domingo, 12 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 19



Ya era más de la una de la madrugada cuando se dirigieron a una de las cajas, y cuando estaban poniendo las cosas en la cinta Paula le dijo:
—Yo pagaré mi parte.


—No digas tonterías —replicó Pedro sacando su tarjeta de crédito—. No has comprado tantas cosas; pagaré yo.


Pedro, no es necesario que...


—Lo sé, sé que no lo es y que te las puedes apañar perfectamente sin mi ayuda, pero quiero hacerlo, y no creo que sea una ofensa ni nada parecido.


Paula parpadeó.


—Mm... está bien; gracias.


—No hay de qué —añadió él.


Mientras guardaban las cosas y él pagaba, aunque Paula permaneció callada, no le dijo nada, pero después, cuando salieron a llevar las bolsas al coche y siguió sin abrir la boca, su silencio comenzó a enervarlo.


—¿Se puede saber qué te pasa? —le preguntó cuando estuvieron sentados dentro del vehículo. 


Paula se mordió el labio.


—¿A qué te refieres?


—A que no entiendo por qué has saltado como has saltado cuando lo único que había hecho era hacerte un cumplido sobre lo maternal que eres.


Paula encogió un hombro.


—A mí no me sonó como un cumplido. Puede que esté muy volcada en mi carrera, pero eso no significa que no sea capaz de sentir ternura o tener sentimientos maternales como cualquier otra mujer; no soy una especie de «Barbie trabajadora».


—Yo no he dicho nada de eso.


—Pues será la impresión que me ha dado a mí —farfulló ella irritada, cruzándose de brazos.


Pedro sacudió la cabeza.


—Pau, no sé qué te pasa últimamente. Me dices que deberíamos mantener nuestra relación dentro de los límites de lo estrictamente profesional, pero has admitido que sientes algo por mí; me dices que el matrimonio no es para ti, pero te enfadas cuando te hago un comentario sobre lo maternal que eres. ¿Te importaría explicarme qué te está ocurriendo?


Paula suspiró.


—Perdóname —murmuró—. La verdad es que últimamente no me entiendo ni yo —giró el rostro hacia la ventanilla y alzó la vista al cielo nocturno—. Hay luna llena; quizá sea su influencia lo que ha hecho que saque a la Paula irritable y puntillosa que hay en mí... —añadió con una media sonrisa.


Debía ser cosa de las hormonas, pensó Paula al entrar en su casa con Pedro cargado con las bolsas de juguetes, libros, ropa, y unos rollos de papel de regalo. Tan pronto quería estrangular a Pedro por ese comentario que le había hecho sobre sus cualidades maternales, como le entraban ganas de abrazarlo al recordarlo sosteniendo aquellos patucos.


—Bueno, gracias por ayudarme a meterlo todo —le dijo ansiosa por deshacerse de él—. Ya me encargo yo del resto. Separaré los regalos de acuerdo con la lista, los envolveré, y luego ya sólo tendré que llevarlos al ayuntamiento mañana por la mañana.


Pedro frunció el entrecejo.


—No voy a dejar que lleves todo esto tú sola —replicó—. Podemos separarlos ahora y llevarlos dentro de un par de días cuando haya ido a recoger las bicicletas —dijo sentándose en el sofá para desesperación de Paula, y acercándose una de las bolsas—. Bueno, ¿dónde tienes unas tijeras? Nos harán falta para recortar el papel de envolver.


Minutos después la mesita y buena parte de la alfombra estaban regadas con montoncitos de regalos envueltos y etiquetados con los nombres de los niños.


—Fíjate —dijo Pedro levantándose con una sonrisa y contemplando su obra—, parece que hubiera pasado Santa Claus por aquí.


Paula fue junto a él.


—Y ha pasado por aquí —respondió con una sonrisa—... sólo que no tenía una enorme panza ni barba blanca.


Incapaz de resistir el impulso, se puso de puntillas y apretó sus labios contra los de él. Sin embargo, lo que había pretendido en un principio ser sólo un breve beso acabó prolongándose y volviéndose más intenso y travieso.


—Vaya, ¿a qué se debe esto? —inquirió Pedro sorprendido cuando Paula despegó finalmente sus labios de los de él.


—No sé, debe haber sido por las compras —contestó ella besándolo de nuevo y uniendo su lengua con la de él.


—A ver si lo entiendo —murmuró Pedro contra sus labios—. ¿Me estás diciendo que te has excitado por ir de compras a medianoche a un Wal-Mart?


Paula deslizó las manos por debajo del suéter de cachemir de Pedro.


—Lo sé, sé que estoy loca —respondió con voz mimosa—. Quizá deberías huir de aquí ahora que aún estás a tiempo.


—Ni hablar —replicó él rodeándole la cintura con los brazos y atrayéndola hacia sí—. Aunque desde luego me cuesta entenderlo. No sé, si hubiéramos estado en una joyería Tiffany's lo comprendería, pero... ¿en un Wal-Mart?


Paula hundió el rostro en su cuello y se rió.


—No tiene nada que ver con el sitio —contestó echando la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos—; es por lo generoso que has sido, y por lo gracioso que te has puesto hablando del color de la ropa de los bebés, y el verte con esos patucos en las manos...


Pedro tomó sus labios de nuevo en un beso largo y apasionado que la dejó mareada.


—Por favor, dime que no estás demasiado cansada —murmuró.


—No lo estoy —contestó Paula—. Esta tarde me he echado una siesta de tres horas.


Estaba dejándose llevar una vez más y sabía que no debía, pero, Dios, no recordaba haberse sentido nunca tan excitada. Además, ya no corría riesgo de quedarse embarazada porque ya lo estaba. Durante los últimos días no había hecho más que negar por activa y por pasiva lo que sentía por Pedro, pero la posibilidad de hacer el amor con él sin tener que usar ningún método anticonceptivo resultaba demasiado tentadora como para rechazarla.


Bajó las manos a su cinturón y lo desabrochó, para luego hacer lo mismo con los botones del pantalón, e introdujo las manos dentro de sus calzoncillos para tomarlo entre ellas. Su miembro había aumentado de tamaño y se había endurecido, y cuando lo acarició Pedro emitió un intenso gemido.


—Vas demasiado rápido, cariño —le dijo—. Si sigues tocándome así estaré dentro de ti en un par de minutos.


—¿Lo prometes? —dijo Paula, observando cómo sus ojos se encendían de deseo.


Pedro comenzó a besarla de nuevo mientras la conducía al sofá sorteando los montoncitos de regalos apilados en la alfombra. La tendió en él y se colocó a horcajadas sobre ella. Le sacó el suéter por la cabeza, ella hizo lo mismo con él suyo, y Pedro le quitó el sujetador para a continuación desabrocharle los vaqueros.


Luego inclinó la cabeza sobre uno de sus senos y lamió el pezón mientras le bajaba la cremallera del pantalón e introducía los dedos dentro de sus braguitas para tocar esa parte de su cuerpo que ya estaba hinchada por la excitación.


Con el corazón martilleándole, y la sensación de que su cuerpo estaba ardiendo, Paula se revolvió debajo de él para quitarse los vaqueros. 


Pedro la ayudó, y cuando se hubieron deshecho de ellos y de las braguitas, comenzó a tocarla de nuevo hasta que Paula creyó que no podría aguantar más. Tiró de sus pantalones hacia abajo, y apretó con las palmas de las manos sus firmes nalgas.


—Te quiero dentro de mí. Pedro... dentro...


—Espera, cariño, deja que me ponga el preservativo.


—No hace falta —replicó ella impaciente y casi sin aliento. Pedro la miró con el entrecejo fruncido.


—¿Estás tomando la píldora?


Paula sintió una punzada de culpabilidad, pero tragó saliva y asintió con la cabeza. Segundos después Pedro se introducía en ella y los dos exhalaban un suspiro de placer.


—Es tan agradable... —murmuró Paula moviéndose sensualmente debajo de él—. Pero quiero más...


Pedro jadeó y empezó a mover sus caderas contra las de ella mientras Paula lo imitaba, tratando de seguir su ritmo. Le encantaba esa sensación de tenerlo dentro de ella, el modo en que su miembro la llenaba una y otra vez...; le encantaba la sensación de su cuerpo desnudo frotándose con el suyo. Aquel hombre con el que estaba haciendo el amor era el padre de la criatura que llevaba en su vientre, pensó, y el hombre más sexy del mundo, y en ese momento era suyo, sólo suyo...



LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 18




—He comprado un par de entradas para El cascanueces; ¿te gustaría venir conmigo? —le preguntó Pedro a Paula el día siguiente por la tarde.


Paula levantó la vista de la lista de actividades que estaba repasando con él en su despacho.


—Bueno; no soy muy aficionada al ballet, pero ése siempre he tenido curiosidad por verlo —respondió ella—. Además así me pondré un poco a tono con el espíritu navideño.


—A propósito de eso... ¿vendrás a cenar el día de Navidad a Crofthaven con nosotros, verdad? Todos esperamos que lo hagas.


—Yo... no sé, la verdad es que estaba pensando pasar unas navidades tranquilas este año, sin compromisos ni...


—¿Puedo unirme a ti? —inquirió en un tono conspirativo.


Paula se rió.


—No lo dirás en serio...


—Sí, claro que sí —replicó Pedro—. ¿No te importaría esconderme en tu casa? Piensa en ello como una buena obra. Necesito que alguien me rescate de todos los eventos navideños a los que se supone que tengo que asistir.


Paula volvió a reírse.


—Estás loco. Y me cuesta creer que haga falta que te rescaten de nada.


Pedro se acercó a su silla y se acuclilló frente a ella.


—Bueno, está lo de cierta mujer que me vuelve loco... No puedo quitármelo de la cabeza, y estoy empezando a pensar que es grave. Creo que voy a necesitar ayuda para poder superarlo.


Paula se mordió el labio y sus ojos se oscurecieron.


—¿Qué quieres de esa mujer?


—No demasiado —respondió él deslizando la mano sobre su rodilla—: sólo cada minuto de su tiempo, toda su atención, su cuerpo, su alma, y su corazón.


Paula lo miró con los ojos muy abiertos.


—No, ya veo que no pides demasiado —dijo con sorna—. ¿Y qué estás dispuesto a ofrecerle a cambio? ¿Te ves capaz de darle cada minuto de tu tiempo, toda tu atención, tu cuerpo, tu alma, y tu corazón?


Pedro se quedó callado. En eso tenía razón. 


Estaba pidiendo muchas cosas, pero... ¿qué estaba dispuesto a dar a cambio?


—Buena pregunta.


Paula tenía esa cualidad; siempre lo hacía pensar. Sin embargo, no quería hablar de él, y le interesaba más que fuera ella quien respondiera a unas cuantas preguntas que tenía.


—¿Qué te pareció el detalle de las decoración con rosas rojas y blancas en la boda de Adrian y Selene? —inquirió.


Paula pareció algo aturdida por el brusco cambio de tema, pero no dijo nada al respecto.


—Bueno, hacían muy bonito, y daban un toque navideño —contestó.


—¿Cuáles son tus flores preferidas?


—¿Mis flores preferidas? —repitió ella. Se encogió de hombros—. Pues... me encantan los ramos variados con rosas de colores inusuales y flores de otros tipos. No soy de esas mujeres a las que sólo les gustan las rosas rojas.


—¿Y qué te pareció la tarta?


—Oh, increíble, maravillosa —respondió ella al momento—. Chocolate blanco, chocolate negro, y vainilla... es una forma de dar gusto a todo el mundo; una elección muy inteligente.


—A mí me gustó —dijo él—, pero donde se ponga un pastel de crema...


—Creía que tu postre favorito era la tarta de manzana. La has pedido tan a menudo cada vez que hemos comido o cenado durante la campaña...


—Es mi favorito, pero después del pastel de crema.


—Pues el mío es el pastel de cerezas. La verdad es que me pierden los dulces y las golosinas; y cuando estoy estresada soy capaz de tomarme una bolsa entera de...


—...de M&Ms —terminó él su frase, sonriendo divertido al ver la expresión de sorpresa en un rostro.


—Eres muy observador —dijo Paula, esbozando una media sonrisa—, pero nos estamos desviando de lo que estábamos haciendo. Veamos; ¿por dónde íbamos? —murmuró bajando la vista a la lista que tenía en sus manos—. Ah, sí: los regalos para los niños del orfanato de la ciudad.


Se trataba de una campaña fomentada por el ayuntamiento que se llevaba a cabo todos los años por esas fechas.


—De eso puede encargarse mi secretaria.


—No, no, ni hablar; lo haré yo —replicó Paula—. Me encanta comprar regalos. De hecho, yo voy a comprar regalos para dos niños este año. ¿A cuántos vas a regalarles tú?


—A diez —contestó Pedro. Los ojos de Paula se abrieron como platos.


—¿A diez? —repitió anonadada.


—Como te he dicho puedo encargárselo a mi secretaria.


Paula sacudió la cabeza incrédula.


—¿Es así como lo haces cada año? —le espetó—. ¿«Apúnteme esos diez niños que ya le diré a mi secretaria que vaya a comprarles los regalos»?


Pedro se encogió de hombros.


—Bueno, diez me pareció lo justo, acorde con las donaciones que hago en otras fechas.


—No me refiero al número —replicó ella—; ¿alguna vez has pensado en comprar los regalos tú mismo?


«¿Comprarlos yo? Ni hablar», respondió Pedro para sus adentros, pero se contuvo a tiempo antes de que las palabras cruzaran sus labios.


—Mm... hasta ahora no. ¿Me ayudarías?


Paula no parecía haber esperado que estuviese dispuesto a hacerlo.


—¿Estás seguro?, ¿te ves yendo a unos grandes almacenes como un ciudadano más para comprar esos regalos?


—Si tú puedes hacerlo, yo también —respondió él.


Por sugerencia de Paula fueron a los almacenes Wal-Mart a medianoche.


—No sabía que el Wal-Mart seguía abierto a estas horas —comentó Pedro mirando en derredor sorprendido de que hubiese gente comprando.


—En estas fechas abren toda la noche hasta que pasa el día de Navidad —contestó ella con una sonrisa—. Puedes comprar aquí las veinticuatro horas.


Pedro se estremeció.


—¿Pasarse aquí veinticuatro horas? Eso sería una pesadilla.


Paula se rió.


—El motivo por el que te he propuesto que viniéramos a esta hora es que así no tendremos que hacer colas para pagar. Además, después de los baños de masas que te has tenido que dar durante la campaña me pareció que no querrías encontrarte con todo el barullo que hay durante el día.


—Bien pensado —le dijo Pedro—. Bueno, ¿dónde están esas listas de regalos?


—Aquí las tengo —respondió Paula sacando dos folios doblados del bolso—. Ten, tú ve a por los juguetes para los niños, y yo iré a por la ropa y los juguetes de las niñas.


Se separaron, y Pedro terminó pronto, así que se fue a buscar a Paula por si podía ayudarla. 


La encontró en la sección de ropa para bebés.


—Mira, ¿no es adorable? —le dijo Paula enseñándole un conjunto de camisa y pantaloncito de terciopelo rojo.


—¿Eso es para un niño? —inquirió él haciendo una mueca.


—Sí, ¿por qué?


—Porque es cursi... y afeminado. Rojo y de terciopelo... si al menos fuera azul, o verde...


Paula se echó a reír.


Pedro, es para un bebé. Y además es navideño.


—Di lo que quieras, pero puedes crearle al niño un complejo —comentó Pedro tomando en sus manos unos patucos azules de lana que Paula había echado también en su carro—. ¿Ves?, esto no está mal. No da pie a error. Los bebés son todos iguales, y la gente puede confundirse y tomar a un niño por una niña.


Paula, que estaba mirando enternecida el contraste entre sus grandes manos y los pequeños patucos no pudo evitar echarse a reír otra vez.


—Oh, Pedro, eres imposible...


—Lo sé —sonrió él—. Bueno, yo ya tengo todo lo de mi lista, y el dependiente me ha apartado las bicicletas y las ha guardado en el almacén para que vaya a recogerlas dentro de dos días. ¿Vamos a pagar?


—Aún no —replicó Paula empujando su carro hacia otro pasillo—, nos faltan los libros.


—¿Eh? ¿Qué libros? En mi lista no pone nada de libros —dijo él siguiéndola con su carro.


—Lo sé, pero quiero asegurarme de que cada uno de los niños reciba un libro—le dijo ella deteniéndose ante una estantería llena de coloridos libros para niños—. Tal vez los juguetes les hagan más ilusión, pero la lectura es muy importante.


Pedro, que se había detenido junto a ella, la miró conmovido y le acarició la nuca con la mano.


—Nunca hubiera imaginado que pudieras ser tan maternal —murmuró—. Y eso que ni conoces a esos niños...


Apenas había pronunciado esas palabras cuando la notó tensarse.


—Las personas a veces son más de lo que aparentan —le espetó ofendida, dando un paso atrás—. Por eso es injusto ponerle etiquetas a la gente.


Sin decir nada más le dio la espalda y se puso a seleccionar los libros que iba a llevarse, y Pedro, que se había quedado de piedra, la observó preocupado. Últimamente estaba comportándose de un modo muy extraño.




sábado, 11 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 17




Unos días después se celebró la boda de Adrian y Selene. Pedro se sintió feliz por su hijo cuando el sacerdote los declaró marido y mujer, y en el convite que tuvo lugar después en un lujoso hotel de Savannah, brindó por la pareja y los observó sonriente cuando abrieron el baile con el vals nupcial, pero una extraña emoción lo embargó en medio de la música y el bullicio de la gente.


Estaba recordando el día que Adrian había nacido. Había estado fuera del país cuando su esposa se puso de parto, pero dio un vuelo en cuanto su hermano lo llamó para decírselo. Al tomar al pequeño en sus brazos se había sentido dichoso, igual que con sus dos primeros hijos, pero, también igual que le había sucedido con ellos, había sentido además el peso de la responsabilidad, y se había jurado una vez más que les daría todo lo que estuviese en su mano, y que haría que se sintiesen orgullosos de tenerlo como padre.


Sintió una punzada de remordimiento en el estómago al pensar en cómo le había fallado a sus hermanos y a él, y en medio de su lamento le llegó el aroma de un perfume que le resultaba familiar. Paula. Se volvió y la encontró a su lado, sonriéndole, y su malestar se aligeró.


—¿Cómo está el padre del novio? —le preguntó.


—Bueno, esto es un poco más duro de lo que imaginaba —farfulló él tirándose un poco de la corbata.


—¿Abrumado por la emoción? —inquirió ella con una mirada amable.


—Sí, un poco —asintió él. La fragancia de las montañas de rosas rojas y blancas que adornaban el salón estaba empezando a marearlo—. Necesito un poco de aire fresco; ¿vienes fuera conmigo?


Paula vaciló un instante, pero finalmente asintió.


—Claro.


Salieron a una de las terrazas del salón, y Pedro agradeció de inmediato el aire fresco de diciembre, pero al ver a Paula encogerse de frío se quitó la chaqueta.


—Ten, póntela.


Paula protestó diciéndole que estaba bien, que no hacía falta, pero Pedro no le hizo caso y se la echó sobre los hombros.


—Gracias —murmuró ella—. ¿Te encuentras bien?


Pedro se metió las manos en los bolsillos del pantalón y asintió.


—Es sólo que cuando estaba ahí dentro me he puesto a pensar en todos los años que no he estado al lado de mis hijos.


Paula se quedó callada un momento, y dentro se oyeron los acordes de una melodía romántica que había empezado a tocar la orquesta.


—Sé que debe resultarte doloroso —le dijo—, pero puedes lamentarte por lo que te has perdido, o tratar de disfrutar el presente y en el futuro y tratar de enmendarte.


—Para ser tan joven eres una mujer muy sabia —murmuró Pedro mirándose en sus ojos. Paula puso los ojos en blanco.


—No soy tan joven.



Pedro la agarró por la cintura y la atrajo hacia sí.


—Tonterías —replicó él, balanceándose al ritmo de la música.


—¿Qué haces? —inquirió ella riéndose.


—Bailar contigo —respondió él—. Estoy siguiendo tu consejo y disfrutando el presente. Al fin y al cabo no tiene uno entre sus brazos todos los días a una mujer tan hermosa que sólo con mirarla lo deje sin aliento.


Paula cerró los ojos y apoyó la frente en su barbilla.


—No deberías decir esas cosas.


—¿Por qué no? Es la verdad. Soy el «honesto Pedro», el único político de América que no miente —bromeó haciendo alusión al eslogan que habían utilizado durante la campaña.


—Sí, pero no puedo creerme que sea verdad eso de que te dejo sin aliento.


—Eso es porque eres muy modesta —murmuró Pedro besándola en el pelo y preguntándose qué podría hacer para convencerla de que fuese a Washington con él.


La velada fue pasando, y cuando llegó el momento del lanzamiento del ramo Pedro observó cómo las solteras se apelotonaban detrás de la novia para ponerse en posición. Jasmine, la esposa de Ramiro, que era casi hijo adoptivo de su hermano Hernan, estaba intentando convencer a Paula para que se uniera a ellas, pero ella se negaba una y otra vez sacudiendo la cabeza. Incapaz de contener la curiosidad, se acercó a ellas para oír qué estaban diciendo.


—Vamos, Paula, sé buena... ¿por qué no quieres ponerte con las demás?


—Porque tengo intención de permanecer soltera.


—Pero, ¿por qué? —exclamó Jasmine.


—Porque los hombres no dan más que problemas —contestó Paula.


—No digas eso; lo que pasa es que todavía no has encontrado al hombre adecuado.


—Te equivocas; he conocido a un montón de hombres adecuados, pero ninguno era adecuado para mí.


—Pero...


La novia acababa de lanzar el ramo, y fue a caer en ese momento a los pies de Paula, que lo miró exasperada, y como si fuera un balón de rugby le dio un ligero puntapié gritando:
—¡Atención, chicas, el ramo ha caído fuera del campo!, ¡atrapadlo antes de que el arbitro declare nula la jugada!


El grupo de solteras se abalanzó sobre el ramo mientras Paula se apartaba. Hernan, el hermano de Pedro, apareció al lado de éste y se rió al ver la escena.


—Siempre me había parecido que había algo en esto del lanzamiento del ramo que me recordaba a la Prehistoria, y ahora me doy cuenta de que no es el lanzamiento en sí, sino la parte en la que intentan atraparlo porque parece...


—...una manada de elefantes en estampida —completó Pedro.


Probablemente aquel frenesí por hacerse con el codiciado ramo habría hecho que a más de una se le hiciera una carrera en las media o se le rompiera una uña. A los pocos segundos de entre la marabunta de solteras salió dando brincos una con el cabello revuelto pero también una sonrisa triunfal en los labios, agitando el ramo como si fuera un trofeo.


—¿Se creerán de verdad que la que lo atrapa será la siguiente en casarse? —le preguntó Pedro a su hermano.


—Bueno, supongo que lo ven más bien como un empujoncito que el destino les da hacia el altar —contestó Hernan—. Paula en cambio parece opinar que es una tontería; mírala, ahí apartada como dando a entender que no quiere tener nada que ver ni con el ramo ni con lo de casarse —comentó riéndose entre dientes,


—Sí, la verdad es que ésa es la impresión que da—murmuró Pedro.


Por alguna razón aquello lo entristeció un poco. 


Era una pena que estuviese cerrada a la idea del matrimonio.


—¿Sabes?, esto me recuerda a lo que te costó conquistar a Chloe —comentó Hernan—. Era la chica con la que todos querían salir, pero finalmente fuiste tú quien te la llevaste.


Pedro asintió con la cabeza.


—Es la única mujer a la que le he hecho la corte.


—No es que haya sido la única; es que nunca más te ha hecho falta —replicó Hernan divertido—. Acuden a ti como moscas a la miel.


Pero no la que él quería, pensó Pedro. Observó a Paula charlando con su sobrina Imogene, sonriendo y sacudiendo la cabeza, y de pronto cayó en la cuenta: tendría que cortejarla, como había hecho con su esposa. Claro que para eso primero tendría que enterarse por ejemplo de qué cosas le gustaban. Chloe prácticamente había anunciado a los cuatro vientos que le encantaban las rosas rojas y los bombones, así que sus pretendientes, él entre ellos, habían sabido perfectamente con qué agasajarla para ganársela.


De Paula, en cambio, él sólo sabía que le gustaba el vino blanco, aunque últimamente no la había visto tomarlo, los filetes no muy hechos, las infusiones, las galletas saladas, y los M&Ms, que tomaba siempre que estaba nerviosa.


Si tuviera más información podría intentar un acercamiento bien planeado, pero tal y como estaban las cosas tendrían que recurrir al «método prueba—error».