sábado, 22 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 8




Aquel hombre era un peligro.


Tras una larga noche despotricando contra él en la suite del Bayside Bed-and-Breakfast Inn, Paula había caído rendida en un sueño ardientemente sensual en el que Pedro Alfonso le hacía el amor contra la pared del embarcadero.


Se despertó empapada en sudor. No había duda; Pedro era un peligro. Se había burlado de ella, había amenazado su credibilidad como investigadora y, lo peor de todo, le provocaba un inquietante deseo físico. Y ella no podía permitirse nada de eso. No podía confiar en Pedro Alfonso.


Nunca olvidaría la primera vez que aprendió aquella lección. Acababa de cumplir diecisiete años. Malena, dos años mayor que ella, había salido por la noche con Pedro, un chico rebelde de diecinueve años al que le gustaban los coches rápidos, las motocicletas y las mujeres. 


Malena le ocultó la relación a su padre. El coronel nunca había aprobado las compañías de su hija, y mucho menos que saliera con el salvaje Pedro Alfonso. Su temperamento, siempre irascible, había empeorado aún más tras la muerte de su mujer, sin cuya influencia apaciguadora había tratado a sus hijas como si fueran soldados, exigiendo un control absoluto sobre sus vidas: nada de chicos, coches y fiestas. Prohibido llevar amigos a casa y tener mascotas. Obligación de sacar sobresalientes en la escuela. Toque de queda a las diez en punto. Interminables tareas domésticas. Inspecciones agotadoras. Normas imposibles de acatar.


No pudieron evitar llevar una vida secreta. 


Cuando el coronel se enteró por un amigo que Malena estaba viendo en secreto a Pedro, tuvo una explosión de ira. Pero, por primera vez en su vida, Malena se negó a claudicar, tan desesperada estaba por conseguir su libertad. 


Paula la apoyó sin reservas. El coronel vio la unión de las hermanas como una insurrección y les dio un ultimátum: u obedecían o se marchaban de casa para no volver jamás. Paula no podía creerse que lo dijera en serio. Le parecía una horrible traición. Tenía que ponerlo a prueba y averiguar si su padre la quería o si realmente la quería fuera de su vida. Por tanto, ella y Malena eligieron marcharse. Hicieron el equipaje, salieron de casa en mitad de la noche y fueron a buscar a Pedro. Las dos sabían que podían contar con él. Había sido el mejor amigo de Paula y había salido con Malena durante el verano. Lo encontraron en una fiesta en la playa, abrazado a otra chica. Paula seguía poniendo una mueca de dolor cada vez que recordaba la escena tan humillante que había provocado Malena. Pedro se había ido de la fiesta con ella, pero sólo para acabar con su relación.


-No estoy listo para tener algo serio con nadie, Malena. Si tú lo estás, búscate a otro.


El dolor y la furia habían impedido a Malena informarlo sobre sus planes, pero Paula le había contado el ultimátum del coronel.


-Sólo eres una niña, Pau. No puedes salir adelante por ti misma. Vete a casa. Las dos.


Paula lo había mandado al infierno, y también Malena. Las dos hicieron auto-stop hasta Tallahassee, empeñaron las joyas que les había dejado su madre y se pusieron a trabajar como camareras. La vida fue dura... increíblemente dura, pero consiguieron salir adelante. Por sus amigos se enteraron de que el coronel pasaba muy poco tiempo en Mocassin Point. Parecía que se había involucrado más activamente en las misiones en el extranjero. Y Pedro se había marchado a la universidad. Malena acabó casándose con un buen tipo, y gracias a él pudo matricularse en la carrera de Derecho. Con la ayuda de su hermana, Paula montó su negocio y consiguió tener éxito como investigadora.


Pero los recuerdos del conflicto familiar, del ultimátum del coronel y de la traición de Pedro seguían clavados en su corazón. Los dos hombres a los que más había querido en el mundo le habían dado la espalda cuando más los necesitaba. Se había pasado los doce años siguientes concentrada en su carrera profesional, asegurándose de que nunca más volvería a necesitar a nadie.


Se preguntó, no por vez primera, si Malena había aceptado aquel caso para vengarse de Pedro. Ella, naturalmente, lo había negado, alegando que era una mujer felizmente casada y madre de dos niños.


Vestida con un impecable traje de lino beige, una blusa de seda color crema y zapatos de piel, Paula subió los escalones del impresionante chalet de Gaston y Agnes Tierney, construido en piedra sobre sólidos pilares.


-Paula Chaves. Hola.


Paula reconoció al hombre alto y moreno con espesas cejas, ojos azules y sonrisa encantadora. Era un poco mayor que Malena, y no se había juntado mucho con ellas cuando eran niños, ya que había pasado casi toda la infancia en internados de lujo y sólo estaba en Point durante las vacaciones veraniegas. Pedro, en cambio, que vivía junto a los Tierney, había sido muy buen amigo de Gaston. ¿Su amistad se había roto antes de la supuesta negligencia o por culpa de la misma?


Paula le estrechó la mano y se disculpó por no haber asistido a la reunión del día anterior.


-No te preocupes -dijo Gaston-. Tendría que haberte avisado para que no vinieras por la carretera de Gulf Beach. Lleva muchos años cerrada. El letrero debe de haberse caído. Gracias a Dios que te encontró el sheriff Gallagher.


Paula asintió y cambió de tema para admirar la suntuosa decoración de la casa: cuadros, esculturas y enormes maceteros. No tenía el menor deseo de recordar sus desventuras del día anterior. Y ojalá no fuera necesario dar explicaciones.


-Te acuerdas de mi madre, ¿verdad? -dijo Gaston.


Paula se volvió hacia Agnes Tierney con una sonrisa de afecto. Recordaba cómo de niña espiaba a través de la verja para ver trabajar a la escultora viuda de mirada soñadora. Su pelo seguía tan rojo como siempre, y sus ojos de un azul radiante. Vestida con una túnica vaporosa de color púrpura, parecía una especie de ave exótica.


-¿No es absolutamente perfecta? -exclamó, juntando sus elegantes manos.


Paula dudó, sin saber cómo responder a aquel recibimiento.


Agnes acercó su rostro al suyo.


-Oh, Gaston. Es perfecta. Esta nariz... Es fabulosa. ¡Tengo que plasmarla!


-Eh, madre... -murmuró Gaston, dedicándole una sonrisa de disculpa a Paula, que resistió el impulso de cubrirse la nariz con las manos-. Creo que estás asustando a nuestra invitada.


Agnes se retiró a regañadientes.


-¿La he asustado? Lo siento. Pero su nariz sería perfecta para mi Venus.


-¿No te olvidas de algo, madre?


Agnes alzó una de sus cejas exquisitamente depiladas, y Gaston le dio una palmadita en la mano derecha. Ella bajó la mirada y su entusiasmo se apagó como una vela.


-Oh, es verdad. No puedo acabar mi Venus, ¿verdad?


-Me temo que no -respondió su hijo, y se volvió hacia Paula-. Ha perdido movilidad en su mano. La expresión de dolor y resignación en el rostro de Agnes conmovió a Paula.


-Me gustaría hacerle unas preguntas sobre su lesión, señora Tierney.


-Vamos, pongámonos cómodos y empecemos a trabajar -las apremió Gaston, y las acomodó en unos sillones con forma de manos junto a una mesita de madera-. A mi madre le está costando mucho tiempo adaptarse. Ha sido un golpe muy duro, tanto emocional como económico. Tiene que esculpir bustos a una docena de famosos, pero ahora no podrá acabarlos.


Paula sacó una grabadora del bolso.


-Señora Tierney, me gustaría que me contara lo que sucedió. ¿Le importa si grabo la conversación?


Agnes accedió a su petición y comenzó.


-Estábamos en el picnic del Cuatro de julio, y yo estaba charlando con el señor Sullivan, un caballero muy atractivo. Libra, como yo. Tiene la casa más bonita de Point. Bueno... estábamos comiendo la deliciosa sopa de pollo de Sally Babcock. La hace con quimbombo y pimienta, ¿sabe? Pero este año... le añadió gambas -confesó, inclinándose hacia delante. Parecía expectante por la reacción de Paula.


-¿Gambas?


-Sí, gambas. Soy alérgica a las gambas. De modo que allí estaba, tomando mi sopa cuando se me empezaron a hinchar la lengua y la garganta. Di un respingo y me puse a gritar: «¡Gambas, gambas!», pero nadie movió un dedo para ayudarme. El señor Sullivan dijo que me estaba poniendo morada. Qué irónico que el morado sea mi color favorito. Bueno, el caso es que Pedro Alfonso surgió de repente con su botiquín. Él sabe que soy alérgica. Esto ya había ocurrido antes en casa de su madre, buena amiga mía. Éramos vecinas, hasta que Pedro le compró la casa y ella se mudó al otro lado de la bahía. Bueno, yo grité «¡gambas!», y Pedro me puso una inyección.


-¿Un antihistamínico?


Agnes asintió, pero Gaston sacudió la cabeza.


-Tengo mis dudas -murmuró.


Aunque Paula ya sabía que la inyección de Pedro Alfonso le había provocado serios daños a Agnes, la posibilidad de que le hubiera suministrado la medicación errónea le resultaba espeluznante. ¿Realmente había cometido un error semejante?


-¿Qué hizo entonces? -preguntó-. ¿La tuvo en observación?


-Oh, sí. Me estuvo vigilando durante un buen rato. La hinchazón de la garganta y la nariz desaparecieron y pude volver a respirar. Me sentía muy bien. Todo a mi alrededor relucía de color, y cada sonido parecía música celestial. Era precioso. El señor Sullivan me llevó a dar un paseo por la playa. ¡Qué hermosos estaban el cielo y el agua!


-No te desvíes del tema, madre -la interrumpió Gaston.


-Oh... sí. Bueno, esta parte es difícil de explicar. Empecé a ver cosas. Hadas, dragones y girasoles con caras sonrientes. Entonces mis brazos se transformaron en alas de mariposa. ¡Sí, alas de mariposa! Me imagino su sorpresa. Naturalmente quise probarlas, así subí a una duna de arena. Creía que era una inmensa mariposa saliendo del capullo. Y eché a volar.


-¿Echó a volar?


-Sí, pero no llegué muy lejos -hizo una pausa y se miró la mano-. Lo siguiente que recuerdo es que desperté en un hospital con un esguince en el tobillo, una conmoción y una... una... -los ojos se le llenaron de lágrimas- una muñeca destrozada.


Paula le puso una mano sobre las suyas.


-Tuvo que ser horrible. Parece que la inyección del doctor Alfonso tuvo algo que ver con esas alucinaciones.


-Claro que sí -intervino Gaston-. Fuera lo que fuera, no era lo que mi madre necesitaba.


-Y sin embargo, la reacción alérgica desapareció -murmuró Paula.


-Eso no quiere decir nada. Casi todas las «reacciones alérgicas» de mi madre sólo están en su cabeza. Son psicosomáticas. Alfonso podría haberle aliviado los síntomas con una píldora de azúcar.


Agnes se volvió hacia él como si quisiera discutir, pero no dijo nada.


-Para dejar las cosas claras, señorita Chaves -dijo Gaston-, no había gambas en la sopa de Sally Babcock.


Su madre soltó un bufido y levantó ligeramente el rostro, mostrando su desacuerdo.


-Le preguntaré a Sally por la sopa -dijo Paula-. ¿El doctor Alfonso fue con usted al hospital?


-No, estaba pescando, creo -respondió Gaston-. Había salido en barca poco antes de que mi madre se cayera de la duna. Le presta más atención a sus aficiones que a la medicación que les inyecta a las personas.


Paula se mordió el labio. Podía imaginarse a Pedro marchándose a pescar.


-¿El hospital dio alguna explicación de las alucinaciones?


-Ninguna. Realizaron muchas pruebas, pero no sacaron ninguna conclusión. También albergo mis dudas sobre esas pruebas. Pedro Alfonso trabaja en ese hospital, y es lógico que sus colegas no quisieran hacer nada que pudiera incriminarlo.


-¿Crees que el hospital está ocultando información?


-Estoy seguro.


Paula alzó una ceja y tomó unas cuantas notas. Tendría que comprobar los resultados de aquellas pruebas.


-Discúlpeme, señora Tierney, pero... ¿tomó usted alguna otra medicación aquel día, o comió algo extraño, o... o fumó algo?


-Claro que no. No fumo ni tomo drogas. Y llevo una dieta muy estricta. Ni siquiera tomo carne roja.


-¿De verdad crees que mi madre abusaría de cualquier sustancia? -le preguntó Gaston con el ceño fruncido.


-No, por supuesto que no. Pero tenemos que valorar cualquier posibilidad. Haré que un médico examine su historial médico, señora Tierney... con su permiso, naturalmente.


-Cualquier persona sensata puede ver que fue la inyección de Pedro Alfonso la que provocó las alucinaciones -mantuvo Gaston-. La lesión de mi madre le impide ganarse la vida, y le ha arrebatado su gran pasión... el arte. Es justo que Pedro Alfonso pague por ello.


-¿Tiene seguro médico? -preguntó Agnes, presionándose una mano contra el busto-. Espero que sí. No me gustaría causarle muchos problemas. Siempre fue un buen chico.


A Paula la sorprendió la preocupación de Agnes Tierney por Pedro, pero Gaston frunció el ceño.


-Pues claro que tiene seguro, madre. Pero ésa no es la cuestión. El es la causa de tus problemas físicos, emocionales y económicos, y me alegraré si tiene que rascarse los bolsillos.


Agnes hizo un mohín con los labios, pero no dijo nada más. Paula decidió hablar con la mujer a solas tan pronto como fuera posible, sin la presencia acaparadora de su hijo. Era obvio que la mujer tenía sus dudas sobre aquella demanda. Y, técnicamente hablando, la demandante era ella, no Gaston. Sería ella la que tendría que testificar en el juicio contra Pedro.


-¿Le apetece una taza de té, señorita Chaves? -le ofreció Agnes-. Tengo té verde, naranja, chino e inglés. Y otras hierbas de mi propio huerto.


-No, gracias, señora Tierney. Tengo que irme, pero me gustaría verla en otra ocasión, antes de marcharme.


-Vendrá al picnic de mañana, ¿verdad?


-¿Al picnic?


-El picnic del Día del Trabajo. Todo el mundo estará aquí. Puedo presentarle al señor Sullivan. Bob Sullivan. Estamos muy unidos, ¿sabe?


-Madre, estoy seguro de que la señorita Chaves tiene cosas más importantes que hacer que asistir a un picnic con los paletos del pueblo.


-En realidad, el picnic sería una gran oportunidad para hablar con la gente -reflexionó Paula, ofendida por el calificativo de Gaston. Ella también había crecido en Point, después de todo-. Estarán los mismos que estuvieron en el picnic de julio, ¿no?


-Efectivamente -corroboró Agnes-. Estarán los mismos.


-Puede que no estén exactamente los mismos -replicó Gaston-. Y no será fácil hablar allí, con tanto ruido. Es una pérdida de tiempo.


-Será divertido -insistió Agnes-. Y Gaston necesita una pareja. Sería perfecta para él.


-¡Madre!


-Es soltero, ¿sabe? -le confesó a Paula-. Divorciado. Apenas tuve ocasión de conocer a su ex esposa. La tercera... A las otras dos las conocí bastante bien. La primera había sido...


-Ya basta, madre -la interrumpió Gaston con el rostro colorado-. La señorita Chaves está demasiado ocupada para charlar -se volvió hacia Paula con una sonrisa forzada-. ¿Necesitas que te lleve a algún sitio? Me he fijado en que te ha traído Dee, la dueña del hotel.


-Mi coche sigue atrapado en el barro en la carretera de Gulf Beach. La única grúa de Point no está disponible esta mañana, así que Dee se ofreció para traerme. Pero no tienes que llevarme a ningún sitio. Dee me dijo que la llamara y que pasaría a buscarme.


-Tonterías. Estaré encantado de llevarte. ¿Adónde vas?


-Al hotel, supongo.




EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 7




Paula se mordió el labio. Pedro le había curado la herida con amabilidad y profesionalidad, ¿y qué había hecho ella? Se había pavoneado ante él, provocándolo con su feminidad.


Volviéndose de espaldas a él, se puso su camiseta sobre la cabeza y se cubrió con ella los pechos desnudos, consciente del dolor en el costado. La herida era mucho más leve ahora que estaba limpia, seca y vendada. Realmente le debía un agradecimiento a Pedro.


-Pedro -lo llamó, volviéndose nerviosamente hacia él-. Quiero darte las gracias por tu ayuda.


-No hay de qué -respondió él mientras se dirigía hacia la nevera-. ¿Quieres una cerveza?


-¿Una cerveza? Oh, no. Gracias. Se está haciendo tarde -dijo, mirando los colores del crepúsculo por las polvorientas ventanas-. Tenemos que encontrar la manera de avisar a las autoridades antes de que el cocodrilo ataque a alguien.


El sacó una botella de cerveza y retiró el tapón con el pulgar.


-Podría conectar mi vieja radio -dijo, asintiendo hacia una caja llena de polvo en el estante-. Pero hace años que no la uso. Es posible que le falten piezas.


-Merece la pena intentarlo -insistió ella, mordiéndose el labio-. Pero, ¿y si no funciona?


-En ese caso tendremos que esperar hasta que alguien nos rescate -dijo él con una lenta sonrisa.


-Pero podrían pasar horas -dijo ella. No podía estar con Pedro. La gente pensaría que estaba confraternizando con él, y el caso de su hermana se vería comprometido.


-No te preocupes -la tranquilizó. Se sentó en una silla y estiró sus largas piernas-. Si la situación se hace crítica, puedo inflar un bote, llenarlo con chalecos salvavidas e improvisar una cama.


-¿Una cama? -repitió ella, incrédula-. ¿Para qué íbamos a necesitar una cama? No estarás diciendo que... -por un momento se quedó sin habla, horrorizada-. No creerás que tengamos que pasar toda la noche aquí, ¿verdad?


-Míralo por el lado bueno. Como mi padre solía decir: «Detrás de cada horizonte oscuro, siempre hay un sol esperando a salir». Tenemos una nevera llena de bebidas, un armario de latas de conserva y buena compañía -dijo, y levantó la cerveza en un brindis amistoso.


-Pero... tengo que conseguir un teléfono. Debo hacer muchas llamadas y ocuparme de muchas cosas. No puedo quedarme aquí.


-Intentaría dejar atrás al cocodrilo, pero ya casi ha oscurecido -dijo él. Se inclinó hacia delante en la silla y sostuvo la cerveza entre las piernas-. Es bien sabido que los cocodrilos están especialmente hambrientos antes de que anochezca.


Paula se tragó un grito de consternación y se clavó las uñas en las palmas. Empezaba a sentirse realmente atrapada.


-Vamos a probar con la radio.


-Podemos intentarlo, pero...


Unos golpes en la puerta los sobresaltaron a ambos.


Los dos se miraron el uno al otro y se movieron hacia la puerta a la vez.


-¿Quién demonios...? -empezó a mascullar Pedro.


-Gracias a Dios -exclamó Paula, pero enseguida ahogó un grito de pánico-. ¡El cocodrilo! Puede atacar a quien esté ahí fuera.


Pedro abrió la puerta con una expresión más de disgusto que de preocupación. Paula se enganchó a su codo, desgarrada entre el alivio por ser rescatada y temerosa de un posible ataque del cocodrilo.


-Sheriff Gallagher -saludó Pedro, con un tono no especialmente complacido.


-¿Cómo estás, doctor? -preguntó el sheriff, un hombre calvo y achaparrado con el rostro colorado-. Hemos recibido una llamada telefónica de alguien que se había quedado atrapada en la carretera de Gulf Beach. Mi secretaria no pudo entender casi nada de lo que la señora le estaba diciendo antes de que la conexión se perdiera, pero...


-Yo hice la llamada, sheriff -dijo Paula. Agarró el voluminoso brazo del sheriff y tiró de él hacia el interior-. ¡Entre, rápido! --gritó, cerrando la puerta-. ¿Tiene un móvil o un radiotransmisor? Oh, veo que tiene un arma. Espero que no tengamos que usarla, pero si la cosa se pone fea...


-Discúlpeme, señorita -la interrumpió el sheriff, desconcertado-, pero parece muy alterada por algo. ¿Cuál es el problema?


-Eh, sheriff Gallagher, ésta es Paula Chaves -intervino Jack-. La recuerda, ¿verdad? La hija pequeña del coronel Chaves.


-Paula Chaves, ¡claro que sí! -exclamó el sheriff con una amplia sonrisa-. ¡Se ha convertido en toda una mujercita! Su padre estaría muy orgullo si pudiera verla ahora.


Una mezcla familiar de dolor y remordimiento traspasó a Paula cuando oyó la mención de su padre. Hubo un tiempo en el que hubiera dado todo porque se sintiera orgulloso de ella, pero acabó dándose cuenta de la inutilidad de sus intenciones. Tendría que haber sido uno de sus soldados para ganarse su aprobación. Una simple hija jamás podría estar a la altura.


-Gracias.


-Lamenté enterarme de su fallecimiento. Era mi compañero de póquer siempre que venía a Point, ¿sabe? He oído que murió en una misión militar en el extranjero.


-Sí -corroboró Paula.


Ella también lo había oído... muchos meses después de la desgracia. A las autoridades les había costado mucho tiempo ponerse en contacto con ella. Los colegas de su padre no sabían que tenía familia, después de que su esposa hubiera muerto.


-Quiero expresarles mis condolencias a ti y a tu hermana.


Paula no respondió, incapaz de articular palabra. Se sentía como si le hubieran abierto una vieja herida. Había sabido que sería muy duro volver allí.


-Es estupendo que haya vuelto finalmente a casa de visita.


Paula recuperó la compostura, como si fuera un escudo, y dejó de pensar en aquel tema tan doloroso.


-En realidad, sheriff, he venido por asuntos de trabajo. Y ahora, como estaba diciendo, hay un...


-Malena es abogada, sheriff -dijo Pedro-. Una gran abogada en Tallahassee.


-¿En serio? Siempre pensé que lo suyo eran las fiestas glamurosas y todo eso.


-¡Sheriff, por favor! -espetó Paula-. Hay un cocodrilo ahí fuera, y está hambriento. Ha estado persiguiéndome.


-¿Un cocodrilo? -repitió el sheriff. Se volvió con el ceño fruncido hacia Pedro.


-Le juro que es cierto, sheriff -insistió Paula. No podía creerse que Pedro no la apoyara-. Tal vez el doctor Alfonso no me crea, pero un cocodrilo ha estado persiguiéndome por la playa. Estaba muy preocupada de que pudiera atacar a alguien.


-Entiendo... -dijo el sheriff-. Seguramente haya visto al viejo Alfred.


-¿El viejo Alfred? -repitió Paula con el ceño fruncido.


El sheriff no había entendido nada.


-Alfred es el único cocodrilo que nos queda en Point, señorita. No le haría daño a nadie.


Paula lo miró sin comprender.


-Una familia que vivía en la playa empezó a darle de comer hace diez años e hicieron de él su mascota. Cuando se mudaron, Alfred se desplazó a la propiedad del doctor Alfonso, quien se ocupa de él ahora. Si tuviera que cazar para vivir, se moriría de hambre.


-¿Alfred? -preguntó ella mirando a Pedro, quien se había enganchado los pulgares en los bolsillos de los vaqueros y miraba atentamente el techo.


-El doctor incluso le ató un trapo naranja para asegurarse de que todos lo reconocieran -añadió el sheriff Gallagher.


Paula sintió que la sangre empezaba a hervirle.


-Doctor Alfonso -dijo con una voz de ultratumba-, ¿tienes a un cocodrilo llamado Alfred viviendo por los alrededores?


Pedro se aclaró la garganta y se frotó la nuca.


-Ahora que lo pienso, es posible que Alfred esté por aquí cerca.


-¿Y me has dejado creer que estábamos en peligro? -espetó Paula, echando fuego por los ojos.


-¿Cómo podía estar seguro de que no era otro cocodrilo?


-¿Vestido de naranja? -farfulló ella.


El sheriff Gallagher parpadeó, confuso.


-Cálmese, señorita Paula -le dijo, poniéndole una mano en el brazo-. Seguramente el doctor se olvidó por completo del viejo Alfred.


-¿Que se olvidó? -gritó Paula. Se soltó de la mano del sheriff y miró furiosa a Pedro-. ¡He atrancado la puerta con mi cuerpo para impedir que arriesgaras tu vida!


-Te dije que podía ocuparme de un cocodrilo -se excusó él.


-¿Qué derecho tienes a dejar suelto un cocodrilo por ahí? -le preguntó ella entre dientes.


-Yo no lo he dejado suelto. Está en su hábitat natural. Es inofensivo. Apenas tiene dientes.


Paula apretó los puños, intentando contenerse para no estrangular a Pedro.


-Y me ibas a mantener aquí encerrada hasta mañana, ¿verdad?


-No, no. Bueno, tal vez. Pero...


-¡Eres un ser despreciable! --espetó, aunque las palabras no causaron ni de lejos el daño que quería infligir-. Alguien podría sufrir un ataque al corazón sólo por ver a ese cocodrilo. Y no podría contar con ayuda médica competente en cien kilómetros a la redonda.


La expresión de regocijo se borró de los ojos de Pedro.


-Ésa es una acusación muy dura, Paula.


-Pero cierta. Y no vuelvas a llamarme Paula. Para ti es señorita Chaves, maldito... ¡maldito mentiroso! -pasó como una exhalación junto al sheriff y abrió la puerta.


-Maldita sea, Paula, espera un momento -la llamó Pedro mientras ella bajaba los escalones-. No te mentí. En realidad, te dije que no quedaban muchos cocodrilos en Point.


-Vete al infierno, Pedro Alfonso --gritó ella por encima del hombro-. No vuelvas a acercarte a mí, o lo tomaré como una declaración de guerra.


-Eh, eres tú la que ha entrado en mi propiedad. Ambos sabemos que te arrojaste en mis brazos.


Paula se quedó boquiabierta y se giró para fulminarlo con la mirada.


-Eh..., discúlpeme, señorita Paula -dijo el sheriff, bajando los escalones hacia ella-. Se está haciendo de noche y he visto su coche atrapado en la ciénaga. ¿Puedo llevarla a alguna parte?


A través de la neblina roja que le empañaba la visión, Paula se dio cuenta de que, efectivamente, estaba oscureciendo y de que aún le quedaba un buen trecho para llegar a casa de Gaston Tierney. No podía presentarse a esas horas, y menos con una camiseta de hombre y hecha un desastre.


-Gracias, sheriff. Me haría un gran favor si pudiera sacarme de aquí.


-Paula... -volvió a llamarla Pedro desde lo alto de los escalones.


-¡No! -lo cortó ella, apuntándolo con un dedo como si fuese un arma-. Ríete todo lo que quieras por esta noche, doctor Alfonso. Pero recuerda... -bajó la voz a un tono mordazmente sarcástico-. En cada horizonte radiante hay un sol esperando a ponerse. Te veré en el juicio.


Dicho eso, se dirigió muy digna hacia el coche del sheriff.


Pedro apretó los labios y la vio alejarse.


-No, señorita -se murmuró a sí mismo-. Nos veremos antes de eso.