sábado, 30 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 41





Paula esperó en la salita que había junto al dormitorio mientras Pedro se duchaba. Había unas zapatillas de correr junto al sillón de cuero. Sobre la mesa redonda había un libro. Se acercó a ver la portada. Una novela de Faulkner.


Fue hacia la ventana y miró la calle. Había gente junto a las tiendas, charlando. Era casi la hora del crepúsculo, el sol se ocultaba bajo el horizonte de la ciudad. Pedro había dejado la puerta de conexión entre las habitaciones abierta y ella oía el ruido de la ducha. La sensación de intimidad que tenía estando allí, en esa habitación de hotel, hizo que comprendiera cuánto camino había recorrido. No veía lo que encontraría más adelante, pero no podía negar su deseo de descubrirlo.


Dejó de oírse agua. Una puerta se abrió. Ella se imaginó cómo alcanzaba una toalla, la amplitud de su espalda desnuda y los músculos de sus largas piernas.


Cerró los ojos, con la esperanza de borrar la imagen, pero siguió allí, acompañada de un cosquilleo de atracción que, si era honesta consigo misma, había empezado en Nochevieja, cuando se conocieron. De algún modo, pensaba que desde ese momento no había tenido elección. Justo lo mismo que había dicho Pedro.


Era una locura. Más que una locura. Sin embargo, allí estaba, en su habitación de hotel, el último sitio del mundo en el que habría imaginado estar al levantarse esa mañana. 


Y era innegable que allí era donde quería estar.


—Siento hacerte esperar.


Ella se dio la vuelta. Se había puesto unos pantalones caquis y una camisa vaquera bajo la que asomaba una camiseta blanca. Aún tenía el pelo húmedo y no se había tomado el tiempo de afeitarse; la sombra de barba lo hacía parecer aún más atractivo.


—Tienes unas vistas fantásticas.


—Es un sitio ideal para observar a la gente pasear.


—El ritmo de vida es muy distinto aquí ¿no crees?


Se acercó a la ventana y se colocó junto a ella, sus hombros se tocaban. Abajo, la gente entraba y salía de las tiendas y se oía el sonido de sus risas.


—Envidio eso —dijo él—. A veces pienso que lo nacemos todo como si fuera el reloj quien manda. Días y meses pasan a toda velocidad, y no podemos captar los detalles de nada.


Ella reflexionó un momento.


—Quizá la gente se centra tanto en ser algo, que se olvida de ser, sencillamente —dijo al fin.


Él la miró con ojos serios.


—¿Crees que podríamos hacer eso un rato, Paula? ¿Limitarnos a ser y ver adonde nos conduce?


Era una idea maravillosa y, por una vez, Paula se permitió analizar su imposibilidad. Le parecía que ese tiempo juntos era independiente del resto de sus vidas, como si no hubiera un antes y probablemente, tampoco un después. Sólo ahora.



****


Salieron del hotel y se limitaron a pasear hacía donde los llevaban los pies; pasaron por el Mercato Nuevo, donde los vendedores ya estaban terminando de recoger el género. 


Admiraron la fuente del jabalí que había en el extremo sur del mercado, echaron unas monedas para que les dieran buena suerte y siguieron caminando.


Había caído la noche y las calles estaban bañadas por una suave luz. En algún momento, Pedro había tomado su mano y había entrelazado los dedos con los suyos. Y era una sensación muy agradable.


La mayoría de los restaurantes tenían el menú apuntado en tablones de madera, junto a la puerta.


—Dime cuando te apetezca algo —dijo Pedro.


—¿Qué tal éste?


Se detuvieron junto a un pequeño restaurante y miraron el menú del día. Los aromas que salían del interior eran la mejor publicidad del mundo.


El interior sólo estaba iluminado por apliques en las paredes y el techo era un cúpula. Había mesas redondas con manteles blancos. Una mujer de pelo gris y sonrisa bondadosa les dio la bienvenida en italiano y los llevó a una mesa que había en una esquina, cerca de la ventana.


Pedro apartó la silla para Paula y después se sentó frente a ella. La mujer les dio dos cartas y las estudiaron unos minutos. Él pidió una botella de vino. Un camarero la trajo de inmediato, la abrió, sirvió un poco a Pedro y esperó a que diera su aprobación.


—Muy bueno —dijo Pedro. El camarero sonrió y llenó la copa de Paula antes de servirle más a Pedro. Después se fue.


—Por ti, Paula. Una mujer muy valiente —brindó Pedro, golpeando su copa con la de ella.


Las palabras la pillaron por sorpresa. Se le hizo un nudo en la garganta y le costó tragar el vino.


—No estoy segura de que el valor haya tenido nada que ver.


—Yo creo que tiene que ver todo —refutó él con suavidad.


Ella bajó la vista, estaba acostumbrada desde hacía mucho a que la criticaran y le repitieran cada uno de sus fallos una y otra vez.


Pedro le preguntó qué pensaba Santy de Italia. Paula empezó a contarle lo bien que lo pasaba Santy con George, lo buena cocinera que era Celina y cómo la había ayudado a poner en venta sus macetas pintadas.


Era maravilloso poder hablar sobre su hijo. Y Pedro escuchaba. Escuchaba de verdad, como si todo le pareciera fascinante. Como si ella fuera fascinante. Nadie la había mirado antes así, como si fuera la persona más interesante de toda la sala. Igual que el vino, resultaba embriagador.


El camarero llegó con una ensalada verde aliñada con aceite de oliva y queso rallado. Comieron en silencio durante unos minutos, e incluso eso resultó cómodo, como si ya lo hubieran hecho antes y no tuvieran necesidad de hablar de naderías.


Él rellenó las dos copas de vino.


Poco después les llevaron la pasta: fusilli con salsa de crema, guisantes y jamón. Cada bocado era una auténtica delicia.


Charlaron como dos personas que desearan saberlo todo sobre el otro. Él acababa una frase y ella empezaba otra con sus últimas palabras, como si estuvieran uniendo los pedazos de su vida para formar una colorida colcha de retales. Ella le habló de sus padres y de sus dos hermanos, ambos casados y con hijos.


—¿Los veías a menudo? —preguntó Pedro.


—No —Paula movió la cabeza.


—Te mantenía alejada de tu familia —dijo él con ojos llenos de ira.


—Ahora me doy cuenta de que yo lo permitía.



Pedro cambió de tema. Ella percibió que tenía ganas de decir más, pero se reservaba. Le habló de su trabajo como fiscal y entonces fue cuando su voz se llenó de vida.


—Te gustaba tu trabajo —dijo Paula—. ¿Por qué lo dejaste?


—Empecé a creer que el bien nunca tenía posibilidades de vencer al mal. Era como estar en medio de una tormenta de nieve con sólo una pala. Cavas y cavas, creyendo que haces progresos, pero sigue nevando; al final la nieve te llega hasta los hombros; no puedes mover los brazos y te cuesta respirar. Al final te rindes y dejas que te entierre.


Paula no podía dejar de mirarlo. En sus ojos veía a un hombre que había pensado que podría cambiar las cosas.


—Debes de haber sido muy bueno en tu trabajo.


—Eso pensé yo durante mucho tiempo —Pedro encogió los hombros.


—Trabajar con Ramiro debe de ser como otra galaxia.


—Dimití. He dejado Webster & Asociados, ya no trabajo para él —Pedro sirvió más vino.


—¿Por qué? —preguntó Paula, dejando el tenedor sobre la mesa y mirándolo inquisitiva.


—Digamos que Ramiro hacía la vista gorda en ciertos asuntos, y yo no estaba de acuerdo con su postura.


—Te refieres a mí.


—Ésa fue una de las cosas, no lo niego.


La seriedad de su voz hizo que a Paula se le encogiera el corazón. De pronto, el pequeño restaurante le pareció claustrofóbico. Se puso en pie.


—Te esperaré fuera —dijo, y salió.



****


Pedro dejó el dinero de la cuenta en la mesa y salió tras ella.


La encontró apoyada en una farola, pálida, con las manos sujetas delante de sí. Pedro sintió un pinchazo de remordimiento por el vuelco que había dado a la velada. 


Deseó que hubiera alguna manera de borrar a Jorge, para que no se interpusiera entre ellos. Aun estando al otro lado del mundo, parecía que estuviera allí.


—¿Qué esperabas comprobar viniendo aquí, Pedro?


Él la miró fijamente unos minutos.


—Que no te había soñado. Que eres real.


Volvieron andando al hotel.


Ya en la puerta, Paula entregó el resguardo al aparcacoches para que trajera el coche. Pedro percibía el cambio que se había producido; ella mostraba una resignación que no había estado allí antes.


—Muchas gracias por la cena. Ha sido maravillosa —dijo ella. 


Él la estudió un momento antes de hablar.


—¿Por qué tengo la sensación de que esto es un adiós?


—No puede ser otra cosa.


—Vas a marcharte, ¿verdad?


—Encontraré otro sitio. Por favor, no vuelvas a buscarme, Pedro.


—¿Vas a pasar el resto de tu vida huyendo? —preguntó él, mesándose el cabello—. ¿Es así como quieres vivir?


Vio en sus ojos un destello de lo que realmente deseaba, pero ella lo encubrió rápidamente.


—No puedes cambiar esta situación, Pedro. Sé que quieres hacerlo, que una parte de ti necesita hacerlo para solucionar algo en tu interior. No sé qué es, pero sea cual sea la culpa que te achacas, yo no puedo ser quien la resuelva.


El aparcacoches llegó, bajó del coche y la esperó sujetando la puerta.


Pedro la miró buscando algo qué decir, sin encontrarlo.


—Gracias por preocuparte por mi —le puso una mano en el brazo—. No lo olvidaré.


Dio un paso atrás, dio una propina al aparcacoches y se marchó.






LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 40





Paula no sabía cuánto tiempo llevaban así, abrazados. Sólo sabía que se había estado engañando al pensar que se había sentido segura. Allí sí estaba segura. Allí, en brazos de un hombre que, por alguna razón, había hecho un gran esfuerzo por encontrarla. Que la miraba con algo en los ojos que no había visto nunca antes, pero que tocaba lo más profundo de su ser.


Se echó hacia atrás y lo miró, necesitando comprobar si había imaginado esa mirada. Seguía allí, e iluminó su interior. Él bajó la cabeza y la besó. Una caricia suave que significaba más que mil palabras.


Ella abrió los labios, le devolvió el beso y rodeó su cuello con los brazos. Dejó escapar un leve suspiro de añoranza, que se fundió con sus bocas.


Pedro tenía las manos en su cintura, con un pulgar acariciaba su piel por debajo del suéter.


—Paula—ese nombre en sus labios decía muchas cosas. 


Ella las oyó todas. Y se rindió. Él bajó la cabeza y besó su barbilla, la línea de su mandíbula, su oreja, provocándole mil sensaciones.


Entonces dio un paso atrás y metió las manos en los bolsillos de pantalón, como si fuera la única forma de controlarse para no tocarla. A Paula le resultaba difícil creerlo. Hacía tiempo que había dejado de considerarse atractiva.


Se apartó de él, fue hacia la ventana y cruzó los brazos sobre el pecho, con el cuerpo tenso y erguido.


—¿Por qué estás aquí?


—No estoy seguro de tener una respuesta fácil para esa pregunta.


—¿Es esto un juego para ti? —lo miró—. ¿Un capricho al que no te podías resistir?


—No —movió la cabeza—. Paula, no.


—Entonces, ¿qué?


—Jorge vino a verme cuando descubrió que te habías ido.


—Oh, no —a Paula se le aceleró el corazón.


—No es la primera vez que veo esa clase de ira —siguió él—. Y he visto sus resultados. Quería encontrarte antes de que lo hiciera él.


—Me has encontrado. Eso significa que él también lo hará.


Él se quedó callado un momento, como si deseara negarlo.


—No creo que se rinda hasta encontrarte.


—¿Y cuál es tu conclusión? ¿Que debería rendirme yo y regresar? ¿Aceptar que no hay ningún sitio al que pueda ir donde él no consiga…?


—Paula —el tono de su voz hizo que ella callase—. No tengo ninguna conclusión. Sólo necesitaba comprobar por mí mismo que estabas bien.


El tictac del reloj sonó más fuerte en el silencio que siguió. 


La honestidad de la admisión de Pedro era innegable. Ella dejó que las palabras flotaran en el aire, sin saber qué hacer con ellas.


—Sé que esto te parecerá una locura, pero en el momento en que te vi, algo hizo clic en mi interior, como si fuera algo que llevase esperando mucho tiempo y por fin hubiera ocurrido. Desde entonces me he sentido como si no tuviera opción, Paula, por más que me he dicho que un hombre inteligente se alejaría sin volver la vista atrás.


—Debiste hacerlo —apuntó ella, pero ni siquiera en sus oídos sonó convincente.


Él se acercó y pasó los dedos por su cabello.


—Si quieres que me vaya, me iré.


Paula se sintió como si estuviera ante un puente; si lo cruzaba no habría vuelta atrás.


Pero por primera vez en mucho, mucho tiempo, quería algo para sí misma.


Telefoneó a Celina y le preguntó si podía prestarle el coche para llevarlo de vuelta a Florencia. Notó la curiosidad de su amiga al otro lado de la línea.


—Si te parece, hablaremos de todo esto después.


—Sí, claro —Celina arrugó la frente—. Sólo una pregunta. ¿Él supone algún riesgo?


—Creo que no.


—No olvides por todo lo que has pasado para llegar hasta aquí.


—Lo sé —afirmó Paula.


—Una vez dicho eso, no resulta nada fácil encontrar la pista de una mujer que no quería que la encontraran. Supongo que eso significa algo.


Paula no sabía qué significaba, pero sí que tenía la necesidad de descubrirlo.


—No sé cuánto tiempo estaré fuera.


—Tómate todo el que quieras. Y no te preocupes Santy. Estará bien aquí, con George y conmigo.


—Gracias, Celina —respondió ella, con la voz cargada de sentimiento



*****


Condujo Paula.


Pedro, sentado en el asiento del pasajero, tenía una forzada expresión de indiferencia en el rostro.


Lo miró de reojo y sonrió abiertamente, con una libertad que contrastaba tanto con lo que había sido que apenas se reconoció.


—Creía que te gustaban los coches rápidos.


Un Mercedes los adelantó por la izquierda, y el golpe de aire se notó en el pequeño coche de Celina.


—¿No crees que éste es un poco pequeño para correr?


—¿Te gustaría que redujera la velocidad?


—¿Vas a quitarme puntos si contesto que sí?


—Por esta vez no —rió ella.


Una vez en la ciudad, Pedro le dio instrucciones para llegar al Hotel Savoy, donde se alojaba. Paula paró en la puerta y dejó el motor encendido:
—¿Hay alguna forma de convencerte de que cenes conmigo? —inquirió él.


—Acabas de hacerlo —aceptó ella tras un breve silencio.





LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 39






Paula no se molestó en doblar nada. Sacaba la ropa de los cajones y la echaba en las maletas.


Celina había ido al cobertizo a empaquetar sus pinturas y pinceles.


—¿Por qué tenemos que irnos, mamá? —preguntó Santy, desde el centro de la sala, con la mano apoyada en la cabeza de George.


—No puedo explicarlo ahora, cariño. Tenemos que darnos prisa.


—Pero yo no quiero irme.


Paula se detuvo un momento y lo miró.


—Lo siento, cielo —y así era. 


Sentía haberle ofrecido el tipo de vida que había soñado con darle, para luego arrancarla de raíz. Pero no tenía alternativa. Se preguntó si alguna vez llegaría a tenerla.


Santy se dio la vuelta, con las mejillas empapadas en lágrimas. Fue a la ventana con la espalda recta y muy erguido, como si supiera que tenía que ser fuerte para ella.


—Mamá, hay un hombre afuera.


Paula dejó caer la maleta. Chocó contra las baldosas con un ruido estrepitoso, que reverberó por todo su cuerpo.


—Apártate de la ventana, Santy.


El niño corrió hacia ella.


—¿Quién es? ¿Por qué estás tan asustada?


Ella le dio la mano. Se oyeron pasos en las losas de piedra que llevaban a la casa y después llamaron a la puerta.


—¿Hola? Estoy buscando a una persona. Espero que puedan ayudarme. 


George ladró.


Paula se quedó inmóvil. Esa voz. No podía ser.


Recordó la descripción de Celina: «Guapo. Alto, pelo oscuro». Su incredulidad era tal, que tuvo hacer un esfuerzo para moverse. Sin soltar la mano de Santy fue a abrir la puerta.


Pedro parpadeó y dio un paso atrás.


—Paula.


—Dios mío —dijo ella, pálida de asombro—. Pedro. ¿Qué haces tú aquí? —su tono de voz expresaba de todo, menos bienvenida.


—He estado buscándote —contestó él. Era imposible expresar por qué estaba allí.


—Buscándome —repitió ella.


La mujer que Pedro había visto en la tienda entró en la casa por la puerta trasera. Lo apuntó con un revólver y apretó los labios, mostrando su determinación de utilizarlo.


Paula miró por encima del hombro y la vio.


—Está bien, Celina. Es…


—Un amigo —interrumpió él.


Celina miró a Paula buscando confirmación y ella asintió.


—¿Te importaría llevarte a Santy a tu casa un rato? —preguntó.


—Claro que no —Celina echó otra mirada de evaluación a Pedro, y después agarró a Santy de la mano—. ¿Estás segura, Paula?


—Sí, está bien.


Celina y Santy salieron por la puerta de atrás, y el labrador dorado trotó tras ellos.


—¿Puedo entrar? —pidió Pedro.


Paula asintió. Él entró en la casa y cerró la puerta. Un vistazo a su alrededor le indicó que estaba preparando su partida.


—Siento haberte asustado —dijo—. No era en absoluto mi intención.


Las mejillas de Paula se tiñeron de un rojo intenso.


—¿Tienes la más remota idea de lo que acabas de hacer? —le espetó, airada.


—Paula, lo siento…


—¡Lo sientes! —fue hacia él con la manos cerradas en un puño y descargó una lluvia de golpes sobre su pecho. Dejó de golpearlo tan de repente como había empezado; su cuerpo se estremeció con grandes sollozos.


—Paula, no pretendía hacerte pasar por esto. Tienes que creerme.


Verla llorar lo estaba partiendo en dos. Era como si por fin hubieran aflorado a la luz años de sufrimiento, como un dique desbordado. Pedro sentía que se ahogaba en ese sonido.


Ella lo miró, con las mejillas húmedas de lágrimas. Él vio la sombra de horror que cruzaba por su rostro, su incredulidad ante lo que acababa de hacer.


—Oh, Dios —gimió. Colocó las palmas de las manos sobre su pecho, abriendo los dedos como si con eso pudiera borrar lo que acababa de ocurrir.


Pedro la rodeó con los brazos, en silencio; no sabía qué más podía hacer.