sábado, 11 de agosto de 2018
LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 13
Vestida con un traje de noche verde de satén y con el pelirrojo cabello cayéndole sobre los blancos hombros, Paula parecía una combinación de las joyas más hermosas: esmeralda, por su vestido y sus ojos, rubí, por sus labios, y perlas por el color nacarado de su piel.
Cuando entró con ella en la mansión del gobernador, Pedro tuvo una sensación curiosa.
Paula había asistido a muchos eventos con él, pero aquella noche era diferente. Tal vez ella lo viera sólo como trabajo, y eso era lo que él mismo le había dicho para convencerla de que fuera con él, pero en realidad si se lo había pedido había sido porque quería su compañía.
Durante una hora entera estuvo saludando Pedro a diversos invitados importantes bajo la constante supervisión de Paula, que se aseguró de que no se olvidara de nadie. Tenía la sensación de estar otra vez en campaña, sólo que en vez de decir «espero que vote por mí» la frase había cambiado a «gracias por haberme apoyado».
Únicamente cuando se anunció la cena pudo tomarse un respiro.
—Gracias a Dios —murmuró Paula, tan aliviada como él. Pedro le ofreció su brazo.
—Espero que te hayan sentado a mi lado —dijo. Paula alzó el rostro para mirarlo.
—Sabes que eso no va a ocurrir; tú estarás en una mesa y yo en otra. Recuerda que tú eres un hombre influyente y fascinante, un senador, y yo soy alguien sin importancia, alguien que trabaja para ti, una aburrida relaciones públicas.
Pedro frunció el entrecejo irritado.
—Bobadas. Tú no eres aburrida —se detuvo y la miró a los ojos para que le quedara bien claro lo que iba a decirle—: Y para mí eres mucho más que una empleada.
Paula lo miró con los ojos muy abiertos y sus mejillas se tiñeron de rubor.
—Deberíamos movernos. La gente está empezando a mirarnos.
Aunque sabía que desde ese momento en adelante habría de vigilar sus acciones por el cargo público que iba a ocupar, Pedro estaba empezando a hartarse de tener que preocuparse por lo que otros pudiesen pensar de su relación con Paula.
—Pau, tenemos que hablar de esto —comenzó a decirle.
Habría jurado que vio cruzar por su rostro una expresión de pánico, pero antes de que pudiera cerciorarse Paula volvió el rostro hacia otro lado.
—Oh, mira, allí está el gobernador, y viene derecho hacia aquí.
Una media hora después Pedro miró en dirección a Paula por enésima vez, lleno de frustración. No se había equivocado; los habían sentado en mesas distintas, una a varios metros de la otra, y encima la mujer que tenía a su lado se las había ingeniado para dejar caer no menos de cinco veces en lo que iba de conversación que era viuda. Paula, por su parte, estaba flanqueada por dos hombres jóvenes que mientras charlaban con ella la miraban como si fuese un filete de lomo de ternera y no hubiesen probado bocado en un mes. La orquesta empezó a tocar, y vio a Paula reírse y sacudir la cabeza cuando uno de los hombres señaló la pista de baile. El tipo insistió, pero Paula volvió a negar con la cabeza, y Pedro sintió que lo inundaba una ola de alivio.
—Seguro que es usted un excelente bailarín —le dijo Vivíana, la mujer sentada junto a él, irrumpiendo en sus pensamientos—. ¿Le gustaría que bailásemos?
«La verdad es que no», respondió Pedro para sus adentros, pero hizo de tripas corazón y se tragó la negativa. Aquella mujer había apoyado generosa y activamente su candidatura.
—Será un placer —contestó poniéndose de pie y tendiéndole la mano.
La condujo a la pista, y mientras comenzaban a bailar estuvo asintiendo durante un buen rato como un autómata a la perorata de la mujer sobre el club de jardinería al que pertenecía.
—Nos encantaría visitar Crofthaven en primavera; ¿sería posible? —le preguntó.
—Bueno, esa clase de decisiones dependen de nuestra ama de llaves y de mi secretaria —respondió él—. La mansión, como sabe, tiene unos cuantos años, y constantemente estamos haciendo obras de restauración en alguna de las alas. Ya la avisaré.
La pieza que estaba interpretando la orquesta terminó en ese momento, y empezaron a tocar una más rápida. La mujer sonrió y sacudió la cabeza.
—Hablando de tener unos cuantos años, esta canción es demasiado joven para mí. ¿Lo es para usted también?
Pedro asintió con la cabeza. Le ofreció su brazo para regresar de nuevo a la mesa, y cuando se volvieron vio a Paula bailando con uno de los dos hombres que había visto sentados a su lado. Pedro parpadeó. ¡Y además estaba riéndose mientras bailaba!
—Sí, lo mejor es dejar estas canciones movidas para la gente joven —dijo Vivian retomando su asiento—. ¿Un poco más de vino?
«No», respondió Pedro para sus adentros, «preferiría un whisky, y doble».
—No, gracias.
—He leído en algún periódico que uno de sus hijos, Adrian creo, va a casarse próximamente con Selene van Gelder —dijo la mujer—. ¿Es cierto?
—Sí, así es —contestó él.
La «canción movida» terminó y comenzó una melodía lenta. El tipo con el que estaba bailando Paula le puso las manos en la cintura y la atrajo hacia sí. A Pedro le hirvió la sangre al verlo, y sintiendo que de repente la pajarita estaba ahogándolo tiró de ella para aflojarla un poco.
—Debió ser una situación incómoda para usted —continuó la mujer—... el que su hijo fuera a enamorarse precisamente de la hija de su rival en la candidatura al Senado, quiero decir.
Pedro no pudo contener por más tiempo su irritación.
—No, en absoluto. Selene es una chica encantadora y Adrian y ella son muy felices juntos. Eso es lo que realmente importa, ¿no cree? —le espetó, poniéndose luego de pie—. Discúlpeme.
No sabía si estaba más irritado por las referencias de aquella mujer a su edad, o por el hecho de que Paula estuviese bailando pegada a aquel petimetre. No podía hacer nada para cambiar la edad que tenía, pero sí podía hacer algo respecto a Paula. Se acercó a ella y a su pareja de baile, y le dio un par de toques en el hombro al tipo.
—¿Puedo?
Paula lo miró sorprendida, y el joven pareció confundido.
—¿Que si puede qué?
—Robarle a su pareja unos minutos —dijo Pedro con brusquedad.
—Oh, sí, claro, claro —contestó el joven sonriendo—. Adelante. Luego nos vemos, Paula.
Pedro contuvo un gruñido y atrajo a Paula hacia sí.
—Ese galán de tres al cuarto ha sido rápido —farfulló, suspirando de placer al sentir su cuerpo apretado contra el suyo mientras empezaban a bailar. Hacía días que se moría por hacer aquello.
—¿Cómo? —inquirió ella sin comprender.
—Ese compañero tuyo de mesa —dijo él sin poder evitar un matiz de irritación en su voz.
—Sólo estaba flirteando. Supongo que he tenido suerte de que no me haya tocado al lado alguien aburrido.
—Como me ha pasado a mí —comentó Pedro.
Paula alzó la vista para mirarlo.
—¿Por eso nos has interrumpido?, ¿para librarte del aburrimiento?
—Puedes pensar lo que quieras —contestó él acariciándole con el pulgar la cara interna de la muñeca.
Paula se mordió el labio.
—Muy hábil, senador; una respuesta evasiva que no lo compromete ni en un sentido ni en otro.
—¿Quieres que te diga la verdad? —le espetó él, guiándola sin dejar de bailar hacia una zona menos concurrida—, porque si es lo que quieres puedo hacerlo. Estoy cansado de fingir que no hay nada entre nosotros, del juego que nos traemos con los medios y el público. Estoy cansado de que juegues conmigo.
Paula lo miró boquiabierta.
—¿Qué quieres decir con eso? Yo no estoy jugando contigo.
—Ya lo creo que sí. Por cada paso que doy hacia ti tú retrocedes uno. ¿Qué pasa, Pau?, ¿me consideras demasiado mayor para ti?
Paula no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.
—Yo jamás he dicho eso. Siempre has sido tú el que lo has recalcado en cada ocasión.
—Entonces no tienes ningún problema con mi edad —dijo él en un tono áspero.
—No, por supuesto que no —le aseguró ella. Miró a un lado y a otro, y luego volvió a fijar la vista en él—. Tu madurez y tu experiencia me excitan, y otra de las cosas que siempre me ha atraído de ti es lo decidido que eres —añadió a regañadientes.
La tensión que se había ido acumulando en el interior de Pedro se disipó un poco.
—Pues, si es así, todo esto se reduce a una sola cosa: lo que tú y yo queremos. Me gustas muchísimo, Pau, me gustas tanto que no me importa quién se entere. La pregunta es si yo te gusto a ti o no.
Paula cerró los ojos.
—Pedro, yo sólo quiero hacer lo correcto, pero tú me lo estás poniendo muy difícil.
—¿Y qué es lo correcto?, ¿dejar pasar la oportunidad de estar juntos sólo porque he sido elegido senador? —le espetó él.
Paula inspiró temblorosa y abrió los ojos.
—¿Por qué, Pedro?, ¿por qué me lo pones tan difícil? —le repitió.
Pedro vio el deseo escrito en sus ojos, pero quería que lo admitiese. Quería oírlo; necesitaba oírlo.
—No te lo estoy poniendo difícil, sino todo lo contrario —replicó—. De hecho, voy a ponértelo aún mas fácil —murmuró, inclinando la cabeza.
—¿No irás a besarme delante de toda esta gente? —siseó Paula, mirándolo espantada.
—¿Que no?, mírame.
Desesperada, Paula giró la cabeza y los labios de Pedro aterrizaron sobre su mejilla.
—Gallina, gallina... —la picó él apretándole la cintura y riéndose en su oído—. No sabía que fueras tan cobardica...
Paula alzó la barbilla ofendida.
—No lo soy.
—Entonces, ¿por qué seguir ocultando lo que hay entre nosotros? —le preguntó con voz sensual y aterciopelada—. ¿Quieres que sigamos fingiendo que no nos sentimos atraídos el uno por el otro?
—Ya te he dicho que no se trata de lo que yo quiera, Pedro.
—Pues yo creo que sí, porque no sé si tú lo tienes claro o no, pero yo sé que no quiero que las cosas cambien entre nosotros sólo porque he sido elegido senador, Pau.
Paula tragó saliva al ver el fuego en sus ojos y escuchar el matiz de firme decisión en su voz.
No era la primera vez que lo oía emplear ese tono, pero nunca lo había usado con ella.
—Piensa qué es lo que quieres, Pau —le dijo acariciándole el brazo desnudo de un modo tan sensual que hizo que su respiración se volviera entrecortada—. Esta fiesta se acabará pronto.
Paula habría querido darle una respuesta mordaz, pero se lo impidió el nudo que se le había formado en la garganta. Pedro la acompañó de regreso a su mesa y, tras saludar con un asentimiento de cabeza a las personas allí sentadas, se despidió de ella diciendo:
—Luego.
A Paula le dio un vuelco el corazón. «Luego» podía significar tantas cosas. Nunca antes lo había visto tan serio. ¿Sería posible que sus sentimientos hacia ella fuesen más profundos de lo que había pensado? ¿Y si quisiera algo más que el romance secreto que habían mantenido durante todos esos meses? ¿Y si... y si la amara?
Ante aquel pensamiento, el corazón le palpitó con fuerza y entre sus dudas surgió una débil llama de esperanza. Si Pedro verdaderamente hubiera cambiado de opinión y quería que hicieran pública su relación, tal vez sería posible que cambiase de opinión respecto a otras cosas, como volver a ser padre.
viernes, 10 de agosto de 2018
LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 12
Paula se sentía como si la hubiese arrollado un camión. «Y ese camión tiene un nombre: Pedro Alfonso», farfulló para sus adentros mientras salía tambaleándose del cuarto de baño en dirección al sofá por tercera vez en una hora.
Gracias a Dios que le había pedido el día libre a Pedro. Se tumbó y cerró los ojos intentando sobreponerse a las molestias que tenía en el estómago. «Se pasará, se pasará...», se repitió una y otra vez, deslizando una mano sobre su vientre A pesar de las náuseas y demás incomodidades del embarazo sentía un tierno impulso de proteger al pequeño ser que estaba creciendo en su interior. ¡Deseaba tanto poder ser una buena madre para él!
Leería libros, iría a clases... haría todo lo posible por hacer las cosas bien. De hecho, cuando no estaba hecha un manojo de nervios por la ansiedad que la invadía a cada momento, o intentando reprimir lo que sentía por Pedro incluso se sentía ilusionada ante la idea de ser madre.
Después de echarse una siesta se tomó un caldo de pollo con fideos chinos y unas galletas saladas, y luego se puso a separar la ropa que tenía en el cesto para poner una lavadora, y estaba ya seleccionando el programa cuando sonó el timbre de la puerta.
«¿Quién puede ser?», se preguntó mientras se dirigía al vestíbulo, «nadie sabe todavía que me he venido a vivir aquí». Echó un vistazo por la mirilla, y el estómago le dio un vuelco.
¡Pedro! Bajó la vista al chándal que llevaba puesto y maldijo en voz baja. El timbre volvió a sonar, y abrió la puerta de mala gana. Pedro estaba allí de pie, sosteniendo un árbol de Navidad en una mano, y dos grandes bolsas en la otra.
—Feliz Navidad, Paula —la saludó—. Pensé que con la mudanza no tendrías tiempo de comprar un abeto, así que...
Paula sintió una punzada en el pecho. En su infancia no había tenido muchas navidades felices, y con el tiempo había aprendido a no esperar demasiado de ellas. De hecho, incluso habiendo dejado atrás aquellos años apenas hacía nada especial para celebrar esas fiestas.
El abeto que le había llevado Pedro no sólo la sorprendió, sino que también le hizo pensar en las navidades del año siguiente, que celebraría con su bebé.
—Gracias —le dijo sin poder reprimir una sonrisa—. Ha sido una sorpresa maravillosa, y tienes razón, probablemente no se me habría ocurrido ir a comprar uno hasta que ya no quedasen.
—También te he comprado algunos adornos y luces.
—Has pensado en todo —respondió ella tomando las bolsas y echando un vistazo a sus contenidos.
—Y no sólo eso; además te ayudaré a ponerlo y a decorarlo —le dijo Pedro llevando el árbol dentro.
Paula abrió la boca para rehusar su ofrecimiento, pero se dio cuenta de que quedaría como una desagradable si le dijese: «Bueno, gracias por el abeto; ya te puedes ir».
—Um... no es necesario, Pedro. Debes tener un montón de cosas que hacer.
—No tantas —replicó él—. ¿Y tú? ¿Tienes planes para esta tarde?
Por un momento Paula consideró la posibilidad de mentir y decirle que sí, pero no tenía sentido porque el chándal la delataría.
—No, la verdad es que no; los únicos planes que tenía eran relajarme un poco. De hecho llevo la mayor parte del día tirada en el sofá.
Pedro escrutó su rostro en silencio durante largo rato, y alzó una mano para tocarle la mejilla.
—¿Sigues sin encontrarte bien? Te veo un poco pálida.
«Oh, no, por favor, no entres en ese tema», rogó Paula para sus adentros.
—Es que como no tenía que ir a ningún sitio no me he puesto colorete —contestó—. No es muy galante hacer notar la falta de maquillaje en una dama —lo reprendió, intentando que le quitase importancia al asunto.
—Bueno, en ese caso te compensaré pidiendo comida china para que podamos cenar mientras ponemos el árbol.
A Paula le entró un ataque de pánico. ¿Cenar? Pensaba que sólo iba a quedarse un rato... ¿Y comida china? Su estómago se revolvió únicamente de pensarlo.
—No te molestes, Pedro, yo me he tomado un poco de sopa hace un rato. Si tienes hambre ve a la nevera y come lo que quieras.
—Bueno, quizá luego, ahora no tengo apetito —contestó él—. Bien, pongámonos manos a la obra con el árbol entonces.
En un periquete el abeto estaba colocado en la base, y el olor a pino puso a Paula de un humor más festivo. Le sirvió a Pedro un vaso de sidra, e incluso encontró una emisora en la que estaban poniendo música navideña.
Ayudó a Pedro con las luces, y luego él fue a por las bolsas.
—No te imaginas la cantidad de adornos distintos que venden —le dijo tendiéndole una—, es como para volverse loco.
Paula abrió la bolsa y empezó a sacar adornos.
Había campanitas doradas, bolas de cristal pintadas, ángeles, figuritas de niños vestidos con ropa de invierno y bastoncillos de caramelo en las manos...
—Pedro, son preciosos... —murmuró alzando la vista hacia él—. Debió llevarte mucho tiempo escogerlos.
Pedro se encogió de hombros.
—Pensé que lo mejor sería comprarlos variados, y ni criterio fue llevarme los que me parecían bonitos, y los que tenía la corazonada de que te gustarían a ti —le explicó él.
Paula sintió que el corazón se le encogía de la emoción, y cómo, sin poder remediarlo, ardientes lágrimas acudieron de pronto a sus ojos. «Oh, no, no puedo llorar...», se dijo parpadeando en un intento desesperado por contenerse.
—Pau... ¿qué te ocurre?
—N…nada. Es que ha sido un detalle tan bonito por tu parte... No sé qué decir. Nadie me había comprado jamás un árbol de Navidad con todos sus adornos —le dijo tragando saliva con fuerza para tratar de deshacer el nudo de emoción que se le había formado en la garganta.
—Estás llorando... —murmuró Pedro sin poder creerlo—. Nunca te había visto llorar. Vamos, ven aquí —dijo en un tono quedo abriéndole los brazos.
—No, no, Pedro... estoy bien... —balbució ella.
Pero Pedro, ignorando sus protestas, tomó asiento en una silla, la sentó en sus rodillas, e hizo que se recostara contra su pecho, como si fuera una niña. Paula cerró los ojos, y por su mejilla rodó una lágrima.
—¿Qué te ha hecho acabar llorando, Pau? —le preguntó suavemente.
Paula sollozó.
—Es que eres tan bueno conmigo... no estoy acostumbrada a eso.
—¿No estás acostumbrada a que la gente sea buena contigo? —repitió él, entre confundido y exasperado—. Debe ser que hasta ahora te has rodeado de las personas equivocadas; no se me ocurre cómo podría nadie no querer portarse bien contigo.
Paula suspiró y esbozó una sonrisa.
—Bueno, gracias por el árbol y todo lo demás, y perdóname por este momento lloroso.
Pedro la tomó de la barbilla y le alzó el rostro para que lo mirara a los ojos.
—Me alegra que te haya gustado la sorpresa; y no hay nada que perdonar.
Si seguía mostrándose tan encantador acabaría tirándose de los pelos, se dijo Paula sintiendo que la emoción hacía que el corazón se le encogiese. Intentó levantarse, pero él se lo impidió.
—No tan rápido —le dijo.
—Todavía tenemos que decorar el árbol —replicó Paula. No era buena idea permanecer sentada en sus rodillas durante más de tres segundos; no cuando la química entre ellos no había disminuido ni un ápice.
—Eso puede esperar. Quiero que hagas algo por mí. Cierra los ojos... no voy a quitarte la sudadera ni nada de eso —le aseguró al verla reticente—. Me gustaría hacerlo, pero me contendré. Anda, cierra los ojos.
Con el corazón desbocado, Paula hizo lo que le decía.
—Y ahora imagínate que tienes diez años. ¿Qué le pediste a Santa Claus esas navidades?
Paula se vio a sí misma con diez años, triste pero a la vez esperanzada.
—Le pedí que hiciese que mi madre se pusiese bien.
—Oh, cariño... —dijo Pedro acariciándole el cabello.
—Mi madre solía hacer eso —murmuró Paula—. Le encantaba jugar con mi pelo. Era lo más reconfortante del mundo —se quedó callada y se rió suavemente para luego abrir los ojos—. Tiene gracia; no había recordado eso en todo este tiempo.
Pedro le tapó los ojos con la mano.
—Todavía no hemos acabado.
Paula dejó escapar un gruñido de impaciencia.
—De acuerdo, pero si yo lo hago, luego tú tendrás que hacerlo también.
Pedro se quedó callado, como considerándolo.
—Está bien —farfulló a regañadientes—. Pero ahora sigamos contigo: tienes quince años; ¿qué quieres por Navidad?
—Vivir en la misma casa durante el resto de mi vida —contestó ella sin pensarlo—, un disco de Jon Bon Jovi, y unos vaqueros que no sean usados... ah, y también todos los libros que escribió Louisa May Alcott y un hermano o una hermana.
No estaba segura de que le gustase aquel juego; recordar su niñez y su adolescencia la hacía sentirse muy vulnerable.
—Tu turno —le dijo a Pedro—. Cierra los ojos.
—Pero si hace una eternidad que no pienso en esa época... —protestó él.
—Mala suerte. Tampoco yo. Vamos, cierra lo ojos —le dijo Paula tapándoselos al ver que no obedecía—. Está bien; tienes ocho años. ¿Qué quieres para Navidad?
—Poder leer un libro de cien páginas, sacar buenas notas para que mi padre se sienta orgulloso de mí, un muñeco G. I. Joe, y un tanque de juguete.
Paula sonrió al escuchar aquella agridulce combinación de deseos.
—Seguro que en el vientre de tu madre ya tenías vocación militar.
Pedro se rió entre dientes.
—Dudo que el instructor que tuve en mi época de cadete estuviera de acuerdo contigo en eso.
—Bueno, ahora tienes dieciséis años —dijo ella volviendo al juego—; ¿qué quieres por Navidad?
—Eso es fácil: un coche para poder llevar a mi novia de paseo, y poder besarme con ella en el asiento de atrás, y si tengo suerte quizá también...
—¿Lo hiciste? —inquirió Paula curiosa.
—No ese año —contestó él con una sonrisa traviesa.
—Pues probablemente fue lo mejor, «señor Semental» —farfulló ella burlona, intentando levantarse de nuevo.
Pedro la retuvo, pero se echó hacia atrás para mirarla.
—¡Eh!, ¿a qué ha venido eso?
—A nada —replicó ella. —Es sólo que estaba pensando que, a la vista de que tienes cinco hijos, o más bien seis, contando con Andrea, parece que no te cuesta mucho concebir, así que si hubieras empezado tan joven ahora tendrías todavía más hijos.
Pedro se encogió de hombros.
—Puede ser. En fin, por suerte no creo que ocurra más. Una de las ventajas de hacerse mayor es que según parece los espermatozoides se vuelven vagos.
«Yo no contaría con eso», pensó Paula mordiéndose la lengua.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)