le dije que me estaba haciendo daño, pero no se detuvo.
—¿Qué te hizo?
—Le supliqué que se detuviera, pero no me hizo caso. Sabía que dijera lo que dijera, no iba a detenerse. Me decía que era eso lo que yo quería. Que era lo que había pedido.
—¿Y te violó?
—Lo intentó, pero le di una patada en los genitales. Soltó un grito salvaje, me empujó fuera del coche y salió. Yo volví al restaurante en medio de la noche.
—¿Denunciaste lo ocurrido?
—No. Estaba demasiado avergonzada. Además, ¿quién iba a creer que había sido un intento de violación? Había bebido y estaba con un hombre en una carretera solitaria. Al día siguiente me dijo que si alguna vez le contaba a alguien lo ocurrido, me mataría. Y lo dijo de tal manera que lo creí. Todavía sigo creyendo que es capaz de hacerlo.
—¿Volviste a hablar con él después de la muerte de Sally?
—Vino al restaurante al día siguiente por la tarde. Yo estaba trabajando. Esperó a que no hubiera nadie más en el bar, y me dijo que si le contaba algo sobre él y sobre Sally a la policía, me mataría.
—Ese hombre no va a matarte —le aseguró Pedro—. ¿Sabes dónde vive?
—A mí me dijo que vivía en Grantville, pero a Sally le decía que vivía en La Grange, así que supongo que mentía.
—Y la descripción que me diste —le preguntó Paula—, ¿era correcta?
—Sí, en eso no mentí. No sé cómo pudo enterarse de que había hablado contigo, pero el caso es que se enteró.
—O sencillamente, decidió que a la larga terminarías hablando —dijo Pedro—. Es posible que planificara ese accidente para asustarte y que simplemente sea una coincidencia que ocurriera el mismo día que hablaste con Paula.
—¿Lo viste ese día, Tamara? —preguntó Paula—. ¿Estás segura de que fue él el que embistió contra tu coche?
—No le vi la cara. Estaba demasiado asustada intentando mantener el coche en la carretera. Pero fue algo intencionado, ¿y quién sino él podía intentar hacerme algo así?
Mientras Tamara repetía la descripción de Billy, Paula intentaba imaginárselo. Pelo rubio, piel bronceada, estatura mediana. Complexión normal. Ninguna marca especial. Bien vestido, y voz suave.
Pedro tomó algunas notas y preguntó:
—¿Qué tipo de coche conduce?
—Normalmente venía con un deportivo rojo, pero el día que me sacó de la carretera iba con una camioneta de color negro.
Pedro hizo algunas preguntas más, pero o bien Tamara les había contado ya todo lo que sabía, o estaba volviendo a dejarse llevar por el miedo.
—De momento lo dejaremos aquí —dijo Pedro—, y te dejaremos descansar, pero quiero que continúes pensando en lo que nos has contado. Si te acuerdas de algo más, llámame.
—Lo haré.
Paula tomó la mano de Tamara y se la estrechó con cariño.
—Eres una mujer muy valiente.
—Gracias.
—¿Qué ha ocurrido para que hayas cambiado de opinión? —le preguntó Paula.
—Fue ese artículo que publicaron sobre ti, en el que decían que eras huérfana y tu madre te había dejado en un contenedor de basura. Por el tono del artículo parecía deshonesto que te hubieras cambiado el nombre, pero yo no estoy de acuerdo. Y al leerlo, pensé que si tú estabas intentando ayudar a encontrar al asesino de Sally cuando habías tenido una vida tan dura, yo también debía poner algo de mi parte. Me refiero a que yo tengo unos padres que me quieren y que van a estar siempre a mi lado.
De modo que aquel artículo al final había conseguido algo que merecía la pena. Quizá incluso los llevara hasta el asesino.
martes, 15 de enero de 2019
AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 43
Tamara estaba sentada en la cama, bebiendo un vaso de zumo de naranja cuando entraron al hospital. La habían peinado y maquillado ligeramente. Incluso había cambiado el camisón del hospital por un pijama estampado de color azul.
—Hola Tamara —la saludó Paula—. Tienes un aspecto magnífico.
—Me encuentro mucho mejor.
—Parece que está cuidando muy bien a su paciente —le dijo Pedro, a la señora Mitchell.
—Hago lo que puedo. Mi hija es una mujer extraordinaria.
—Desde luego —confirmó Pedro.
—Tengo suerte de estar viva —comentó Tamara—. He tenido más suerte que Sally, o que la otra chica a la que asesinaron.
—Sí —Pedro se acercó hasta el borde de la cama—. Tenemos que encontrar al hombre que las mató.
—Lo sé —Tamara se volvió hacia su madre—. Tengo que decirles lo que sé, mamá. Si no lo hago, ese hombre puede matar a otra mujer.
La señora Mitchell se acercó a su hija y posó la mano en su brazo.
—Ya sabes lo que pienso sobre eso.
—Sé que quieres protegerme. Y yo también quiero estar protegida, pero tengo que hacerlo.
—La protección de Tamara será absolutamente prioritaria, señora Mitchell —le aseguró Pedro—. Nos aseguraremos de que esté a salvo hasta que tengamos a ese tipo entre rejas.
—Sí, de la misma forma que la policía protegió a Sally y a Ruby…
La señora Mitchell se aferró con tanta fuerza a la barandilla de los pies de la cama que sus nudillos palidecieron.
Se volvió hacia Paula.
—Todo esto es culpa suya. Usted metió en esto a mi hija, como explicaba ese artículo. Ahora tendrá que sacarla usted de este lío. Dígale que no tiene por qué hablar. Dígale que no tiene ninguna obligación de hacerlo.
Paula tragó saliva. Comprendía la angustia de la señora Mitchell, incluso la admiraba. Había madres capaces de hacer cualquier cosa para mantener a sus hijas a salvo. Y era agradable saberlo.
Pero continuaban necesitando que Tamara hablara. Otras vidas dependían de ello. ¿Pero cómo presionarla cuando no sabía si Pedro iba a poder cumplir su promesa?
—Tamara es muy valiente, señora Mitchell —dijo Paula—. Debería estar orgullosa de que tenga el valor para hacer lo que piensa que es correcto.
—No pasará nada —la tranquilizó Tamara—. Ya lo verás, mamá. Todo saldrá bien.
La señora Mitchell se pasó la mano por los ojos, intentando secar las lágrimas que humedecían sus pestañas.
—Me gustaría quedarme aquí mientras les cuentas todo lo que sabes.
—Ya hemos hablado de esto, mamá. Y yo prefiero que tú no estés.
—De acuerdo. No comprendo por qué no puedes hablar delante de mí, pero si me necesitas, estaré fuera.
Tamara alargó la mano hacia su madre.
—Te quiero, mamá.
La señora Mitchell se inclinó para darle un beso en la mejilla.
—Yo también te quiero, cariño. Yo también te quiero.
La señora Mitchell no miró ni a Paula ni a Pedro, mientras salía de la habitación. Para ella sin duda, eran dos malvados que querían poner a su hija en peligro. A Pedro eso no lo inquietaba.
Tenía la plena convicción de que la policía mantendría a salvo a Tamara.
Paula, sin embargo, tenía sus dudas. Esperaba lo mejor, pero estaba siempre preparada para lo peor. Seguramente se lo debía a su condición de huérfana.
Tamara observó salir a su madre. Odiaba desilusionarla. Ella al principio pensaba lo mismo que su madre. Se había asustado mucho cuando la habían obligado a salirse de la carretera, no tanto por el accidente, como por el temor a que el tipo que la había embestido con la camioneta corriera colina abajo a por ella.
Se lo había imaginado arrancándole la ropa y cortándole el cuello con una navaja, como había hecho con Sally y con Ruby. La diferencia era, que había intentado deshacerse de ella porque pensaba que lo había delatado.
—¿Estás preparada para ofrecernos una descripción? —preguntó Pedro.
—Puedo hacer algo mejor. Puedo dar su nombre
AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 42
Pedro se despertó de un profundo sueño al sentir el aroma del café y el beicon. Se estiró y miró a su alrededor sin saber dónde estaba.
Pero en cuanto bajó la mirada hacia su cuerpo desnudo, el recuerdo volvió acompañado de una nueva punzada de deseo.
Y de una ligera aprensión.
La noche había sido perfecta. Estar con Paula había sido perfecto. Pero había llegado la mañana.
Era el momento de dar un nuevo paso en su relación, pero no sabía cuál. E incluso en el caso de que lo supiera, no sabía si podría darlo.
Se estiró y buscó sus pantalones con la mirada.
Estaban detrás del sofá. Su mente voló de nuevo hacia Paula mientras se los ponía. No se molestó en abrochárselos. Necesitaba un café.
Y lo necesitó todavía más al ver a Paula.
Ya no estaba desnuda, pero llevaba una estrecha camiseta de color violeta que le llegaba justo por encima de las rodillas. Iba descalza, con las uñas de los pies pintadas de color rosa.
—Buenos días, detective. No sabía si debía despertarte.
—¿Qué hora es?
—Las siete y media. Yo me levanto antes.
—Normalmente, yo también. De hecho, suelo despertarme una docena de veces durante la noche… Las noches que consigo dormir.
—Humm. Y cuando estás conmigo duermes toda la noche seguida. Eso no dice mucho a favor del nivel de excitación que genero.
—Supongo que tendrás que intentar mantenerme despierto —respondió Pedro.
Una parte de él quería abrazarla y volver a hacer el amor con ella. Pero la otra, habría preferido dar media vuelta y echar a correr. Y ninguna de las dos cosas le parecía apropiada.
—Tienes café en la cafetera. Y una taza en el mostrador. Sírvete tú mismo.
Pedro obedeció, y apoyado contra el mostrador, la observó cascar un par de huevos y echarlos en la sartén. Ella con la camiseta. Él con los vaqueros. Los dos descalzos. Como amantes.
—He estado pensando en el asesino, Pedro… —Fin de la rutina amorosa. Vuelta a los temas macabros—. Creo que la equis con la que marca los pechos de sus víctimas, podría ser una manera de intentar vengarse de su madre. Me refiero a que los bebés maman, ése es el primer vínculo con su madre.
—Entonces crees que él no pudo mamar.
—A lo mejor lo abandonaron, como a mí. O quizá sufrió abusos. En cualquier caso, parece odiar la idea de la maternidad. No soy ninguna experta en este tipo de cosas, pero es así como lo veo.
—Puede que tengas razón.
—Y otra de las cosas que me intriga, es el hecho de que nadie lo vea nunca. Me dejó una galleta en la puerta de casa. Dejó una nota en mi coche. Me siguió hasta el Catfish Shack, o por lo menos, sabe que estuve allí. Pero no hay un sólo testigo que diga haber visto a ningún sospechoso merodeando por esas zonas.
—Sí, lo sé. Es como si fuera invisible.
—Podría ser un policía o un ex policía. O por lo menos alguien con cierto tipo de entrenamiento militar. Parece saber mucho más sobre cómo acceder a cierta clase de información, que un ciudadano normal.
—Sí, lo sé. Yo he llegado a las mismas conclusiones que tú, pero ninguna de ellas me ha conducido a ningún sospechoso. De todas formas, es habitual que los asesinos en serie sean difíciles de atrapar. Y el principal motivo es que eligen sus víctimas al azar. Como no tienen ninguna conexión con la víctima antes del asesinato, no hay forma de saber que son sospechosos. Ni siquiera en una ciudad como Prentice, en la que todo el mundo se conoce.
—Quizá no sea de aquí —aventuró Paula.
—Eso es lo que yo creo —dijo Pedro—, pero aun así, sigue siendo sólo una hipótesis. Necesitamos algo más sólido.
—Me gustaría volver a ver a Tamara. Creo que esta tarde me pasaré por el hospital. He quedado con Barbara para almorzar. Está preocupada por mí y creo que se siente culpable.
—¿Por qué tiene que sentirse culpable?
—Ella fue la que proporcionó la mayor parte de la información que salió sobre mí en ese artículo. No intencionadamente, por supuesto. Pensaba que estaba hablando con una revista autorizada que quería hacer un buen reportaje sobre mí. Supongo que no hace falta que te diga que han tergiversado todo lo que les contó.
Era la primera vez que volvía a mencionar aquel artículo desde el día anterior. Paula sirvió los huevos con el beicon y las tostadas. Mientras comían, continuaron hablando del tema.
—¿Y qué va a pasar con tu trabajo? ¿De verdad te van a despedir?
—Esta misma mañana lo averiguaré. Tengo una reunión con Juan a las diez. Quería tener tiempo para considerar la situación y ver el impacto que esa noticia puede tener sobre el periódico antes de tomar una decisión.
—Sería un estúpido si te perdiera.
—Hasta hace un par de semanas sólo era una periodista que se ocupaba de todo lo que no querían hacer los demás. Estoy segura de que no soy imprescindible.
En aquel momento sonó el teléfono de Pedro.
Probablemente sería Mateo, preguntándose por qué no estaba ya en la comisaría. Corrió al salón a buscar su teléfono.
—Detective Pedro Alfonso—contestó.
Pero no era Mateo, sino un trabajador del hospital. Tamara Mitchell había dicho que quería hablar.
Pedro regresó a la cocina para darle a Paula la noticia.
—Voy a ir contigo, Pedro.
—Como periodista.
—Como amiga de Tamara. Y porque quiero que atrapen al asesino.
—¿Podrás estar lista en diez minutos?
En menos de ocho minutos, Paula estaba preparada.
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