lunes, 12 de marzo de 2018

EN LA NOCHE: CAPITULO 33




La habitación de Paula estaba llena de flores. 


En la ventana, en el suelo, sobre la mesa, llenando todo de brillantes colores. Había una delicada orquídea rosa de Armando y Judith, una violeta africana de Esther, varios ramos de gladiolos naranja y un enorme ramo de rosas de sus padres. También había un dibujo hecho con lápices de colores, que habían pegado en la puerta del baño. Varios platos de plástico con restos de comida de Jeronimo y Christian se apilaban en una bandeja, y un montón de novelas de misterio se apilaba en la mesilla, junto al teléfono.


Una televisión alquilada, colgaba del techo en una de las esquinas, emitía imágenes sin sonido. Pero Paula no le prestaba atención. 


Estaba reclinada sobre varias almohadas, acariciando una rosa roja. Era de Pedro.


Según le habían contado las enfermeras, Pedro había ido todos los días al hospital a interesarse por ella. Había anotado los nombres de todas las personas que la habían visitado. Quería asegurarse de que nadie que no estuviese autorizado tuviese acceso a su habitación. Ella había dicho ya a la policía que no recordaba nada del tiroteo.


Por lo menos, Pedro parecía haber aceptado el hecho de que no quería verlo. No tenía ningún sentido. Ya no había nada entre ellos, por lo que no era necesario fingir que seguían siendo novios. Después de las últimas palabras que Pedro le había dicho, justo antes del tiroteo, no entendía cómo se había atrevido a enviarle flores. El aire de la habitación tenía un olor sofocante.


Ahora tenía la mente más despejada. Paula se preguntaba cuál había sido el motivo por el que Pedro había estado en el hospital continuamente desde que salió del quirófano. 


Probablemente estaría preocupado por su salud, nada más. Si hubiera muerto, Pedro habría tenido que enfrentarse a todo tipo de papeleo, lo que le habría provocado muchos quebraderos de cabeza.


Era posible que también se sintiera culpable. A fin de cuentas, le había asegurado que no corría ningún peligro cuando la convenció para que lo ayudara. Tal vez le preocupara la posibilidad de que ella llevase antes los tribunales al departamento de policía. Probablemente era una combinación de todo aquello lo que lo mantenía pendiente de ella. Estaba segura de que sentía lástima por ella. La consideraría una pobre y patética mujer solitaria, hambrienta de sexo, que confundía la excitación de la adrenalina con algo distinto. Afortunadamente para ella, él la había rechazado antes de que todo aquello terminase por hacerla enloquecer. No había tenido tiempo; un disparo la interrumpió.


Cerrando los ojos, arrancó un pétalo de la rosa y lo dejó caer al suelo. Afortunadamente no había llegado a enamorarse. Recuperarse de un agujero en el pulmón era lo suficientemente doloroso para añadir el dolor de un agujero en el corazón.


Sus hermanos habían aceptado la farsa del compromiso sin problemas. Evitaban hablar de ello, así como mencionar el nombre de Pedro o cualquier detalle de la boda de la hija de Fitzpatrick. Se comportaban de forma muy protectora con ella, todos excepto Armando. Su carácter se había suavizado desde que Jimmy y él habían empezado a resolver sus problemas.


Sorprendentemente, su padre y él habían estado hablando con ella sobre sus planes de abrir un restaurante. Aquello no quería decir que aprobaran sus deseos de independencia, pero por lo menos no se cerraban en banda, y aquello suponía un avance.


-Buenos días. ¿Qué tal te sientes, Paula? –preguntó Geraldine, abriendo la puerta.


Arrancó otro pétalo de la rosa y lo dejó caer en la colcha.


-Regular. Gracias.


-¿Puedo hacer algo por ti?



-No, gracias. Christian me ha traído ya el desayuno.


-He visto a Pedro en el vestíbulo. Tiene un aspecto horrible –dijo Geraldine, acercando una silla a la cabecera de la cama-. Creo que deberías hablar con él, aunque sólo sea durante unos minutos.


-Ya no tenemos nada que decirnos.


-Oh, Paula, no te haría daño ceder un poco. Cualquiera que viera a Pedro pensaría que se le ha muerto el perro y lleva una semana sin dormir.


-Gerri, ¿cuántas veces te lo he repetido? Pedro no me ama. Yo no lo amo. Nuestro compromiso era una farsa. Todo ha terminado.


Geraldine alzó la cabeza.


-Me da igual lo que digan Jeronimo y los chicos. Pedro es un buen hombre. Podía haberlo hecho mucho peor. Y los dos rebosáis felicidad cuando estáis juntos. Me parece que entre vosotros hay algo mucho más profundo que una mera relación profesional.


-Las hormonas del embarazo te juegan malas pasadas, Gerri –dijo Paula-. Por cierto, ¿cuándo esperas que nazca el niño?


-No me hables. Ayer vi un documental sobre elefantes. ¿Sabías que su período de gestación dura veintidós meses? Creo que voy a ir a hacerme la revisión al zoo.


-¿Te encuentras bien? ¿Cuándo has ido al médico por última vez? –preguntó Paula.


-Hace dos días, y me dijo que estoy bien. Pero no cambies de tema. Estábamos hablando de Pedro.


Paula tomó el mando a distancia y subió el sonido de la televisión.


-Lo he visto por mí misma –insistió Geraldine-. Pedro estaba destrozado mientras estabas en quirófano. Ese hombre te adora.


-Eso es lo que parece. Todo ello formaba parte del trabajo de Pedro para poder introducirse en la boda. Él quiere a Fitzpatrick y yo quiero la recompensa. Eso es todo. Fin de la discusión.


Paula había contado la misma historia tantas veces que ya la recitaba de memoria.


-Muy bien. Muchas parejas se dedican a contar cómo se conocieron. La vuestra parece adecuada para relatársela a los nietos.


Suspirando, Paula hundió la cabeza en la almohada. Geraldine no era la única persona que pensaba aquello. Judith y su madre le habían dicho algo parecido el día anterior.


En el caso de su madre, no le extrañó. Insistía en que un principio difícil no era nada del otro mundo, y estaba deseando que algún día su hija sentase la cabeza y se casase. Era muy romántica, y se negaba a creer que el brillo que había en sus ojos fuera simplemente parte de la actuación.


Por otro lado, la forma en que Judith salía en defensa de Pedro también era comprensible. Aún le estaba muy agradecida por haber ayudado a Jimmy, con independencia de los motivos que hubiera tenido para hacerlo.



-Os empeñáis en negar la realidad –dijo Paula-. Judith, mamá, Esther, todo el mundo. Simplemente porque no aceptáis la idea de que os hayan engañado.


-Paula, lo he visto. No puede ser tan buen actor.


-Te sorprendería lo bien que puede interpretar Pedro un papel.


-Quizás lo veas de forma diferente cuando vuelvas a casa y las cosas vuelvan a la normalidad.


-¿Volver a la normalidad? –murmuró Paula-. No dejaré de respirar mientras espero.


-Hablando de esperar, yo tampoco puedo –dijo Gerandine, levantándose y dirigiéndose al lavabo-. Al niño le ha dado por jugar al fútbol con mi tripa, pero esta conversación no ha terminado.


Paula cambió impaciente el canal de la televisión. Sería estupendo estar de nuevo en casa. Allí estaría a salvo de todos sus familiares que intentaban arreglarle la vida.


En cuanto saliera del hospital, empezaría a buscar locales para su restaurante. No podría cobrar la recompensa hasta que Fitzpatrick se encontrase detenido, pero con la información que Pedro había obtenido, era sólo cuestión de tiempo. Aquello era lo que el policía le había dicho cuando le tomó declaración.


Recordó que se apellidaba Bergstrom. Se había comportado de forma correcta y amigable durante toda la declaración. Era un hombre joven, atractivo según la opinión de su madre. Rubio, con ojos azules y aspecto de modelo. 


Cuando sonreía pudo apreciar el rostro sonrojado de Monique, la enfermera que se hallaba junto a ella durante la declaración.


Paula suponía que era atractivo en el estricto sentido de la palabra. Seguramente muchas mujeres lo encontrarían arrebatador con su elegante traje y su sonrisa resplandeciente. De todas formas, tal vez se habría parado a mirarlo si durante la declaración no hubiese tenido que permanecer tumbada boca arriba rodeada de tubos y vendajes. O si Bergstrom hubiera tenido el pelo más oscuro, con un rizo sobre la frente. 


O si llevara una camisa hawaiana. Si tuviese un hoyuelo en el mentón. Si sus hombros fuesen más anchos y sólidos. Si sus labios supieran a miel.


Tomando la rosa entre los dientes, la destrozó y arrojó los restos al suelo. Después, tomó un libro de la mesilla. Era el momento de volver a la normalidad. Su colaboración con Pedro en la investigación había terminado. A partir de aquel momento, cuando necesitase algo excitante, lo buscaría en la biblioteca.


La portada del libro mostraba la mano de un esqueleto apretando el polvoriento gatillo de un revólver. Era justo lo que necesitaba para distraerse de todas las cosas en las que no quería pensar. Con un gesto de disgusto, abrió el libro. Antes de pasar de la primera línea, sintió la necesidad de volver a mirar la portada. No era la imagen del cadáver lo que la molestaba. Era el revólver. Parecía extraño, demasiado grande y muy corto. Si fuera más largo, sería un rifle. 


Sin embargo, una pistola podría parecer más larga si tuviera un silenciador en el extremo. Le tembló la mano mientras una imagen empezó a tomar forma ante sus ojos. Un silenciador.


Recordaba haber visto su brillo entre las sombras. Dos hombres estaban de pie, uno frente al otro. Después, uno de ellos cayó al suelo. Resultaba difícil fijarse en nada que no fuera el dolor que sentía. Pero no era la portada del libro lo que veía. Era un recuerdo. El hombre sobre el que Bergstrom le había estado preguntando repetidamente. Ella lo había visto. 


Había presenciado el asesinato.


El sonido de la puerta del baño, cuando salió Geraldine, la sacó violentamente de sus pensamientos. El libro cayó al suelo, y Paula se llevó la mano a la frente. Tenía la piel cubierta por un sudor frío.


-Estás blanca como la sábana –exclamó Geraldine-. Espera, voy a llamar a la enfermera. 


En vez de pulsar el botón que estaba junto a la cama, salió directamente al pasillo a pedir ayuda.


La cabeza de Paula estaba a punto de estallar. 


Estaba segura de que no había visto nada. Su memoria debía hacerse bloqueado. Tal vez aquello se debiera al dolor o a la medicación que le estaban administrando. Tal vez fuese un temor instintivo a repasar con más detalle lo que había sucedido aquella noche. Pero ahora ya no podía detenerse. Las imágenes se agolpaban unas con otras luchando por emerger en su memoria.


Una enfermera entró en la habitación y se aproximó a ella. Paula sintió sus fríos dedos en el brazo y luego en la muñeca, tomándole el pulso.


-Estoy bien –dijo Paula con voz débil-. De verdad.


Oyó el sonido de unos pasos en el pasillo. Esta vez sonaban más firmes. De repente, Pedro entró en la habitación.


-¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa aquí?


-Espere fuera –dijo la enfermera.


-Nada de eso.


Se dirigió rápidamente al otro lado de la cama y la miró con evidentes signos de nerviosismo.


-Paula, ¿qué te sucede?


Paula se quedó atónita al verlo. Tenía el pelo enredado. Bajo los ojos, grandes bolsas negras reflejaban su agotamiento. Su ropa arrugada confirmaba largas noches de vigilia.


Geraldine tenía razón. Estaba destrozado.


-Por favor, señor, no puedo permitir que continúe en la habitación.


-No hay problema –dijo Geraldine-. Es de la familia. Pero ¿cómo está Paula? ¿Ha sufrido una recaída?


-Estoy bien. Sólo estoy un poco mareada –acertó a decir Paula.



La enfermera sacó el tensiómetro y lo apretó en torno a su brazo. Después introdujo el disco del estetoscopio por debajo, junto a la piel. Le tomó la temperatura y a continuación le examinó la herida.


-No hay señales de infección y sus constantes vitales son correctas. No le toca la medicación hasta dentro de dos horas, pero si lo desea puedo conseguirle algo para aliviar el dolor.


-No quiero más calmantes. Mi cuñada no debería haberla llamado.


-No se preocupe. Probablemente se ha debido a que aún se encuentra débil y agotada. No se queden mucho tiempo con ella –añadió, dirigiéndose a Pedro y a Geraldine-. Necesita descansar más que recibir visitas.


Tan pronto como la enfermera salió de la habitación, Geraldine rodeó la cama y, tomó la mano de Paula entre las suyas.


-Lo siento. No tenía intención de cansarte. Parecías tan despejada que olvidé que tienes por delante una larga recuperación.


-No te preocupes.


-Será mejor que me vaya. Hasta luego, Pedro –dijo Geraldine, dirigiéndose hacia la puerta.


Paula giró la cabeza para mirar a Pedro.


-No es necesario que te quedes.


Él se acercó. Se inclinó para tomar el libro del suelo y lo dejó en la mesilla, junto al teléfono. De nuevo bajó la mirada. Vio los restos de la rosa en el suelo, los tomó y los echó a la papelera.


El corazón de Paula dio un vuelco. Se recordó que no quería volver a verlo. Pero tampoco quería que sufriera. Lo echaba de menos, aunque no podía echar de menos algo que ni siquiera había tenido. Sólo había sido una mentira, una farsa.


-¿Qué ha sucedido? –preguntó Pedro-. No importa lo que diga la enfermera. Puedo ver que hay algo que no marcha bien.


-Estaba recordando lo que sucedió la noche del disparo. Después de la boda.


Las líneas que rodeaban su boca se hicieron más profundas. Parecía imposible, pero la expresión de Pedro se volvió aún más preocupada.


-No tienes idea de lo culpable que me siento, Paula. He estado esperando que me diese la oportunidad para disculparme por mi comportamiento y por la forma en que he actuado contigo.


-No quiero hablar ahora de nuestras relaciones personales. Todo ha terminado. Hay algo más. Recuerdo haber visto una pistola.


-¿Cómo dices?


-Después de que me disparasen. Cuando me colocabas en el suelo.


-¿Viste una pistola? ¿Dónde? –preguntó nervioso.



-Detrás de ti. Levanté la cabeza un momento y vi que había dos hombres en la esquina del garaje –dijo Paula, como si la presencia de Pedro atrajese a su memoria detalles de aquella noche.



-¿Qué más viste? –preguntó Pedro, acercándose más a ella.


-Una pistola. Un hombre que caía al suelo. El brillo rojo del pelo de un hombre. Vi que un hombre guardaba una pistola en la chaqueta y huía. El extremo de la pistola era largo, probablemente llevaba un silenciador.


El recuerdo de aquellos momentos hizo temblar la voz de Paula.


-Tranquilízate –dijo Pedro tomando su mano-. Ya ha pasado todo. Nadie va a venir a hacerte daño nunca más.


-Pedro. He visto un asesinato. Un hombre murió allí, justo delante de mí.


El calor de los dedos de Pedro sobre su mano la tranquilizó.


-Intenta concentrarte en el hombre que estaba de pie. ¿Recuerdas cómo era?


-Tenía miedo de que disparase también contra nosotros, pero no lo hizo. No podía vernos. Después guardó la pistola en la chaqueta y caminó entre las sombras hacia el garaje.


-¿Pudiste ver cómo era? ¿Era alto, bajo? ¿Recuerdas cómo vestía?


-Llevaba el traje gris claro. Lo vimos durante toda la noche. Era Fitzpatrick.


-¿Estás segura? Estaba oscuro y tú estabas tumbada en el suelo.


-Por supuesto que estoy segura.


Las manos de Pedro estrecharon las de Paula.


Durante unos instantes permaneció, allí de pie, mirándola. Después, una amplia sonrisa iluminó su cara.


-Ya lo tenemos –murmuró.


Paula no quería volver a separarse de Pedro nunca más. Deseaba atraerlo hacia sus brazos y disculparse por haber destrozado la rosa que le había mandado. Se sentía culpable por haber pensado que era un miserable. No comprendía qué le sucedía. 


Parecía que no aprendía nunca.


Pedro quedó sorprendido por la fortaleza de Paula, incluso en aquellos momentos. A pesar del trauma que había sufrido, por encima del dolor del rechazo, iba a proporcionar la clave que permitiría acabar con Fitzpatrick para siempre.


Asesinato. Aquello era más de lo que él esperaba. No tendrían que esperar a atraparlo por blanqueo de dinero y evasión de impuestos. 


Con el testimonio de Paula, podrían encerrarlo por asesinato.


Todo ello confirmaba la teoría de Javier de que el disparo que Paula había recibido se había debido a un accidente. Fitzpatrick no la había visto. Por ello, no había motivo para que se preocupase. Al menos, por el momento.


La imagen de Paula desprotegida en la cama de hospital le provocó un profundo sentimiento de culpa. Estaba muy pálida. El pronóstico era bueno, pero le quedaba un largo período de recuperación por delante.


Bajó la mirada a sus manos entrelazadas. Ya había dejado antes que las emociones interfiriesen en su trabajo y aquél era el resultado. Por el bien de Paula, no iba a permitir que sucediese de nuevo. Tenía que concentrarse en el trabajo. Tenía que hacer caso omiso a los deseos de introducirse en la cama junto a ella y mecerla en sus brazos mientras le prometía que nunca nadie volvería a hacerle daño.


-¿Cuándo piensan darte de alta? –preguntó por fin.


-Mañana o pasado.


-Estaré contigo.


-No es necesario. Mi familia ya se ha organizado para turnarse y que siempre haya alguien conmigo.


-Estaré contigo. No te dejaré sola –insistió Pedro.


-Pedro, no necesito tu culpabilidad no tu compasión. Lo que me ha sucedido ha sido un accidente. No quiero que te sientas obligado a seguir haciendo… lo que estés haciendo.


-Lo que me gustaría es quedarme en tu casa para poder cuidarte. O que tú te quedes en la mía. Como te encuentres más cómoda.


-¿Quieres decir que te gustaría quedarte en mi casa? –preguntó Paula con desconfianza.


Pedro echó una ojeada por la habitación, observando los jarrones con flores que había por todos lados.


-Explicaré toda la situación a tu familia ahora mismo. Tus hermanos seguramente pondrán objeciones, pero estoy seguro de que Javier me dará todo su apoyo en este asunto.


-¿Javier?


-Intentaremos mantener esto oculto por el mayor tiempo posible, pero tenemos que estar preparados en el caso de que Fitzpatrick decida actuar.


-Pedro, ¿de qué estás hablando?


-Tú eres una testigo ocular. Tu testimonio va a ser crucial para condenar a Fitzpatrick. Por ello no podemos correr el menor riesgo con tu seguridad. Quiero permanecer junto a ti para garantizar tu protección.


Durante un momento, Paula se quedó mirando a Pedro. Sus ojos parecían desolados e indefensos en medio de su pálido rostro. Apartó la mano de la suya y volvió la mirada hacia otro lado.


-No.


-Pero necesitas protección.


-No. Definitivamente, no necesito que nadie más se preocupe por mi vida.


-Paula, por favor. Sólo intento cumplir con mi trabajo.


-Por supuesto. ¿Qué otro motivo te iba a llevar a hacerlo?



EN LA NOCHE: CAPITULO 32






Pedro se pasó la mano por la cabeza, impaciente, mientras el ascensor empezaba a subir. Hacía casi dos horas que había dejado a Paula en el hospital. Antes de irse había dejado el número de su teléfono móvil a las enfermeras y al padre de Paula, y había llamado dos veces para ver cómo se encontraba mientras estaba en la comisaría con Javier, pero nadie le informaba.


En el mismo instante en que Pedro salió del ascensor fue consciente de que algo no marchaba bien. Judith y Constanza estaban todo el rato junto a la sala de enfermeras, con las cabezas juntas y hablando en voz baja. Judith echó una rápida mirada a Pedro, mezcla de tristeza y lástima, cuando pasó junto a ellas. No debería haberse apartado de ella, ni siquiera un minuto. Pero las normas del hospital sólo permitían entrar al personal del hospital y a la familia.


Aún no habían encontrado ningún indicio de que el disparo hubiese sido intencionado.


Antes de que pudiese llegar a la habitación de Paula, se abrió la puerta y salió Joel Chaves, seguido de los gemelos. Sus rostros mostraban el mismo gesto.


-¿Qué ha sucedido? –preguntó Pedro, nervioso-. ¿Está bien? ¿Qué pasa?


Joel miró a sus hijos antes de responder.


-Paula se ha despertado hace una hora, pero ahora está durmiendo.


-¿La ha visto ya el médico?


-Sí. Ha dicho que no espera que haya ninguna complicación.


-Gracias a Dios.


-Está muy débil. Necesita descansar.


-No la despertaré. Sólo me sentaré junto a su cama –dijo abriendo la puerta de la habitación.


De forma instantánea, Jeronimo y Christian le impidieron el paso.


-Lo siento, pero no puedes entrar.


-Bueno, agradezco que hayáis estado pendientes de ella mientras he tenido que salir, pero necesito verla.



-Paula no quiere verte.


-¿Cómo dices?


Christian hizo un gesto y miró a Pedro a los ojos.


-Ha sido ella la que ha pedido que no la veas.


-¿Que ella ha dicho eso? –preguntó Pedro, mirando la puerta cerrada.


-Sí. Ha sido ella –confirmó Jeronimo.


Pedro miró con incredulidad a uno y luego al otro, al tiempo que una sensación de debilidad hacía temblar sus piernas. Había frialdad en sus miradas. Su expresión era muy diferente a la que tenían dos horas antes. No hacía falta ser un genio para adivinar cuál era el motivo de aquel cambio.


-Creo que será mejor que vayamos a sentarnos, Pedro –dijo Joel-. Hay varias cosas de las que me gustaría hablar contigo. ¿O tengo que llamarte detective Alfonso?


Pedro acompañó a los tres hombres hasta la cafetería. Tomaron asiento en una mesa situada en una esquina. La atmósfera era espesa y la tensión creciente.


No era la primera vez que Pedro se encontraba en una situación similar, una vez que el caso se había cerrado y tenía que confesar la verdad a las personas que se habían visto involucradas. 


Nunca le había importado hasta entonces. Pero aquella vez era diferente. Había llegado demasiado lejos. Había desoído las advertencias de Javier y había dejado que sus sentimientos se mezclaran con el trabajo.


Los Chaves le habían dado la bienvenida a su casa. Le habían otorgado su afecto. Habían creído todas sus mentiras. Y ahora, Paula yacía en una cama de hospital con un agujero de bala en el pulmón. Aquella vez no estaba seguro de que el hecho de estar cumpliendo su trabajo fuese una excusa aceptable para aquellas personas inocentes.


Pedro se introdujo la mano en el bolsillo de los pantalones, sacó la placa y la puso encima de la mesa. Después les contó todo, desde su plan para infiltrarse en la boda hasta la discusión entre los invitados de Fitzpatrick, que derivó en el asesinato de Falco. Cuando terminó, se cruzó de brazos y se recostó en el respaldo de la silla, preparado para recibir todo tipo de preguntas.


Durante un par de minutos, nadie habló. Joel removió el azúcar de su café con movimientos deliberadamente controlados, mientras Jeronimo y Christian miraban a Pedro en un silencio pétreo.


A lo largo de los años, Pedro había podido ver todo tipo de reacciones en situaciones similares, desde la incredulidad hasta la ira. Pero la silenciosa actitud condenatoria de los Chaves lo afectaba de forma mucho más profunda de lo que nunca hubiera imaginado.


Por supuesto, Pedro siempre había sabido que era un impostor y que no merecía la aceptación de una familia respetable y unida como aquélla. 


Tomó de nuevo la placa y se aclaró la garganta.



-Os pido disculpas por este engaño. Si deseáis hacer más preguntas, os daré el nombre de mi superior.


-Tú sabías que este hombre, Fitzpatrick, era un delincuente peligroso, y sin embargo, no te importó el riesgo que todos corríamos –dijo Christian.


-Era un riesgo calculado. No esperábamos que se produjese ningún altercado en la boda de su hija.


-Sí, pero estabas equivocado, ¿no es cierto?


-Efectivamente, he cometido un error en mi juicio –reconoció Pedro.


-Y Paula es la que está pagando por ello.


Pedro movió la cabeza, sin intentar defenderse. 


Se merecía aquellos reproches por el dolor que Paula estaba padeciendo.


-¿Has dicho que Paula recibió un disparo por accidente cuando ese hombre fue asesinado? –preguntó Jeronimo.


-Estoy convencido. El departamento de balística ha confirmado que las balas proceden de la misma pistola.


-¿Cómo sabes que se trató de un accidente? ¿Cómo puedes estar seguro de que no le pegaron un tiro deliberadamente?


-Sabré más cuando pueda hacer algunas preguntas a Paula.


-Ya has hecho demasiado. No voy a permitir que te acerques a Paula, bastardo –dijo Christian, clavándole los dedos en el brazo.


-En ese caso, tendrá que venir otro agente a tomarle declaración.


-De acuerdo. Siempre que no seas tú.


-Cuanto antes pueda declarar, será mejor. Estoy intentando asegurar su protección –insistió Pedro.


-Mis hermanos y yo nos encargaremos de protegerla. ¿Tienes algún sospechoso?


-Estamos trabajando en ello.


-¿Han encerrado a Fitzpatrick?


-Aún no, pero ya hemos averiguado lo suficiente para sacarlo pronto de la circulación.


-De forma que el asesino sigue suelto y una mujer inocente está en el hospital –dijo Christian, mirando a Pedro con odio.


-Dime, detective. ¿Consideras que esta acción encubierta ha tenido éxito?


Las continuas acusaciones de culpabilidad que estaba recibiendo no podían herirlo más que las que se hacía él mismo.


-No puedo deciros cuánto lo siento.


-Eres un incompetente –dijo Jeronimo, dando un puñetazo en la mesa.


Pedro apretó los dientes para contener el impulso de defenderse. Se merecía todos los reproches.


-El hecho de que decidieses involucrar a Paula sólo demuestra tu falta de juicio. Paula, nada menos, ha tenido que ser ella entre todos la que ha tenido que verse mezclada en una investigación encubierta. Es la persona más inocente del mundo. Sería incapaz de hacer daño a una mosca –le reprochó Jeronimo, alzando la voz.


-Paula ha tenido siempre una vida protegida. Es una persona que no sabe hacer frente a los problemas. Todo este asunto la va a afectar demasiado –añadió Christian.


-Espera un momento –dijo Pedro-. Puedes decir lo que quieras de mí, pero no voy a permitir que critiques a Paula. Ella es una mujer excepcional, inteligente y capaz de enfrentarse ella sola a sus problemas.


-Tú, que has permitido que disparasen a nuestra niña, ¿te permites criticarnos ahora a nosotros?


-Sí. Ella tiene una opinión muy alta sobre todos vosotros. Una cosa es que la protejáis y otra que la subestiméis. No confundáis la falta de experiencia con la falta de competencia. Paula no es ninguna niña indefensa a la que haya que tratar como si no pudiera valerse por sí misma –dijo Pedro, enojado.


-No he dicho nada de eso.


-Es una mujer que merece nuestro respeto. Es capaz de enfrentarse a tragedias como ésta con valentía, cuando ninguno de vosotros es capaz siquiera de aceptarlo.


-¿Cuánto tiempo hace que la conoces? ¿Un mes? ¿Seis semanas?


-El tiempo suficiente para conocerla mejor de lo que vosotros creéis.


-¿Qué quieres decir con eso? –preguntó Jeronimo, levantándose de la silla.- ¿Hasta dónde has llevado esta relación? Espero que no le hayas puesto tus sucias manos encima.


-Chicos. Ya es suficiente.


Joel cortó la conversación con una voz dura y autoritaria. Hasta aquel momento se había limitado a observar en silencio el diálogo entre Pedro y sus hijos.


-Ésta es una situación delicada, pero creo que será mejor que nos calmemos antes de decir algo de lo que nos podemos arrepentir –añadió.


Jeronimo asintió. El rubor de la ira invadía su rostro. En aquel momento, sin decir una palabra más, se levantó de la silla y se marchó. 


Transcurrió un tenso minuto más hasta que Christian se levantó y se fue tras él.


-Señor Chaves, lamento el cariz que han tomado las cosas, pero le aseguro que siento el mayor respeto por su hija –dijo Pedro son tono sincero.


Joel tomó una servilleta de papel y limpió el café que había saltado de su taza cuando Jeronimo se puso de pie y movió la mesa.


-¿Te refieres a la mujer excepcionalmente inteligente, llena de recursos y madura que tengo por hija?


-Sí.


Cruzándose de brazos, Joel se reclinó en la silla y clavó la mirada en Pedro con dureza. Al contrario que sus hijos, él había mantenido sus pensamientos ocultos tras su expresión.



-A nadie le gusta que le mientan, Pedro.


-Estoy de acuerdo.


-Paula y tú nos teníais a todos convencidos de la sinceridad de vuestra relación.


-Paula no se sentía a gusto ocultando la verdad a su familia. Yo soy el único responsable.


-Desde luego, ha sido una actuación impresionante. La forma en que fingías estar preocupado mientras operaban a Paula, la forma en que insistías en pasar la noche junto a ella… Te comportabas como un hombre de sentimientos profundos.


-Tus hijos tienen razón, Joel. Ha sido culpa mía por haber consentido que Paula corriese peligro.


Joel continuó observándolo. La expresión de su cara era grave, impasible.


-Cuando Paula ha despertado, lo primero que ha hecho ha sido preguntar si te encontrabas bien.


-¿Qué? –preguntó Pedro, impresionado.


-Probablemente se encontraba aún confundida por la anestesia. Tengo que felicitaros. Sois los dos unos excelentes actores.


Joel se puso de pie con intención de marcharse. 


De repente se detuvo. Se sacó algo de bolsillo y lo puso encima de la mesa.


-Toma. Creo que es tuyo.


Pedro observó el brillo del oro. Esperó hasta quedarse solo para alargar el brazo y tomar el anillo. Pasó el dedo por el brillante, en la forma en que había visto hacerlo a Paula cientos de veces. Aquel anillo era sólo el símbolo de algo que había sido simulado, no había motivos para aquello fuera cierto.


Tomando el anillo, se llevó el puño a la boca y cerró los ojos.