jueves, 31 de mayo de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 13




Pedro descubrió lo que era que una bomba detonase en el epicentro de su existencia. Lo único que podía hacer era mirarla y Paula pensó que parecía un hombre que hubiera saltado de un avión para darse cuenta de que no llevaba paracaídas. Estaba en caída libre y podía entender por qué:
Pedro era un hombre soltero, libre, y de repente, se había convertido en un hombre comprometido, con un hijo en camino. Todo en el espacio de una hora.


Y lo peor de todo, comprometido con una mujer a la que consideraba una mentirosa y una oportunista. ¿Podría haber algo peor?


Sus padres aparecieron en el salón justo en ese momento, posponiendo la inevitable confrontación, algo de lo que Paula se alegraba inmensamente.


A partir de entonces quedaron a merced de los Chaves, que tenían interminables historias que contar sobre su hija. Y cuando su madre desapareció en la cocina para hacer la cena, a merced de su padre que, inmediatamente, puso una copa de brandy en la mano de Pedro y le pidió que le contase algo sobre sus interesantes viajes.


—África —dijo, suspirando mientras se dejaba caer en un sillón—. Yo nunca he estado allí, pero debe haber sido una experiencia increíble. Me alegra saber que aún hay gente joven que se preocupa por los demás.


Paula tragó saliva.


—A Pedro no le gusta hablar de su trabajo, papá. Es muy modesto.


Como sus padres los creían comprometidos, Paula acabó sentada al lado de Pedro en el sofá. Una ironía cuando la única razón por la que él querría estar a su lado era para estrangularla. Y, sin embargo, Pedro tomó su mano y le dio un leve apretón.


—Paula es muy amable —dijo, sonriendo. Y cuando giró la cabeza se alegró al ver que estaba nerviosa. Sin duda, su pobre padre pensaría que eran nervios por la inesperada llegada de su prometido—. ¿Pero no recuerdas las fotografías que te envié?


—¿Fotografías? —repitió ella, intentando soltar su mano.


—Las que tienes en el álbum, el álbum de África.


‐Ah, sí, claro.


‐¿Por qué no se las enseñas a tu padre? —le preguntó Pedro entonces, poniendo una mano sobre su muslo.


—Es que no sé dónde lo he puesto, pero me acuerdo muy bien —Paula respiró profundamente y cruzó los dedos a la espalda mientras se lanzaba a describir un centro médico en el corazón de África que había visto en un documental.


—Tu hija es muy persuasiva —dijo Pedro cuando terminó—. Podría venderle neveras a un esquimal, ¿verdad que sí, cariño?


Paula tuvo que sonreír. Al menos en compañía de sus padres tendría que fingir que estaba, encantada de ver a su prometido.


Aunque vista desde otro ángulo la farsa debía ser para partirse de risa, siendo una de las protagonistas le parecía más una tragedia que una comedia.


‐No sé yo...


—Cuando describió su casa en Irlanda yo casi tuve la impresión de que estaba hablando de un castillo.


—Pues como ves, nada más lejos de la realidad —Mauricio rió, sacudiendo la cabeza—. Pero no me extraña. Sé que se va a enfadar, pero nuestra Paula siempre tuvo mucha imaginación.


—Desde luego que sí.


—Pero ahora, las circunstancias son muy diferentes...


Paula oyó a su madre llamándolos desde la cocina e intentó disimular un suspiro de alivio mientras se levantaba del sofá como un rayo. Cuando su padre salió del salón le hizo un gesto a Pedro.


‐¿Qué?


‐Estate quieto.


—¿Qué quieres decir?


‐¡Deja de tocarme!


—Por tu culpa, se supone que yo debo hacer el papel del novio enamorado, de modo que todo el mundo esperará que nos toquemos un poco. Y corrígeme si me equivoco, pero nadie ha dicho nada sobre un embarazo. Curioso, ¿no te parece?


—¿Qué quieres decir?


Pedro no pudo contestar porque habían entrado en la cocina, de la mano, como una pareja enamorada.


‐He calentado un pollo que tenía en el congelador —dijo Aylen mientras se sentaban todos alrededor de la mesa de pino—. Espero que te guste, Pedro.


Mientras sus padres hablaban con él, Paula se torturaba preguntándose qué habría querido decir. ¿Pensaba que estaba mintiendo, que se había inventado el embarazo?


Nunca en su vida había necesitado tanto tomar una copa, aunque sólo fuera para evitar el interrogatorio de su madre sobre dónde se conocieron o cómo se conocieron. Ningún intento de llevar la conversación hacia otro tema daba resultado. Aunque afortunadamente, su padre había dejado de interrogar a Pedro sobre sus actividades en África.


Lo que le había parecido una buena idea en su momento para ahorrarle a sus padres la angustia y la desilusión de ver a su hija embarazada y sola, había terminado siendo una catástrofe.


Y aún peor era comprobar que sus padres estaban encantados con él. Pedro contaba anécdotas divertidas como un mago sacaba conejos de la chistera.


—Ahora entenderás a qué me refería cuando dije que era extraordinario, mamá —le dijo Paula a su madre una vez solas en la cocina.


‐Cariño, me alegro muchísimo por ti. Es una pena que hayas tenido que dejar los estudios por el momento, pero no creo que a Pedro le importe que los retomes después, ¿verdad?


Paula se apoyó en la encimera, aguzando el oído para ver si el extraordinario hombre en cuestión, que había vuelto con su padre al salón, volvía sin avisar.


‐Bueno, siempre es bueno tener un título universitario.


‐Pero no olvides que ahora tienes otras obligaciones, cariño.


Paula hizo una mueca.


—No creo que se me vaya a olvidar.


En realidad, había empezado a acostumbrarse a la idea de tener un hijo. Lo que fue una enorme sorpresa al principio se había ido convirtiendo en parte de su día a día. Era una bendición que sus padres la apoyasen porque no había querido seguir en la universidad estando embarazada y no le apetecía vivir sola en Londres siendo madre soltera.


—Le he dicho a tu padre que no diga nada sobre el niño —siguió Aylen—. No sabía si se lo habías contado ya a Pedro.


—Gracias, mamá.


—Pero no pareces tan contenta de verlo como uno podía esperar. Sé que habías pensado que estaría en Africa varios meses más con sus proyectos...


—¡Pero aquí estoy!


Pedro entró en la cocina y le pasó un brazo por los hombros. 


Con desgano, Paula le pasó el suyo por la cintura. A través de la camisa podía notar la dureza de su cuerpo y, de repente, sintió un escalofrío.


‐Y, como le decía a Mauricio, portador de buenas noticias.


—¿Qué quieres decir? —Paula lo miró, atónita.


‐No más proyectos en África...


Sólo cuando su madre lanzó un grito de alegría entendió de qué estaba hablando.


‐¡Qué bien! —Paula intentó poner entusiasmo en su voz mientras veía cómo la última esperanza de que desapareciera de su vida se iba por la ventana.


—Mi prioridad es estar contigo —siguió Pedro—. ¿Verdad que sí, cariño? Contigo y con el niño.


De repente, el mundo se llenó de arco iris y angelitos. Por lo menos, eso era lo que creían sus padres. Su madre no podía contener la emoción y, mientras todos hablaban a la vez, Paula se dio cuenta de que ya no controlaba la situación.


miércoles, 30 de mayo de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 12




Pedro lo hizo, pero sólo porque tenía un aspecto particularmente enternecedor con los ojos tan brillantes. 


Aquella mujer era una montaña rusa, pensó. ¿Qué más daba esperar unos minutos más?


Paula dejó escapar un suspiro de alivio al ver que se sentaba. Antes miraba el reloj temiendo que sus padres volvieran del Ayuntamiento y ahora lo miraba temiendo que bajasen de la habitación.


‐Les conté todas esas cosas porque lo que hubo entre nosotros no fue sólo una aventura... bueno, yo les he contado que no lo fue. Y antes de que me preguntes qué quiero decir con esto —Paula hizo un gesto con la mano al ver que iba a interrumpirla—. Antes de decirte a qué me refiero —repitió, llevándose una protectora mano al abdomen— quiero que sepas que supuestamente has estado en todos esos sitios.


‐¿En África, en medio de alguna guerra?


—Les dije que estabas en África porque allí habría sido fácil que desaparecieras. Podría haberles dicho que estabas en Nueva York o en Tokio o en cualquier otra ciudad occidental, pero eso habría complicado las cosas.


Pedro estuvo a punto de soltar una carcajada al pensar que las cosas pudieran complicarse aún más.


—Pero si estuvieras, por ejemplo, en el Congo —siguió Paula— entonces sencillamente habríamos ido separándonos poco a poco. Una pareja no puede mantener una relación cuando uno está aquí y el otro a miles de kilómetros, en un país en guerra...


—¿Una pareja?


Ella asintió con la cabeza, alargando una mano para mostrarle un anillo.


—No es de verdad, pero tenía que enseñarles algo a mis padres.


Pedro no se había fijado en el anillo, tal vez porque no había prestado demasiada atención a sus manos. Pero ahora se daba cuenta de que las había mantenido escondidas todo lo posible bajo las mangas del jersey.


—No entiendo nada. ¿Creen que estamos prometidos?


—Debes pensar que estoy loca, ¿verdad?


—¿Loca? Eso es decir poco.


—Bueno, escúchame. Sé que vas a enfadarte, pero... —Paula oyó pasos en la escalera. Era ahora o nunca, pensó—. He tenido que contarles una pequeña mentira...


—¿Una pequeña mentira? —repitió Pedro—. ¿Y a qué llamas tú una gran mentira entonces?


—Como te he dicho —siguió ella, como si no lo hubiera oído— mis padres son personas un poco anticuadas y se habrían llevado un disgusto al saber que su hija había tenido una aventura fuera del país y había vuelto a casa embarazada.



HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 11




Paula imaginó que debía estar pensando en marcharse para volver a su privilegiada vida. Esa vida privilegiada y maravillosa que había creído erróneamente que ella conocía bien.


Y sentía la tentación de dejarlo marchar sin decir nada, ¿pero cómo iba a explicárselo a sus padres? La telaraña de engaños que había empezado a tejer cuando aceptó su invitación a cenar cinco meses antes parecía ahogarla en aquel momento.


También había descubierto que la idea de no volver a verlo nunca estaba empezando a clavar sus garras en ella, pero hizo un esfuerzo por esconder tan inapropiada reacción.


—Estaba diciendo que tengo que decirte algo antes de que bajen mis padres.


Pedro se puso en alerta roja de inmediato.


—¿Quieres decir aparte de explicarme por qué parecen saber quién soy?


—Pues verás... es que les he hablado de ti —dijo Paula, sentándose en un sillón, frente a él.


—¿Ah, sí? ¿Y qué les has dicho exactamente? Considerando tu enorme capacidad para la mentira, me interesa mucho saberlo —la mirada de Pedro se deslizó perezosamente desde su cara a sus pechos, unos pechos que conocía íntimamente. Daba igual que estuvieran escondidos bajo un ancho jersey, su memoria era más que capaz de reproducir una imagen del sensual cuerpo que había debajo.


—Les he dicho que... bueno, que nos conocimos en Italia.


—Ah, entonces saben que estuviste en Italia, un comienzo prometedor. ¿Y saben que estabas cuidando un apartamento de lujo?


‐¡Sí, saben que estuve cuidando un apartamento!


—Pero supongo que no les has dicho ni pío sobre que te hiciste pasar por la propietaria.


Paula sentía que le sudaban las manos, pero las mantuvo escondidas bajo el jersey.


—No —admitió por fin.


—Ya me lo imaginaba. Tus padres no parecen la clase de personas que verían eso como una anécdota divertida. ¿Y qué les has contado exactamente sobre mí?


Paula se aclaró la garganta.


—Imagino que te parecerá un poco raro que les hablase de ti, considerando que las cosas no terminaron bien entre nosotros.


‐Eso es decir poco, ¿no te parece?


‐Mis padres son personas decentes y creen en la seriedad de las relaciones...


—Evidentemente, algo que tú no has heredado. 


Paula suspiró de nuevo.


‐No, vas a ponérmelo fácil, ¿verdad?


—¿Alguna razón para que lo haga?


—No creo que sea un buen momento para discutir—dijo ella, mirando hacia la puerta. Conociéndolos como los conocía, sus padres estarían tomándose su tiempo para dejarla un rato a solas con Pedro y se angustió al pensar en lo terrible del engaño.


—¿Qué tienen que ver los valores morales de tus padres con esta situación? — siguió Pedro.


Astuto siempre, dos y dos en aquel caso no sumaban cuatro. Incluso tratándose de ella, mentirosa, oportunista y persona totalmente impredecible, aquella conversación resultaba incomprensible.


—¿Puedo decir que nunca, jamás, habría esperado que aparecieses aquí? —el corazón de Paula latía tan aprisa que casi le hacía daño—. Tú eres una persona sofisticada y pensé que no le darías tanta importancia a lo que pasó. No imaginé cómo reaccionarías al saber que...


Pedro se daba cuenta de que estaba evitando decir algo, pero la dejó seguir porque tarde o temprano tendría que responder a sus preguntas.


—Extraordinario —dijo entonces.


—¿Perdona?


—Le dijiste a tus padres que yo era extraordinario.


—Ah, sí, bueno... y aventurero.


—¿Extraordinario y aventurero?


Paula asintió con la cabeza.


—¿Por qué empiezo a encontrar esta situación un poco surrealista? —Pedro se levantó y empezó a pasear por el salón, deteniéndose para mirar las fotografías sobre la chimenea, en la estantería, en las mesas. Los Chaves eran personas orgullosas de sus hijas, evidentemente. En un radio de cinco metros había una vida entera de recuerdos.


—Sé que esto va a sonar un poco absurdo...


—¿Un poco? —repitió él, volviéndose para mirarla. Y la miraba con tal intensidad que Paula sintió que se le ponía la piel de gallina.


Le había parecido difícil lidiar con el recuerdo de Pedro, pero ahora sabía que la palabra «difícil» adquiría otra dimensión cuando se trataba de lidiar con él en persona.


Mientras intentaba ordenar sus pensamientos y encontrar una manera de explicar aquella situación surrealista, Pedro se acercó al sillón y apoyó una mano en cada brazo.


Su aroma masculino la envolvió, inflamando sus sentidos. 


Extraordinario era decir poco, pensó. Aunque estaba asustada, su cuerpo reaccionaba ante la proximidad de Pedro, sus pezones endureciéndose al recordar el placer que le había dado. Paula apartó la mirada enseguida, pero no tan rápido como para que Pedro no se diera cuenta.


Y, al hacerlo, sintió una inmensa satisfacción. De modo que algo de aquel teatro había sido real. 


Había mentido sobre todo lo demás porque un viaje a Barbados era demasiado emocionante como para decir que no, pero no había mentido cuando cayó en sus brazos. Y si él siguiera deseándola, y ése era un enorme condicional, Paula sería suya cuando quisiera.


—Así que soy extraordinario y aventurero.


—¿Te importaría apartarte un poco? —le rogó Paula. Pero él no se movió.


—¿Por qué? ¿Te sientes incómoda? ¿Tu conciencia te molesta cuando estoy tan cerca? O tal vez... —de repente, Pedro sintió una oleada de deseo— lo que te da miedo es que quieres que tu extraordinario y aventurero ex amante se acerque incluso más.


El brillo de sus ojos le dio la respuesta que buscaba y Pedro sonrió antes de volver a sentarse en el sofá. Si aquello fuera un juego, que no lo era en absoluto, acabaría de ganar un punto.


‐Bueno, estabas diciéndome por qué se te ha ocurrido contarle lo nuestro a tus padres.


Esta vez fue Paula quien se levantó para cerrar la puerta. Sus padres tardarían unos minutos en bajar, pero bajarían tarde o temprano y lo último que quería era que escuchasen aquella conversación.


Cuando volvió a sentarse lo hizo en uno de los sillones, más cerca que antes para no tener que levantar la voz. No quería pensar en lo humillante que era que Pedro se hubiera dado cuenta de que seguía deseándolo. Era lógico que estuviera furioso con ella, incluso que usara esa debilidad contra ella.


Pero si hubiera intentado besarla seguramente no habría sido capaz de resistirse.


‐Y, por cierto, ¿qué clase de aventurero soy? 


Puala dejó escapar un largo suspiro.


—No te lo podrías ni imaginar.


—Me sorprende que le hayas contado a tus padres lo que hacíamos en la playa.


—¿Perdona?


Pedro se encogió de hombros.


—Si tus padres tienen tan altos valores morales como dices, me sorprende que hables con ellos de lo que haces en la cama con un hombre.


‐¡Yo no he hablado de eso con ellos!


—¿Entonces de qué estamos hablando?


—Me refiero a tu trabajo.


Esta vez Pedro la miró, perplejo.


—No te entiendo.


—Ganas mucho dinero y diriges un imperio —empezó a decir Paula—. Pero eso no era suficiente.


—¿Ah, no?


No le gustaba nada que no lo mirase a los ojos. Podría haberle mentido durante todo el tiempo que estuvieron juntos, pero ni una sola vez había evitado mirarlo a los ojos. Y, sin embargo, ahora lo hacía.


—No, la verdad es que no —Paula suspiró, pero lo inevitable de aquella confesión la animó a seguir adelante—. No estabas satisfecho con dirigir un imperio, así que creaste un programa de buenas acciones.


—¿Un programa de buenas acciones? Lo siento, pero no entiendo nada.


—Sí, ya me lo imagino. Y sé que no te va a gustar lo que voy a decir, pero es inevitable. Bueno, seguramente podríamos haberlo evitado...


—¿Se puede saber de qué estás hablando?


Paula lo miró, en silencio, durante unos segundos. Quería grabar aquel rostro en su cerebro para siempre. No era la mejor imagen porque estaba enfadado, pero no tanto como cuando le dijera de qué estaba hablando.


—Le dije a mis padres que construías hospitales en sitios como África, en zonas asoladas por la guerra. Ya sabes, que hacías lo que podías para aliviar el sufrimiento de los menos afortunados.


Pedro sacudió la cabeza, como si ese simple gesto pudiera resolver algo. Y luego se pasó una mano por el pelo antes de mirarla con el ceño fruncido.


—¿Construyo hospitales en África?


—Y colegios, centros sanitarios...


—¿En África?


—Y en otros países donde son necesarios.


—¿Has perdido la cabeza? Sé que eres una mentirosa compulsiva, pero no entiendo a qué demonios estás jugando ahora.


—¡Se supone que tú no ibas a saberlo nunca!


—Pues debo haberme perdido algo porque... ¿qué sentido tiene convertirme en un filántropo? No, deja que te pregunte algo más importante: ¿por qué les has hablado a tus padres de mí si no esperabas volver a verme nunca? Por muy moralistas que sean, imagino que sabrán que los hombres y las mujeres tienen relaciones sexuales, algunas de las cuales no duran para siempre. Además, tienes dos hermanas, ¿no? ¿Vas a decirme que nunca han salido con nadie?


—¡No, claro que no!


—¿Entonces por qué esa elaborada mentira? ¿Por qué no te has limitado a contar los hechos como fueron? Conociste a un hombre, lo pasaste bien durante dos semanas y luego le dijiste adiós.


Tan racional observación. fue recibida en silencio. Un silencio durante el cual el rostro de Paula pasó de la palidez al color escarlata, mientras rezaba para que se la tragase la tierra o, mejor, para despertar de repente y darse cuenta de que los últimos meses sólo habían sido un sueño.


—¿Tu obsesión por mentir no tiene fin? —siguió Pedro—. Pues si es así, creo que necesitas ayuda profesional —dijo luego, levantándose—. Y me niego a tomar parte en el engaño.


Paula se levantó a su vez para agarrarlo del brazo.


—¡Espera, no he terminado!


—¿Ah, no? ¿Aún hay más? ¿Aparte de mi trabajo como misionero en sitios del mundo que nunca he visitado? No se me ocurre qué más podrías haber añadido a tan brillante currículo.


‐¿Te importa sentarte un momento? Imagino que pensarás que estoy loca, pero hay otras cosas que... tienes que saber.