sábado, 2 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 22





Pedro nunca había tenido que involucrarse en la tediosa tarea de comprar regalos para las mujeres. Primero, porque no tenía tiempo para ir de tiendas, mirar joyas y pedir ayuda a los dependientes.


Segundo, no se le ocurría nada más aburrido que estrujarse el cerebro para imaginar qué le gustaría a una mujer. No, ése había sido el cometido de su ayudante. Una mujer comprando para otra mujer, era lo más lógico.


Durante las últimas seis semanas, sin embargo, se había olvidado de su ayudante para ir de compras él mismo y le había parecido menos aburrido de lo que pensaba. De hecho, había descubierto que era divertido buscar cosas que la hicieran sonreír.


Paula tenía unos gustos un poco raros. Después de cometer el error de comprarle una pulsera de diamantes que ella le agradeció amablemente y, también amablemente, le devolvió un minuto después, había tenido que revisar sus ideas. No le interesaban las joyas, especialmente las joyas caras.


—Seguro que es el tipo de regalo que estás acostumbrado a comprarle a tus novias —le había dicho. Y luego dejó escapar un suspiro cuando él contestó que nunca le habían devuelto ninguna.


—¿Por qué los hombres ricos nunca se sienten en la obligación de ser imaginativos?


Pedro, a quien nada gustaba más que un reto, se había vuelto imaginativo.


La había llevado a ver obras rarísimas en teatros con diez butacas, le había comprado la primera edición de una novela italiana de más de quinientas páginas. A ella le había encantado, por supuesto, y a Pedro le emocionaba ver su expresión de alegría.


Incluso se había dejado llevar por esa ridícula alegría al ver un gigantesco perro de peluche en Harrods y no se había ofendido cuando ella se rió de su escepticismo, diciendo que era un «anciano gruñón».


Aparentemente, había pocas cosas que pudieran ofenderlo cuando se trataba de ella... salvo una. Un pequeño grano en el satisfactorio progreso de su relación: que Paula se negara a casarse con él. También se había negado a vivir con él, aunque Pedro le había dado miles de razones por las que sería lo más lógico, sobre todo cuando se acostaban juntos. 


Pero al menos había dejado de insistir en eso de ser «amigos».


No podía entenderlo. Si él estaba dispuesto a hacer ese sacrificio, ¿por qué no podía hacerlo ella?


Cuanto más discutían sobre el asunto, más obstinada se mostraba Paula y Pedro decidió conseguir lo que quería dando algunas vueltas.


Pero como nunca había tenido que cortejar a ninguna mujer, sus intentos no habían tenido gran éxito. Una larga lista de invitaciones a cenar no lo había llevado a ningún sitio, de modo que optó por cenar en casa. Y la cocina, le había dejado claro Paula, era territorio de los dos. Incluso le había comprado un libro de recetas y Pedro se había encontrado cocinando torpemente mientras se preguntaba qué pensaría su madre del asunto.


Pero no le había contado esos detalles a su familia. No había mencionado que Paula se negaba a casarse, dándoles a entender que lo harían más adelante.


Incluso podría haber dicho que Paula quería casarse después de dar a luz, cuando hubiese recuperado la figura. 


Su madre se lo había creído, pero no quería ni pensar lo que Paula diría al respecto de esa invención. Daba igual que la importancia de sus mentiras hiciera que la suya fuera insignificante.


Pedro se decía a sí mismo que estaba tan preocupado por ella porque estaba esperando un hijo suyo. En circunstancias normales las cosas habrían sido completamente diferentes. Sin el niño, seguramente Paula le habría pedido perdón y él se habría olvidado de ella en unos meses para volver a su vida normal.


Y, sin embargo, ahora los recuerdos de esa vida normal le parecían algo distante, extraño.


Estaba fascinado por los cambios en su cuerpo y los partidos de fútbol que parecían tener lugar dentro de ella. Había leído de principio a fin un conocido libro sobre el embarazo y pensaba en Paula cuando no estaban juntos. Le parecía algo poco natural, pero se había acostumbrado.


A pesar del tremendo cambio de vida, Pedro estaba orgulloso de cómo llevaba la situación, pensó mientras llamaba al timbre de su apartamento. Pero cada día le parecía más absurdo aquel acuerdo de vivir separados. 


Aunque la había instalado en el apartamento más cercano al suyo que pudo encontrar, el hecho de que no sólo se negara a casarse con él, por razones que desafiaban a la lógica, sino que insistiera en vivir en apartamentos diferentes era una constante fuente de insatisfacción.


Paula no podía decir que no disfrutase acostándose con él, en posiciones que eran francamente ingeniosas dado su avanzado embarazo. Además, él conocía a las mujeres y sabía que no estaba fingiendo.


Había dejado de insistir sobre el asunto, pero no dejaba de pensar en ello. ¿Era una manera de no sentirse atada? ¿De verdad creía que no había una relación entre ellos? ¿Pensaba que podría tener a su hijo y luego seguir adelante, buscando al hombre de sus sueños?


Estaba tan ocupado dándole vueltas a todo eso que tardó unos segundos en darse cuenta de que Paula no había abierto la puerta. Pero eran las siete, de modo que debía estar en casa.


El había estado en Nueva York durante los dos últimos días, pero habían hablado por teléfono varias veces y Paula debería estar esperándolo. 


¿Dónde demonios se había metido?



HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 21





Paula buscó su boca con los ojos cerrados, sus lenguas moviéndose sinuosamente mientras tenía que apoyarse en la pared para no caer al suelo.


Pero no podía estar quieta y enredó los dedos en su pelo, tirando de Pedro hacia ella.


Lo oía decir algo, palabras en italiano que resultaban increíblemente eróticas, aunque apenas entendía lo que decía. Y cuando se paró un momento, con una voz que ni ella misma reconocía le pidió que siguiera.


Sólo una vez, se decía a sí misma. Aunque sabía que sucumbiría una y otra vez porque Pedro le robaba la voluntad.


Él parecía capaz de separar el deseo de la emoción, pero para ella todo estaba mezclado y se odiaba a sí misma por no ser capaz de apartarse cuando sabía que le perjudicaba.


—¿Qué ocurre?


—No quiero que pares, pero te odio por... obligarme a decirlo.


—Tú no me odias, Paula. Soy un reto para ti y crees que tienes que pelearte conmigo, pero no es verdad. Si te sirve de consuelo, tú también eres un reto para mí y he descubierto que intentar luchar contra eso no sirve de nada. ¿Por qué seguimos negando lo que queremos?


—Tú no sabes lo que quiero —protestó Paula.


—Sí sé lo que quieres —Pedro le quitó el gorro de lana y enterró la cara entre sus rizos. 


Siempre olía a flores, fresca, limpia e inocente, tanto que podría perderse en su aroma.


Con una mano en su nuca, volvió a disfrutar de su boca mientras con la otra mano acariciaba sus femeninas curvas. 


No podía entender el poder que tenía sobre él, pero desde la primera vez que hicieron el amor lo había hecho sentir como un hombre hambriento que de repente se hubiera encontrado con un banquete.


Pedro, no, por favor... —Paula tembló cuando metió la mano bajo el leotardo de lana, sus caricias despertando un volcán en su interior—. No, espera, no pares.


Un segundo después Pedro estaba de rodillas frente a ella y Paula enredó los dedos en su pelo mientras le bajaba el leotardo y las braguitas. Separó las piernas para acomodar su cabeza y dejó escapar un suspiro convulso cuando empezó a acariciarla con la lengua como antes la había acariciado con los dedos.


Quería gritar, pero sabía que no podía hacerlo y se limitaba a suspirar, moviéndose febrilmente contra su boca mientras Pedro la acariciaba con un ritmo que la llevaba al borde del precipicio... para apartarse después.


Dejando escapar un gruñido de frustración, se levantó para apretarse contra ella. Pero, por si no había notado en qué estado se encontraba, puso su mano sobre la cremallera del pantalón y tuvo que apretar los dientes cuando ella empezó a acariciarlo.


—Te necesito —murmuró mientras Paula intentaba torpemente bajar la cremallera del pantalón—. Pero aquí no.


—Pero...


—No creas, no soy de los que le dicen que no a un revolcón en la paja de vez en cuando, pero hacerlo en un cobertizo con este frío me parece demasiado.


—No podemos entrar... —de repente, a Paula le dio la risa—. Mis padres están en casa y...


—No creo que podamos hacer otra cosa. No puedo desnudarte aquí y lo necesito.


No le dio tiempo a ordenar sus pensamientos y le recordó lo que los dos querían levantando el jersey para acariciar sus pechos.


Sabía que eran tretas sucias, pero le daba igual. Y tampoco se paró a pensar por qué tenía que usar tretas con Paula, sucias o no.


—Podemos entrar por la puerta de atrás... pero no sé por qué, se supone que no deberíamos hacer esto —a Paula le temblaban las manos mientras bajaba el jersey. En realidad, le daba igual. Quería entrar en cualquier habitación, quitarse la ropa y... se mareaba sólo de pensarlo.


Pero no quería pensar, no debía hacerlo. Le había dado un discurso a su madre sobre por qué habían reconsiderado la idea de la boda, le había dado una charla Pedro sobre la estupidez de sacrificarse por el niño, había insistido en que lo único que podían ser era amigos. ¿Desde cuándo los amigos hacían el amor como dos adolescentes con un calentón?


Pero nada de eso sirvió para impedir que entrasen en la casa por la puerta de atrás. 


Podían oír las voces de sus padres en el salón, pero se quitaron las botas para subir la escalera sin hacer ruido. Apenas tuvieron tiempo de llegar arriba y cerrar la puerta antes de caer el uno sobre el otro. 


Ropa, leotardos, calcetines... todo desapareció a la velocidad del rayo.


—No te metas bajo las sábanas —dijo Pedro.


—Estoy gorda.


—Estas guapísima —replicó él. 


Tumbada en la cama, con los pálidos brazos sobre la cabeza y el pelo extendido por la almohada, estaba realmente guapísima. Pedro se tomó su tiempo para admirar sus redondeadas formas, sus pechos, con los pezones más grandes y más oscuros que antes. Era la experiencia más erótica de su vida.


Cuando pensaba en el niño creciendo dentro de ella se mareaba. ¿Cómo podía un hombre que jamás había planeado seriamente tener hijos marearse al pensar que Paula esperaba un hijo suyo?


—Tú también —dijo ella.


—Ah, un cumplido —Pedro sonrió de esa forma que la excitaba tanto—. Eso me gusta. Mucho.


—Porque tienes un ego del tamaño de esta casa.


—Bueno, recuérdame dónde estábamos. Ah, sí, ¿cómo he podido olvidarlo? — Pedro se colocó sus piernas sobre los hombros y respiró la dulce miel de su feminidad. Le encantaban sus gemidos, pensó, excitado.


¿Cómo podía intentar apartarse de él cuando los dos sabían que aquello era lo que deseaba? La acarició a placer y luego, temporalmente saciado, se colocó encima, enterrando la cara entre sus pechos.


Paula tuvo que ponerse la almohada sobre la boca para disimular sus jadeos mientras él empezaba a chupar un pezón, tirando suavemente para luego hacer lo mismo con el otro. Con los ojos semicerrados, podía ver la humedad que dejaba sobre sus pechos, disfrutando voluptuosamente mientras la tocaba entre las piernas.


—¿Te gusta? —Pedro levantó la cabeza para mirarla y Paula asintió como una marioneta obedeciendo a su amo. Y lo peor de todo era que no tenía remordimientos por lo que estaba haciendo.


Sólo quería tenerlo dentro.


Pedro tiró de ella para colocarla encima cuando no pudo aguantar más y dejó escapar un gruñido de satisfacción cuando empezó a frotarse contra su erección. Sus pechos se movían arriba y abajo mientras lo montaba hasta que no pudo soportarlo más y todo su cuerpo se convulsionó en un orgasmo salvaje, casi al mismo tiempo que Paula.


Y mirándola en ese momento, las mejillas ardiendo, el pelo alborotado, los ojos cerrados, fue suficiente para excitarse de nuevo.


—¿Es que no estás nunca satisfecho? —le preguntó ella, riendo, mientras deslizaba un dedo por su torso.


—Cuando se trata de ti, parece que no. ¿A ti te pasa lo mismo?


Cuando ella asintió con la cabeza fue como una descarga de adrenalina.


—Me alegro, porque así es como debe ser. Una vez que dejes de pelearte conmigo podrás empezar a aceptar que voy a ser alguien permanente en tu vida. Si no quieres casarte conmigo me parece bien, pero de todas formas estaremos juntos.


—¿Como tu amante embarazada? —Paula tuvo que tragar saliva.


—Prefiero no usar etiquetas cuando se trata de una relación —respondió Pedro, besando su pelo—. Especialmente, cuando la etiqueta es la palabra «amigo». Esa etiqueta, imagino que estarás de acuerdo conmigo, ya es totalmente irrelevante.



HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 20




El ambiente era un poco tenso cuando se abrió la puerta y Pedro y su padre entraron en la casa, llevando con ellos un golpe de viento y nieve.


Pero Paula estaba preparada. Se había puesto el jersey más ancho que encontró en el armario, que le llegaba por debajo de la cintura, unas botas forradas de piel y un gorro de lana y lo secuestró antes de que pudiese entrar en la cocina.


—Tengo que hablar contigo —le dijo, mientras se ponía los guantes.


—¿No puede esperar? Tengo que darme una ducha.


—No, no puede esperar.


Pedro no había imaginado lo que le esperaba, pero debía reconocer que se había adaptado muy bien. Incluso había encontrado una solución que podría no ser la apropiada para ella, pero era mucho más de lo que hubiesen hecho otros hombres.


No sabía cómo se había familiarizado tan pronto con la sierra mecánica para cortar la leña, pero también lo había hecho. Y aunque la nieve empezaba a apilarse de nuevo en el camino, había conseguido limpiar espacio suficiente como para que no resultase incómodo.


—Vamos al cobertizo, detrás de la casa. Te ayudaré a llevar la leña y podremos hablar allí.


—¿Por qué tengo la impresión de que esta charla no va a gustarme nada?


El cobertizo donde guardaban la leña, y donde estaba la caldera, era sorprendentemente grande, pero apenas iluminado por una bombilla.


—¿He saltado los primeros obstáculos con éxito? —le preguntó Pedro cuando dejaron el último tronco sobre una pila de ellos—. ¿O se te ha ocurrido alguno más? ¿Tengo que demostrar que estoy a la altura?


—No tienes que demostrar nada.


—No, tienes razón. Me alegro de que al fin hayas llegado a esa conclusión.


Paula estaba apoyada en la pared, con las manos a la espalda. Bajo esa ropa tan ancha tenía un aspecto pequeño y frágil, pero las apariencias solían ser engañosas, se recordó a sí mismo. Aquélla era la mujer que le había mentido sobre su identidad, que les había mentido a sus padres sobre él, que le había escondido su embarazo. Y, después de hacer el amor con ella, había salido con
esa tontería de que fuesen amigos. Él le había ofrecido una solución a sus problemas, siendo tremendamente generoso, y ella se la había tirado a la cara. Él decía una cosa y Paula inmediatamente decía la contraria. Él iba en una dirección y ella en la otra.


—He estado hablando con mi madre —empezó a decir Paula entonces—. Le he dicho que no va a haber boda.


Pedro no había esperado aquello.


—¿Y por qué has hecho eso? —le preguntó.


—Tú sabes por qué. Ya te he explicado que tener un hijo no es una razón para que dos personas se casen.


—¿Y tu madre no ha sentido curiosidad por esa decisión?


—Le he explicado que... podríamos estar a punto de cometer un error, que todo ha sido demasiado rápido.


—Ah, ya, como siempre, no le has dicho la verdad.


—Tú tienes que volver a Londres y sería una locura que yo fuese contigo, pero tampoco puedo quedarme aquí si mis padres creen que nuestra relación va viento en popa. Tenía que darles alguna explicación.


Pedro decidió que tomarse las cosas con calma no iba a servir de nada. Y tampoco recordarle que no tenía intención de abandonar a su hijo para visitarla esporádicamente mientras ella intentaba encontrar a otro hombre.


De modo que dio un par de pasos hacia delante y Paula sintió que el vello de su nuca se erizaba.


‐¿Qué haces?


—No pienso pelearme más contigo.


Podía intentar engañarlo todo lo que quisiera, pero sentía su deseo llegándole en olas. De modo que apoyó las manos en la pared, a cada lado de su cara, y Paula tuvo que hacer un esfuerzo para llevar aire a sus pulmones.


—¿Entonces estás de acuerdo en que... bueno, en fin, po‐podemos discutir esto como adultos? ¿Que no hay necesidad de fingir que va‐vamos a vivir el cuento de hadas que esperan mis padres? —Paula apenas podía reconocer su propia voz.


—Claro que podemos, si eso es lo que quieres.


Su aroma masculino la envolvía de tal forma que tuvo que cerrar los ojos. Y cuando los abrió de nuevo, Pedro estaba mirándola de esa manera tan erótica, como la miraba en Barbados...


Entonces se le ponía la piel de gallina y su cuerpo respondía al instante. Y en aquel momento le pasaba lo mismo. Sentía que sus pechos se hinchaban y el recuerdo de cómo había acariciado sus pezones con la lengua por la noche la calentó por dentro, a pesar del frío del cobertizo. Le gustaría dar un paso atrás, pero estaba pegada a la pared y no podía moverse.


‐Bueno, me gustaría que... lo discutiéramos... —sabía que estaba tartamudeando y respiró profundamente, pero no sirvió de nada.


—Muy bien.


‐Entonces, has decidido volver a Londres.


‐Con esta nevada me parece que va a ser imposible —Pedro se pasó una mano por la nuca antes de dar un paso atrás—. Pero dime cuándo quieres que me marche.


Paula se miró los pies, cortada. Pedro había decidido dejar de pelear, de modo que había conseguido lo que quería.


‐Imagino que estarás deseando marcharte.


—No has respondido a mi pregunta. 



—Marcharse ahora sería una locura. En esta zona uno nunca sabe cuándo va a parar de nevar...


Era increíble que después de haber deseado que se fuera ahora tuviese tanto miedo al pensar que podría irse de verdad. Sí, volvería de vez en cuando y seguramente se portaría bien, pero...


—Quieres que me vaya, ¿verdad? —Pedro puso una mano en su cintura al ver que vacilaba. 


Había intentado ser amable, le había dado tiempo, pero ya estaba harto. Si no iba a admitir lo que sentía por él, tendría que recordárselo.


Pero esta vez no iba a darle tiempo a levantar barreras.


‐Tú sabes que sí.


—Para que puedas volver a tu ordenado mundo —mientras hablaba, Pedro metía una mano bajo el jersey, pero debajo encontró un forro polar y debajo una camiseta. ¿Cuántas capas de ropa llevaba?


Paula dejó escapar un gemido. Mientras estuviera un poco alejado podía echar mano de la lógica y el sentido común, pero cuando estaba tan cerca, tocándola, se encendía como una cerilla. Pedro había logrado abrirse paso bajo las capas de ropa y notaba el calor de sus dedos sobre la piel. No llevaba sujetador porque los antiguos le quedaban pequeños y no se había molestado en comprar otros...


—Se supone que so‐somos amigos —murmuró cuando él empezó a acariciar sus pezones.


—Me parece que eso de la amistad no me interesa. Intento pensar que somos amigos, pero enseguida me llega una imagen de ti desnuda, excitada... y me enciendo, Paula —Pedro levantó el jersey y acarició sus pechos con las dos manos.


—No, para... esto no es justo.


—Lo sé —murmuró él, besando su cuello.