viernes, 10 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 12




Paula se sentía como si la hubiese arrollado un camión. «Y ese camión tiene un nombre: Pedro Alfonso», farfulló para sus adentros mientras salía tambaleándose del cuarto de baño en dirección al sofá por tercera vez en una hora. 


Gracias a Dios que le había pedido el día libre a Pedro. Se tumbó y cerró los ojos intentando sobreponerse a las molestias que tenía en el estómago. «Se pasará, se pasará...», se repitió una y otra vez, deslizando una mano sobre su vientre A pesar de las náuseas y demás incomodidades del embarazo sentía un tierno impulso de proteger al pequeño ser que estaba creciendo en su interior. ¡Deseaba tanto poder ser una buena madre para él!


Leería libros, iría a clases... haría todo lo posible por hacer las cosas bien. De hecho, cuando no estaba hecha un manojo de nervios por la ansiedad que la invadía a cada momento, o intentando reprimir lo que sentía por Pedro incluso se sentía ilusionada ante la idea de ser madre.


Después de echarse una siesta se tomó un caldo de pollo con fideos chinos y unas galletas saladas, y luego se puso a separar la ropa que tenía en el cesto para poner una lavadora, y estaba ya seleccionando el programa cuando sonó el timbre de la puerta.


«¿Quién puede ser?», se preguntó mientras se dirigía al vestíbulo, «nadie sabe todavía que me he venido a vivir aquí». Echó un vistazo por la mirilla, y el estómago le dio un vuelco. 


¡Pedro! Bajó la vista al chándal que llevaba puesto y maldijo en voz baja. El timbre volvió a sonar, y abrió la puerta de mala gana. Pedro estaba allí de pie, sosteniendo un árbol de Navidad en una mano, y dos grandes bolsas en la otra.


—Feliz Navidad, Paula —la saludó—. Pensé que con la mudanza no tendrías tiempo de comprar un abeto, así que...


Paula sintió una punzada en el pecho. En su infancia no había tenido muchas navidades felices, y con el tiempo había aprendido a no esperar demasiado de ellas. De hecho, incluso habiendo dejado atrás aquellos años apenas hacía nada especial para celebrar esas fiestas.


El abeto que le había llevado Pedro no sólo la sorprendió, sino que también le hizo pensar en las navidades del año siguiente, que celebraría con su bebé.


—Gracias —le dijo sin poder reprimir una sonrisa—. Ha sido una sorpresa maravillosa, y tienes razón, probablemente no se me habría ocurrido ir a comprar uno hasta que ya no quedasen.


—También te he comprado algunos adornos y luces.


—Has pensado en todo —respondió ella tomando las bolsas y echando un vistazo a sus contenidos.


—Y no sólo eso; además te ayudaré a ponerlo y a decorarlo —le dijo Pedro llevando el árbol dentro.


Paula abrió la boca para rehusar su ofrecimiento, pero se dio cuenta de que quedaría como una desagradable si le dijese: «Bueno, gracias por el abeto; ya te puedes ir».


—Um... no es necesario, Pedro. Debes tener un montón de cosas que hacer.


—No tantas —replicó él—. ¿Y tú? ¿Tienes planes para esta tarde?


Por un momento Paula consideró la posibilidad de mentir y decirle que sí, pero no tenía sentido porque el chándal la delataría.


—No, la verdad es que no; los únicos planes que tenía eran relajarme un poco. De hecho llevo la mayor parte del día tirada en el sofá.


Pedro escrutó su rostro en silencio durante largo rato, y alzó una mano para tocarle la mejilla.


—¿Sigues sin encontrarte bien? Te veo un poco pálida.


«Oh, no, por favor, no entres en ese tema», rogó Paula para sus adentros.


—Es que como no tenía que ir a ningún sitio no me he puesto colorete —contestó—. No es muy galante hacer notar la falta de maquillaje en una dama —lo reprendió, intentando que le quitase importancia al asunto.


—Bueno, en ese caso te compensaré pidiendo comida china para que podamos cenar mientras ponemos el árbol.


A Paula le entró un ataque de pánico. ¿Cenar? Pensaba que sólo iba a quedarse un rato... ¿Y comida china? Su estómago se revolvió únicamente de pensarlo.


—No te molestes, Pedro, yo me he tomado un poco de sopa hace un rato. Si tienes hambre ve a la nevera y come lo que quieras.


—Bueno, quizá luego, ahora no tengo apetito —contestó él—. Bien, pongámonos manos a la obra con el árbol entonces.


En un periquete el abeto estaba colocado en la base, y el olor a pino puso a Paula de un humor más festivo. Le sirvió a Pedro un vaso de sidra, e incluso encontró una emisora en la que estaban poniendo música navideña.


Ayudó a Pedro con las luces, y luego él fue a por las bolsas.


—No te imaginas la cantidad de adornos distintos que venden —le dijo tendiéndole una—, es como para volverse loco.


Paula abrió la bolsa y empezó a sacar adornos. 


Había campanitas doradas, bolas de cristal pintadas, ángeles, figuritas de niños vestidos con ropa de invierno y bastoncillos de caramelo en las manos...


Pedro, son preciosos... —murmuró alzando la vista hacia él—. Debió llevarte mucho tiempo escogerlos.


Pedro se encogió de hombros.


—Pensé que lo mejor sería comprarlos variados, y ni criterio fue llevarme los que me parecían bonitos, y los que tenía la corazonada de que te gustarían a ti —le explicó él.


Paula sintió que el corazón se le encogía de la emoción, y cómo, sin poder remediarlo, ardientes lágrimas acudieron de pronto a sus ojos. «Oh, no, no puedo llorar...», se dijo parpadeando en un intento desesperado por contenerse.


—Pau... ¿qué te ocurre?


—N…nada. Es que ha sido un detalle tan bonito por tu parte... No sé qué decir. Nadie me había comprado jamás un árbol de Navidad con todos sus adornos —le dijo tragando saliva con fuerza para tratar de deshacer el nudo de emoción que se le había formado en la garganta.


—Estás llorando... —murmuró Pedro sin poder creerlo—. Nunca te había visto llorar. Vamos, ven aquí —dijo en un tono quedo abriéndole los brazos.


—No, no, Pedro... estoy bien... —balbució ella. 


Pero Pedro, ignorando sus protestas, tomó asiento en una silla, la sentó en sus rodillas, e hizo que se recostara contra su pecho, como si fuera una niña. Paula cerró los ojos, y por su mejilla rodó una lágrima.


—¿Qué te ha hecho acabar llorando, Pau? —le preguntó suavemente. 


Paula sollozó.


—Es que eres tan bueno conmigo... no estoy acostumbrada a eso.


—¿No estás acostumbrada a que la gente sea buena contigo? —repitió él, entre confundido y exasperado—. Debe ser que hasta ahora te has rodeado de las personas equivocadas; no se me ocurre cómo podría nadie no querer portarse bien contigo.


Paula suspiró y esbozó una sonrisa.


—Bueno, gracias por el árbol y todo lo demás, y perdóname por este momento lloroso.


Pedro la tomó de la barbilla y le alzó el rostro para que lo mirara a los ojos.


—Me alegra que te haya gustado la sorpresa; y no hay nada que perdonar.


Si seguía mostrándose tan encantador acabaría tirándose de los pelos, se dijo Paula sintiendo que la emoción hacía que el corazón se le encogiese. Intentó levantarse, pero él se lo impidió.


—No tan rápido —le dijo.


—Todavía tenemos que decorar el árbol —replicó Paula. No era buena idea permanecer sentada en sus rodillas durante más de tres segundos; no cuando la química entre ellos no había disminuido ni un ápice.


—Eso puede esperar. Quiero que hagas algo por mí. Cierra los ojos... no voy a quitarte la sudadera ni nada de eso —le aseguró al verla reticente—. Me gustaría hacerlo, pero me contendré. Anda, cierra los ojos.


Con el corazón desbocado, Paula hizo lo que le decía.


—Y ahora imagínate que tienes diez años. ¿Qué le pediste a Santa Claus esas navidades?


Paula se vio a sí misma con diez años, triste pero a la vez esperanzada.


—Le pedí que hiciese que mi madre se pusiese bien.


—Oh, cariño... —dijo Pedro acariciándole el cabello.


—Mi madre solía hacer eso —murmuró Paula—. Le encantaba jugar con mi pelo. Era lo más reconfortante del mundo —se quedó callada y se rió suavemente para luego abrir los ojos—. Tiene gracia; no había recordado eso en todo este tiempo. 


Pedro le tapó los ojos con la mano.


—Todavía no hemos acabado.


Paula dejó escapar un gruñido de impaciencia.


—De acuerdo, pero si yo lo hago, luego tú tendrás que hacerlo también.


Pedro se quedó callado, como considerándolo.


—Está bien —farfulló a regañadientes—. Pero ahora sigamos contigo: tienes quince años; ¿qué quieres por Navidad?


—Vivir en la misma casa durante el resto de mi vida —contestó ella sin pensarlo—, un disco de Jon Bon Jovi, y unos vaqueros que no sean usados... ah, y también todos los libros que escribió Louisa May Alcott y un hermano o una hermana.



No estaba segura de que le gustase aquel juego; recordar su niñez y su adolescencia la hacía sentirse muy vulnerable.


—Tu turno —le dijo a Pedro—. Cierra los ojos.


—Pero si hace una eternidad que no pienso en esa época... —protestó él.


—Mala suerte. Tampoco yo. Vamos, cierra lo ojos —le dijo Paula tapándoselos al ver que no obedecía—. Está bien; tienes ocho años. ¿Qué quieres para Navidad?


—Poder leer un libro de cien páginas, sacar buenas notas para que mi padre se sienta orgulloso de mí, un muñeco G. I. Joe, y un tanque de juguete.


Paula sonrió al escuchar aquella agridulce combinación de deseos.


—Seguro que en el vientre de tu madre ya tenías vocación militar.


Pedro se rió entre dientes.


—Dudo que el instructor que tuve en mi época de cadete estuviera de acuerdo contigo en eso.


—Bueno, ahora tienes dieciséis años —dijo ella volviendo al juego—; ¿qué quieres por Navidad?


—Eso es fácil: un coche para poder llevar a mi novia de paseo, y poder besarme con ella en el asiento de atrás, y si tengo suerte quizá también...


—¿Lo hiciste? —inquirió Paula curiosa.


—No ese año —contestó él con una sonrisa traviesa.


—Pues probablemente fue lo mejor, «señor Semental» —farfulló ella burlona, intentando levantarse de nuevo.


Pedro la retuvo, pero se echó hacia atrás para mirarla.


—¡Eh!, ¿a qué ha venido eso?


—A nada —replicó ella. —Es sólo que estaba pensando que, a la vista de que tienes cinco hijos, o más bien seis, contando con Andrea, parece que no te cuesta mucho concebir, así que si hubieras empezado tan joven ahora tendrías todavía más hijos.


Pedro se encogió de hombros.


—Puede ser. En fin, por suerte no creo que ocurra más. Una de las ventajas de hacerse mayor es que según parece los espermatozoides se vuelven vagos.


«Yo no contaría con eso», pensó Paula mordiéndose la lengua.




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