lunes, 9 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 5




Pedro desapareció por la puerta trasera y su madre fue a hacer las camas.


Santiago, mientras tanto, tomaba la sopa, aunque no tenía hambre. Al contrario que Paula, cuyo estómago empezaba a protestar.


—Ya está todo preparado —dijo Luisa, entrando en la cocina—. También he hecho tu cama para no despertarlo más tarde. ¿Necesitas alguna cosa más?


—Sólo un vaso de agua, por favor. Tengo que darle una aspirina.


—¿Quieres una?


—No, gracias. Las tengo en la maleta.


Mientras Paula salía al pasillo para buscar la aspirina, oyó a Luisa hablando con el niño:
—Yo voy a estar en casa toda la tarde, así que si necesitas algo sólo tienes que decírmelo, ¿de acuerdo? Y, por cierto, tenemos un gato que a lo mejor quiere dormir contigo. ¿Te gustan los gatos, Santiago?


—Sí —contestó débilmente el niño.


—Los gatos son criaturas interesantes, ¿verdad? El nuestro es viejo. Ya no caza y sólo le gusta dormir cerca de algo que esté calentito. ¿Te importaría que durmiese en tu cama?


Luisa debía estar preguntándose qué demonios hacían allí, pero no había preguntado. Todo lo contrario, la pobre mujer estaba portándose estupendamente.


El viejo gato se instaló en la cama mientras Paula le ponía el pijama a Santiago, y el niño pareció encantado.


—¿Cómo se llama?


—Firefly —contestó Luisa.


—Hola, Firefly.


Unos minutos después, gato y niño dormían profundamente.


Paula, nerviosa y agotada, le dio un beso en la mejilla. Seguramente se le pasaría la fiebre, pensaba. Pero era más un deseo que una certeza.


Antes de salir de la habitación, se fijó en un montón de cajas con rótulos como:
Despacho de papá o Fotos de la abuela


Evidentemente, se habían mudado poco antes.


El calor de la cocina llegaba hasta el dormitorio, contrastando con el frío paisaje que veía por la ventana. Las nubes estaban cada vez más bajas y el viento movía furiosamente las ramas de los árboles.


Pedro se acercaba a la casa en ese momento. Llevaba el sombrero ajustado hasta las cejas y caminaba a grandes zancadas con los hombros levantados, como si tuviera frío.


Paula sintió un deseo absurdo de abrir la puerta, servirle un plato de sopa caliente y preguntarle qué tal el día.


Pero, considerando que había ido allí para pedir el divorcio y casarse con Alan, ese deseo no tenia sentido.


Cuando entró en la cocina, Pedro estaba comiendo un plato de sopa.


—De todas formas, no habría podido hacerlo esta tarde —estaba diciéndole a su madre—. Yo creo que Wylie no la ha mirado siquiera. Tendré que llevaros al abuelo y a ti en la camioneta, pero no sé como va a responder. Tiene un agujero en el tanque de aceite...


Luisa Alfonso la vio en la puerta en ese momento.


—¿Cómo está Santiago?


Pedro la miró también. Pero sólo un segundo. 


Después, siguió comiendo.


—Está dormido. Junto con... Firefly.


«No llores, Paula», se decía a sí misma, enfadada. «¿Por qué tienes ganas de llorar?»


—Perdona, no sé por qué me pongo así. El niño está bien y... hasta tiene un gato que le hace compañía. Os estoy muy agradecida.


—No hemos hecho nada —sonrió Luisa, un poco sorprendida—. ¿Tienes algún problema, cariño?


—Vamos a dejar eso, mamá —dijo Pedro entonces.


Pero ninguna de las dos le hizo caso.


—Tuve un problema hace unos meses... y Pedro me ayudó. Ahora necesito que vuelva a ayudarme, pero prometo molestar lo menos posible. No había esperado que Santiago se pusiera enfermo y me temo que tendremos que quedarnos aquí unos días.


—No te preocupes por eso —sonrió Luisa.


Paula tomó su plato en silencio mientras Pedro tomaba tres, con dos barras de pan.


—¿El abuelo no viene a comer?


—Se ha llevado bocadillos y café —contestó su madre—. Quería mover el ganado esta mañana.


—No debería hacerlo solo.


—¡Eso díselo a él¡ —rió Luisa.


Pedro se encogió de hombros.


—Ya se lo he dicho, pero no me hace caso. Voy al cobertizo para echarle un vistazo a la camioneta.


—¿Puedo ayudarte? —preguntó Paula—. Santi está durmiendo y Luisa va a estar en casa, así que no tengo nada que hacer.


Pedro la miró, tan receloso como antes.


—Vale. Necesito que alguien me eche una mano.


Luisa le prestó un viejo jersey para ir al cobertizo. Según ella, hacía mucho frío y no tenía sentido mancharse aquel jersey rosa tan bonito.


—¿Sabes algo de coches? —le preguntó Pedro.


Iban en una camioneta blanca, deshaciendo el camino que había hecho con Raul Thurrell.


—No mucho —admitió ella—. Pero puedo aprender.


—No creo que puedas aprender en una tarde.


—No, bueno... Pero puedo hacer algo.


—No tienes que hacer nada.


—Pero necesitas que alguien te eche una mano.


—Pensé que querías venir conmigo para que mi madre no pudiera hacerte preguntas —dijo Pedro entonces.


—En parte, sí. Pero he dicho que te ayudaría y pienso ayudarte.


—Vale.


Desde luego, Pedro Alfonso era un hombre de pocas palabras.


Paula levantó la barbilla y decidió permanecer en silencio. Los dos eran muy obstinados, no cabía duda.


Obstinado y honrado, en el caso de Pedro


Obstinada e impulsiva, en el suyo.


¿Por eso se había metido en aquel lío?


«Por favor, Santiago, ponte bueno enseguida. He venido para romper la magia de este absurdo matrimonio, no para empeorar las cosas».


—¿Adónde vamos? —preguntó Paula unos minutos después.


—Tengo que arreglar la camioneta que uso para arreglar las cercas. El ganado lleva unos días apareciendo donde no debe.


—Como yo.


—Paula, por favor, deja de pedir disculpas —dijo él entonces, impaciente—. Esto es tan culpa tuya como mía.


—A tu madre le gustaría saber qué hago aquí.


—Mi madre es una buena persona, pero también es humana.


—Lo sé. Y no me hubiera molestado que preguntase... lo que pasa es que no sé qué
debo responder.


—¿Y a mí?


—Supongo que a ti me sería más fácil.


—Quieres volver a casarte, ¿no? Supongo que por eso tienes tanta prisa.


—Pues...sí.


Paula se percató de que empezaba a hablar con el mismo recelo que él, midiendo sus palabras.


—Quiero decir casarte de verdad.


—Ya sé lo que quieres decir. Y sí, quiero casarme de verdad. Bueno, no estamos enamorados, pero cuando tienes niños eso es más un problema que otra cosa. Alan lo sabe y yo también.


—Ya —murmuró Pedro—. ¿Él también tiene hijos?


—Dos hijas adolescentes, Ana y Sara. Y ellas son lo más importante. Ellas y Santiago. Para los dos.


—Es lógico.


—¿Sí? Yo pensé que te enfadarías conmigo. De hecho, creo que estás enfadado.


—No estoy enfadado contigo. No es culpa tuya. Ninguno de los dos se dio cuenta que el matrimonio era real...


Real. O, más bien, legal. Pero muy diferente de lo que esperaba tener con Alan.


Entonces empezó a recordar...


Las Vegas. El espectáculo: «Cenicienta sobre hielo». Un sueño hecho realidad.


Sólo que, desde el comienzo, no lo había sido.


Paula llevaba toda la vida patinando, empujada primero por su egoísta madre y después porque se enamoró del deporte. Había encontrado un segundo hogar en la pista de hielo cuando la vida con su madre, Rosa Chaves, se convirtió en un campo de minas del que ni su cariñoso padrastro ni sus hermanas podía librarla.


Su madre la echó de la casa cuando quedó embarazada a los dieciocho años.


Susana, su hermana, y Catrina, su hermanastra, se fueron con ella.


«Desagradecidas», las había llamado Rosa a las tres. Y cosas mucho peores.


Paula no podía pagar los gastos de entrenamiento, de modo que tuvo que dar clases mientras soñaba con patinar como profesional.


Además, tenía que criar a Santiago. Seguía siendo lo mejor que le había pasado en la vida, a pesar del desastre con su novio, Sergio Harrington, un chico de la mejor sociedad de Filadelfia que no quiso saber nada del niño.


Desde luego, no habría podido salir adelante sin la ayuda de sus hermanas.


Seis meses antes, cuando Santi cumplió cuatro años, Paula consiguió por fin lo que tanto había soñado: Andrea, su amiga del alma en la pista de patinaje, había tenido que dejar el papel de «Cenicienta sobre Hielo» debido a una lesión. Pero su contrato decía que perdería el trabajo si no había alguien que la reemplazase.


Y entonces apareció Paula Chaves, toda emocionada.


Había dejado a Santiago con sus hermanas para trabajar en Las Vegas como sustituta de Cenicienta. Y era horrible. Había sido una idiota al pensar que el mundo del espectáculo, tan incompatible con la vida de un niño de cuatro años, podría hacerla feliz.


El espectáculo era una expresión hortera del que había montado unos años antes la compañía Disney. Los interpretes cobraban una miseria y los trataban como si fueran ganado. 


Además, Paula echaba de menos a Santiago.


Y le quedaban seis semanas para terminar su contrato.


Debería haberse sentido feliz cuando Trixie, la cenicienta, cayó enferma con gripe. Hacer el papel de Cenicienta debería haber sido un sueño echo realidad, pero no lo era.


—Y no olvides lo del maratón —le advirtió Trixie, entre estornudos.


—¿Qué?


—El concurso para la tele. Es una cosa que hacen para promocionar el espectáculo.


—Yo no sé nada de eso.


—Ellos te dirán lo que debes hacer. Ha habido mucha publicidad sobre las reglas y los premios.


—Pues yo no he oído nada.


«Estaba demasiado ocupada echando de menos a Santiago y deseando no haber venido nunca a Las Vegas».


—Si no apareces, el director te mata —le había advertido Trixie.


De modo que Paula apareció en el «Maratón de Cenicienta», sin saber qué se esperaba de ella...


—Ya hemos llegado —dijo Pedro, deteniendo la camioneta frente a un cobertizo.


Paula miró los edificios que había alrededor. 


¿servirían para ordeñar a las vacas?


¿Los Alfonso tenían vacas de leche o de carne? 


No tenía ni idea.


A lo lejos podía ver una casa grande, el sitio que los Alfonso habían alquilado para conseguir algo de dinero. Estaba separada de aquella parte del rancho por una cerca de madera.


Pedro salió de la camioneta y ella lo observó durante unos segundos antes de bajar. Parecía un hombre tan capaz, tan fuerte como un árbol, física y espiritualmente. Pero desde que lo conoció supo que las circunstancias lo habían puesto contra la pared, que estaba luchando para superarlas.


No conocía toda la historia, sólo lo que él le contó en las Vegas, seis meses antes.


Su padre se había metido en un préstamo que no podían pagar para comprarse un rancho vecino inmediatamente antes de su muerte. 


Como resultado, Pedro, su madre y su abuelo estaban en peligro de perder las tierras que habían pertenecido a la familia Alfonso durante generaciones.


Hasta que vio el rancho, Paula no entendió por qué era tan importante para él. Pero empezaba a entender. Debía de ser carísimo mantener un rancho tan grande como aquel, pero ese había sido su sitio de siempre.


Y, de repente, que Pedro fracasara, que no pudiera salvar el rancho que había pertenecido a su familia empezó a ser importante para Paula. Tan importante que se le hizo un nudo en la garganta. No quería verlo fracasar después de luchar tanto.


Eso es lo que la palabra «real« significa, pensó entonces.


Su matrimonio en Las Vegas no era «real». El matrimonio era legal, como su abogado le había dicho, pero no era real. Tampoco fue «real» cuando hicieron los votos, ni cuando se miraron el uno al otro y, de repente, ocurrió algo mágico.


Nada de eso era real. Nada de eso era de verdad. Pero aquel rancho...el esfuerzo de Pedro para conservarlo sí o era. Y entendía que quisiera firmar los papeles del divorcio y decirle adiós cuanto antes.


Alan tenía razón. Él sabía que no había podido olvidar la magia de aquella noche con Pedro


Sabía que debía ir allí y verlo de nuevo, en su terreno, en su casa.




BESOS DE AMOR: CAPITULO 4





Después de agradecer al señor Thurrell que sacase su maleta del coche, Paula subió los escalones del porche.


Raul Thurrell arrancó antes que llamase a la puerta. Parecía más interesado en volver a su casa que en saber si alguien iba a recibirla.


Paula se sentía muy incómoda, con Santiago en una mano y la maleta en la otra.


Sin embargo, el paisaje era grandioso. Tanto que sus problemas parecían pequeños en comparación. Nunca había visto un sitio tan hermoso. Las montañas, recortadas contra el horizonte infinito, y el cielo de un azul profundo, que parecía poder rozarse con la mano.


Había nubes en aquel momento, enormes nubes que lanzaban sombras sobre la hierba.


En comparación con el paisaje, la casa parecía vieja y un poco destartalada.


Necesitaba urgentemente una capa de pintura y los maderos del porche estaban hundidos.


Sin embargo, había algo muy atractivo en aquella casa rodeada de robles y rosales. El porche estaba muy limpio y en él, colocadas en orden, macetas y vasijas antiguas llenas de maíz.


Cuando iba a llamar, el balancín se movió con la brisa y las nubes empezaron a cambiar de rumbo. El pobre Santiago no llevaba nada de abrigo y sus mejillas estaban ardiendo. La necesidad de meterlo en la cama cuanto antes hizo que Paula olvidase sus nervios. Pero no parecía que hubiese nadie en la casa, tan silenciosa y solitaria en medio de un campo de hierba infinito.


Afortunadamente, poco después oyó pasos. 


Cuando la puerta se abrió, se encontró frente a una mujer que se parecía a Pedro, con vaqueros y camisa de cuadros. Tenía los mismos ojos oscuros y sus rasgos estaban enmarcados por una melena gris.


Quizá también tendría la misma sonrisa, pensó. 


Pero la mujer no estaba sonriendo. Enfrentada con la señora Alfonso, Paula se sintió abrumada por las explicaciones que tendría que dar y la necesidad de meter a Santiago en la casa lo antes posible.


—Me envía Pedro —empezó a decir—. Está a punto de llegar y... perdone, pero mi hijo está enfermo y...


—Entre —dijo la mujer entonces, tomando su maleta con una mano manchada de harina. Después de dejarla en el pasillo, puso esa misma mano en la frente del niño—. Uy, pobrecito. Tienes fiebre, ¿eh, vaquero? Entra, cariño.


—Muchas gracias.


—Pasa a la cocina —dijo la madre de Pedro—. Es la habitación más calentita de la casa y el niño debe de tener hambre.


—Me gustaría darle un vaso de leche y una aspirina antes de acostarlo. El pobre apenas durmió anoche.


—Tengo sopa y pan de maíz recién hecho. Estaba esperando que Pedro viniera a comer de un momento a otro.


—Llegará enseguida, creo.


—Tú también tienes que comer.


—En cuanto haya acostado a Santiago. Gracias.


—Supongo que os quedaréis a dormir.


Pedro dijo que podíamos —dijo Paula entonces, nerviosa—. Y se lo agradezco mucho.


—¿Mamá?


—¿Te duele la cabeza, hijo?


Temía que Santiago estuviera realmente enfermo. ¿Habría algún médico en Blue Rock?


Con un nudo en el estómago, Paula siguió a la madre de Pedro hasta una cocina en la que había un horno de leña, una cocina eléctrica muy vieja, una estantería con platos antiguos y cortinas de flores en la ventana.


—¿Dónde has dejado a Pedro?


—No estoy segura. A unos kilómetros de aquí. Iba a tomar un atajo, creo.


—Ah, entonces llegará enseguida. Por cierto, no me has dicho tu nombre.


—Perdone, soy Paula Chaves.


¿Paula Chaves Alfonso? No lo dijo porque estaba segura de que Pedro no le había
contado a nadie lo de su matrimonio.


—Encantada de conocerte, Paula. Y a ti también Santiago. Aunque ahora mismo no tengas ganas de hablar —sonrió la mujer, sirviendo dos platos de sopa—. Está caliente, así que esperad un poco. Por cierto, me llamo Luisa.


En ese momento oyeron pasos de hombre y, un segundo después, Pedro apareció en la cocina. 


Cuando se quitó el sombrero, Paula vio que tenía los ojos enrojecidos del frío. Al entrar, llevaba con él olor a cuero, a caballo, una sensación de libertad, de espacios abiertos, de trabajo duro...


Paula entendía lo del trabajo porque había trabajado toda su vida. No le daba miedo el esfuerzo y cuando empezaba una tarea la terminaba. Pero todo en Pedro Alfonso era nuevo para ella. Y atractivo, de una forma elemental y turbadora.


Más turbadora que en Las Vegas, cuando los dos estaban interpretando un papel.


Tenía que hacer un esfuerzo para apartar su mirada de él, para no fijarse en los músculos que se marcaban bajo la camisa de franela. E incluso en los sonidos que hacía: el crujido de sus botas, el aliento que exhalaba sobre sus manos heladas.


No podía afectarla de esa forma porque apenas lo conocía. Y porque había notado la poca gracias que le hacía tenerla en casa.


Y porque su vida ya era suficientemente complicada.


—Hace un viento del demonio. Mamá, te presentó a Paula... y a Santiago.


—Lo sé —sonrió Luisa —. Acabamos de presentarnos.


—¿Te importa hacerles la cama mientras yo meto a Highboy en el establo?


—¿No vas a salir más tarde?


—No, voy a echar un vistazo al motor de la camioneta.


Luisa asintió sin decir nada.


Paula se dio cuenta entonces de que su llegada había provocado un cambio de planes, pero como apenas entendía nada sobre ranchos no sabía si era importante.


¿Qué iba a decir? «No, por favor, si tienen que ayudar a parir a las vacas no dejen de hacerlo por nosotros«. «Si tienen que reparar cuarenta kilómetros de cerca o marcar reses...».


No, mejor permanecer callada.