viernes, 8 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 8




—Bueno, Daniel. ¿Qué va a ser?


Pedro le hubiera gustado llevar la pistola encima en vez de tenerla encerrada con la placa en la guantera del coche. 


Abrió y cerró los puños, probando los músculos.


—¿Eres tan duro como pareces? —lo retó Daniel.


Si Pedro no hubiera decidido salir un poco al aire frío de la noche, para despejarse la cabeza y el mal humor después de la fiesta a la que había asistido, no habría visto nada de aquello.


Nadie lo habría visto.


Tres borrachos arrinconando a una mujer indefensa.


Respiró hondo. Por suerte, había llegado él para equilibrar la balanza.


—Soy bastante duro.


Miró con discreción a su alrededor para medir la distancia entre sus oponentes y él. La piel sonrojada y los ojos nublados de los tres estudiantes indicaban un nivel peligroso de alcohol en la sangre, lo que les restaba inteligencia pero los convertía en impredecibles.


En la parte de atrás de la fiesta universitaria se vendía marihuana, no anfetamina. Y aunque la marihuana era tan ilegal como la cerveza que bebían los menores en la sala principal, él no podía hacer nada. Tenía las manos atadas por la obligación de mantener su tapadera. Había, pues, coqueteado con algunas chicas guapas y tomado cerveza.


Y, al parecer, Daniel y sus amigos habían bebido algo más potente.


Tomó nota especialmente de la llave inglesa y cómo Daniel la mantenía debajo del rostro pálido de Paula Chaves.


—Sólo estábamos hablando de una rueda pinchada, verdad, doctora? —dijo Daniel.


La llave golpeó un poco la barbilla de ella, que respiró entre dientes.


—No hagas esto, Daniel —suplicó con voz urgente, pero tranquila.


Daniel miró a Pedro y luego a sus amigos. Lucio y Sergio se habían asustado más que él con la llegada inesperada de Pedro y lo miraban en busca de instrucciones. ¿Se retiraban? ¿Atacaban?


Lucio dejó el bolso de Paula en el capó del coche, preparándose para salir corriendo o atacar. Pedro aprovechó su vacilación.


—Vete ahora, mientras todavía puedes.


Sergio también parecía indeciso.



—¿Daniel?


La llave de hierro estaba demasiado cerca de Paula para el gusto de Pedro. Y Brown no era idiota. Seguramente sabía que su primera prioridad sería proteger a Paula antes que a sí mismo.


Pedro supo el momento exacto en que Daniel tomó su decisión. Sonrió y lo señaló con la llave inglesa.


—Enseñadle quién manda aquí —dijo.


—¡No! —Paula se lanzó sobre su brazo, pero él colocó la llave ante sí a modo de escudo protector y la empujó contra el coche.


—¡Apártate de ella! —dijo Pedro.


—¡Ahora, tíos! —ordenó Daniel.


Lucio y Sergio obedecieron a su jefe y atacaron como dos perros guardianes bien entrenados. Borrachos o no, los dos eran casi tan altos como Pedro e igual de robustos. Tenía que espantarlos mientras pudiera, antes de que perdiera la ventaja de la sobriedad por la fatiga que acabaría debilitándolo si se prolongaba la pelea.


Dio un paso hacia Lucio, que fue el primero en atacar. Pedro paró el golpe con el antebrazo y se dobló por la cintura. Su hombro golpeó al otro en el estómago y lo lanzó contra el guardabarros del coche.


Sergio lanzó todo su peso sobre los hombros de Pedro. La fuerza de dos hombres encima de él hizo que Lucio se doblara hacia atrás. Se golpeó la cabeza en el parabrisas y lanzó un juramento. Parpadeó confuso y movió la cabeza. 


Estaba fuera de juego hasta que pudiera volver a enfocar la vista.


Pero Sergio todavía no estaba vencido y rodeó con el brazo la garganta de Pedro. Éste tuvo los reflejos suficientes para bajar la barbilla al pecho y proteger la nuez del golpe, pero el peso de Sergio le hizo perder el equilibrio. Retrocedió un par de pasos tambaleante, consciente de que, si caía y los otros dos se lanzaban sobre él, su situación sería muy precaria.


—¡Tú no te metas!


Pedro oyó la advertencia de Daniel cuando se lanzaba ya contra Sergio. Paula levantó el tapacubos de la rueda ya quitada para usarlo como arma, pero Daniel se lo arrancó de un golpe con la llave y el disco de metal cayó al suelo nevado y se perdió de vista.


La distracción dio ocasión a Sergio de alcanzar con un fuerte puñetazo los riñones de Pedro. Éste lanzó un juramento, apretó el puño con fuerza para convertir su antebrazo musculoso en una auténtica maza y golpeó el diafragma de Sergio con el puño. Con el segundo golpe consiguió liberar su garganta y el tercero chocó con una costilla. Sergio lo soltó e intentó retroceder en el cemento resbaladizo. En cuestión de segundos, Pedro estaba de rodillas encima de él. Le dio un puñetazo fuerte en la mandíbula y lo dejó sin sentido.


Cuando se ponía en pie, miró a Paula. Daniel la empujó a un lado para enfrentarse a él, pero los ojos verdes de ella se abrieron mucho y miraron a la derecha, advirtiendo a Pedro del peligro que se acercaba por detrás.


Se volvió y lanzó un puñetazo y una patada, que alcanzó a Lucio justo en sus partes. Dobló las rodillas y cayó al suelo agarrándoselas y gimiendo de dolor.


Pedro respiró con fuerza.


—¿Doctora?


—¡Pedro!


Al oír el grito de Paula, vio el brillo del metal que avanzaba hacia él y se agachó de lado para esquivar el golpe de la llave inglesa, que le dio en las costillas en lugar de en la cabeza. Aun así, la fuerza del golpe le hizo retroceder un paso, tropezó con Sergio y cayó de espaldas sobre la nieve.


Sintió un dolor agudo en el costado izquierdo y lanzó un juramento.


—¡Oh, Dios mío! —oyó exclamar a Paula.


—¡Hijo de perra! —Daniel levantó la llave para golpear de nuevo—. ¡No te metas donde no te llaman!


Una bola de nieve golpeó la sien de Daniel. Abrió mucho los ojos ante lo inesperado del ataque y la distracción le hizo desviar la llave.


Pedro aprovechó para rodar en el suelo y esquivar el golpe.


Daniel lanzó un juramento. Pedro le dio una patada en la mano, que le hizo soltar la llave.


—¡Vámonos! —dijo Daniel. Se secó la mejilla con la mano y lanzó una mirada amenazadora a Pedro y a Paula, que sostenía otra bola de nieve en la mano. Sergio se levantó con esfuerzo y ayudó a Lucio, cuya posición encorvada revelaba el dolor que sentía todavía—. ¡Vámonos! ¡Vámonos!


Daniel empujó a sus gorilas hacia las sombras de la noche y Pedro se levantó y se acercó a Paula.


—No esperaba que pelearas tan bien, Tanner —gritó Daniel—. La próxima vez lo recordaré —miró a Paula—. Volveremos a vernos pronto, profesora. Antes de mi encuesta.


Se alejó con sus dos amigos y Pedro se llevó una mano a la caja torácica para valorar el daño. El dolor le hizo murmurar un juramento, pero no notó pinchazos agudos dentro. No tenía huesos rotos.


—¿Está bien? —preguntaron los dos al unísono.


Pedro miró a la mujer. Aunque en sus ojos verdes brillaban todavía chispas de miedo y adrenalina, su piel dorada estaba pálida.


Pedro la tomó por los dos brazos y se inclinó hasta la altura de ella.


—¿Seguro que está bien?


La mujer asintió, pero extendió sus dedos sobre el vientre y dibujó círculos pequeños con ellos.


Pedro bajó la mirada.


—¿El niño?


Paula suspiró.



—Creo que está bien, pero no deja de moverse.


Pedro se enderezó.


—El estrés y el frío no deben ser muy buenos para él.


—Para ella —Paula se soltó y se acercó al coche a recoger su bolso.


—Bueno, su madre es muy valiente —dijo él—. Le debo una, gracias.


Se arrodilló al lado del coche y empezó a retirar el gato.


—Yo dirías que estamos en paz —repuso Paula—. No sé lo que habría hecho si no llega a aparecer —se estremeció—. Podrían haberlo matado.


—No lo han hecho.


Pedro mantenía adrede una respiración superficial para aliviar la presión en su caja torácica. Se inclinó para levantar el gato.


—¿Qué hace? —preguntó ella.


—La llevaré a casa y volveré mañana a cambiar la rueda.


—Puedo cambiarla sola.


Pedro se volvió a mirarla.


—La temperatura ahora baja de cero y usted ya lleva mucho rato fuera. Además, Brown y sus gorilas pueden volver con refuerzos en cualquier momento.


—Lo dudo. Creo que son lo bastante listos como para no hacer más tonterías.


—¿A usted le han parecido tonterías? —preguntó Pedro—. Porque yo tenía miedo.


—Y yo también —Paula bajó la vista—. Pero creo que, en otras circunstancias, podría haber hablado racionalmente con Daniel. Con un poco de…


—Lo único que necesitan ésos esta noche es otra cerveza y volverían.


Paula retrocedió un paso y se apretó el vientre en un gesto protector.


—Mire, doctora, me duele el costado y tengo los dedos congelados. No pienso dejarla aquí sola y no estoy en forma ni para cambiar la rueda ahora ni para enfrentarme de nuevo a esos tres. Si no quiere venir conmigo, piense en el bien de su niña.


La mujer lo observó y frunció el ceño.


—Está usted herido —musitó con gentileza.


Pasó los dedos enguantados por la barbilla de él y le movió el rostro de un lado a otro para examinarlo. Se apartó y levantó dos dedos.


—¿Cuántos dedos tengo levantados?


Pedro miró la nieve y suspiró de impaciencia.


—Dos.


—Estoy entrenada en primeros auxilios —comentó ella.


—Estoy bien —miró su rostro y vio las tres facetas de su personalidad reflejadas en él. Profesora. Psicóloga. Mujer.
Y pensó que necesitaba hablar con su madre. O con su hermana. O con alguien que pudiera explicarle su fascinación por una mujer por la que no debería sentirse fascinado.


Aunque, de momento, se conformaría con llevarla a un lugar caliente y seguro para tranquilizar su conciencia.


—¿Le importaría abrir el maletero? ¿Por favor?


Paula obedeció y Pedro metió las ruedas y el gato en él y lo cerró.


—¿Seguro que no tiene que ir a Urgencias? —preguntó ella.


—Seguro —su herida podía suscitar preguntas que condujeran a un informe policial. Y Pedro no podía permitirse eso mientras siguiera con su misión—. Sólo es un golpe. Puedo cuidarme solo.


—¿Y a la policía?


Pedro la miró. Explicar la aventura de esa noche, a agentes que no estuvieran al tanto de su misión, podía resultar también complicado. Pero no era él el que había sido amenazado.


—Eso tiene que decidirlo usted.


Paula frunció el ceño.


—Yo prefiero olvidarlo por el momento.


Pedro no se detuvo a cuestionar los motivos que podía tener una mujer madura para evitar a la policía.


—Entonces vámonos.


Le puso una mano en el codo y la guió a través del aparcamiento en dirección a la acera.


—¿Adónde vamos, señor Tanner?


—Mi coche está a una manzana de aquí. ¿Dónde vive usted?


—Al sur de Plaza. A unos veinte minutos de aquí.


—No tardaremos en llegar.


Paula no contestó.


Cuando llegaron a la siguiente farola, Pedro bajó la vista. A ella le temblaba la barbilla y le castañeteaban los dientes. El viento del norte le había adormecido las mejillas y las puntas de las orejas y la nariz. Debía estar congelada. Le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia su costado ileso para darle todo el calor corporal que pudiera.


Por un instante ella se apoyó en él y volvió el rostro y el vientre hacia el calor y el refugio que le ofrecía. Pero dos pasos más allá se detuvo y se soltó.


—Esto no me parece correcto. Lo siento. Debería llamar a un taxi.


—Eso es una locura. Mi coche está ahí —señaló el Dodge Rani rojo aparcado a poca distancia.


Paula movió la cabeza.


—Usted no lo entiende. No puede llevarme a mi casa.


—¿Por qué? Está mucho más segura conmigo que sola o con Daniel Brown.


—No se trata de eso, señor Tanner —ella golpeó el aire con la mano abierta para aplacarlo—. Usted es alumno mío y no sería apropiado aceptarle un favor. Se podría considerar demasiado amistoso.


—¿Demasiado amistoso? —él le tomó la mano y tiró de ella hacia el coche—. Yo no le pido ningún favor a cambio. Sólo hago lo que…


—¡Señor Tanner! —ella plantó los pies con firmeza en el suelo y apartó la mano.


Pedro suspiró con frustración. No debía olvidar que para ella era el alumno joven e impulsivo que se sentaba en la segunda fila.


—Perdone, doctora —sonrió—. Mi madre me enseñó a acompañar siempre a una mujer a su casa. No sólo por respeto a su familia, sino porque el mundo no es tan seguro como antes. ¿Ve usted a alguien más por aquí? No debería estar sola a estas horas —confiaba en poder convencerla de que le permitiera llevarla—. Mire, después de lo que ha pasado, no podría dormir si no la dejara a salvo en su casa.


Paula se frotó los brazos con las manos.


—Su madre es una buena mujer, pero…


—La próxima vez puede llamar a Seguridad de la Universidad para que la acompañen hasta su coche. Esta noche la llevo a casa —levantó las manos en un gesto de conciliación—. Por favor.


Paula pareció considerar su argumento.


—No dormiría nada, ¿eh?


—Nada.


—Supongo que no sería fácil encontrar un taxi aquí a estas horas. Y tengo que ir al baño.


Pedro había oído que las mujeres embarazadas iban mucho al baño. Quizá aquello lo ayudara a ganar la discusión.


—Pararemos en el primer sitio que esté abierto, se lo prometo.


Esperó con paciencia. Paula tardó un momento en asentir.


—De acuerdo. Iré con usted.


¡Por fin! Pedro nunca había tenido que esforzarse tanto para que una mujer aceptara su compañía. Sacó las llaves y abrió la puerta del coche.


—Pero no crea que eso va a hacer que le suba la nota, señor Tanner.


Pedro la ayudó a subir y se echó a reír.


—¿No? Yo creía que ya tenía la nota máxima en su clase.


Ella rió también.


—No del todo.


—Supongo que entonces tendré que esforzarme más —tiró del cinturón de seguridad y se lo pasó, procurando no rozar los dedos de ella con los suyos.


Cerró la puerta y dio la vuelta al coche. Se sentó al volante y puso el motor en marcha y la calefacción. El espacio confinado del vehículo se llenó rápidamente del olor a lana y cuero húmedos. Luego el olfato de él captó un aroma más sutil. Un aroma delicado a melocotón y nata. El aroma de Paula.



Apretó el volante con fuerza.


—¿Su madre también lo enseñó a ser perseverante, señor Tanner?


—Llámeme Pedro —la miró a los ojos—. Soy el pequeño de la familia, estoy acostumbrado a salirme siempre con la mía. Es uno de mis malos hábitos.


—¿Tiene más? —preguntó ella.


Pedro intentó no mirar aquellos increíbles ojos verdes y comprobó que no se acercaban coches antes de salir a la calle.


—Sí. Tengo la costumbre de entrometerme en los asuntos de los demás.




PRINCIPIANTE: CAPITULO 7





Paula se caló el gorro rojo brillante hasta las orejas y salió al frío. Aunque la temperatura de su cuerpo había aumentado en las últimas semanas de embarazo, ni eso ni su abrigo de lana podían nada contra el viento cortante que levantaba la nieve del suelo y lanzaba los pequeños copos helados contra su cara.


Después de su clase de aerobic en el agua y de cenar ensalada y colines en un restaurante italiano, se había dirigido a su piso en la parte suroeste de Kansas City.


Pero en lugar de entrar a ver la tele o leer, había regresado desde la puerta hasta el coche. No podía quitarse la impresión de que la estaban observando, la sensación de que había unos ojos que querían saber qué piso era el suyo.


A pesar de las protestas de su cuerpo agotado, se metió en el coche y volvió a la universidad. Allí por lo menos habría mucha más gente, estudiando en la biblioteca, en las clases nocturnas o en reuniones de departamentos.


Pero cuando el conserje de noche entró en su despacho para ver por qué había luz todavía, ella, que había pasado la velada corrigiendo exámenes, alegó que había perdido la noción del tiempo y comprendió que no tenía más remedio que ir a casa.


La universidad, tan ajetreada a las siete, estaba casi desierta a medianoche. El terrible frío había obligado a todo el mundo a buscar refugio.


A Paula le castañetearon los dientes y cruzó los brazos sobre el vientre para intentar conservar su calor corporal, pero cuando llegó al aparcamiento, de su boca salían nubes pequeñas de vapor que indicaban que la cabeza de la niña le apretaba el diafragma y le impedía respirar profundamente.


La niña también estaba colocada encima de su vejiga. Había ido al baño antes de salir del despacho, pero tenía la sensación de que necesitaba ir de nuevo. Apretó el paso y cruzó el espacio vacío hasta su coche.


Cuando vio la rueda de atrás, se detuvo en seco; La nieve se había agolpado en torno a las ruedas, pero la caída del coche en ese punto era inconfundible.



Tenía una rueda pinchada.


A medianoche. En invierno. Cuando estaba agotada y necesitaba ir al baño.


—¡Maldita sea!


Miró a su alrededor buscando opciones. Podía llamar a una grúa y pagar extra para que le recogieran el coche a esa hora. Tendría que volver al edificio o se congelaría allí.


O podía hacerse cargo de la situación personalmente.


Abrió el coche con determinación y lanzó su bolso dentro.


Cuando hubo sacado el gato y la rueda de repuesto, respiraba con fuerza. La niña pataleó para protestar por el ejercicio y la alcanzó debajo de una costilla, lo que la obligó a parar y apretarse el costado hasta que remitió el dolor.


Luego reanudó el trabajo, colocó el gato y subió el coche con toda la rapidez y eficacia que le permitían los dedos helados a pesar de los guantes.


Acababa de retirar la rueda pinchada cuando se dio cuenta de que no estaba sola. Tres figuras la observaban desde las sombras. Y entonces comprendió lo que ocurría y un escalofrío subió por su columna.


Aquello no era mala suerte, era una venganza.


Apretó la llave inglesa en la mano antes de incorporarse y volverse hacia Daniel Brown y sus dos corpulentos amigos.


—Doctora Chaves —la sonrisa de Daniel no tenía nada de sincera—. ¿Tiene problemas con el coche?


A Paula le dio fuerzas saber que Daniel necesitaba la ayuda de otros para meterle miedo.


—Supongo que han sido intencionados —repuso.


—No lo sé —Daniel tenía las mejillas muy rojas, como si acabara de salir de un edificio muy caliente. O peor. Como si hubiera estado bebiendo.


—¿Y te has parado aquí a ayudarme a cambiar la rueda? —preguntó Paula.


—A mí me parece que lo hace muy bien sola.


La mujer notó que uno de los chicos grandes se acercaba a la parte trasera del coche. Agitó la llave inglesa en el aire.


—No te muevas. Quiero que los tres os quedéis donde pueda veros.


Daniel hizo un mohín con los labios y adoptó una expresión dolida.


—Ya no estamos en su clase, doctora. No puede darnos órdenes.


Paula señaló a Lucio Arnold y Sergio Parrish, los dos chicos musculosos.


—A ellos no los he echado de clase. Eres tú el que ha plagiado el trabajo. Encontré una copia exacta en Internet.


Daniel la miró con rabia. Le apuntó con el dedo y avanzó unos pasos.


—Y usted no debería ser tan zorra —Paula sucumbió al pánico por un momento y retrocedió contra el coche—. No me extraña que el hombre que la preñó la haya dejado sola.


—¡Apártate de mí! —cuando el chico estuvo a su alcance, 


Paula lo golpeó con la llave inglesa en mitad del plexo solar.


Daniel se sujetó el estómago, se dobló y tosió. Paula lo empujó hacia atrás.


—No te acerques a mí —dijo—. Llamaré a la policía ahora mismo.


—¿Con qué? —la tos de Daniel terminó en una carcajada y se enderezó.


Paula miró por encima de su hombro. Distraída por el avance de Daniel, no se había dado cuenta de que Lucio había dado la vuelta al coche y tenía ahora en la mano el bolso de ella, donde estaba el móvil.


El miedo se apoderó de Paula y eliminó por completo su seguridad en sí misma.


Daniel aprovechó la distracción para arrancarle la llave inglesa de la mano. Paula se llevó instintivamente las manos al vientre para protegerlo.


Daniel le puso la llave inglesa debajo de la barbilla.


—No quiero volver a su piojosa clase —dijo—. Sólo necesito que limpie mi historial para que pueda seguir en la universidad.


—Eso ya no depende de mí.


—Hágalo —el metal frío de la llave inglesa presionó su barbilla—. Hágalo o tendrá que afrontar algo peor que una rueda pinchada.


Paula sintió una rabia repentina.


—¿Cómo te atreves a amenazarme? Eres tú el que ha ido contra las normas y el que tiene que pagar las consecuencias.


—¡Es un… trabajo… estúpido! —gritó él con furia de borracho.


Paula se estremeció. ¿Qué había hecho? ¿Por qué había discutido? ¿Por qué no se había quedado en casa?


—Daniel, por favor… —estaba dispuesta a suplicar por el bien de su niña—. ¿Lucio? ¿Sergio?


—¿Hay algún problema, doctora?


Paula sintió que el corazón se le subía a la garganta y chocaba allí con su miedo. La voz baja y tranquila también sobresaltó a Daniel. Era una voz que no admitía discusiones, una voz que no mostraba ningún miedo.


Una voz que ella no olvidaría nunca.


Su caballero andante salió de las sombras al espacio iluminado por la farola. Pedro Alfonso. Con los vaqueros y la chaqueta negros, había resultado invisible en las sombras. 


Paula sabía que medía más de un metro noventa y los hombros anchos le sobresalían por los dos lados de la silla del pupitre. Pero cuando salió a la luz, con los puños apretados a los costados y los ojos azules oscurecidos por la rabia, parecía más grande y más duro que nunca.


La mujer se agarró el estómago, temerosa de confiar en el rescate que él prometía.


—Suelta esa llave, Daniel —dijo Pedro.


Daniel miró a Lucio y Sergio un momento.


—Somos tres, Alfonso. Y esto no es asunto tuyo.


—Sí lo es —repuso Pedro, sin inmutarse—. ¿Te vas a ir de aquí con la cara intacta o con la nariz sangrando? Tú eliges.