martes, 24 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 31




Paula no pudo dormir. No lo entendía. Había cenado tarde, había dejado que los niños se fueran después a la cama e incluso había visto una película, de la que ni siquiera recordaba el tema. Solo podía pensar en Catalina Lawson. La hija, la hermana… bueno, un familiar del jefe de Pedro. ¡No era de extrañar que se comportara con Catalina como si él le perteneciera! Además, él tampoco se había negado a que ella lo hiciera.


Eran casi las dos de la mañana y todavía no había regresado. Se recriminó por estar pendiente de la hora o por no poder dejar de pensar en la hermosa mujer con la que estaba. 


No era asunto suyo que, a las seis de la mañana del día tuviera que marcharse a Filipinas…


¡Dios santo! Se estaba comportando como lo haría una esposa. Tal vez, en los diez días que él iba a estar fuera, conseguiría recordar que era solo una empleada. Y temporal. Enviaría un currículum a esa empresa de Los Ángeles a primera hora de la mañana. Por eso, se iba a dormir enseguida. Se acomodó en la almohada y lo consiguió. No le oyó cuando regresó ni cuando se fue, a primera hora de la mañana. 


Solo le dejó una nota, dándole su dirección y diciéndole que llamaría.


Delante de los niños, mantuvo una actitud alegre mientras se ocupaba de sus tareas. Acababa de meterlos en la cama para la siesta cuando sonó el timbre.


Era de nuevo Catalina. Paula se quedó petrificada, hasta que aquellos ojos verdes brillaron llenos de ira.


—¿Es que no vas a dejarme pasar?


—¡Oh! Claro. Lo siento. Entre. Pensé que… Pedro, el señor Alfonso no está en casa. Está en…


—Sé dónde está. He venido a verte a ti —replicó Catalina, examinándolo todo. Luego entró rápidamente en el salón—. Veo que lo tienes todo muy ordenado. Eso está bien.


—Gracias —respondió Paula, mientras Catalina desaparecía en dirección a la cocina.


—Sí —dijo Catalina, satisfecha—. ¿No llevas uniforme?


—¿Uniforme?


—Ya veo que no. Esos pantalones cortos darían una impresión de lo más equivocada. Pobre Pedro. Nunca piensa en esos detalles. No importa. Ahora estoy yo aquí. Le prometí que me ocuparía de todo y lo haré. Te compraré algo decente para que te pongas. Descalza y con esos pantalones recortados no podríamos presentarte.


—¿Presentarme?


—Como ama de llaves. Madre mía, ya veo que Pedro no te ha dicho que los futuros padres adoptivos de esos niños van a venir a verlos. Él está deseando ver que están en una familia estable para que él y yo podamos seguir con nuestras vidas.


Paula se quedó perpleja. Se había comportado tan cariñosamente con los niños… ¿Se desharía de ellos tal vez para complacer a la mujer con la que se iba a casar?


—Me habría imaginado que Pedro te lo había explicado, pero el pobre está tan ocupado… Ha dejado el asunto en mis manos. Quiere asegurarse de que los niños están en una buena casa y eso no será fácil, porque no son recién nacidos. Cualquier familia que considere adoptar a un niño más mayor, querrá asegurarse de que ha recibido una buena educación y… ¡Por qué me molesto en darte detalles! Lo importante es que tenemos que ponernos manos a la obra. Te compraré un uniforme y también ropa para los niños. Ayer estaban muy desarrapados.


—¿Mientras estaban nadando? ¿Es que esperaba verlos con ropas almidonadas y zapatos de marca?


—¡Dios mío! Ahora te he molestado y no quería hacerlo. Estoy segura de que te las has arreglado lo mejor que has podido, dadas las circunstancias —dijo Catalina, con una condescendiente sonrisa—. Es que las apariencias pueden dar una impresión equivocada. Tendré que prepararlo todo antes de que la señorita Clayton dé el visto bueno.


—¿La señorita Clayton?


—De la Agencia de Adopción Infantil. Va a traer a algunos posibles padres adoptivos para que vean a los niños.


Al oír aquellas palabras, Paula se quedó sin hablar. Le hubiera gustado increpar a aquella mujer, pero se contuvo. Recordó que solo era una empleada y que Pedro había dejado a aquella mujer a cargo de los niños. Como no podía marcharse y dejar a los niños solos con ella, no podía hacer otra cosa que acatar órdenes. ¡Aquella era la mujer con la que Pedro iba a casarse! Era digna de él, pero los pobres niños… Estaba tan enfadada que casi no podía hablar cuando Pedro llamó. 


Respondió todo con monosílabos. Él se quedó atónito e interpretó aquellas respuestas como si fueran culpa de la conferencia.


—Solo quiero que sepas que puede que esté aquí más de lo que me había imaginado. Apunta mi dirección. Si me necesitas…


Paula ni siquiera mencionó a Catalina. No le daría la satisfacción de saber que su futura esposa se estaba ocupando de todo a la perfección, tal y como él había deseado.


Paula se sentía tan indefensa como los niños ante los preparativos de la señorita Lawson. Y aún se sintió más cuando, en los días sucesivos, la señorita Clayton empezó a traer parejas para inspeccionar a los niños. Ella intentó protegerles, o al menos, prepararlos para las visitas.


—Vamos a tener visitas hoy. Debemos ser muy amables con ellos y estar muy bien vestidos. ¿Os gustaría poneros estos trajes nuevos tan bonitos?


No se le ocurrió vestirles mal y pedirles que hicieran travesuras. A pesar de sus rabietas, no eran niños traviesos, eran unos niños normales.


En realidad, para Paula, eran los niños más encantadores que había conocido. Cuando oyó lo que una mujer le dijo a la señora Clayton, estuvo a punto de ponerse a gritar.


—¡Nos encantaría quedarnos con el niño! La niña es un poco mayor y ya tiene sus propias costumbres, pero creo que queremos al niño. ¿Cómo se llama?


—No habíamos pensando en separarlos —respondió la señorita Clayton—. Tendré que consultarlo con la señorita Lawson.


¡Con la señorita Lawson! Paula, que estaba escuchando cerca de la puerta, hubiera querido espetarle que no eran de ella, sino de Pedro


Quería decirle que él jamás consentiría que se los separara. ¡Nunca!


Al menos, los niños no estaban delante. Paula se los había llevado antes de que empezaran a hablar.


Otras veces, la historia era muy diferente. Una mujer se arrodilló delante de Sol una vez, y tras tomarle de la mano, le había preguntado.


—¿Te gustaría a ti y a tu hermano venir a vivir con nosotros?


—No podemos —había respondido Sol—. Tenemos que quedarnos con Pedro.


—Tal vez, si él supiera que íbamos a cuidaros muy bien, no le importaría —dijo la mujer, prometiéndole una habitación llena de muñecas y un perro para su hermanito.


—No —insistió Sol—. Él nos necesita. Tenemos que cuidarlo. Siempre nos dice que no sabría lo que haría si yo no le encontrara las llaves del coche y le llevara el maletín para que no se le olvide. Y también necesita a Octavio. ¿Verdad que sí, Paula?


—Sí, claro que sí. Y yo os necesito a vosotros —respondió Paula, llevándoselos inmediatamente. 


No podía soportarlo.


Empezó a darse cuenta de que los niños se estaban dando cuenta cuando, un día, Sol le preguntó:
—¿Estamos ya asentados?


—¿Por qué? —quiso saber Paula.


—Porque en el hotel no podíamos tener perro, pero Pedro nos dijo que cuando nos asentáramos, podríamos tener uno. ¿Estamos ya asentados? ¿Puedo preguntárselo?


—Vamos a esperar… A que regrese.


No sabía todo lo que Catalina estaba preparando, pero sabía que ella misma tendría unas cuantas cosas que decirle cuando regresara por lo que les estaba haciendo a sus propios hijos.


El martes, estaban comiendo cuando él aparcó el coche delante de la casa.


—¡Ha llegado Pedro! —exclamó Sol, poniéndose de pie de un salto.


Los dos niños salieron a recibirle y le «ayudaron» con sus cosas. Cuando entró en la casa, Paula sintió que el corazón le daba un vuelco. Estaba tan guapo… Parecía que se había pasado más tiempo en la playa que en los despachos. Estaba más bronceado y el color de pelo era más claro, como si el sol se lo hubiera aclarado. Irradiaba salud y energía. Paula hubiera querido extender la mano para…


¿Cómo podía desear a un hombre que estaba atado a otra mujer, un hombre que ella ni siquiera apreciaba?


—¿Os gustaría ver lo que os he traído? —preguntó Pedro. Sobre el suelo, allí mismo, abrió la maleta y sacó los regalos: un pequeño tren para Octavio y una muñeca para Sol.


Los niños estaban encantados con los juguetes, Pedro jugó pacientemente con ellos, como solía hacer siempre. ¿Cómo era capaz de hacerlo cuando estaba planeando deshacerse de ellos en cuanto pudiera?


—Esto es para ti, Paula —dijo él, dándole un paquete pequeño. Entonces, se dio cuenta de que ella iba vestida de uniforme—. ¡Paula! ¿Por qué llevas puesto ese uniforme?


—Tenemos que estar guapos —respondió Sol—. Hemos estado recibiendo muchas visitas.


—¿Cómo?


—La señorita Clayton conoce a muchas personas —contestó de nuevo la niña—, y nos las trae para que nos vean. ¿Conoces a la señorita Clayton?


—No, creo que no. ¿Quién es?


Aquella vez fue Paula la que habló.


—¿Por qué no acabamos de comer? Después de la siesta podréis contarle todo lo que hemos estado haciendo. ¿Te preparo un bocadillo, Pedro? ¿Café? ¿Té?


Comieron y charlaron de Manila. Luego, subió a los niños al dormitorio y bajó, dispuesta a decirle a Pedro Alfonso lo que pensaba de él. Sin embargo, entonces, dudó. Lo que hiciera con sus hijos era asunto suyo, pero no podía evitar sentirse preocupada.


—¿Quien es esa señorita Clayton? —preguntó Pedro, ahorrándole el mal trago de empezar—. ¿Y toda esa gente? ¿Qué es lo que ha estado pasando aquí?


—Es la señora de la agencia.


—¿Qué agencia?


—La agencia de adopción. La señorita Lawson dijo que tú tenías muchas ganas de colocar a los niños en una buena casa.


—Sí, claro —dijo él, como si estuviera empezando a entender—. Y le pedí a Catalina que se ocupara de ello, pero he venido aquí directamente, sin hablar con ella. ¿Ha inspeccionado a una buena familia?


—Nosotros no hemos inspeccionado nada. Nos han inspeccionado.


—¿Qué es lo que quieres decir?


—Que han venido muchas parejas y no sé si son buenas o malas, pero vinieron a inspeccionar a los niños. Sol y Octavio tuvieron que ponerse ropa muy bonita y mostrar sus mejores modales —explicó ella, sintiendo que se le saltaban las lágrimas—. ¡Cómo has podido! ¿Cómo puedes hacer esto a tus propios hijos?


—¿Mis…? Espera un momento, Paula. Creo que te equivocas.


—Sé que no tengo ningún derecho y que no debería decir nada pero… ¿Cómo puedes soportar que tus hijos se exhiban como un par de cachorros de pedigrí para que la gente los compre?


—Lo siento, Paula. No quería que fuera así. Siéntate y déjame que te explique.


—Yo… pensé que los querías.


—Y los quiero, pero… Paula, escúchame. Sol y Octavio no son hijos míos.


—¿Cómo?


—Debería habértelo dicho, pero, a decir verdad, ni se me ocurrió. Para cuando tú viniste, yo estaba tan liado… Pero eso ya lo sabes. Déjame explicarte cómo los tengo yo —dijo él, contándole toda la historia.


—Pero si casi no los conocías —comentó ella, muy sorprendida.


—Solo los había visto una vez. Y eso fue hace un par de años.


—Pero no lo dudaste. Te los trajiste…


—No podía hacer otra cosa.


—Podrías haberlos dejado en una agencia.


—No, no podía. Déjame mostrarte la carta de Kathy —dijo él. Entonces, subió a buscar el documento.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas al leer la misiva. Parecía que aquella pobre mujer había tenido una premonición. Y sabía que Pedro nunca los hubiera dejado en una agencia.


—No sé por qué me los confió.


—Yo sí —dijo ella, acariciándole la mano—. Porque te quería y confiaba en ti.


—En cualquier caso, ahora ya sabes por qué quiero buscarles la mejor casa. Tal vez Catalina lo haya hecho del modo menos acertado, pero tiene buena intención. Hablaré con ella. Sabe más que yo de este tipo de cosas. Al menos, ella ya ha empezado a buscar. Como ves, yo todavía no he hecho nada.



CONVIVENCIA: CAPITULO 30




—¿Estás en el Sheraton? —preguntó Pedro, cuando salieron a la autopista.


—¡Ya sabes que es ahí donde me alojo siempre!


—De acuerdo.


No le había hecho ninguna gracia tener que vestirse de corbata y traje y salir a padecer el tráfico cuando había estado tan cómodo con Paula y los niños.


—Adelante, Pedro. Dime lo que está pasando.


—Bueno, ya sabes. Trabajo, como de costumbre.


—¡Claro que lo sé y sabes también que no estoy hablando del trabajo!


—¿De qué estás hablando? —preguntó Pedro, captando aquella vez muy claramente el tono de beligerancia que Catalina tenía en la voz.


—Estoy hablando de esa Paula. Es tan ama de llaves como yo.


—Bueno…


—Y tampoco es una señora de la limpieza.


—Normalmente, no, pero está pasando una mala racha y ha tenido que hacerlo. En realidad es…


—No tienes que decirme lo que es en realidad. Puedo verlo. Ahí, de pie, con ese bikini minúsculo y esa mirada en esos enormes ojos… Sí, supe lo que era en cuanto la vi.


—Espera un momento, Catalina, no es… —dijo él, concentrándose momentáneamente en el lento tráfico.


—Ahora entiendo por qué has estado evitándome.


—Venga ya, Catalina. Estoy en California y tú estás en Nueva York —dijo él, recordando por qué el trabajo en California le había resultado tan atractivo—. He estado completamente absorto con las fusiones y…


—¡Vale ya, Pedro Alfonso! Has ido a Nueva York casi todas las semanas y solo te he visto una vez. Y muy brevemente. No has estado tan metido en tus negocios como dices. ¡Ha sido esa mujer!


—¡Maldita sea, Catalina! ¿Por quién me tomas? Nunca le he puesto encima una mano a una mujer que trabaja para mí —le espetó él. Aquella acusación le escocía, teniendo en cuenta lo mucho que se había contenido con Paula—. Nunca me aprovecharía de ese tipo de ventaja.


—Oh, Pedro, cariño —susurró Catalina, cambiando de táctica inmediatamente—. No te estoy acusando. ¡Es solo que eres tan inocente! Sé que la gente se aprovecha de ti. Como esa Kathy. Y no me gusta que te utilicen.


—A mí no me importa. Además, me alegro de estar haciendo esto por Kathy. Y por mi madre. Esto sería lo que ella hubiera hecho.


—Entiendo cómo te sientes, pero… Me preocupas, Pedro. Eres demasiado sentimental. Y la gente se aprovecha de eso. Como esta mujer que se ha convertido en tu ama de llaves solo para estar cerca de ti.


—Eso no es cierto. Ella ni siquiera me conocía, ya te lo dije. La vecina me la envió. De hecho, estuvo limpiando la casa durante tres semanas antes de que yo la viera… —dijo recordando el beso del ascensor.


—Pero ella sí te había visto a ti, cielo. Y se imaginó todas las posibilidades.


—Eso no resultó muy difícil. Cualquiera podía ver que yo necesitaba ayuda.


—Lo que vio fue cómo tú podías ayudarla a ella.


—Bueno, sí. El acuerdo nos beneficiaba a los dos.


—Y me apuesto algo a que fue ella quien lo sugirió.


—Sí, pero…


—Entonces, se mudó a tu casa, se hizo cargo de todo y consiguió que todo resultara muy acogedor, ¿verdad?


—Efectivamente, mucho más de lo que lo había sido antes.


—¿Te prepara buenas comidas o algo para picar cuando llegas a casa tarde?


—Bueno…


—Oh, no tienes ni qué decírmelo. Conozco las artimañas de ese tipo de mujeres.


—Mira, Catalina. Paula no está tramando nada. Solo hace un buen trabajo en la casa y ocupándose de los niños. ¡Y eso es todo lo que está haciendo!


—¿Si? ¿Quieres decir que no se muestra encantadora, disponible siempre para darte un poco de compañía cuando estás en casa?


—Bueno…


—Y no tienes ni qué decirme el aspecto que tiene. La he visto. Ese biquini está diseñado para volver a un hombre loco. Y, créeme, eso es lo que esa Paula está intentando hacer.


Pedro pensó que no hacía falta un biquini. Esos pantalones vaqueros… Aquel beso… Había querido… Sin embargo, no lo había hecho. Y había tenido cuidado de no estar a solas con ella desde entonces. Cuando ella se marchara…


—No te preocupes. ¡Se marchará pronto! ¡Ya me encargaré yo de eso! —Exclamó Catalina—. Bueno, ¿dónde vas a llevarme a cenar? Es decir, si podemos salir de este horrible atasco.



lunes, 23 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 29




El domingo, cuando Paula fue a visitar a sus abuelos a Sacramento, hacía un calor de justicia. Además, el aire acondicionado del coche no funcionaba. Por eso, cuando llegó a casa, se alegró mucho al escuchar las palabras de Sol.


—¡Estamos en la piscina, Paula! Ven con nosotros.


Dos minutos después, se zambullía en la piscina con ellos. Los dos niños eran buenos nadadores, pero Octavio prefería cruzar la piscina a espaldas de Pedro. A Paula le impresionó lo paciente y solícito que él se mostraba con los niños. También se dio cuenta de lo atractivo que estaba en bañador, lo esbeltas y fuertes que eran sus piernas… ¡Por el amor de Dios! Tendría que estar vigilando a los niños, no a Pedro!


—Vamos a jugar al baloncesto —sugirió ella, tirando la pelota hacia el aro que había sobre uno de los lados de la piscina—. ¡Las chicas contra los chicos!


Empezaron a jugar y, de repente, sonó el timbre.


—Yo iré a contestar —dijo Paula, tomando una toalla—. Probablemente sea el chico de los periódicos.


Al abrir la puerta, vio que se había equivocado. 


Era una mujer rubia, elegantísima, con una piel perfecta y unos hermosos ojos verdes.


—¿Es esta…? —Preguntó, tan sorprendida como Paula—. ¿Es la residencia del señor Alfonso?


—Sí —dijo Paula—. Entre. Está… bueno, iré a por él —añadió, tras acompañarla al salón. 
Luego, sin darse cuenta de que la mujer la había seguido, salió al patio—. ¡Pedro! Ha venido alguien que desea verte.


—¡Buen disparo, Octavio! —Gritó Pedro, al ver cómo el niño lanzaba un balón a la canasta—. ¡Ha sido genial! Está mejorando mucho, ¿verdad Paula? —añadió, volviéndose a mirarla.


—Sí. ¡Oh! —exclamó Paula, al chocarse con la recién llegada—. Pedro, ha venido alguien a…


—¡Catalina! —dijo Pedro, al ver a la recién llegada. Luego, salió de la piscina y sacó también a los niños—. Recoged las toallas y secaos. —añadió, tomando él una también—. Me alegro de verte, Catalina. ¿Cuándo has llegado? No te esperaba hoy.


—Ya lo veo.


—Dijiste que vendrías esta semana y había pensado reunirme contigo, pero…


—Quería sorprenderte. Y veo que lo he hecho.


—Claro que lo has hecho. Y venir hasta aquí. ¿Cómo…?


—En taxi, por supuesto. Pensé que podrías encontrar tiempo luego para llevarme a mi hotel.


—Por supuesto. Me alegro de que estés aquí. Paula, me gustaría que conocieras a Catalina Lawson. Catalina, esta es Paula Chaves.


—¡Ah! El ama de llaves —dijo la mujer, recalcando la palabra.


—Y estos son Sol y Octavio —añadió Pedro—. Decidle hola a la señorita Lawson, chicos.


—Hola —dijo Sol. Octavio se aferró a la pierna de Pedro.


—Hola —respondió Catalina, inclinándose sobre ellos—. Me alegro de conoceros. Pedro me ha hablado mucho de vosotros y he venido a ocuparme de vosotros.


—Paula ya se ocupa de nosotros —respondió Sol—. Ya no necesitamos niñeras.


—¡Yo no soy una niñera! Pero he estado buscando una casa para…


Paula y Pedro hablaron al mismo tiempo, interrumpiéndola.


—Vamos, niños. Es mejor que nos duchemos y que nos vistamos —dijo Paula, llevándose a los niños.


—¿Te apetece algo de beber? —le sugirió Pedro, al mismo tiempo.


—Sí. Un té helado —respondió ella, dirigiéndose a Paula—. Con limón y menta, si es posible, y mucho hielo. Siéntate, Pedro. Tenemos que hablar.


—Claro —replicó él—, en cuanto te prepare el té.


Arriba, en cuanto terminó de vestir a los niños, Paula sacó uno de sus libros favoritos para que no se acercaran a la recién llegada. En cuanto empezó a leer, los dos niños se quedaron dormidos. Era algo tarde para una siesta, pero cuando se despertaran, Pedro y aquella mujer ya se habrían marchado. No quería que ella se acercara a los niños.


Tras escuchar cómo se había dirigido a ellos, Paula tenía miedo. ¿De verdad iba Pedro a ser capaz de abandonarlos? Efectivamente, había dicho muchas veces que aquello era solo temporal, que estaba buscando un hogar permanente para ellos.


Aquello no era asunto suyo, pero no lograba conciliar aquellas palabras con el comportamiento atento que tenía con los pequeños. Sin embargo, había estado esperando a aquella mujer, cuya voz Paula había oído tantas veces cuando había respondido el teléfono. ¿Tendrían planes de casarse cuando él se deshiciera de los niños?


Paula se recriminó por tener aquellos pensamientos. Su imaginación se había desbocado pero… Parecía haber cierta intimidad entre ellos. Además, ella era muy hermosa. No se había fijado si ella llevaba anillo de compromiso.


Entonces, oyó que Pedro subía las escaleras. Paula se tumbó en la cama, pretendiendo estar dormida. El tocó ligeramente en la puerta.


—¿Si? —preguntó ella, bostezando como si hubiera estado dormida.


—Voy a llevar a la señorita Lawson a la ciudad. No me esperes a cenar. Probablemente comeré algo con ella.


—De acuerdo —dijo ella, poniendo una voz completamente indiferente.


Y así era. Solo le preocupaba el bienestar de los niños. Sin embargo, mientras observaba cómo se marchaban, sintió una rabia que no tenía nada que ver con Sol y Octavio.