miércoles, 1 de agosto de 2018
¿PRÍNCIPE AZUL? : CAPITULO 16
El sol del ocaso hacía brillar las torretas del restaurante Castillo Camelot. A lo lejos, el lago Travis relucía bajo un cielo azul limpio de nubes.
Pedro y su equipo esperaban en el puente levadizo, de espaldas a toda aquella belleza.
¿Cómo podía alguien permanecer indiferente ante una vista semejante?, se preguntaba Paula. ¿Acaso no había ni una sola pizca de romanticismo en el alma de Pedro? Le había dicho que su padre era músico; por fuerza tenía que haber habido algo de romanticismo en su infancia. Después de su discusión del día anterior, pensaba que había llegado a comprender mejor a Pedro. No estaba de acuerdo con sus ideas acerca de la vida, pero al menos comprendía por qué los dos habían discutido tanto en el pasado.
Paula se sentía intrigada, desconcertada y desafiada: todo a la vez. Pedro necesitaba romanticismo en su vida. Y ella podría hacer algo acerca de ello. Pero primero tenían que rodar las secuencias del Castillo Camelot. A pesar de sus sospechas, Paula tenía que admitir que Whitey había planeado una petición de matrimonio absolutamente épica. Tomó su radiotransmisor y apretó el botón de comunicación.
— ¿Pedro?
—¿Sí?
Desde su puesto dentro de la caravana, ella podía observarlo mientras hablaba.
—Ahora nos vamos a la gasolinera.
—De acuerdo.
Le hizo una seña con la mano. La luz del ocaso bañaba su figura, arrancando reflejos cobrizos a su cabello castaño oscuro. Paula suspiró. A pesar de sus distintos puntos de vista sobre la vida, cada día le resultaba más y más atractivo.
Iba a tener que esforzarse por resistir aquel impulso, dado que los dos nunca iban a formar una pareja... Se estremeció simplemente de pensarlo. ¿Vivir una vida sin romanticismo?
Jamás.
A unos dos kilómetros del restaurante, en la autopista, había una gasolinera donde el coche en el que iría Ambar, conducido por una de sus compañeras, se detendría por algún falso pretexto. Paula no estaba nada contenta con aquel plan, pero ¿cómo se suponía que Whitey iba a presentarse galopando en el colegio mayor, para luego fugarse con Ambar a lomos de un caballo?
Julian aparcó la caravana en la parte trasera de la gasolinera, donde un nervioso Whitey y dos amigos suyos esperaban junto a un remolque de transporte de caballos. Un hombre procedió entonces a sacar del camión un impresionante corcel blanco; era su propietario. Paula se quedó sin aliento.
—Fíjate en las cintas que lleva trenzadas en la crines y en el rabo —le comentó a Julian, admirada.
Julian se limitó a murmurar algo ininteligible, y Paula se preguntó si todos los hombres serían tan poco románticos. ¿Dónde encontraría ella a su alma gemela?
—Vamos a sacar imágenes de esto —se acercó a Whitey, que se estaba esforzando por ponerse el resto de la armadura.
—¡Esto pesa muchísimo!
—Dame tiempo para prepararme y podrás decir esto mismo delante de la cámara. Sujeta bien el yelmo en los brazos.
Paula se dedicó a apartar los cables del suelo mientras esperaba a que Julian preparara la cámara. Sólo estaban los dos, dado que el técnico de sonido se encontraba con Pedro. La petición de matrimonio tendría lugar en el interior del Castillo Camelot. Cuando Julian le hizo una seña, Paula levantó el micro.
—Mientras una desprevenida Ambar... —«eso espero», añadió para sí—... se dirige hacia aquí, Whitey y su caballo blanco se disponen a raptarla para fugarse con ella a Camelot —se volvió hacia Whitey—. Llevas días practicando, ¿no? —pensó que probablemente serían horas, pero ¿a quién le importaba?—. ¿Estás listo?
—Creo que sí.
Paula pensó que aquella respuesta tenía la misma emoción que un pescado seco.
—¿Qué es lo que se siente estando dentro de una armadura así?
—Bueno, es bastante pesada.
—Este caballo, Spun Sugar, ha sido enjaezado a la manera medieval, ¿verdad?
Una vez terminada la entrevista, todo lo que tuvieron que hacer fue esperar.
—Julian, ¿existe alguna manera de que los surtidores de gasolina no salgan en el cuadro? —le preguntó Paula.
—No si no queremos enfocar de frente al sol.
Ambos miraron con los ojos entrecerrados hacia el oeste, donde se estaba poniendo el sol.
—Ojalá Georgina estuviera aquí —murmuró Paula, aunque no sabía la opinión que le merecería a su amiga el trabajo que habían hecho Pedro y ella.
La noche anterior habían revisado concienzudamente todas su opciones. Aunque Paula no había podido encontrar una alternativa para el obligado escenario de la gasolinera, la lluvia de ideas que había hecho con Pedro no había sido tan dificultosa como había esperado.
Y tampoco habían discutido, así que la experiencia había sido satisfactoria.
Ambar estaba tardando demasiado. Spun Sugar relinchaba inquieto, piafando. Paula miró su reloj.
—Whitey, ¿Ambar suele retrasarse tanto?
Whitey, ya vestido de pies a cabeza con la armadura, se había apoyado en el compresor de aire de la gasolinera.
—Sí. Nunca le gusta ser de las primeras en llegar a una fiesta.
Paula no pudo menos que deprimirse. En aquel instante, oyó la llamada del radiotransmisor de la caravana. Entró corriendo y descolgó el auricular.
—¿Paula?
—Sí, Pedro. ¿Qué sucede?
—Ambar acaba de llegar.
—¿Qué? —exclamó aterrada.
—Ha llegado sola, en su coche.
—¿Y nadie nos lo ha dicho? —la mente de Paula empezó a trabajar a toda velocidad. Había previsto que algo terminaría por salir mal. Lo había sentido.
—Dime lo que quieres que haga y lo haré.
La voz de Pedro sonaba tranquila y segura; emanaba confianza. Exactamente todo lo contrario de lo que Paula estaba sintiendo en aquel momento.
—Procura entretenerla hasta que yo llegue —respondió, y a continuación le hizo un gesto a Julio, que se acercó corriendo.
—Cuenta con ello.
Paula se dijo que no debía preocuparse. Pedro tenía mucha experiencia; ya se le ocurriría algo.
—Julian, recógelo todo. Whitey, monta en el caballo y vete al restaurante. Ambar ya está allí.
Musitando palabras muy poco propias de un enamorado, Whitey montó con esfuerzo en el impaciente corcel.
—No te olvides de la lanza —le gritó Paula antes de subir a la caravana.
Después de lo que les pareció una eternidad, Whitey partió al galope. Paula esperaba que pudiera ver algo con aquel yelmo. Al cabo de otra eternidad, Julian arrancó la caravana. Paula se había sentado en el suelo de la parte trasera, sujetando el equipamiento de la cámara y rezando para que no se rompiera nada a la velocidad que iban.
No había manera de que pudieran grabar la llegada de Whitey al restaurante. Todo dependía de Pedro; tendría que instruir convenientemente a su cámara y captar tanto la entrada de Whitey como la reacción de Ambar. Y tendría que alertar a todos los camareros y camareras vestidos a la usanza medieval para que formaran una fila a lo largo del puente levadizo, componiendo la escena deseada.
Paula cerró los ojos. El éxito de todos sus esfuerzos dependía ahora de Pedro.
—Quince segundos —le gritó Julian.
Paula se dispuso a saltar de la caravana. Julian viró bruscamente para entrar en el aparcamiento. Paula abrió la puerta antes de que se detuvieran por completo.
—¡Graba lo que puedas! —le gritó.
Whitey llegaba galopando en aquel momento.
Nada más salir de la caravana, Paula descubrió que, de manera increíble, Pedro se las había arreglado para formar a las damiselas y caballeros en una fila a lo largo del puente levadizo.
—¡Graba eso! —volvió a ordenarle a Julian, que ya se había echado la cámara al hombro.
Desde donde se encontraban, en el aparcamiento del restaurante, el puente levadizo y la grupa del caballo eran todo lo que podían ver. Paula le había pedido a Julian que hiciera alguna toma desde allí, pero no pensaba que fueran a tener mucho éxito; el cámara negó con la cabeza, indicando que poco podía hacer.
Paula empezó a correr. Whitey se inclinó entonces para levantar a Ambar y montarla en su caballo. La joven llevaba un vestido color azul pálido con un borde plateado, que conjuntaba sospechosamente bien con los jaeces de la montura; a pesar de ello, ofrecía una apariencia tan hermosa que Paula no pudo menos que perdonarla. La multitud del puente levadizo prorrumpió en aclamaciones mientras la pareja galopaba hacia el castillo.
—¡Síguelos dentro! —gritó Paula mientras seguía corriendo—. Espero que Whitney recuerde que tiene que esperarnos antes de que la lleve a la sala de banquetes.
Pedro y su cámara ya iban muy por delante de ellos, y Paula no tuvo oportunidad de preguntarle si todo había salido bien.
Jadeando de cansancio, entró en el vestíbulo a tiempo de ver cómo Pedro grababa una fantástica toma de Whitey bajando a Ambar del caballo.
Por señas, le indicó que Julian y ella se dirigirían a la sala de banquetes. Descender a aquella gran sala fue como remontarse a otra época.
Cortinajes en colores plata, azul, y blanco, estandartes y gallardetes decoraban la habitación, caldeada por una enorme chimenea.
Los invitados de honor, los padres de la pareja, ocupaban los altos asientos de la tarima. Paula estaba tan impresionada que casi se olvidó de atender a Julian.
—Voy a intentar captar sus rostros —le dijo Pedro, enfocando a los padres de los novios.
Un murmullo recorrió entonces la habitación; habían sido descubiertos. Paula sonrió, saludó a todo el mundo y se llevó un dedo a los labios, pidiéndoles discreción. Resonaron los clarines, y Whitey, del brazo de Ambar, entró en la sala. La llevó directamente hacia donde se encontraban sus padres.
—Señor, señora... —les hizo sendas reverencias—. Yo, Sir Gabriel Alfred Whitfield II, solicito su permiso para desposar a su hija, la hermosa Lady Ambar.
Ambar sonrió. «Al menos procura fingir sorpresa», gruñía para sí Paula. Por el rabillo del ojo vio a Pedro y a su ayudante preparando la cámara. Tan pronto como Pedro le indicara que estaban grabando, Paula le ordenaría a Julian que ajustara la toma y se concentrara a la pareja. En ese momento, el padre de Ambar declaró:
—Sir Gabriel Alfred Whitfield II, yo le otorgo ese permiso.
Whitey se quitó sus guanteletes, le tomó una mano a Ambar y, en medio de un horrible estrépito de chirridos y ruidos metálicos, clavó una rodilla en tierra.
—Ambar, mi amada dama, ¿quieres ser mi esposa?
El temblor que resultaba perceptible en su voz le dio a Paula alguna esperanza.
—Oh, Whitey, no puedo creer que hayas organizado todo esto... —rió entre dientes Ambar, mirando a su alrededor. A continuación se puso a saludar con la mano a sus compañeras según las iba reconociendo.
«Aquí se impone un corte», pensó Paula.
—¿Ambar? Perdona, pero esta armadura me está destrozando la rodilla —musitó Whitey
—Oh —rió de nuevo—. Claro, Sir Whitey, me casaré contigo.
Todo el mundo estalló en aclamaciones excepto Paula. Whitey se levantó trabajosamente y saludó a la concurrencia. Uno de sus compañeros de la universidad, vestido como un paje de corte, dio un paso hacia adelante sosteniendo un cojín sobre el que reposaba un anillo. Incluso desde donde se encontraba, Paula podía ver que más parecía un pedrusco que una piedra preciosa. Pensó entonces en los pequeños brillantes del modesto anillo de Lily Patterson, y en la expresión de adoración que vio en el rostro de Raúl cuando se lo ofreció. Por contraste, Whitey parecía engreídamente satisfecho.
—¡Oh, Whitey, oh, Whitey! —exclamó Ambar, extendiendo la mano y agitando los dedos.
El anillo estaba sujeto al cojín, con lo que a Whitey le costó bastante trabajo desengancharlo.
—¡Rápido! —lo urgió.
Paula miró a su alrededor y se encontró con la mirada de Pedro, que se inclinó para decirle algo a su cámara antes de reunirse con ella.
—¿Qué te ha parecido eso? —le preguntó él señalándole a Ambar, que no hacía más que contemplar el anillo; en cuestión de segundos, se había visto rodeada por sus curiosas compañeras.
—Sencillamente mezquino —Paula se apoyó contra el muro de piedra—. Ni una sola vez ha mirado a Whitey. No le ha abrazado, no le ha dado un beso, ni nada... Estamos ante una mujer que ya estaba comprometida y a la espera de su anillo...
—No todo el mundo reacciona de la misma forma.
Por toda respuesta, Paula se subió la manga de la chaqueta y le enseñó el antebrazo desnudo.
—¿Ves? No se me ha puesto la carne de gallina. Y tampoco se me han saltado las lágrimas.
—Sí —Pedro aspiró profundamente—. Me temo que todo ha sido un fiasco. Tenías razón.
—No te preocupes. Y gracias de todas maneras. Me sacaste de un buen apuro —le tocó un brazo.
—Sólo estaba haciendo mi trabajo.
Pero no era solamente su trabajo. Pedro había hecho mucho más que eso y Paula no podía menos que reconocérselo.
—Me alegro de haber contado contigo en sustitución de Georgina. Todavía no te he dicho lo mucho que valoro y aprecio tu ayuda.
Pedro la miró fijamente, sonriendo.
—Gracias.
«Este hombre no ha recibido muchos cumplidos en su vida»; Paula no sabía por qué se le había ocurrido aquella idea, pero estaba segura de que era verdad. Pensó en lo convencida que había estado de que Pedro captaría bien la escena. Era un hombre digno de confianza, discreto y muy eficiente en todo lo que hacía.
—Esto... —Pedro señaló la escena que seguía desarrollándose ante ellos—... terminará por salir bien. Y te diré por qué: conseguiremos que se besen y ensamblaremos las imágenes.
—Eso sería como mentir...
—Eso sería hacer mejor televisión.
—¿Te fijaste en la manera en que su vestido conjuntaba con la decoración? —inquirió Paula mientras saludaba con la cabeza a los padres de la pareja.
—Prefiero creer que Ambar se había comprado ya el vestido y que sus amigas eligieron secretamente la decoración más adecuada —repuso .
—Y yo que pensaba que no eras un romántico... —se burló Paula.
—Y yo que pensaba que tú lo eras —contraatacó él.
Los clarines resonaron de nuevo y los camareros y camareras empezaron a servir la comida medieval que tan famoso había hecho al restaurante.
—Vamos —le dijo Pedro—. Vamos fuera, que hay menos ruido.
El sol ya se había ocultado y hacía frío.
—¡Mira la luna! —exclamó Paula; estaba casi llena, y se reflejaba en el lago como en un espejo—. Déjame que le pida a Julian que...
—Espera —Pedro la sujetó de un brazo—. Disfrutemos antes de esta tranquilidad —se volvió para apoyarse en la barandilla del puente levadizo; hasta ellos llegaba el leve rumor de las risas y cantos procedentes de la sala del banquete.
—Buena idea.
La enorme luna parecía haber trazado un sendero de plata en la superficie del lago. Al otro lado, la sombra del castillo se cernía sobre el agua y el cantil.
Paula se estremeció, y sin preguntarle si tenía frío,Pedro simplemente se abrió la cazadora y la atrajo hacia su pecho, envolviéndola en ella. La joven se acurrucó contra él, agradecida.
Aquel gesto de compartir su cazadora con ella parecía tan normal que Paula procuró no interpretarlo de ninguna forma.
Pero, de alguna manera, estar así de cerca, bañados por la luz de la luna, se le antojaba algo especialmente íntimo. Se preguntó si Pedro sentiría lo mismo. Con el rumor de su firme respiración en los oídos, se vio obligada a reconocer que sus sentimientos hacia él habían experimentado un profundo cambio... y que aún seguían cambiando. No estaba muy segura de que eso fuera prudente, ni adecuado. Los dos tenían puntos de vista muy distintos acerca de la vida, diferencias que parecían irreconciliables.
Pero, en aquel preciso momento, Paula estaba disfrutando enormemente.
—Esto sí que es romántico —susurró—. Y no cuesta nada —volvió la cabeza para sonreírle, y se encontró con la mirada de sus ojos oscuros.
La inesperada intensidad de aquella mirada la cautivó de inmediato. Y a la vez empezó a ser consciente de la tensión de sus brazos y de la escasa distancia que separaba sus labios de los suyos. Ninguno de los dos se movió. Paula podía ver cómo sus pensamientos se reflejaban en el rostro de Pedro. Ambos eran conscientes de que su relación cambiaría para siempre si salvaban la distancia que mediaba entre ellos.
Cada uno parecía sopesar las consecuencias mientras intentaba discernir los sentimientos del otro.
—Paula ... —pronunció Pedro en voz baja—... voy a besarte a no ser que tú me detengas ahora.
—Jamás se me ocurriría detenerte —susurró ella. Paula sabía que nunca olvidaría la expresión infinitamente tierna con que la miró Pedro antes de besarla.
En lugar de reclamar apresurado lo que ella le había otorgado con tanta disposición, la hizo volverse entre sus brazos para quedar frente a frente. Deslizó una mano por su nuca, enterrando lentamente los dedos en su melena rubia, explorando su suave textura; mientras tanto, sus ojos recorrieron su rostro como si quisieran memorizar cada uno de sus rasgos.
Paula sintió un cosquilleo de anticipación en los labios. El pulso le latía a toda velocidad. Pedro le estaba hablando con los ojos; unos ojos que, pese a que en un principio le habían parecido inexpresivos, eran un auténtico caleidoscopio de emoción. La curiosidad, la expectación, el placer, la duda y la resolución...Paula percibía todos aquellos sentimientos con tanta claridad como si los hubiera expresado en voz alta.
Sintió entonces la leve presión de sus dedos en la nuca mientras la acercaba cada vez más hacia sí... hasta que sus labios se fundieron.
Anticipar el contacto de su boca era una cosa, pero sentirla era otra muy diferente.
Ante el contacto de sus labios, se quedó sin aliento. No pudo evitarlo. Era como si cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo se hubiera concentrado en su boca. Pedro profundizó el beso. A Paula empezaron a temblarle las rodillas y tuvo que aferrarse a él para no caer.
Cuando al fin Pedro terminó de besarla, le acarició la frente con los labios mientras la estrechaba contra su pecho.
—Nunca volveré a mirar la luna sin acordarme de ti —murmuró, besándola en la sien.
Acurrucada entre sus brazos, Paula sonrió. En realidad, Pedro era tan romántico como ella misma; simplemente no había sido consciente de ello.
¿PRÍNCIPE AZUL? : CAPITULO 15
—Algo va mal —Paula observaba preocupaba la actividad reinante en el colegio mayor de Ambar—. Puedo sentirlo... —se llevó una mano al pecho—... aquí.
—¿Qué te hace pensar eso? —le preguntó Pedro, inquieto. Habían pasado los dos últimos días rodando exteriores en preparación de la secuencia de la petición de matrimonio del día siguiente, y el entusiasmo de Paula había palidecido notablemente.
—Hay demasiado ajetreo —señaló a las jóvenes que tejían las flores de sus bordados.
—¿Y? —Pedro le indicó al cámara que se detuviera—. La madre de Ambar se la ha llevado de compras. Ella no verá nada de esto.
—¿Y si sospecha algo, de todas formas? —tomándolo de un brazo, lo urgió a salir al exterior—. Whitey nos escribió poco después del Día de Acción de Gracias. Medio colegio mayor de Ambar está decorando la sala del banquete. Llevan semanas planeando esto. En cuanto a las demás, están obsesionadas con sus vestidos medievales, como has podido ver. ¿Cómo podría no filtrarse algo?
—Lo que espera ella es una fiesta universitaria —repuso Pedro mientras salían de la sombra del enorme roble, observando la forma en que la luz del sol arrancaba reflejos al cabello de Paula.
Se detuvo para admirar su melena dorada. Se había sorprendido a sí mismo fijándose en el físico de Paula varias veces en los últimos días, y se había distraído de lo que ella le estaba diciendo. Iba a tener que poner freno a todo eso.
Ella se pondría furiosa si le dijera: «lo siento, no te estaba prestando atención porque estaba admirando tus ojos, o tu boca, o la manera que tienes de gesticular con las manos cuando hablas». Pedro no alcanzaba a imaginar cómo había llegado a sentirse tan fascinado con una mujer a la que conocía de varios años... y que hasta ese momento había pensado que le disgustaba.
—¿Pero acaso la propia Ambar no esperaría ayudar en la preparación de esa fiesta como en todas las demás? —inquirió en ese momento Paula, frunciendo el ceño—. En vez de eso, su madre aparece de repente y se la lleva a comprarle un vestido, cuando hacía tiempo que la chica no veía a sus padres.
Preocupado por el tono que estaba adoptando Paula, Pedro le señaló que debían dirigirse a la caravana.
—Su madre probablemente se inventaría una buena excusa para visitarla.
—Ya lo sé —Paula se pasó una mano por el pelo, y ese gesto antes de actuar delante de la cámara no era una buena señal—. Estamos pisando un terreno resbaladizo. Los padres de Ambar tomaron un avión para venir aquí, y los de Whitey también. Y organizan y financian una fiesta para sesenta personas. O bien Whitey está muy seguro de la respuesta de Ambsr... o ya se han comprometido.
—¿Y eso sería tan terrible?
—¡Sí! —lo miró como si acabara de pronunciar una blasfemia.
—¿Acaso todos tus peticionarios no están convencidos de que van a ser aceptados? Sí, ¿no? Entonces no consigo comprenderlo —Pedro respetaba y valoraba la intuición de Paula, pero no podía menos que sospechar de sus constantes especulaciones
—De acuerdo, intentaré explicártelo —ya habían llegado a la caravana, y Paula permaneció pensativa por un momento—. Cuando captamos una petición inesperada, conseguimos emociones frescas, espontáneas, sinceras. La audiencia responde porque ella misma ha experimentado esos mismos sentimientos: los reviven —miró hacia el colegio mayor—. En cambio, aquí todo está demasiado preparado.
—De acuerdo, supongamos que así es. ¿Qué quieres hacer?
—Plantearle el asunto a Whitey.
—¿Por qué? Supuestamente, él es el responsable de que se mantenga el secreto.
—¡Oh, claro! —exclamó, irónica.
Pedro intentó no pensar en todo el dinero que derrocharían en caso de que no llegaran a grabar aquella petición.
—Si le planteas el asunto a Whitney, o te mentirá diciéndote que Ambar no está al tanto, lo cual es teóricamente posible, o te confesará la verdad arriesgándose a humillarse delante de sus padres y amigos cuando tú anules la grabación. ¿Qué crees tú que te dirá?
—No me refería a que él se lo dijera a Ambar. Quizá se lo haya dicho a su madre. Lo que pasa es que tengo un mal presentimiento —lanzó su bloc dentro de la caravana—. Esta petición no va a funcionar.
—Tengo dolor de cabeza —musitó Pedro, apoyándose en la puerta de la caravana.
—¿Quieres una aspirina? —le preguntó ella, buscándola ya en su bolso.
—¡No, no quiero ninguna aspirina! Quiero que grabes esa petición y dejes esas interminables especulaciones acerca de si Ambar se va a sorprender de verdad o no —habría preferido que Paula no discutiera con él sobre ese asunto... pero sabía que lo haría.
—¡Es la sorpresa lo que convierte todo esto en algo romántico! —suspirando, Paula se volvió para llamar la atención del equipo, gritándoles—: ¡Nos vamos dentro de cinco minutos!
Pero los chicos estaban conversando con las jóvenes del colegio mayor. O bien no la oyeron... o bien la ignoraron de manera descarada. Pedro se metió entonces dos dedos en los labios y dio un sonoro silbido; luego les indicó por señas lo mismo que les había gritado Paula.
La puerta trasera de la caravana estaba abierta y Paula se había sentado en el escalón.
—Podría haber salido tan bien... —declaró apenada.
—Todavía seguirá siendo romántico... —Pedro se sentó junto a ella—. Nada ha cambiado. Con los padres, con tantos amigos presentes, habrá mucha emoción sincera, espontánea.
—Será artificioso —repuso ella, sacudiendo la cabeza.
Pedro alzó los ojos al cielo, intentando conservar la paciencia.
—Todas estas peticiones tan elaboradas son artificiosas de por sí. Si dos personas están enamoradas, no necesitan de nada más.
—Pero ese algo más es lo que lo convierte en algo romántico —insistió Paula, cruzándose de brazos.
—Yo pensaba que era el amor lo que lo hacía romántico.
—Bueno, sí —Paula se estremeció visiblemente y, al momento, Pedro se quitó su cazadora de cuero para echársela sobre los hombros—. Oye, podemos compartirla —acercándose a él, extendió la cazadora para arroparlo y, con absoluta naturalidad, se apoyó contra su hombro.
Pedro se tensó involuntariamente ante su contacto y deliberadamente se obligó a relajarse; a Paula le parecía tan natural aquella posición que él se dijo que debería sentir lo mismo. Pero aun así advirtió que su brazo se curvaba casi inconscientemente alrededor de su espalda.
Paula era todavía más pequeña de lo que parecía, y su fragilidad despertaba su instinto protector. Sin analizar lo que estaba haciendo, se movió ligeramente de forma que quedara firmemente apoyada contra él.
—Pero también pienso que los hombres se sirven de ese argumento de «basta simplemente con el amor» para evitar hacer cualquier esfuerzo de ganarse a una mujer —le estaba diciendo ella.
—¿Quién se gana a quién? Yo pensaba que las mujeres modernas pretendían la igualdad de responsabilidades en la pareja.
—¿Acaso es incompatible esa igualdad con el romanticismo? —se apretó aún más contra él.
Pedro se estaba acostumbrando a sentir el cuerpo de Paula acurrucado contra su pecho. Y le estaba gustando.
—¿Es esto lo que el romanticismo significa para ti? ¿Miles de dólares gastados en disfraces y cada uno de tus movimientos registrado por un equipo de televisión? Eso no es amor: es espectáculo.
—El romanticismo no tiene por qué ser ni caro ni elaborado —replicó ella.
—¡Oh, claro! Es por eso por lo que te dedicas a grabar esas sencillas y nada caras pero sinceras peticiones de matrimonio, ¿verdad?
—Esto es diferente. Esto es fantasía.
Levantó la mirada y Pedro se quedó sobrecogido por el límpido azul de sus ojos.
Claro y directo, no nublado por secreto alguno.
Creía en cada una de las palabras que estaba pronunciando.
—Fantasías —repitió él —. ¿Y cómo sería un romanticismo sencillo?
—El romanticismo en sí es el esfuerzo extra que hombres y mujeres tienen que hacer para agradarse mutuamente —declaró Paula—. Para demostrarles que la persona a quien aman es importante para ellos.
—¿Y no piensas que pedir a alguien que se case contigo es ya una indicación de la importancia que se le da a la otra persona?
—De importancia, sí, pero no de sentirse querido y apreciado.
—¿Ahora también quieres sentirte querida y apreciada? —Pedro pensó que Paula y todas las mujeres como ella no tenían remedio; eran casos sin esperanza—. Parece como si pretendieras que cada día fuera San Valentín.
Paula asintió, y con el cabello le hizo cosquillas en la barbilla. Pedro aspiró profundamente su aroma.
—El hombre del que me enamore será del tipo de los que escriben cartas de amor, de los que encargan un perfume que sólo yo llevaré. El tipo de hombre que derrame pétalos de rosa en nuestra cama de matrimonio —suspiró suavemente.
Pedro alzó los ojos al cielo, sabiendo que ella no podía verlo.
—Acabas de poner una cara rara, ¿verdad?
—Sé realista. Un romance con matrimonio es mucho más sencillo que todo eso. El tipo sólo tiene que levantarse una mañana, decidir que tiene que hacerlo ese día, tomar del brazo a su novia y dirigirse con ella al juzgado más próximo. Así, sin más.
—¡Qué horror! —lo miró fijamente—. ¿Ni siquiera querrías que tu familia estuviera presente?
—Las familias lo complican todo —repuso Pedro pensando en la boda de Teresa, en los meses de preparación... y en la factura que tuvieron que pagar. ¿Y para qué? Patricio y ella aún no podían permitirse vivir en una casa solos—. Cuando me dedicaba a grabar bodas, vi parejas absolutamente estresadas. Vi novias histéricas por detalles insignificantes. Y durante todo el tiempo que estuve grabando, jamás encontré a un novio que no sintiera ganas de fugarse por sorpresa con su novia —excepto Patricio, que aprovechó la oportunidad para leer unos versos a la concurrencia durante el intercambio de votos.
—Una fuga puede ser romántica —afirmó Paula, aunque no parecía muy convencida—. Depende de cómo se haga.
—Creo que una boda precipitada en Las Vegas podría serlo —sonrió Pedro, previendo una réplica indignada por su parte.
—Eso es horroroso, pero tengo que confesarte que Georgina y yo hemos pensado seriamente en volar a Las Vegas para hacer un programa completo sobre ese tipo de bodas. ¿Qué te parece?
—Que con eso simplemente pretendéis convencer a las novias de que organicen una ceremonia un poco más elaborada.
—Es a los novios a los que quiero convencer —musitó ella.
Pedro se echó a reír, algo que estaba haciendo cada vez con más frecuencia.
—¿Realmente a ti te gustaría fugarte? —le preguntó Paula—. ¿Es esa la manera en que siempre has soñado con casarte?
—Ah... volvemos al asunto otra vez. Los hombres no suelen fantasear con sus bodas.
—Pues piensa en ello ahora.
Todo lo que Pedro alcanzó a visualizar fue una novia de blanco y una tarta de varios pisos.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Porque eso depende de la mujer con la que me case. Pero —continuó firmemente—, la mujer con la que case sabrá que la amo sin necesidad de perfumes o pétalos de rosa como prueba. Y ya se habrá gastado suficiente dinero en el futuro hogar familiar como para derrocharlo en algún rimbombante espectáculo... en el que ella sea a la vez la productora, la directora y la estrella.
Afortunadamente, el equipo se acercó a ellos antes de que el desacuerdo entre Pedro y Paula fuera aumentando. Ya era hora de grabar imágenes de Whitey vestido de armadura y montado en su corcel.
—Simplemente tú no eres nada romántico, ¿verdad Pedro? —le comentó Paula mientras se apartaba de él—. Toma tu cazadora.
—Lo dices como si fuera un defecto. Preferiría gastarme el dinero en cualquier otra cosa antes que en... — intentó imaginarse algo frívolo y recordó el enorme ramo de rosas que su padre le había regalado a su madre—. Flores —casi escupió la palabra—. Las flores mueren, y luego, ¿qué es lo que tienes?
Paula lo estaba mirando con los ojos muy abiertos, sin sonreír.
—Tienes el recuerdo.
—¿Los recuerdos te alimentan cuando tienes hambre?
—Las almas también sienten hambre —repuso ella con tono suave—. Jamás podría amar a un hombre que no pensara así.
—¿Quieres decir que preferirías a un tipo que se gastara sus últimos ahorros en papel para escribir poemas en vez de en un filete?
— ¡Exactamente!
Pedro pensó que acababa de describir a su cuñado. Movió la cabeza, profundamente decepcionado.
—Enamórate de un tipo así, si eso es lo que quieres. Pero, por tu bien, espero que no llegues a casarte nunca con él.
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