lunes, 17 de septiembre de 2018
AÑOS ROBADOS: CAPITULO 21
Paula dejó las bolsas en el suelo y cerró con llave la pesada puerta de madera de su casa. Fue hacia el sofá y prácticamente se dejó caer encima. Era genial estar en casa. Su viaje había ido bien. Una empresa de Memphis la había contratado para hacer trabajos de investigación sobre sus empleados y llevar a cabo labores de vigilancia. Se estaban produciendo algunos robos en la compañía y su clienta quería identificar al culpable y detenerlo antes de tener que comunicárselo a su supervisor.
Paula no había tardado mucho en encontrar al culpable y ahora Sara, una antigua cliente suya, tendría un nombre que darle a su supervisor en lugar de tener que acudir a él y pedirle ayuda porque ella sola no podía encontrar al autor de los robos.
Paula sonrió mientras pensaba en los cambios que se habían producido en la vida de Sara Fulton. Tan sólo seis meses antes, la había visto sentada en su despacho. Paula había grabado al novio de Sara, un tipo al que no le había parecido nada mal acostarse con otra mujer.
El flequillo se le alborotó cuando resopló profundamente. Sí. El amor era un asco, pero no volvería a hacerle daño. Y tampoco a Sara.
Subió las escaleras hasta su habitación de dos en dos, dispuesta a colarse entre las sábanas y dormir. Ese último trabajo le había dado una nueva clase de satisfacción, mucho mejor que un caso de infidelidad o una pareja de Talbart y por eso le resultó además un desafío tan agradable. Al darse cuenta del camino que estaban siguiendo sus pensamientos y lo que eso significaba, se detuvo en lo alto de la escalera. ¿Cuándo había dejado de querer investigar posibles infidelidades? En eso se basaba su trabajo.
Por otro lado, le gustó volver a ver a una antigua cliente. Sí, claro, ésa sería la única razón por la que ese último caso la había llenado tanto.
Aliviada, entró en la habitación, se quitó las botas, las tiró al fondo del armario y fue al baño.
Había evitado pensar en Pedro mientras estuvo de viaje. Después de todo, era sólo una aventura y hacía mucho tiempo que ella había dejado de pensar demasiado en los hombres. Sin embargo, al ver su cama se dio cuenta de que el recuerdo de estar entre las sábanas con Pedro tendido sobre ella ocupó toda su mente.
Bien, ya tenía una nueva regla. Esos encuentros deberían tener lugar fuera del dormitorio, de cualquier lugar que le resultara familiar. Hoteles. La casa de él. Donde fuera, menos en su casa.
Intentó ignorar el brillo de sus ojos cuando se vio reflejada en el espejo del baño. Rápidamente se echó crema en las mejillas. No, no podía ignorar ese brillo. Las cosas le estaban yendo bien. No le habían ido mejor desde que había sacado de su vida a ese bastardo de Kevin. Desde antes, incluso. Nunca se había sentido tan realizada, ni siquiera cuando era policía. Su aparición en Entre nosotras le había aportado algunas cosas a su vida: profesionalmente, antes le estaba yendo bien, pero desde ese día, con todo el trabajo añadido, ya tenía una verdadera seguridad económica… Además de unas relaciones sexuales fantásticas.
Terminó de limpiarse la cara y estaba a punto de lavarse los dientes cuando el teléfono sonó.
—Hola —dijo ella, olvidando mirar la pantalla.
—¿Qué tal el viaje de vuelta?
Se le cortó la respiración. Era Pedro. La recorrió una cálida sensación a pesar de saber que esa llamada iba contra las reglas de una aventura como ésa.
—Bien.
—Esta noche no tienes que trabajar, ¿verdad? —le preguntó él con una voz sensual que le provocó un cosquilleo por la espalda. ¿Era posible que Pedro Alfonso la estuviera llamando para proponerle un poco de sexo nocturno?
—No, supuse que estaría muy cansada después de este fin de semana.
—Pues es una pena, porque tenía un caso para ti.
Ella se enroscó el cordón del teléfono en el dedo.
—¿Y yo soy la única que puede resolverlo?
Él se rió suavemente.
—Correcto.
—Qué frase tan típica me has dicho —dijo ella sonriendo.
—Es que tengo el vocabulario un poco oxidado y no se me ocurría otra cosa — aunque se le oía muy seguro de sí mismo y en absoluto avergonzado.
Ella se rió, el comentario de Pedro había sido muy divertido.
—Puede que me apetezca hurgar en… algo corrupto.
—Ahora mismo estoy allí.
Entonces Paula recordó su nueva regla.
—No, trabajo mejor si estoy en la escena del crimen. En tu casa.
Tras una larga pausa, Pedro respondió lentamente:
—De acuerdo —sin duda, su voz ya no tenía ese tono juguetón de antes.
Pero ella tenía que mantenerse firme. Las reglas eran las reglas.
—¿Nos vemos en una hora? ¿Tienes mi dirección?
Sintió alivio. Pedro no se había molestado.
—Sí a todo. He buscado tu dirección en Internet.
Lo oyó reír mientras colgaba. Volvió al cuarto de baño corriendo. No iba a preocuparse por el maquillaje, pero sí que tenía que recogerse el pelo en una cola de caballo. Sonrió. Pedro quería una investigación. Eso era exactamente lo que buscaba.
Se quitó la ropa y, desnuda, se puso frente a la cómoda. En el fondo de uno de los cajones había un impresionante y finísimo tanga rojo con un sujetador transparente a juego que la que iba a haber sido su dama de honor le dio poco después de que Paula cancelara la boda.
Había estado a punto de tirar el conjunto a la basura, y aunque no necesitaba pruebas de ello, el hecho de ponérselo esa noche le demostraría que por fin había dejado atrás a Kevin, tanto física como emocionalmente.
Se puso el tanga y mientras lo deslizaba sobre sus muslos la piel se le erizó al imaginarse a Pedro bajándoselo de nuevo. Tras ponerse el sujetador, se subió a unos zapatos rojos de tacón de aguja. Todo detective privado que se preciara tenía que tener al menos una gabardina en su posesión.
Cuando comenzó con en el negocio, se la había comprado junto a un sombrero tipo fedora a modo de broma. Ese sombrero completaría su atuendo esa noche.
Debería haberse sentido como una estúpida vestida así, pero por el contrario se sintió maravillosamente sexy por no llevar prácticamente nada bajo el abrigo. Corrió al coche. Se arriesgaría a llegar un poco antes. El suave tejido de la gabardina le acarició sensualmente la piel. Pisó el acelerador y su coche atravesó Atlanta en la noche.
Aparcó delante del apartamento de Pedro y respiró hondo. La zona de la ciudad en la que Pedro vivía no era demasiado buena y Paula no se había fijado en ese detalle al anotar la dirección. Era un lugar en el que le daría miedo estar sola de noche, y eso que sabía defensa personal. ¿Habría anotado mal la dirección?
El corazón le dio un vuelco cuando vio a Pedro esperándola en las escaleras de hierro. Estaba de pie bajo una luz, y unas polillas revoloteaban sobre su cabeza. Con gesto preocupado, y algo avergonzado, fue hacia la puerta de su coche antes de que si quiera tuviera tiempo para bajar.
—Te he llamado para decirte que nos viéramos en otra parte, pero ya te habías ido. Nunca había traído a nadie aquí. El alquiler es barato y así puedo ahorrar dinero… para las niñas.
A ella se le encogió el estómago. Odió el hecho de que ese hombre tan orgulloso sintiera que tenía que darle explicaciones y disculparse. Hubo una época en la que lo único que Pedro había tenido había sido su orgullo… hasta que su padre se lo arrebató.
Le sonrió.
—No me distraigas. Estoy en medio de una investigación muy importante.
—Bueno, yo…
La gabardina se abrió cuando ella se movió, revelando una larga pierna desnuda.
La expresión de Pedro se relajó mientras la ayudaba a bajar del coche y sus ojos se estrecharon al recorrer su piel desnuda.
—Necesito inspeccionar la escena inmediatamente.
—Es un lugar peligroso.
Paula deslizó un dedo sobre la mandíbula de Pedro.
—Cuento con ello.
Él la llevó hasta las escaleras y juntos subieron al apartamento. No tenía muchos muebles; había un sillón reclinable, una televisión sobre una caja de leche y una mesa de cocina de cromo con dos sillas desparejadas. Estaba claro que no llevaba a sus hijas allí. Había mencionado que nunca llevaba a nadie.
El aire contenía una pizca de limpiador de pino, de la colonia cítrica de Pedro y de su olor. Respiró hondo y observó el lugar; le resultaba imposible no fijarse en todos los detalles.
La única cosa que le daba algo de personalidad al lugar era la pared llena de fotografías, que mostraban a dos niñas pequeñas de varias edades, pasando de bebés a niñas que iban al colegio. Las fotos le recordaron a Paula que Pedro tenía una vida completamente diferente de la que ella conocía.
Y así seguiría siendo, aunque para ello tuviera que ignorar la extraña punzada que sintió en el corazón.
A excepción de por el pelo rubio, se parecían a Pedro. Eran unas niñas con suerte, las dos tenían una sonrisa contagiosa. Si Pedro hubiera nacido en otra vida, si hubiera tenido otro padre, ¿habría tenido la misma chispa que esas dos niñas?
Esperaba que sí.
Más fotografías cubrían el pasillo que, supuso, conducía hasta el dormitorio.
—¿Te apetece beber algo?
Ni copas, ni conversación. Se trataba de una aventura sexual y por lo tanto tenía que dejar de especular sobre las fotografías. Sin embargo, sí que podía jugar a desempeñar un papel.
Sacudió la cabeza y fue hacia él.
—No me distraigas mientras trabajo. Algo muy indecoroso está a punto de suceder en este apartamento.
Él enarcó una ceja con gesto de sorpresa fingida.
Paula dio una vuelta a su alrededor mientras se quitaba el cinturón de la gabardina. Cuando volvió a estar frente a él, se puso las manos en las caderas ofreciéndole una visión completa de lo que llevaba debajo. Lo cual no era mucho.
Pedro contuvo el aliento y su mirada salvaje recorrió su cuerpo.
—Lo confieso. Hazme pagar por mi crimen.
Ella se rió y dio un grito ahogado cuando él la alzó y la llevó en brazos por ese misterioso pasillo. La bajó delante de la cama. Esas tácticas de macho eran verdaderamente excitantes. Su piel se encendió. Tal vez más tarde le dejaría que siguiera actuando como todo un superhombre.
—¿Estás intentando hacerte con mi investigación? —le preguntó mientras se deslizaba contra el cuerpo de Pedro.
Los ojos de él se oscurecieron bajo la luz de la lámpara del dormitorio. Ese lugar estaba tan escasamente amueblado como el resto, pero la cama con las sábanas de seda color champán resultaban excitantes.
—Veo que has apartado las sábanas para que sea más fácil meternos en la cama. Me gustan los hombres que piensan en todo. ¿Seda? Resulta bastante ilícito.
Él le quitó el abrigo y le recorrió la piel con los dedos.
—Ilícito es el modo en que vas a sentirlas contra tu piel.
—Así que quieres mostrarme tu lado más inmoral, ¿eh? Vamos a ponerte a prueba, para que veas que esto va a ser un verdadero castigo. A este juego lo llamaremos «A ver cuánto puede aguantar Pedro».
El cuerpo de Pedro ya mostraba signos de estar preparado para el juego. Paula le sacó la camisa de los pantalones, ansiosa por desnudarlo.
—Estoy pensando que primero acariciaré cada centímetro de tu piel —con los dedos, recorrió ligeramente la línea de sus músculos. Comenzó por el pecho y, cuando se inclinó para besarle los pezones, Cole gimió—. He oído que hay hombres que tienen tanta sensibilidad en los pezones como las mujeres. ¿Es verdad?
—Descúbrelo —dijo él con la voz entrecortada.
Ella lo rozó delicadamente con los dientes y él gimió.
A continuación, bajó las manos y las deslizó sobre sus costillas. Le encantaba cuando a Pedro se le erizaba el vello de los brazos. Cuando lo acarició por encima de la cinturilla de los pantalones, se humedeció al sentir sus músculos bajos sus manos.
Él intentó colar sus dedos bajo el sujetador.
—Nada de tocar. Esta es mi investigación.
Los dedos de Paula encontraron el botón de los vaqueros de Pedro y lo desabrocharon. El bulto que había bajo la cremallera aumentó de tamaño. Le encantaba ver cómo ese cuerpo respondía ante sus caricias. Podría estar jugando a ese juego todo el día, pero no quería esperar y le bajó la cremallera.
Pedro desobedeció las normas y le acarició la piel.
Ella le rodeó las caderas con los brazos y hundió las manos en la parte trasera de sus pantalones. Le apretó las nalgas y disfrutó con el movimiento de esos músculos. Enganchó los pulgares alrededor de la cintura de los vaqueros y de los calzoncillos y tiró hacia abajo. Al hacerlo, su miembro se erigió hacia delante, esperándola. Él se quitó los zapatos y la ropa de una patada.
—Quiero tocarte por todas partes —Paula se puso de rodillas y le acarició las piernas, las rodillas, los muslos. Cuando llegó a la base de su miembro, se detuvo—. A lo mejor esta parte no debería tocarla —dijo, aunque comenzó a acariciarla haciendo que aumentara en tamaño y dureza.
—Paula. Es genial.
¿Cuándo se había vuelto tan atrevida? Pedro le había dado la libertad para hacerlo.
—¿Te gusta? —le preguntó—. Pues ahora voy a hacer lo mismo, pero con la lengua y la boca.
Un profundo y grave gemido fue la única respuesta de Pedro.
Lentamente, ella se levantó rozando su cuerpo contra el de él. Lo empujó suavemente y él se tendió en la cama llevándola consigo. Paula se tendió sobre él aplastando sus pechos contra su musculoso torso. Encajaban a la perfección. Lamió la sensible piel de su muñeca y fue subiendo por el brazo hasta detenerse al llegar a un punto bajo su oreja.
Con un sorprendente movimiento de cadera, Pedro la tumbó de espaldas. Se echó sobre ella y en sus ojos se reflejó la clara intención de volverla loca. Así que los chicos malos no se convertían en hombres malos al crecer; se convertían en hombres muy malos. Deliciosamente malos.
Agarró los tirantes de su sujetador rojo y se los bajó por los brazos hasta liberar sus pechos. Al hacerlo, las tiras le dificultaron el movimiento a Paula. ¿Lo habría hecho a propósito?
Su boca buscó sus pechos y cubrió sus cúspides con su calidez.
—Eres la mujer más sexy que he conocido —le dijo contra su piel y sus palabras y su cálido aliento le provocaron un cosquilleo por todo el cuerpo—. He estado a punto de echarte al suelo ahí mismo cuando he visto ese tanga rojo.
La boca de Pedro fue descendiendo por su cuerpo; le rodeó el ombligo con la lengua y después trazó la línea del tanga rojo con sus labios, que avivaron más todavía su deseo. No tenía duda de que Paula lo deseaba.
—Quiero que te lo quites.
Ella no podía estar más de acuerdo.
—Sí.
Pedro no desperdició un instante, mordió el elástico de la prenda y la deslizó sobre un muslo.
Cambió al otro lado e hizo lo mismo. Mientras, ella contenía el aliento al sentir sus dientes sobre su piel y alzaba la pelvis para encontrarse con él.
Con un profundo gemido, Pedro puso los dedos sobre el pequeño triángulo que se formaba entre sus piernas y le bajó el tanga.
—Déjate los zapatos puestos.
Los ojos de Paula vieron el deseo que ardía en los de él.
—Te quiero con los zapatos puestos solamente.
Ella tembló y se alzó apoyándose en los codos.
—Espera un minuto. ¿Cómo he acabado tumbada así? Se supone que soy yo la que tiene que investigar. Voy a tener que emplear más medidas de fuerza.
Se apartó rodando y lo empujó sobre la cama.
Después de quitarle el cinturón a la gabardina, le agarró las muñecas. Al hacerlo, sus pechos quedaron exactamente sobre los labios de Pedro y él la besó.
—Prueba todo lo que quieras, no me disuadirás —le dijo ella mientras le ataba la muñeca izquierda con un otro extremo del cinturón—. Pero sigue así.
Él le rodeó el pezón con la lengua y la hizo gemir. Ella le pasó el cinturón por la muñeca derecha.
—Así ya no podrás utilizar las manos.
Entonces se sentó encima de él y cerró los ojos por un momento al sentir el placer de su dureza contra el resbaladizo calor de entre sus piernas.
—Te quiero ahora —dijo él.
—¿Tan pronto? Aún no he explorado tu mejor parte con mi boca.
Pedro movió las caderas acercándose más a la humedad del cuerpo de Paula.
—Estás desesperado, ¿verdad? —le preguntó ella sintiendo también algo de esa desesperación.
Lentamente, sacó el preservativo que había metido en el bolsillo de su gabardina, alargando la espera de Pedro, alargando su tensión. Paula sentía sus pezones duros, su clítoris vibrante de deseo; por dentro estaba preparada para recibirlo.
—Aquí está mi primera pista. ¿Qué debería hacer con ella? —le preguntó mientras se movía sobre él, tan húmeda que Pedro se deslizó fácilmente contra ella.
—Paula —gimió—. Me vengaré.
Una erótica sensación se extendió entre sus piernas. Ese juego era divertido y algo con lo que ella había fantaseado durante esas largas y aburridas operaciones de vigilancia.
Se apartó de él para abrir el paquete del preservativo y después desenroscó el látex a lo largo de su duro miembro. Pedro gimió cuando llegó a la base de su sexo.
—Desátame las manos —le ordenó. Como oficial de policía, ella siempre había seguido órdenes. Como prometida, siempre había accedido a las peticiones de su novio. Como amante… no lo haría.
—Creo que no. Me gustas así. Y me gusta demasiado hacer el papel de chica mala —le dijo al volver a sentarse a horcajadas sobre él.
Los dos gimieron cuando Paula descendió sobre su miembro y él se adentró completamente en ella.
—Muévete con fuerza —le indicó él, con los ojos cerrados y la mandíbula apretada. Su voz y su cuerpo daban muestras de la tensión que sentía.
Paula estaba desesperada por obedecer a lo que le había dicho esa sexy voz. Se alzó para volver a dejarse caer una y otra vez sobre su miembro. Sus movimientos fueron haciéndose cada vez más intensos y frenéticos. Él se hundía en ella y rozaba cada punto que la hacía temblar.
De pronto, los músculos internos de Paula se tensaron y lo rodearon cuando oleadas de placer la invadieron. Pedro sacudió su gran y fuerte cuerpo al moverse contra ella y llegó al éxtasis con un fuerte gemido.
Ella se dejó caer sobre él, se sentía débil. La intensidad de sus respiraciones llenó la habitación.
Pedro la besó en la frente.
—Nunca había sentido nada igual —sonó sobrecogido. Reverente.
Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos.
—A lo mejor deberías perder el control más a menudo —le sugirió ella con una voz juguetona y erótica.
domingo, 16 de septiembre de 2018
AÑOS ROBADOS: CAPITULO 20
Pedro corría con paso pesado sobre la tierra de la granja de su hermana. Debería estar exhausto. Después de que Paula lo despertara, en la cadena de televisión había surgido una cosa tras otra. Un trabajo intenso durante el mes de noviembre significaba que Entre nosotras seguiría atrayendo más números de telespectadores y que el director de la cadena podría subir las tarifas de publicidad, algo que a ese hombre le hacía muy feliz.
Pedro no había tenido tiempo de pensar en Paula. Cuando no estaba dirigiendo la producción del programa, estaba preparando sus respuestas para el cuestionario que Julia les había dado a los ganadores de la lotería. Odiaba rellenar documentación y papeleo. Las preguntas lo hacían ponerse a la defensiva, pero lo peor de todo era que le recordaban todo lo que podía perder si su ex mujer se enteraba de lo del dinero. No tenía duda, si había dinero de por medio, Amalia volvería.
Maldijo para sí y comenzó a avanzar más deprisa. El sol de la mañana se filtraba por los altos pinos de Georgia. Las mañanas ahora eran más frías, pero necesitaba hacer ejercicio.
Necesitaba correr para recargar energía.
Pasaba la mayoría de los fines de semana en la casa de su hermana, en los campos de Georgia, no demasiado lejos de donde habían crecido.
Jorge era su segundo marido, pero Ana siempre se refería a él como un premio por haber soportado a su primer marido. Se había visto recompensada con un hogar, un marido estupendo y una encantadora hija. Yanina sólo era un año mayor que sus hijas y una de las razones por las que había dejado a las niñas con su hermana al empezar el colegio.
Después de que Amalia lo abandonara, lo había intentado todo para que los tres pudieran vivir juntos en la ciudad. Cuando el colegio acabó durante el verano, Ana había invitado a las niñas a la granja para que estuvieran con Yanina y él iba a visitarlas los fines de semana. A las gemelas les sentó de maravilla el aire libre y se acostumbraron a la tranquila y apacible vida en el campo.
Cuando el colegio comenzó en otoño, todos coincidieron en que lo mejor era dejar a Solange y a Sofia con Ana y Jorge. Las chicas habían hecho muchos amigos nuevos.
En Atlanta, él había vendido su piso y se había mudado a un apartamento más pequeño para ahorrar hasta el último centavo y poder comprar una casa lo suficientemente grande para darles un hogar a sus hijas. No era la situación ideal, pero si el dinero de la lotería…
Se obligó a desviar el curso que estaban tomando sus pensamientos y aumentó el ritmo.
El dinero no era suyo y a cada día que pasaba, más iba disminuyendo con los costes legales.
Pero hacerse ilusiones no iba a cambiar nada y ya había tenido bastante con todos los sueños y especulaciones de Amalia. Resultaba irónico que él apenas hubiera jugado a la lotería. Se había hartado de ver a su ex mujer gastarse el dinero del alquiler, el de la compra e incluso el del cumpleaños de las niñas para jugar a cualquier juego de azar con el que hacerse rica al instante.
En la universidad, solo y alejado de todo lo que había conocido, había visto a Amalia colocando libros en la biblioteca. A los dos les habían dado un empleo allí para pagarse los estudios. Ella era preciosa, rubia y con los ojos azules, pero lo más importante era que en esa chica él había reconocido a alguien que estaba tan hundido como lo había estado él. A los diecinueve años, había querido tener a alguien a quien salvar y sin duda eso lo había encontrado en Amalia. En Thrasher nadie lo consideraría nunca un héroe.
Pero resultó que su mujer no quería que nadie la salvara.
Al principio habían sido bastante felices. Por fin se habían alejado de sus infancias turbulentas y se limitaban a vivir el momento. Pero así no se podía vivir para siempre y Amalia nunca quiso renunciar a la diversión y a los juegos ni aceptar una responsabilidad real.
Al final, Pedro había accedido a hacerse cargo de todas las deudas de Amalia para sacarla de sus vidas. La mejor decisión que había tomado en su vida. Y en toda una vida llena de errores, necesitaba saber que había hecho una elección de la que no se arrepentiría.
Paula, por ejemplo, también era una buena elección. La temperatura de su cuerpo subió y aminoró la marcha. Pensar en ella lo excitó. La deseaba. Mucho.
Y ella lo deseaba a él. Recordó esos pequeños gemidos cuando llegó al éxtasis, el movimiento de sus caderas pidiéndole más. Se estremeció.
¡Qué bien se sentía!
Cuando llegó al porche, se quitó los zapatos, como era costumbre antes de entrar en casa de Ana. Al abrir la puerta trasera que conducía a la cocina, el aroma del beicon y de algo dulce lo recibieron.
—Hay algo que huele genial —dijo.
—Ni siquiera te he visto… —Ana, que estaba lavando una manzana en la pila, se giró y su expresión pasó de la preocupación a lo cómico—. Estás sonriendo… Oh, Dios mío, por fin te has acostado con alguien.
¿Cómo iba a saber él que estaba sonriendo?
—Es que yo sonrío —dijo algo a la defensiva y evitando esos ojos avellana que tanto se parecían a los suyos.
Ana sacudió la mano como para protegerse de un ataque.
—Ey, me parece genial que por fin hayas vuelto a estar en el juego.
Un sexo genial. Una mujer genial. Sólo había tardado año y medio en volver al juego y encima le había tocado la lotería.
Ana puso otra silla junto a la mesa de la cocina y se sentó.
—Háblame de ella.
De ningún modo lo haría. Además, Ana conocía a Paula y querría invitarla a su casa.
—No es lo que crees. No es… una relación.
Su hermana dejó de cortar la manzana y lo miró estrechando los ojos.
—Ya. Claro.
—No es más que una aventura.
—¿Sólo un poco de sexo por despecho? Recuerda que yo acabé casándome con el hombre con el que me fui por despecho —dijo con una sonrisa.
Jorge le sacaba doce años y AnA ni siquiera le había hablado a su hermano sobre él al pensar que la relación no iría a ninguna parte, que no era más que una persona que la hacía sentirse bien consigo misma otra vez. Pedro pudo hablar con jorge por teléfono justo antes de que Ana y él fueran a casarse en Las Vegas.
—¿Y qué sientes por ella? —le preguntó Ana.
Si hubiera sabido que habría tenido que acabar hablando sobre sus sentimientos, habría evitado a Paula desde el principio.
No, no lo habría hecho.
El reloj que había sobre la encimera sonó y Ana se levantó.
—Las magdalenas están listas, estás de suerte, Pedro. ¿Puedes decirle a todos que bajen y se laven las manos? Ah, por cierto, tus hijas me han ayudado a hacer la masa, así que tal vez podrías decir algo al respecto.
Él asintió y una vez más se sintió agradecido de que su hermana interfiriera en su vida.
Agradecido en lo que respectaba a las niñas, ya que apenas sabía cómo desenvolverse con los llantos, con las Barbies y con los disfraces de princesa. Sin embargo, eso de que interfiriera en su vida privada era algo nuevo.
Cinco minutos después, todos estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina y riéndose con una de las historias de Sofia. A la más pequeña de las gemelas, por tres minutos, le gustaba tener a la familia entretenida. El corazón se le llenó al mirarlas a las dos. Eran rubias, como su madre, pero tenían sus ojos color avellana. A pesar de ser prácticamente iguales, sus personalidades no podían haber sido más distintas.
Sofia podía inventarse historias sobre cualquier cosa que hubiera en un bosque. Hablaba de hadas que cubrían las hojas de rocío o de lo que había en realidad al final de un arcoíris y le encantaba hacer reír a su padre.
Solange era más tímida. Juntos daban largos paseos por el bosque y ella sentía curiosidad por todo, desde el liquen que crecía en un árbol, hasta cómo se cocinaba sobre una hoguera.
Pedro le dio un mordisco a su desayuno.
—Umm, estas tortitas están deliciosas. ¿Las has hecho tú, Ana?
—No podría haberlas hecho sin la ayuda de Solange y Sofia.
—Están riquísimas, chicas —algo verde que estaba metido en la tortita le llamó la atención. Después vio un poco de azul. Y luego algo de rojo—. ¿Qué son todos estos colores?
—Virutas de caramelo —dijeron las niñas al unísono.
Ana le guiñó un ojo.
—Las virutas de caramelo hacen que todo esté mejor.
Pedro dio otro mordisco. A él le sabían como cualquier otra tortita que hubiera probado. Las chicas eran distintas; geniales, pero distintas. Gran parte del tiempo pensaba que estaba criando a una especie completamente diferente.
Si hubieran sido chicos, habría sabido mejor cómo tratar con ellos. Un hijo no le llevaría una taza en miniatura llena de un té invisible para que fingiera bebérselo.
Sin embargo, él no cambiaría a sus hijas por nada. Ni siquiera cambiaría el daño que Amalia le había causado si con ello hacía que sus hijas nunca hubieran estado en su vida.
Después de recoger el desayuno, las niñas y él pasaron el resto del día juntos, dando paseos y buscando pájaros y otros bichos. Un fin de semana se habían llevado la pequeña barca después de haber tapado unos cuantos agujeros. Quería que las niñas aprendieran a arreglar cosas ellas solas, a valerse por sí mismas para no tener que depender de nadie nunca. Excepto de su padre. A él siempre podrían acudir.
Miró a sus hijas, lo mejor de su vida. Quería que estuvieran preparadas para salir al mundo, ser capaces de enfrentarse a cualquier cosa, pero también las protegería.
No tendrían una infancia como la que había tenido él. Pedro no había podido darles la vida familiar que había deseado, pero las niñas siempre sabrían que las quería.
Esa noche, mientras las niñas se estaban duchando y él estaba sentando en la cocina repasando unos informes, Ana se sentó junto a él.
—Sé que te pensabas que ya se me había olvidado lo de esa nueva mujer, pero no es así.
—No pensaba que se te hubiera olvidado —se echó atrás sobre la silla, preparado para el ataque, pero sin mostrar preocupación alguna.
Su hermana podía ser implacable y dar muestras de debilidad sería su primer error.
Ana le dio una patadita por debajo de la mesa.
—Entonces escupe. Podrías invitarla a venir el fin de semana que viene para que conozca a las niñas.
—No es como crees. Acabamos de conocernos. Además, no voy a permitir que por la vida de mis hijas pase una mujer tras otra. No voy a someter a las niñas a su presencia hasta que no sepa que la relación durará.
Ana emitió un sonido de indignación.
—¿Someter a las niñas a su presencia? Asegúrate de emplear esa frase exacta cuando se lo cuentes a ella. Estoy segura de que le gustará mucho.
—Como te he dicho, esto no es una relación… ni siquiera ha querido que me quedara a pasar la noche —esa mañana había tardado en reaccionar, pero después de darse una ducha y de afeitarse, vio cada vez más claras las intenciones de Paula. Pero él no tenía tan claro lo que opinaba de ellas.
Ana estrechó los ojos.
—¿Así que tienes una mujer que te está usando para tener relacione sexuales? Eso no tiene precio. Es más, tal vez sea lo mejor.
Dicho así, Pedro no tenía motivo para quejarse.
Una mujer sexy y deseable quería tener relaciones con él y no pedía nada a cambio…
Sí, ningún motivo para quejarse.
Su hermana se puso seria.
—Mamá ha vuelto a llamarme.
Pedro suspiró.
—¿Por qué no puede entender que no me interesa?
—Sólo intenta reparar el daño que hizo. Explicarlo.
La única cosa peor que ser el hijo de Manuel Alfonso era estar casada con él.
Pero lo que Pedro no podría entender nunca era que su madre los hubiera abandonado a Ana y a él y los hubiera dejado con ese hombre. Ana se casó con la primera persona que se lo pidió y después se alejó corriendo de Thrasher todo lo que pudo. Pero sabía que su hermana se sentía muy culpable por haber dejado a Pedro solo con su padre, especialmente después de saber lo que ocurrió. Mientras ella vivió con ellos, Manuel sólo había dado gritos y puñetazos a las paredes. Las palizas a Pedro no comenzaron hasta que su padre no perdió el trabajo.
Dos bultos envueltos en toallas entraron correteando en la cocina y salvaron a Pedro del examen de sentimientos al que le habría sometido su hermana.
—Pues dile que no hace falte que me explique nada ni que se disculpe —y era verdad. En ese momento no necesitaba ninguna explicación de esa mujer. Ya sabía suficiente y el resto podía imaginárselo. Sencillamente, no quería tener ninguna relación con ella.
—Papi, es hora de arroparte —no podía recordar cómo habían dado comienzo a ese ritual, pero él las arropaba los viernes por la noche y ellas tomaban el relevo los sábados.
—Estaré listo cuando os cepilléis el pelo y os pongáis el pijama —las niñas salieron corriendo de la cocina.
Ana se levantó y le dio un beso en la mejilla.
—Me gusta volver a ver que estás vivo. Sé que lo sabes, pero no todas las mujeres son como Amalia y ahí afuera está la mujer perfecta para ti. Puede que no sea ésta, pero aun así disfruta del momento.
Pedro vio a su hermana alejarse. Ella era la prueba de que las grandes chicas no salían de los cuentos de hadas. Imaginaba que Solange sería así.
Pero sabía la verdad… y la verdad era que a él no estaba esperándolo la mujer perfecta.
Fue hacia el dormitorio que Ana le había preparado para los fines de semana.
Los sábados por la noche eran tranquilos, los tres se acurrucaban en el sillón azul de la esquina y las niñas se situaban cada una a su lado y se turnaban para leerle un libro.
Las gemelas entraron en el dormitorio y saltaron al sillón.
—Ey, esperad un minuto. Estáis aplastándome la chaqueta.
Las niñas se reían mientras él ponía la chaqueta sobre la cama. Después, los tres se sentaron en el sillón; Sofia se acurrucó a su derecha y Solange lo hizo a su izquierda.
—¿Qué es ese olor? —preguntó él.
—Arándano —respondió Solange.
Sofia, que no quería quedar relegada, dijo:
—Fresa. La tía Ana nos ha llevado a una perfumería y nos ha dejado elegir una crema con purpurina —alargó un diminuto brazo que, por supuesto, brillaba—. La tía Ana dice que es importante oler como una chica. Yanina la eligió de pera.
Él sonrió mientras inhalaba el aroma. No estaba mal. Esas visitas a la perfumería y la crema de purpurina habían sustituido el olor de la crema de bebés.
—¿Quién empezó a leer la última vez?
—Solange—Sofia abrió el libro. Había empezado a interesarse por las obras de divulgación y le contó una historia sobre cómo los renacuajos se convierten en ranas.
Solange eligió una historia sobre un oso que, por accidente, se había subido a un vagón de metro.
Estaban creciendo. Ya leían con mucha más seguridad y sólo necesitaban su ayuda en alguna ocasión y con alguna palabra. Sus preciosas sonrisas estaban siendo sustituidas por unas adorables sonrisas sin dientes y recibían muchas visitas del Ratoncito Pérez. Algún día dirían que eran demasiado mayores como para contarle historias a su padre. Algún día dejarían de llamarle «papi» y se estremeció al pensarlo.
Las niñas se quedaron dormidas en su cama.
Durante un rato se quedó mirándolas, asombrado por el hecho de que algo tan extraordinario hubiera sido fruto de un matrimonio tan desastroso con Amalia. Pensó en cuánto echaría de menos que dejaran de ser pequeñas, pero sabía que cada año les daría algo diferente.
De una en una, fue llevando a las niñas a su dormitorio, y con cuidado de no despertarlas, las tendió sobre las literas y las arropó.
Cerró la puerta con una sonrisa.
En lugar de dirigirse a su dormitorio, optó por ir a dar un paseo. Debería haberse marchado directamente a la cama; las noches que se había quedado trabajando hasta tarde en la cadena y estar con Paula había hecho estragos en su rutina diaria. Normalmente le afectaban la falta de sueño o una agenda frenética, pero algo había cambiado y sentía una fuerza renovada recorriéndole el cuerpo.
Durante año y medio no había hecho otra cosa que vivir el día a día, pero eso ya había acabado.
Estaba dispuesto a recuperar el tiempo perdido.
El tiempo que no había pasado con Paula.
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