sábado, 8 de diciembre de 2018

PASADO DE AMOR: CAPITULO 24




Pedro se dio cuenta del momento exacto en el que la tensión desaparecía del cuerpo de Paula y comenzó a relajarse.


La columna vertebral, que había estado hasta hacía unos momentos recta como un palo, adoptó su postura normal, los músculos de sus brazos se relajaron también y Paula se apoyó contra él en lugar de intentar alejarse.


Pedro le entraron ganas de saltar de alegría y de suspirar de alivio, pero no quería arriesgarse a que Paula volviera a ponerse rígida, así que siguió bailando como si tal cosa, disfrutando de su cercanía.


Olía a ese aroma floral que Pedro tenía ya asociado con ella y que perduraba a pesar de llevar horas en un local lleno de humo.


El pelo le caía a ambos lados del rostro y sobre los hombros formando sedosas ondulaciones de color castaño y enmarcando a la perfección sus enormes ojos y su precioso óvalo de cara.


La pareja bailó al ritmo de la música, dejando que la lentitud de la melodía y la voz del cantante dirigieran sus movimientos.


Mientras lo hacía, Pedro le acariciaba la espalda con el pulgar de la mano izquierda. Le hubiera gustado que no llevara chaqueta encima de la blusa porque, así, la cercanía con su piel habría sido mayor.


Lo mejor habría sido que estuviera desnuda.


Mejor todavía, que los dos hubieran estado desnudos. Así, hubiera podido sentir la suavidad de su piel por todo el cuerpo, no solo en las manos.


Paula levantó la cabeza y sus miradas se encontraron.


Si Pedro no hubiera estado excitado ya por las fantasías que cruzaban su mente mientras bailaban, aquella mirada lo habría puesto al borde del orgasmo porque sus ojos reflejaban afecto, ternura y vulnerabilidad.


A lo mejor era por las cervezas que se había tomado con sus amigas o porque estaba empezando a recordar cómo era vivir en una ciudad pequeña y estar siempre rodeada de gente a la que se conoce y que te quiere.


A lo mejor, estaba recordando cómo habían sido las cosas entre ellos antes de que todo se estropeara.


Los acordes de la canción llegaron al final y todo el mundo dejó de bailar, volvió a sus mesas o esperó a la próxima canción.


Pedro y Paula se quedaron muy quietos, mirándose fijamente a los ojos.


—La canción se ha terminado —anunció Pedro carraspeando—. ¿Quieres seguir bailando?


Paula negó con la cabeza.



—¿Quieres tomar algo?


Paula volvió a negar con la cabeza.


—¿Te quieres ir a casa?


Paula asintió y aquel simple gesto hizo que Pedro se emocionara.


No se quería hacer ilusiones, no quería dar por hecho que Paula quisiera decir que la llevara a casa y a la cama.


Aunque a él era lo que más le apetecía en el mundo, lo único que Paula había dicho era que quería volver a casa, seguramente para meterse en la cama y dormir.


En cualquier caso, Pedro decidió que a caballo regalado no había que mirarle el diente. La noche había sido maravillosa hasta el momento y, aunque no terminaran haciendo el amor, prefería irse ya y tener aquel buen recuerdo.


—Muy bien —murmuró tomándola de la mano y saliendo de la pista de baile—. Vaya —añadió al abrir la puerta del local y ver que estaba lloviendo a todo llover.


—Ah, sí, se me había olvidado decírtelo —comentó Paula.


—Madre mía, la que está cayendo. ¿Has traído abrigo?


—No —contestó Paula.


Pedro tampoco había llevado una prenda de abrigo porque, aunque hacía fresco, nada hacía prever que iba a caer una tormenta así.


—Espera aquí un momento, voy por el coche y te vengo a buscar —propuso Pedro para que Paula no se mojara.


—No soy un azucarillo, no me voy a derretir porque me caiga un poco de agua —contestó ella sin embargo.


Pedro había oído aquella frase muchas veces, pero siempre de labios del padre de Paula y, precisamente, porque ella siempre se negaba a salir a la calle sin sombrero o paraguas cuando estaba lloviendo.


—¿Seguro?


—Sí —contestó Paula cerrando la puerta a su espalda.


Pedro sonrió, le apretó la mano y comenzó a correr atravesando el aparcamiento. Ambos se pusieron la otra mano sobre la cabeza para intentar que no les cayera demasiada agua encima, pero fue un esfuerzo vano ya que la lluvia caló su ropa y su piel mucho antes de que consiguieran llegar al coche.


—¡Increíble! —exclamó Pedro una vez dentro—. Supongo que ésta es la tormenta de la que llevan hablando los partes meteorológicos toda la semana —añadió sacudiendo la cabeza como un perro.


Paula chasqueó la lengua, se pasó las manos por la cara para quitarse el agua y se escurrió el pelo.


Cuando Pedro se dio cuenta de que se estaba frotando los brazos para entrar en calor, puso el coche en marcha y encendió la calefacción.


Hicieron el trayecto a casa prácticamente en silencio, acompañados por el ruido de las gotas que caían con fuerza sobre el parabrisas. Al llegar, Pedro intentó aparcar lo más cerca posible de la puerta.


El barrio estaba a oscuras, pero Pedro no sabía si era porque era tarde o porque, a lo mejor, se había ido la luz por la tormenta. Lo cierto era que no recordaba si antes de irse habían dejado encendida la luz del porche, pero ahora estaba apagada.


—¿Preparada? —preguntó apagando el motor y sacando las llaves de casa.


—Ya no me puedo mojar más —contestó Paula.


Acto seguido, los dos corrieron hacia la puerta principal y, en un abrir y cerrar de ojos estaban dentro. El calor de la casa los envolvió y les dio la bienvenida. Ambos se quedaron en el vestíbulo, riéndose y resoplando.


Pedro apretó el interruptor de la luz, pero no sucedió nada. Volvió a intentarlo, pero sin éxito.


—Me parece que se ha ido la luz —comentó.


—No me extraña, con el viento que hace…—contestó Paula.


A continuación, se quitó la chaqueta, cruzó la cocina y la dejó en el fregadero. Acto seguido, se quitó los zapatos y los dejó también allí.


—Voy arriba por ropa seca y toallas —anunció—. ¿Quieres que te baje algo?


—No, gracias —contestó Pedro—. Yo también voy a subir a cambiarme, pero primero voy a encender la chimenea. Sin luz, la calefacción no funciona y, aunque de momento el calor aguanta, creo que es mejor que seamos previsores por si dura la tormenta.


—Buena idea.


—¿Quieres una linterna?


Para entonces, sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y pudo ver la irónica sonrisa que se formó en los labios de Paula.


—Por si no lo recuerdas, me he criado en esta casa y la he recorrido a oscuras cientos de veces.


Dicho aquello, salió de la cocina y desapareció. 


Pedro se quedó unos segundos escuchando sus pisadas y, a continuación, se quitó las botas y las dejó junto a la puerta para que se secaran.


También se despojó de la camisa, que dejó junto a la chaqueta de Paula en el fregadero, y de los vaqueros, que estaban completamente empapados.


Pedro supuso que a Paula no le haría ninguna gracia encontrárselo por la casa andando en calzoncillos, pero lo primero que quería hacer era encender un buen fuego y, además, eran unos calzoncillos muy bonitos, estaban limpios y nuevos.


Se trataba de unos calzoncillos azul marino con pequeños puntitos blancos que Lorena le había comprado el mes anterior. En el momento, no le había hecho ninguna gracia, pero ahora le daba las gracias por ello.


Al pensar en Lorena, no pudo evitar sentirse culpable. No había ni siquiera intentado hablar con ella desde la boda de Nico y lo peor era que no la echaba mucho de menos.


Para ser sincero, estaba encantado de estar pasando aquella semana en casa de Nico, con la hermana de Nico.


Con Paula.


Llevaba años intentando luchar contra ello, pero lo cierto era que se sentía profundamente atraído por ella.


¡Ja! Aquello era poco decir. La deseaba con todo su cuerpo y, cuanto más intentaba negárselo a sí mismo, más obsesionado estaba con la idea.


Haberse acostado con ella siete años atrás no había hecho sino aumentar el deseo y se había pasado todo aquel tiempo echando de menos su dosis como si Paula fuera una droga y él un adicto.


Lorena era una chica encantadora y Pedro se había esforzado sinceramente en construir una vida con ella, pero ahora que Paula había vuelto, ahora que aquello que sentía por ella había vuelto a la realidad con toda su fuerza, se daba cuenta de que lo único que había hecho había sido mentirse a sí mismo y utilizar a Lorena para intentar olvidarse de su verdadero amor.


Oyó un ruido a sus espaldas y, al girarse, se encontró con Paula, que llegaba con una pila de toallas blancas.


Llevaba otra vez aquel camisón amarillo tan sensual y tenía el pelo mojado recogido en una coleta.


Pedro se obligó a desviar la mirada y se concentró en hacer un buen fuego. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que le temblaban las manos.


Maldición, aquella mujer tenía un efecto grandísimo sobre él. Le bastaba verla de reojo para ponerse a sudar.


—Toma —dijo Paula colocándole una toalla sobre los hombros.


Por lo visto, encontrárselo medio desnudo no le había molestado tanto como Pedro creía.


En pocos minutos, el fuego había prendido y la chimenea ardía, lanzando su colorido naranja por todo el salón.


Entonces, Pedro se puso en pie y se secó el pelo, los brazos y el pecho con la toalla que Paula le había entregado. Ella se había soltado el pelo y estaba haciendo lo mismo.


—Ya veo que has optado por el método rápido de secado —comentó Paula señalando su cuerpo desnudo a excepción de los calzoncillos.


—No quería estropearle a tu hermano el suelo de madera, pero puedo ir a ponerme algo si te molesta.


Lo cierto era que tendría que haberlo hecho nada más llegar y la única razón por la que no lo había hecho había sido porque, en realidad, quería averiguar la reacción de Paula al verlo así.


¿Le pediría que se vistiera o le daría igual que se paseara por la casa igual que ella? Porque aquel diminuto camisón que llevaba no era que dejara mucho para la imaginación, la verdad.


—No, no me importa —contestó Paula acercándose al sofá y dejándose caer—. Os he visto tanto a ti como a mi hermano sin nada. ¿No te acuerdas de aquella vez en la que os fuisteis al lago a nadar desnudos? —sonrió—. Me convencisteis para que me metiera en el agua también desnuda y, cuando lo hice, salisteis y me quitasteis la ropa.


Pedro chasqueó la lengua ante aquel recuerdo, dejó la toalla cerca de la chimenea para que se secara y se sentó junto a Paula en el sofá.


—Llorabas tanto que creíamos que te ibas a ahogar.


—Lo que no os hizo apiadaros de mí en absoluto, par de bestias.


—No, pero cuando nos amenazaste con irte a casa andando desnuda y contarle a tus padres lo que habíamos hecho cambiamos de opinión.


—¿Ah, sí? Si mal no recuerdo, dejasteis la ropa en la orilla y os fuisteis a casa corriendo sin mí.


—Queríamos llegar antes para asegurarnos de que no te chivabas.


—Nunca dije nada. Mis padres siguen sin saber nada de aquel incidente.


—Mejor porque, si lo supieran, creerían que tu hermano y yo éramos unos completos depravados.


Paula lo miró divertida.


—¿Cómo que «erais»?


Pedro tardó apenas un segundo en darse cuenta de que Paula estaba comenzando a bromear con él como hacía siete años que no lo hacía.


—Golpe bajo —contestó en voz baja—. Mereces ser castigada.


Paula enarcó las cejas al darse cuenta de lo que le esperaba, se puso en pie e intentó huir, pero Pedro fue más rápido que ella, la agarró de la mano, la volvió a sentar en el sofá y comenzó a hacerle cosquillas sin piedad.


—¡No! ¡Para! ¡Para, Pedro!


Paula no podía dejar de gritar y de reírse de manera incontrolada. Como en los viejos tiempos. Pedro siempre le hacía cosquillas y, a veces, eran los dos, Nico y él, contra ella.


A veces, Paula se vengaba contándoselo a sus padres para que los castigaran, pero lo más normal era que esperara el momento oportuno para ponerles polvos pica pica en los pantalones o culebras debajo de la almohada.


De alguna manera, con tanto movimiento, Paula se encontró de repente mirándose en los ojos de Pedro, con los pechos apretados contra su torso.


Pedro sentía sus pezones a través de la fina seda del camisón y, aunque había estado a punto de castrarlo unas cuantas veces con las rodillas, la sensación de tenerla tan cerca era maravillosa y le recordaba que era un hombre y ella era una mujer, una mujer a la que deseaba con todo su cuerpo.


Pedro dejó de hacerle cosquillas y Paula tardó unos segundos en recuperar la respiración, pero, cuando lo hizo, se quedó mirándolo con sus enormes ojos azules y Pedro vio en ellos pasión.


Estaba planteándose la posibilidad de besarla cuando Paula se le adelantó, se inclinó sobre él y se apoderó de sus labios.


Pedro, que estaba debajo de ella, le tomó el rostro entre las manos y le devolvió un beso igual de apasionado.


Mientras le acariciaba el pelo, Paula comenzó a acariciarle el torso y los abdominales, haciendo que Pedro se quedara sin aliento cuando deslizó la mano bajo la cinturilla elástica de sus calzoncillos.


—¿Quieres que pare? —preguntó Paula con una sonrisa burlona.


Pedro se moría de ganas por contestarle que no parara, pero no podía volver a aprovecharse de ella.


Si iban a volver a estar juntos, necesitaba saber que Paula lo deseaba tanto como él a ella, así que le retiró un mechón de pelo de la cara y la miró muy serio.


—¿Cuántas cervezas te has bebido?


Paula se quedó mirándolo sorprendida.


—¿Por qué? ¿Te crees que estoy borracha? —contestó confusa aunque no ofendida.


—Solo quiero estar seguro —dijo Pedro sinceramente.


—Me he debido tres cervezas en cuatro horas —contestó Paula—. No estoy borracha, Pedro. Sé perfectamente lo que estoy haciendo.




viernes, 7 de diciembre de 2018

PASADO DE AMOR: CAPITULO 23




Tras un rato riéndose, bromeando y contándose lo que había sucedido en su vida desde la última vez que se habían visto, Jackie y Gail anunciaron que se tenían que ir a casa.


A Paula no le apetecía nada irse porque se lo estaba pasando fenomenal, pero acompañó a sus amigas a la puerta, donde se despidió de ellas y comprobó que estaba lloviendo.


Al volver a entrar en el local, fue en busca de Pedro. Le había dicho que la avisaría cuando se fuera a ir y, como no lo había hecho, Paula dio por supuesto que andaría todavía por allí.


Tal vez, en el bar, en la pista de baile o jugando al billar. Paula volvió a la mesa que había compartido con sus amigas, agarró la cerveza que tenía por la mitad y fue en busca de Pedro, al que no encontró ni en el bar ni en las mesas ni en la pista de baile.


Menos mal porque Paula no estaba muy segura de haber podido soportar encontrárselo bailando con otra mujer.


En cuanto aquel pensamiento cruzó su cabeza, Paula se apresuró a decirse que era una tontería, que no estaba con él y que no tenía derecho a sentirse celosa.


Aun así, lo cierto era que no le hubiera hecho ninguna gracia verlo con otra chica. En el colegio, le pasaba lo mismo.


Aunque Pedro no se fijaba en ella, ella se moría de celos cada vez que tenía una nueva novia, siempre alta y rubia y animadora del equipo de fútbol americano, siempre chicas que no se sentaban a no ser que fuera en su regazo.


Al llegar a las mesas de billar, lo vio jugando.


Pedro también la vio.


—¿Tus amigas se quieren ir ya? —le preguntó yendo hacia ella.


—Ya se han ido, de hecho —contestó Paula.


—¿Tú también te quieres ir? Si quieres, le digo a alguien que termine la partida por mí.


—¿Cuánto has apostado?


Pedro se sonrojó levemente.


—Cincuenta dólares —admitió.


—Termínala, anda —sonrió Paula—. Así, si ganas algo, te dejo que me invites a otra cerveza.


—¿Cuántas te has tomado?


—Solo dos o tres.


—¿Vienes o qué? —dijo un hombre de barba a sus espaldas.


—Sí, ya voy —contestó Pedro—. En cuanto termine la partida, te invito a una cerveza, pero con una condición.


—¿Qué condición?


—Que primero bailes conmigo.


Paula miró la pista de baile, donde las parejas estaban disfrutando de una lenta balada country y se dijo que era una locura aceptar, pero no pudo evitarlo.


Nunca había conseguido bailar una lenta con él y, aunque ya era demasiado tarde, quería saber lo que habían experimentado las chicas que sí lo habían hecho.


Solo un baile.


¿Qué daño podía hacerle?


—Trato hecho —contestó.


Pedro sonrió encantado.


—No tardo nada.


Efectivamente, la partida no duró más de diez minutos, Pedro ganó y aceptó los cincuenta dólares que le dio su oponente.


—Enhorabuena —le dijo Paula.


—Bien, ¿preparada para bailar?


Paula sintió que los nervios se apoderaban de ella y que las rodillas le temblaban, pero dejó que Pedro la tomara de la mano y la condujera a la pista de baile.


—La próxima canción que han elegido en la máquina es una rápida, pero yo quería bailar una lenta contigo —comentó Pedro—. ¿Qué te parece? ¿Estarías dispuesta a bailar conmigo dos canciones seguidas?


«Qué diablos», se dijo Paula.


A lo mejor, bailar con él una canción rápida, sin tocarse, la prepararía para el momento en el que los brazos de Pedro la abrazaran y sus cuerpos entraran en contacto.


—Claro que sí —contestó Paula con más convicción de la que realmente sentía.


Pedro sonrió encantado y Paula sintió una bandada de mariposas revoloteándole en el estómago, lo que la obligó a tomar aire para intentar calmarse.


Pedro la agarró del codo y la llevó al centro de la pista. Una vez allí, entrelazó sus dedos con los de Paula y la apretó contra su pecho.


¡Y ella que se creía que iban a bailar cada uno por su cuenta!


Pedro mantuvo el contacto con ella durante toda la canción y Paula se dijo que, si aquélla era su manera de bailar una canción rápida con una mujer, no se quería ni imaginar dónde pondría las manos cuando se tratara de una melodía lenta.


No iba a tardar mucho en averiguarlo.


—¿Te lo has pasado bien con tus amigas? —le preguntó Pedro al oído.


—Sí, la verdad es que me apetecía mucho verlas —contestó Paula.


Un minuto después, terminó aquella canción y empezó la siguiente. Durante la pausa entre canción y canción, Pedro no la soltó ni por un segundo y, cuando comenzó la nueva canción, la apretó todavía con más fuerza contra su pecho.


—Sí, esto es lo que llevo esperando tanto tiempo.


Dicho aquello, le pasó la mano por la cintura de manera que sus cuerpos quedaron completamente pegados de manera sensual e íntima.


Paula intentó apartarse un poco, pero Pedro se lo impidió y, al final, Paula se rindió y dejó que Pedro se saliera con la suya.


Solo iba a ser un baile.


Paula se dijo que estaba con Pedro, el mejor amigo de su hermano, uno de sus mejores amigos también, una de las personas en las que más había confiado en su vida.


Si no estaba a salvo en sus brazos, no estaría a salvo en brazos de nadie.