miércoles, 20 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 10






Se encaminaron al hotel como de mutuo acuerdo. No consiguieron mesa de inmediato, por lo que Paula llamó a su madre y después se sentaron en el bar a la espera de que quedara libre una mesa. Resultó ser una larga espera en la que Pedro se tomó dos martinis y Paula dos copas de vino blanco.


No estaba acostumbrada a beber vino; normalmente, le daba sueño. Pero aquella noche, la hizo sentirse extraordinariamente despierta. Tampoco estaba acostumbrada a charlar de cualquier cosa y, al principio, se sintió un poco incómoda; sin embargo, al cabo de unos minutos, comenzó a relajarse y a sentirse completamente a gusto con ese hombre que le estaba diciendo:
—Te encuentro muy interesante, Paula. Mucho.


—¿Y por qué me encuentras interesante?


—No lo sé —Pedro parecía tan confuso como ella—. Quizá sea porque, cada vez que te veo, eres una persona diferente.


—Eso no es verdad. Jorge dice que es, precisamente, lo malo que tengo. Dice que nunca hago un esfuerzo por cambiar.


—Jorge, ¿eh? —Pedro frunció el ceño y cambió de postura en el taburete—. Bueno, no sé si haces esfuerzos o no, pero noto los cambios. Las dos últimas veces que te he visto, parecías una huérfana descalza. Esta noche…


Pedro paseó la mirada por la práctica falda y la sencilla blusa blanca abotonada hasta el cuello.


—Esta noche pareces una maestra. Ninguna de las dos imágenes se parecen en nada a la mujer modelo a la que vi por primera vez en este hotel.


—¡Ésa no era yo! —Paula parpadeó al ver a la camarera retirarle la copa vacía y sustituirla por otra llena—. Jorge me dijo que, para impresionar al señor Spencer, tenía que ponerme despampanante. Así que él y Alicia me arreglaron. Y después, Jorge me quitó las gafas y se las quedó porque, según él, lo estropearían todo.


—¿Sí? —Pedro la miró duramente—. ¿Eso es lo que Jorge te dijo?


—Sí —Paula asintió—. Y Alicia también. Alicia dice que es una pena. —Paula bebió otro sorbo de vino antes de continuar. —Por eso, cuando Jorge me quitó las gafas, Alicia…


—¿Quién demonios es Jorge?


Pedro habló con tanta dureza que Paula se echó hacia atrás.


—Jorge es… es un amigo. Es mi vecino. No, no es mi vecino, era mi vecino. Ahora vive en Nueva York.


—Estupendo —Pedro le apartó la copa de vino—. Espero que se quede en Nueva York.


—¿Quién? —preguntó ella sin comprender.


—Jorge.


—Oh, sí. Jorge vive en Nueva York y…


—Señor Alfonso, mesa para dos —anunciaron los altavoces.


Pedro la agarró del brazo y la llevó al comedor.


—No, no queremos vino —le dijo al camarero cuando se sentaron —. ¿Podría traernos un café primero, por favor?


Escogió el menú para los dos antes de preguntarle a Paula:
—Ese hombre al que querías impresionar, ¿era ése que estaba sentado a la mesa cuando te llevé?


—Sí —Paula bebió un largo sorbo de café—. Spencer. Bruno Spencer.


—¿Y conseguiste impresionarlo?


—No —Paula sacudió la cabeza—, sólo le interesan los grandes negocios.


Paula extendió las manos para mostrarle lo grandes que le interesaban.


—Grandes compañías de transportes, plantaciones de café enormes, madera… —de nuevo, sacudió la cabeza—. No sé por qué Jorge pensó que podría estar interesado en una tienda de modas pequeña.


—¿Una tienda de modas? ¿Por eso querías interesarle?


Paula asintió mientras observaba al camarero colocarle un plato de sopa de cangrejo delante.


—Pero una tienda de modas no es lo suficientemente grande —probó la sopa, deliciosa; hasta ese momento, no se había dado cuenta del hambre que tenía—. ¿Sabías que, para que te presten dinero, tienes que tener mucho dinero? ¿No te parece un error que todo el mundo piense a gran escala?


—A veces es buena idea. Tú deberías pensar a gran escala, Paula.


—¿Yo?


—Si, tú. ¿Por qué aceptar un trabajo asalariado cuando puedes crear un vestido como el que me enseñaste la otra noche?


—Puede que sea porque, después de tres semanas, el vestido sigue colgado en La Boutique.


—¿La Boutique es una tienda de modas?


—Sí. Mi amiga Laura es la dueña. La tienda está en Roseville y llevé allí el vestido, pero aún no se ha vendido.


—No me sorprende —Pedro se inclinó hacia atrás y le dio las gracias al camarero cuando éste retiró los platos de sopa.


—¿Por qué?


—La Boutique… tiene un nombre muy genérico —Pedro sonrió maliciosamente—. Uno no esconde un vestido así en una tienda que se llama La Boutique. Ese vestido exquisito está tan fuera de lugar allí como tú trabajando en el departamento de arreglos de K. Groves.


—Eso crees, ¿eh? Bueno, pues quiero que sepas que estoy encantada de trabajar en el departamento de arreglos de K. Groves —Paula dejó de poner mantequilla en la patata asada y lo miró directamente a los ojos—. Un salario fijo me hace sentirme segura.


Pedro sacudió la cabeza.


—En estos tiempos, se le da demasiada importancia al dinero.


—Desgraciadamente, las compañías de gas y electricidad es lo único que aceptan como pago.


—Ahí me has pillado —Pedro rió—. De acuerdo, en eso tienes razón, uno debe cubrir las necesidades. Pero uno deja escapar algo precioso cuando permite que ganar dinero se convierta en algo más importante que lo que hace, ¿no estás de acuerdo?


—No —respondió Paula sin encontrar sentido a las palabras de Pedro, aunque le encantaban su acento británico y su sonrisa.


—Crear es vivir, Paula —su mirada se tornó intensa—. ¿Te das cuenta de la cantidad de personas que son desgraciadas porque se pasan la vida haciendo lo que tienen que hacer en vez de lo que les gusta?


—Cierto. Pero si uno tiene que pagar el alquiler, no siempre puede…


—¡Ese es el quiz de la cuestión! Un hombre es feliz cuando consigue compaginar ambas cosas. En tu caso, querida, una mujer. Tienes un talento extraordinario, eres muy creativa. Tienes tantas ideas en la cabeza, tantos diseños fabulosos que confieren un brillo especial a tus ojos. Quieres bailar descalza y dibujar y pintar y cortar telas… ¡Quieres crear!


Paula lo miró fijamente. ¿Cómo sabía que era eso lo que sentía?


—Lo pasas tan bien haciendo eso que no le parece trabajo, ¿me equivoco?


—No, no te equivocas, pero… —Paula pensó en su padre y en sus fantasías, en el hermoso cisne tallado en madera—. A veces es imposible. Uno no siempre puede ganarse la vida haciendo lo que quiere.


—A menos que se esfuerce por conseguirlo. Y no digas «uno», Paula, responsabilízate de tu vida. Un talento como el tuyo merece una oportunidad.


De repente, Paula se sintió irritada.


—¡Lo he intentado! Primero, en el banco y, después, con el señor Spencer.


—Recurriste a un hombre de grandes proyectos con una idea pequeña, una tienda de modas. Pero tú no eres una dependienta, eres una diseñadora. ¿Se lo dijiste? ¿Le enseñaste el portafolios con tus diseños?


—No, no se lo enseñé.


—¿Por qué no? Si le interesan los grandes proyectos, podría interesarle lanzar una línea de diseño.


—¿Una línea de diseño? —repitió ella asombrada.


—Vamos, Paula —Pedro sacudió la cabeza—. ¿Es que no te has dado cuenta de lo buena que eres? Sólo ese vestido de encaje… ¡Increíble!


Estaba siendo la noche más maravillosa de su vida ahí sentada con aquel hombre tan guapo que no hacía más que alabar su talento.


—Supongo que podría hablar otra vez con el señor Spencer —dijo Paula por fin, aunque vacilante—. Pero no me gusta rogar a nadie.


—¡Rogar! No es rogar, le vas a ofrecer una oportunidad, una gran oportunidad.


Cuando Pedro la acompañó hasta el coche, Paula estaba convencida de que todo era posible.


—Creo que como más me gustas es como una huérfana descalza —Pedro le acarició la mejilla con las yemas de los dedos y ella tembló de placer—. Prométeme que siempre harás lo que te gusta, encanto.


—Sí —susurró ella dispuesta a prometerle cualquier cosa.


Pedro se inclinó y la besó. Fue un beso suave, pero la abrasó.


—Y conduce despacio.


Paula condujo despacio, como en una nube. 


Encanto, la había llamado encanto.


«Vamos, deja de soñar, Paula». Probablemente, los ingleses decían «encanto» a cualquiera, como los americanos decían «muñeca», o «cielo». Además, lo más probable era que volviese a Inglaterra pronto.


¿Y qué estaba haciendo allí, en América? 


¿Quién era? 


De repente, se dio cuenta de que Pedro no había hablado de sí mismo en toda la tarde.


«No, Paula, sólo has hablado de ti misma. No has parado de hablar. Has bebido vino y…»


«¡Oh, Dios mío! ¿Qué he dicho? ¡He debido parecerle una estúpida completamente ensimismada consigo! ¡Oh, qué va a pensar de mí!»



****

Cuando llegó a la casa, Pedro se encaminó directamente a la casa de los huéspedes, pero notó que las luces del piso bajo de la casa de su hermana estaban encendidas.


Estupendo, Lisa aún estaba levantada.


Entró en el cuarto de estar y encontró a Lisa acurrucada en un enorme sillón leyendo una novela. Su cuñado, Richard, un diligente oftalmólogo, estaba tumbado en el sofá leyendo absorto una revista médica.


Pedro saludó a ambos y luego se acercó a su hermana.


—Oye, Lisa, hay una tienda de modas en Roseville que se llama La Boutique y que tiene un vestido… —le describió el vestido como mejor pudo, firmó un cheque y se lo dio a su hermana—. Cómpralo.


—Bueno —respondió Lisa con gesto confuso—. ¿Para mí? ¿Crees que me sentará…?


—No me importa si te queda bien o no, ni tampoco lo que cueste. Cómpralo.


Lisa no sabía qué decir, pero Richard se incorporó en el sofá.


—¿Una tienda que se llama La Boutique? ¿Un vestido de encaje? ¿Has bebido?


—Sólo un par de martinis.


Pedro sonrió maliciosamente, ignorando las interrogantes miradas de ambos, y les dio las buenas noches.





martes, 19 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 9




—Paula, te ha llamado el jefe de Jorge.


—¿Sí? —Paula se quedó mirando a su madre. El señor Spencer había dejado muy claro lo que pensaba de su tienda de modas, ¿acaso había cambiado de opinión?—. ¿Te ha dicho qué quería?


—No, creo que no —Alicia rebuscó entre unos papeles que había cerca del teléfono—. Creía que había anotado su número, pero… puede que no lo haya hecho.


—No te preocupes, da igual, llamaré a Jorge —Paula se terminó el café y le dio un beso a su madre en la mejilla—. Tengo que marcharme ya. Hasta la noche.



****


Podía ir a la casa, pensó Pedro. Podía hacer lo que hizo el primer día. Sin embargo, ¿cuántas veces se podía presentar uno de improviso para ver a una persona que, evidentemente, no quería verlo a uno? Una persona que ni siquiera devolvía las llamadas telefónicas. En fin, no le quedaba más remedio que intentarlo. Y temprano, antes de que Alicia tuviera tiempo de leer la partida de bridge en el diario.


—Oh, señor Alfonso, cuánto me alegro de que haya llamado —dijo la animada voz de Alicia—. Está a punto de…


—¿Está Paula en casa? —interrumpió él rápidamente.


—No, lo siento, acaba de marcharse. Pero…


¿Tan temprano? ¡Le estaba evitando! Paula trabajaba en casa, no podía estar fuera cada vez que él llamaba.


—¿Le dijo que le llamé?


—Sí, y estoy segura de que ella le llamará. Me ha dicho que iba a llamar a Jorge.


—¿A Jorge?


—Sí. Y a usted, claro. Pero me alegro de que haya llamado porque quería preguntarle…


¿A Jorge antes que a él? Había creído que… la respuesta a su beso, aquella instantánea ternura y… Recordó la sorpresa que vio en esos ojos azules. Instintivamente, había sentido que esa emoción era algo nuevo para ella, pero debía haberse equivocado. Quizá la sorpresa se hubiera debido a que la besara alguien que no era Jorge.


—¿Podría hacerme ese favor, señor Alfonso?


—Perdone, ¿qué ha dicho? —preguntó Pedro al darse cuenta, de repente, de que Alicia seguía hablando.


—¿Que si podría sustituir a Leonard Goosby? 
Su esposa, Sarah, no juega al bridge, aunque no entiendo por qué. Bueno, la cosa es que no juega y siempre está insistiendo para llevarse a Leonard a un sitio o a otro. ¡Es horrible! Esta vez, se lo lleva de viaje durante un mes, así que ya ve nuestra situación. Pero como usted juega tan bien… además, todos disfrutan de su compañía. Nos encantaría que jugara en su lugar.


¡Una oportunidad perfecta!


—Sí, encantado, señora Chaves. Gracias por acordarse de mí. La veré el jueves por la tarde. Adiós.


Pedro colgó el auricular y tomó el lapicero. 


Jorge. ¿Quién demonios era Jorge?


¡Maldición, no estaba trabajando! Quizá lo que necesitaba era dar un pequeño paseo. En el momento en que salió al jardín, vio a Lisa sacando del garaje su ranchera.


—Vaya, estás aquí, querido hermano —dijo ella con una sonrisa—. ¿Pensando o de mal humor?


—Pensando.


—Escucha, Damian tiene que ir al dentista y… Bueno, ya sé que he prometido no molestarte, pero… Estoy metida en un lío, tengo que llevar a Dario al colegio y también tengo una cita en…


—De acuerdo. Vamos, tigre —le dijo a Damian.


El pequeño de ocho años salió de la ranchera.


—Gracias. No te preocupes, mientras esperas, podrás pensar —dijo Lisa en tono ligero—. Oye, no tienes buena cara. ¿Seguro que no estás de mal humor? ¿Qué te pasa?


—Nada. No estoy de mal humor.


No estaba de mal humor y no sentía celos de un hombre al que ni siquiera conocía.


Como había prometido, Pedro apareció el jueves a la hora de la partida de bridge, pero no vio a Paula en toda la tarde. Sin embargo, sentía su presencia en el jarrón con flores, en la bien pulida cafetera y en la mesa preparada con el refrigerio. Y eso no lo había hecho Alicia.


El jueves siguiente, se adelantó a la cita a propósito y, esta vez, Paula fue quien abrió la puerta. Estaba vestida igual que el primer día que la vio allí: el pelo recogido en un moño, los mismos pantalones vaqueros y el mismo jersey… y descalza. Tenía un aspecto natural y cálido, y desinhibido.


—Hola, Paula —le sonó rara su propia voz debido al nudo que sintió en la garganta.


—Oh, hola.


—Me alegra saber que existes de verdad —dijo Pedro al entrar—, había empezado a dudarlo.


—¿Sí?


La sonrisa de ella era insegura.


—No has hecho caso a mis llamadas —la sorpresa de ella fue evidente—. ¿Es que Alicia no te ha dicho que te he llamado?


—No, me parece que no… —Paula ladeó la cabeza con gesto interrogante. Y Pedro pensó: «ni siquiera lo recuerda». Pero entonces, él también lo olió. Algo se estaba quemando.


—Perdona —murmuró ella y, corriendo, se dio media vuelta.


Pedro la siguió hasta la cocina.


—¡Oh, no, se han quemado! —exclamó Paula al retirar la bandeja de pastas que había en el horno.


—No se han quemado todos —le dijo él a su espalda—. Dame un cuchillo afilado.


Juntos, rascaron la parte quemada de las pastas antes de ponerlas en una bandeja. Pedro se metió una en la boca, estaba caliente, crujiente y deliciosa.


—Muy buenas —declaró Pedro—. Esto no se puede comprar en una tienda.


—Y en la tienda, cuestan noventa y cinco centavos la docena.


—Por eso las haces tú.


Desde luego, Paula trabajaba mucho preparando las partidas de bridge.


—Sí. A Alicia le gusta dar pastas a sus amigos.


—Ya.


En ese caso, ¿por qué no las hacía Alicia?


Paula pareció leerle el pensamiento.


—Mi madre no se encuentra bien, yo quiero que descanse antes de la partida.


«Pues a mí me parece que está muy sana».


—No lo sabía. ¿Qué le pasa?


—Si se cansa, le dan unos ataques de asma terribles. Esta noche, tiene partida de bridge.


—Ya lo sé.


—Ah, sí, claro —Paula parecía nerviosa—. La otra noche, cuando viniste, jugaste con ellos.


—Sí. Y también el jueves pasado, y éste.


—¡Oh! Yo creía que… Ahora entiendo, has venido a jugar al bridge.


Pedro pensó… una esperanza… ¿notaba cierto tono de desilusión en ella?


—Bueno, sí. En realidad, he venido a verte a ti. 


-Oh.


—Como no has contestado a ninguna de mis llamadas telefónicas, he empezado a ponerme nervioso.


Pedro se sentó en un taburete y la vio apartarse del frigorífico con dos trozos de queso que, inmediatamente, comenzó a cortar en trozos y a colocar en una fuente.


—Cuando se me presentó la oportunidad, no la desaproveché —añadió Pedro——. ¿Sabías que hay una tal señora Goosby a la que no le gusta jugar al bridge? ¿Puedes creerlo? Y siempre está insistiendo para llevarse a su pobre marido de viaje; cosa que, por supuesto, supone un descalabro en las partidas de bridge.


Al oírle imitar a su madre, Paula lanzó una carcajada. A Pedro le gustó oírla reír.


—Así que has tenido la amabilidad de venir a ayudarlos, ¿no?


—No es amabilidad, sino egoísmo. «Esta es la casa donde vive Paula», me dije a mí mismo. Por eso me estoy sacrificando.


—¿No te gusta jugar al bridge?


—Digamos que prefiero otros pasatiempos. De todos modos, Paula, cariño, uno no debe negarse a diferentes experiencias —dijo Pedro extendiendo el brazo para tomar un trozo de queso—. ¿Quién habría pensado, cuando en mi juventud mi padre me forzaba a dejar mis actividades para jugar de compañero con él al bridge, que algún día habría de serme tan útil? Jamás imaginé que acabaría siendo la única forma de volver a ver a una hermosa mujer que nunca contesta el teléfono, pero que me obsesiona desde el día que se tropezó con mi mesa, se quitó los zapatos y se apoderó de mi corazón.


Paula lo miró con una mezcla de deleite e incredulidad antes de volver a bajar la mirada y clavar los ojos en el queso.


—¿Por qué no me has llamado? —preguntó él con voz suave.


—No sabía que habías llamado. Alicia… —Pedro se dio cuenta de que iba a defender a su madre de nuevo—. Bueno, la verdad es que, últimamente, no nos hemos visto casi nada. Estoy trabajando mucho.


—Deberías ponerte un teléfono ahí arriba.


—¿Arriba? No, ya no trabajo ahí arriba. He conseguido un trabajo de verdad en K. Groves, en Sacramento. Trabajo de diez a seis. Me marchó temprano de casa y no vuelvo hasta tarde, y…


—¿Por qué?


—Pues porque me lleva una hora ir allí y otra…


—No. Quiero decir que por qué has aceptado ese trabajo. ¿Por qué quieres un trabajo así cuando puedes crear un vestido como ese de encaje?


—Por lo que todo el mundo quiere un trabajo. Todo el mundo… —Paula levantó los ojos—. ¿Es que tú no trabajas?


—Bueno…


Pedro vaciló al recordar las palabras de Lisa: «no observas a la gente, la escuchas. Si quieres acabar ese libro, será mejor que nadie se entere de que eres psiquiatra. Di que estás aquí de vacaciones, que necesitabas un descanso». Por lo tanto, Pedro le dijo a Paula lo que había dicho a todos los demás:
—Estoy de vacaciones. Estoy en casa de mi hermana… escribiendo unas cosas.


—Oh.


Paula lo miró con curiosidad antes de recoger la fuente con el queso y llevarla al cuarto de estar.


—Vamos, háblame de tu nuevo trabajo —dijo Pedro después de recoger la bandeja con las pastas y seguirla al cuarto de estar.


—Trabajo arreglando vestidos en…


—¡Que estás haciendo qué!


A Paula le sorprendió la dureza de su tono, la estaba mirando como si hubiera dicho algo escandaloso.


—Arreglos. Ya sabes, subir bajos a los vestidos, meter o sacar de las costuras y…


—¡Paula, las mesas de juego no están preparadas y son casi las siete! —Alicia entró en la habitación tan guapa y ligera como una mariposa con aquel vestido amarillo que Paula le había hecho—. ¡Oh, Dios mío! Me gusta que todo esté listo antes de que lleguen y… Oh, señor Alfonso, ya ha venido.


—Sí, he venido antes para ayudar. ¿Dónde están las mesas, señora Chaves?


Paula le oyó silbar animadamente mientras sacaba las mesas y las sillas de debajo de la escalera y las colocaba donde Alicia le indicó. 


Se le veía siempre tan… cómodo consigo mismo estuviera donde estuviese y con quien fuera. Y esa tarde, se había sentado en la cocina como… como Jorge siempre lo había hecho. Pero Pedro no era como Jorge. La otra noche, cuando la besó en el estudio, le dejó un recuerdo inolvidable. Alicia no le había dicho que Pedro había llamado, pero ahora ya no importaba, Pedro había dicho que había ido para verla a ella.


—Paula, trae el café. Y otra cosa, ¿te acuerdas de dónde he dejado las fichas?


—Ahora voy a por ellas —Paula fue a por las fichas y preparó la cafetera.


Cuando los invitados comenzaron a llegar, ella, sigilosamente, subió a su estudio preguntándose cuándo volvería a verlo.


Lo vio al día siguiente.


Los viernes siempre tenía mucho trabajo y, ése en concreto, más. Paula no tuvo tiempo para almorzar mientras arreglaba tres vestidos de una mujer que se marchaba de viaje. Cuando salió de los almacenes, estaba cansada y hambrienta, y pensó en tomar un café en algún sitio antes de ponerse en camino a casa.


De repente, el pulso se le aceleró y también los latidos del corazón. Él estaba ahí, al pie de las escaleras automáticas.


—Hola, Paula.


—Hola.


¿Habría ido para verla?


—Estaba empezando a preocuparme —dijo Pedro mirándose el reloj—, no sabía si bajarías por aquí o por los ascensores.


—No, siempre bajo por aquí.


—Vaya suerte —Pedro sonrió—. He venido para invitarte a cenar.


—Oh —Paula había preparado espagueti la noche anterior y Alicia debía haber cenado ya, pero iba vestida con esa falda de pana y una blusa blanca sencilla—. No. creo que no.


—Me lo debes, Paula —dijo él mientras pasaban entre los mostradores de joyería hacia la salida—. He tenido que aguantar tres partidas de bridge y llevo esperando tres cuartos de hora a una dama que no ha tenido la delicadeza de decir: «sí, gracias, encantada de cenar contigo».


—Yo… es que no te esperaba —se sentía casi mareada; pero, por dentro, tenía ganas de reír.


—Tienes hambre, ¿verdad? Podríamos ir ahí enfrente, al hotel donde nos conocimos y donde yo, galantemente, te llevé a los brazos de otro hombre.


—Sí, eso es verdad, pero te llevó tu tiempo hacerlo.


Paula escuchó la profunda risa de él.