lunes, 9 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 4





Después de agradecer al señor Thurrell que sacase su maleta del coche, Paula subió los escalones del porche.


Raul Thurrell arrancó antes que llamase a la puerta. Parecía más interesado en volver a su casa que en saber si alguien iba a recibirla.


Paula se sentía muy incómoda, con Santiago en una mano y la maleta en la otra.


Sin embargo, el paisaje era grandioso. Tanto que sus problemas parecían pequeños en comparación. Nunca había visto un sitio tan hermoso. Las montañas, recortadas contra el horizonte infinito, y el cielo de un azul profundo, que parecía poder rozarse con la mano.


Había nubes en aquel momento, enormes nubes que lanzaban sombras sobre la hierba.


En comparación con el paisaje, la casa parecía vieja y un poco destartalada.


Necesitaba urgentemente una capa de pintura y los maderos del porche estaban hundidos.


Sin embargo, había algo muy atractivo en aquella casa rodeada de robles y rosales. El porche estaba muy limpio y en él, colocadas en orden, macetas y vasijas antiguas llenas de maíz.


Cuando iba a llamar, el balancín se movió con la brisa y las nubes empezaron a cambiar de rumbo. El pobre Santiago no llevaba nada de abrigo y sus mejillas estaban ardiendo. La necesidad de meterlo en la cama cuanto antes hizo que Paula olvidase sus nervios. Pero no parecía que hubiese nadie en la casa, tan silenciosa y solitaria en medio de un campo de hierba infinito.


Afortunadamente, poco después oyó pasos. 


Cuando la puerta se abrió, se encontró frente a una mujer que se parecía a Pedro, con vaqueros y camisa de cuadros. Tenía los mismos ojos oscuros y sus rasgos estaban enmarcados por una melena gris.


Quizá también tendría la misma sonrisa, pensó. 


Pero la mujer no estaba sonriendo. Enfrentada con la señora Alfonso, Paula se sintió abrumada por las explicaciones que tendría que dar y la necesidad de meter a Santiago en la casa lo antes posible.


—Me envía Pedro —empezó a decir—. Está a punto de llegar y... perdone, pero mi hijo está enfermo y...


—Entre —dijo la mujer entonces, tomando su maleta con una mano manchada de harina. Después de dejarla en el pasillo, puso esa misma mano en la frente del niño—. Uy, pobrecito. Tienes fiebre, ¿eh, vaquero? Entra, cariño.


—Muchas gracias.


—Pasa a la cocina —dijo la madre de Pedro—. Es la habitación más calentita de la casa y el niño debe de tener hambre.


—Me gustaría darle un vaso de leche y una aspirina antes de acostarlo. El pobre apenas durmió anoche.


—Tengo sopa y pan de maíz recién hecho. Estaba esperando que Pedro viniera a comer de un momento a otro.


—Llegará enseguida, creo.


—Tú también tienes que comer.


—En cuanto haya acostado a Santiago. Gracias.


—Supongo que os quedaréis a dormir.


Pedro dijo que podíamos —dijo Paula entonces, nerviosa—. Y se lo agradezco mucho.


—¿Mamá?


—¿Te duele la cabeza, hijo?


Temía que Santiago estuviera realmente enfermo. ¿Habría algún médico en Blue Rock?


Con un nudo en el estómago, Paula siguió a la madre de Pedro hasta una cocina en la que había un horno de leña, una cocina eléctrica muy vieja, una estantería con platos antiguos y cortinas de flores en la ventana.


—¿Dónde has dejado a Pedro?


—No estoy segura. A unos kilómetros de aquí. Iba a tomar un atajo, creo.


—Ah, entonces llegará enseguida. Por cierto, no me has dicho tu nombre.


—Perdone, soy Paula Chaves.


¿Paula Chaves Alfonso? No lo dijo porque estaba segura de que Pedro no le había
contado a nadie lo de su matrimonio.


—Encantada de conocerte, Paula. Y a ti también Santiago. Aunque ahora mismo no tengas ganas de hablar —sonrió la mujer, sirviendo dos platos de sopa—. Está caliente, así que esperad un poco. Por cierto, me llamo Luisa.


En ese momento oyeron pasos de hombre y, un segundo después, Pedro apareció en la cocina. 


Cuando se quitó el sombrero, Paula vio que tenía los ojos enrojecidos del frío. Al entrar, llevaba con él olor a cuero, a caballo, una sensación de libertad, de espacios abiertos, de trabajo duro...


Paula entendía lo del trabajo porque había trabajado toda su vida. No le daba miedo el esfuerzo y cuando empezaba una tarea la terminaba. Pero todo en Pedro Alfonso era nuevo para ella. Y atractivo, de una forma elemental y turbadora.


Más turbadora que en Las Vegas, cuando los dos estaban interpretando un papel.


Tenía que hacer un esfuerzo para apartar su mirada de él, para no fijarse en los músculos que se marcaban bajo la camisa de franela. E incluso en los sonidos que hacía: el crujido de sus botas, el aliento que exhalaba sobre sus manos heladas.


No podía afectarla de esa forma porque apenas lo conocía. Y porque había notado la poca gracias que le hacía tenerla en casa.


Y porque su vida ya era suficientemente complicada.


—Hace un viento del demonio. Mamá, te presentó a Paula... y a Santiago.


—Lo sé —sonrió Luisa —. Acabamos de presentarnos.


—¿Te importa hacerles la cama mientras yo meto a Highboy en el establo?


—¿No vas a salir más tarde?


—No, voy a echar un vistazo al motor de la camioneta.


Luisa asintió sin decir nada.


Paula se dio cuenta entonces de que su llegada había provocado un cambio de planes, pero como apenas entendía nada sobre ranchos no sabía si era importante.


¿Qué iba a decir? «No, por favor, si tienen que ayudar a parir a las vacas no dejen de hacerlo por nosotros«. «Si tienen que reparar cuarenta kilómetros de cerca o marcar reses...».


No, mejor permanecer callada.




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