viernes, 1 de diciembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 21





Pedro estaba en la cama, leyendo currículums para el puesto de jefe de ventas de AMS, cuando se abrió la puerta del apartamento. Eran más de las once y llevaba horas en casa después de que Paula lo relevase en el apartamento de Raquel. Se había ofrecido a quedarse, pero ella había insistido en que se fuera.


La oyó cerrar la puerta de su habitación y, unos minutos después, la creyó en la cama. ¿Por qué no? Había tenido un día largo y difícil.


Pedro volvió a sus currículums, intentando controlar la decepción… pero entonces se abrió la puerta y Paula apareció con una camisola de seda de color crema que le había comprado en La Perla.


Mientras se acercaba a la cama no podía dejar de mirarla, sorprendido. Tenía la cara un poco enrojecida, como si se la hubiera lavado con jabón un minuto antes, el pelo suelto cayendo sobre los hombros en suaves ondas y los generosos pechos apenas escondidos bajo la camisola.


Pedro


—¡No, por favor!


Sorprendida por la intensidad con la que había hablado, Paula se quedó inmóvil.


—¿Qué pasa?


—No te acerques a mí vestida de esa forma.


—¿Por qué?


—Tú sabes por qué.


Paula, esbozando una sonrisa pícara, se levantó un poco la camisola para mostrarle las bragitas a juego.


—Lo digo en serio —le advirtió él, con su erección claramente visible bajo la sábana que lo tapaba de cintura para abajo—. Te doy cinco segundos para que te vayas. Si no… tú verás.


Los ojos verdes se iluminaron. Y no se movió.


—Uno —empezó a contar Pedro. Ella seguía en el mismo sitio—. Dos…


Paula dio un paso adelante.


—Tres… cuatro…


No contó hasta cinco. ¿Para qué? Se había levantado de la cama y la tomó entre sus brazos en una décima de segundo.


Atrapó su boca mientras la empujaba suavemente hacia la cama y, cuando Paula estaba encima de él, mirándolo a los ojos, algo pasó entre ellos. Algo que golpeó a Pedro en el plexo solar: aquella mujer era suya.


Pero entonces Paula se apretó contra su erección y su mente lo abandonó. Lo único que quería era besarla, chuparla, entrar en ella y no salir hasta que los dos estuvieran sin aliento. La tumbó de espaldas sobre la cama y la devoró a besos.


Paula dejó escapar un suave gemido y levantó las caderas, buscándolo, diciéndole que estaba preparada, que llevaba semanas preparada.


Pero Pedro estaba decidido a ir despacio. Iba a hacer suyo cada centímetro y cada poro de su cuerpo, pensaba mientras la mordía en el cuello.


Paula sintió un escalofrío interno, como si estuviera a punto de llegar al orgasmo. Y temía no poder contenerse.


Pedro, completamente desnudo, la acariciaba y mordisqueaba su cuello mientras ella pasaba las manos por sus hombros. No, no iba a poder contenerse.


—Bésame… —murmuró.


—Paula —susurró él, deslizando las manos por su espalda para agarrar su trasero, apretándola contra su erección.


Ella reaccionó rápidamente con la más íntima de las caricias, enredando las piernas en la cintura masculina. El sexo no había sido parte de su vida durante dos años, pero incluso antes siempre había sido más bien algo corriente. Nada que ver con aquello, nada como Pedro tocándola y haciéndola suspirar.


Y deseaba todo eso, lo deseaba todo de él. Sabía que Pedro estaba tan desesperado como ella, lo notaba en sus jadeos, en su forma de mirarla.


Era una afortunada, sí.


Pedro se apartó un poco y empezó a besar su cuello, deteniéndose en el fino tirantito de la camisola. Con dedos tiernos pero ansiosos, tiró de ellos hacia abajo y, al hacerlo, la camisola cayó hasta su cintura.


Los ojos de Pedro ardían mientras admiraba sus pechos, los dos pesados globos que parecían suplicar su atención, sus besos. Paula dejó caer la cabeza sobre la almohada, llenando sus pulmones de su aroma mientras él buscaba uno de sus pezones con los labios.


Sus pechos siempre habían sido muy sensibles; a veces, cuando llevaba un jersey sin sujetador, el roce le hacía sentir un cosquilleo entre las piernas. Pero eso no era nada comparado con lo que estaba pasándole en aquel momento. 


Mientras Pedro chupaba un pezón, usaba el pulgar y el dedo medio para acariciar y pellizcar el otro y eso la volvía loca.


Pero cuando sintió una gota de líquido seminal cayendo en el interior de su muslo, perdió la cabeza. Se frotó fuertemente contra él, gritando como un animal herido mientras levantaba las caderas como si Pedro estuviera dentro de ella.


—Paula… —susurró, metiendo una mano entre sus piernas—. Cariño, eres tan dulce… Dime lo que quieres.


Cuando el orgasmo terminó por fin, su deseo por Pedro se había intensificado.


—A ti, dentro de mí…


Él estaba abriendo el cajón de la mesilla antes de que pudiera decir una palabra más. Se enfundó en el preservativo y, después de quitarle la camisola y las bragas, se colocó sobre ella, separando sus piernas con la rodilla, y Paula sintió que su vello le quemaba la piel.


Con su erección colocada a la entrada de su cueva, Paula levantó las caderas, recibiéndolo poco a poco, acostumbrándose a la masculina invasión.


No iban a tener el menor problema con el sexo.


Hacer aquello lo cambiaba todo y lo sabía. Pero el deseo era demasiado poderoso como para pensar en las consecuencias.


Pedro, colocado sobre ella y casi sin respiración, la miraba como un toro a punto de embestir.


Con una audacia que no creía poseer, Paula se llevó las manos a los pechos y se acarició los pezones mientras Pedro la miraba a la luz de la lámpara.


—Tú… —fue todo lo que pudo decir antes de entrar en ella con una profunda embestida.


Paula abrió las piernas para recibirlo mejor, deslizando las manos por su espalda para apretar sus firmes nalgas, empujándolo más hacia ella. Luego él empezó a moverse, cada embestida tocando ese punto que la dejaba con la garganta seca, haciendo que sus pechos vibrasen, haciéndola sentir desesperada por explotar otra vez.


Paula envolvió su cintura con las piernas y siguió su ritmo, empujando con él. Tan excitada como Pedro, metió una mano entre ellos y capturó rápidamente sus duros testículos.


Él dejó escapar un gemido de sorpresa pero, mientras Paula jugueteaba con ellos, sintió que se ponía todavía más duro, que todo su cuerpo temblaba. Seguía moviéndose rapidamente, sus embestidas convirtiéndose en asaltos rápidos, frenéticos asaltos que la obligaron a agarrarse al cabecero de la cama.


Pedro apretaba sus pechos mientras se movía, arqueándose como un semental, cada vez más rápido hasta que los dos perdieron el control.


Luego Paula gritó y el orgasmo la dejó sin aire. Incapaz de detenerse, Pedro la siguió con una desesperada acometida antes de caer sobre ella, temblando sobre su piel húmeda y ardiente.


Pasaros varios minutos antes de que cualquiera de los dos pudiese hablar. Estaban tumbados de lado, bajo las sábanas, Pedro apretándola contra su pecho, las femeninas nalgas contra su saciada entrepierna.


Paula se sentía más relajada y feliz que en mucho tiempo. 


¿Era el sexo, se preguntó, o estar entre los brazos de su marido? ¿O las dos cosas?


Se volvió para mirarlo porque quería ver sus ojos, ver si podía leer en ellos alguna reacción a lo que acababa de pasar.


Pero Pedro tenía los ojos cerrados, su rostro en paz.


Como cualquier mujer persistente, Paula hizo lo que pudo para despertarlo de una manera cariñosa. Besó primero sus párpados, después la punta de su nariz, luego su boca…


Él tardó un momento en responder.


—¿Qué ocurre? ¿Estás dispuesta a hacerlo otra vez? —bromeó, dándole una palmadita en el trasero.


Paula se puso colorada.


—Tonto…


—Te ha gustado eso, ¿eh? Muy bien, lo recordaré.


Ella tocó su cara, sonriendo.


—Me gustas.


En cuanto pronunció esa frase, supo que no era verdad. No sólo le gustaba, estaba enamorándose de él.


Él la miró, con el ceño arrugado.


—¿Qué pasa? ¿Estás bien?


—Sí, claro.


—¿Seguro? —Pedro la estrechó entre sus brazos—. Pareces triste. ¿Es por lo de hoy?



—No, pero ya que lo mencionas, quiero darte las gracias. Lo que has hecho por mi madre…


—Lo he hecho por ti.


—Gracias de todas formas.


—¿Por qué no me lo habías contado?


—No lo sé —suspiró ella.


—Tiene Alzheimer, Paula.


—¿Crees que no me he dado cuenta?


—No te estoy regañando, cariño. Me importas y te habría ayudado antes de haberlo sabido.


Ella alargó una mano para acariciar su cara. Había juzgado mal a aquel hombre. Podía ser un mujeriego, pero en el fondo era un verdadero amigo.


—¿Puedo preguntarte una cosa más?


—Sí, claro.


—¿Tu padre?


Paula se puso tensa.


—¿Qué quieres saber?


—¿Por qué tampoco me habías dicho que os abandonó?


De modo que su madre había tenido algún momento de lucidez mientras estaba con él…


—Por la misma razón por la que no te conté lo de mi madre. Me parecía demasiado personal.


—¿Demasiado personal?


—Nuestro matrimonio era un simple acuerdo, Pedro. Se supone que en ningún momento debía ser un matrimonio de verdad… en ningún sentido.


—Pero lo es —dijo él—. Y yo quiero que siga siendo así.


—No sé si yo pienso lo mismo…


—¿Por qué no?


—Un año, prometimos que duraría un año. No somos una pareja de verdad, no compartimos un pasado ni tenemos sueños para el futuro. Esto es asombroso, tú eres asombroso, pero apenas nos conocemos, da igual lo que sienta por ti…


—¿Y qué es lo que sientes?


Paula negó con la cabeza. No podía hacerlo. No podía decirle que estaba enamorándose de él. Al menos, hasta que Pedro lo hubiera dicho primero. Si lo decía alguna vez, claro.


—Da igual lo que sienta, la verdad es que no sé si puedo confiar en ti.


—Paula…


El móvil que había sobre la mesilla empezó a sonar y ambos lo miraron con cara de pocos amigos.


—¿No vas a contestar? —preguntó Paula.


Pedro alargó una mano para tomar el teléfono mientras ella se tapaba con la sábana.


—¿Sí? ¿Qué? Ah, muy bien… de acuerdo. Tengo que irme, Paula.


—Pero si es más de medianoche…


—Lo sé.


—¿Todo bien?


Pedro saltó de la cama y se vistió a toda prisa.


—No hay nada de qué preocuparse.


—Tú tampoco confías en mí, ¿verdad?


Él se acercó a la cama para darle un beso en los labios.


—¿Estarás aquí cuando vuelva?


Paula suspiró. Tenían mucho camino por recorrer su marido y ella. Los dos parecían querer justo aquello que el otro no estaba dispuesto a darle: confianza. Pero después de aquella noche, como había predicho antes entre sus brazos, nada sería lo mismo. Todo iba a cambiar.


Aunque tal vez confiar el uno en el otro sería parte de ese cambio.


Su pasado, su padre.


El presente de Pedro, dónde iba a esas horas de la noche.


—Sí, aquí estaré —le dijo.




jueves, 30 de noviembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 20





Cuando Paula llegó al apartamento de su madre estaba a punto de sufrir un infarto. Había estado reunida con un cliente y el jefe les habían pedido a todos que apagasen los móviles.


Pero nunca volvería a hacer eso. Si lo hubiera dejado en silencio, habría sabido de inmediato lo que pasaba…


Cuando terminó la reunión y escuchó los angustiosos mensajes de Wanda, pidió disculpas a su jefe y le dijo que tenía que marcharse urgentemente. Pero había tardado diez minutos en encontrar un taxi…


Lo primero que vio al entrar en el apartamento fue a la cuidadora de su madre paseando por la cocina con gesto preocupado.


—¿Qué ha pasado, Wanda?


Al verla, la mujer suspiró, aliviada.


—Ha empezado a hablar de tu padre —le explicó.


—Oh, no.


—Ya sabes que ha ocurrido antes, pero esta vez ha sido peor que nunca. Empezó a llorar, a decir que tenía que encontrarlo, que tenía que hacer que la escuchase para que cuidase de ti… Incluso intentó abrir la puerta.


—Dios mío —murmuró Paula, con el estómago encogido.


Su madre llevaba seis meses sin sufrir un episodio así y estaba convencida de que no volvería a ocurrir. 


Evidentemente, estaba equivocada.


—Nunca la había visto tan alterada. No sabía qué hacer, así que llamé a tu marido —dijo Wanda entonces.


—¿Qué?


Pedro no sabía nada sobre la enfermedad de su madre. No había querido hablarle de algo tan personal, por no decir angustioso, hasta que se conocieran un poco mejor.


—En cuanto él llegó, tu madre se calmó un poco…


Paula apenas la oía mientras corría por el pasillo. La puerta de la habitación estaba entreabierta y cuando entró encontró a su madre dormida como una niña, su pálido rostro relajado. Pedro, sentado en una silla con un libro en las manos, se puso un dedo sobre los labios.


—Acaba de dormirse.


—¿Está bien? —murmuró ella, inclinándose para mirarla de cerca.


—Sí, pero parecía decidida a buscar a tu padre.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. Su padre se había marchado mucho tiempo atrás y estaban mejor sin él. Pero Raquel vivía cada vez más en el pasado. Lo que para ella eran sólo vagos recuerdos, para su madre eran situaciones dolorosamente reales.


—¿Cómo has conseguido calmarla?


—Le he dicho que yo lo encontraría.


—No, Pedro


—Tenía que hacerlo.


Ella asintió con la cabeza.


—Me preguntó quién era y le dije que era tu marido.


—¿Y qué ha dicho mi madre? —preguntó ella con curiosidad.


—Al principio no parecía entenderlo, pero antes de quedarse dormida me miró y dijo: «tú eres el marido de mi hija».


Paula apretó su hombro. No podía creer que estuviera allí, haciéndole ese enorme favor.


—¿Qué libro le estabas leyendo?


—Orgullo y prejuicio.


—¿Una novela romántica?


—Tu madre me dijo que era una de sus favoritas —suspiró Pedro—. Y para ser una novela romántica, no está tan mal.


—Me alegra saber que Jane Austen cuenta con tu aprobación —bromeó Paula.


Él inclinó a un lado la cabeza, estudiándola.


—¿Qué? —dijo ella.


—Me recuerdas a Elizabeth Bennet, la protagonista. También ella era una listilla.


—Sí, es verdad —rió Paula—. ¿Por qué no vuelves a la oficina? Yo me quedaré aquí con ella.


—No.


—¿Cómo que no?


—Es tu primera semana en la empresa.


—Pero les he dicho que tenía una emergencia familiar. Tendrán que entenderlo…


—No lo entenderán. Lo que harán será despedirte.


Paula apretó los labios. Sabía que tenía razón, pero no podía dejar sola a su madre. Si volvía a alterarse de nuevo o quería salir del apartamento, Wanda necesitaría ayuda.


—Me quedo —dijo Pedro, muy serio.


—No puedes hacer eso.



—¿Por qué no?


—Tú también tienes un trabajo. 


Él sonrió, arrogante.


—Yo soy el jefe y puedo hacer lo que quiera —le dijo—. Creo que he dejado de ir a trabajar tres veces en toda mi vida. Hoy pienso pasar mi cuarto día libre con tu madre.


Pedro


—Nos vemos luego.


Paula no se movió. No dejaba de hacerse preguntas sobre aquel hombre que actuaba como… como si fuera su marido.


—Si empeorase…


—Te llamaré —le aseguró él.


Aquel trabajo era su futuro, la seguridad de su madre, de modo que apretó su hombro por última vez antes de salir de la habitación.


—Volveré a las cinco y media para relevarte.


—Sí, claro, venga, vete —insistió Pedro, mostrándole el libro—. Quiero saber qué hace ahora el maldito señor Darcy.


Paula miró a su madre por última vez y, sonriendo, salió de la habitación.





COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 19






—Señor Alfonso, le llama una tal señora Davis.


Pedro ni siquiera se molestó en levantar la mirada. No reconocía el nombre y tenía una reunión en diez minutos.


—Que deje un mensaje.


—Pero dice que es muy importante.


—Siempre es importante —suspiró él—. Por favor, dile que te deje el mensaje.


—Es sobre su suegra, señor Alfonso.


—Yo no tengo… —Pedro no terminó la frase. Sí, ahora tenía suegra, pensó entonces—. Pásamela, por favor.


—Sí, señor Alfonso —dijo su secretaria, y le pasó la llamada.


—¿Dígame? —Pedro arrugó el ceño. Paula le había contado muy poco sobre su madre, sólo que vivía en la ciudad y que era artista, lo mismo que le había dicho el investigador—. Soy Pedro Alfonso.


—Señor Alfonso, soy Wanda Davis, la persona que cuida de la señora Chaves.


—¿Cómo?


—Su cuidadora. Y me temo que tenemos un problema.


—¿A qué se refiere?


La mujer pareció vacilar.


—¿Sabe dónde está Paula, señor Alfonso?


—Trabajando, supongo —contestó él, alarmado—. ¿Le importaría decirme qué ocurre?


—La he llamado al móvil, pero lo tiene apagado —siguió la mujer, nerviosa—. Sólo Paula puede calmar a la señora Chaves cuando se pone así, pero si no la encuentro tendré que llamar a una ambulancia…


—¿La señora Chaves está enferma?


—Bueno, imagino que sabrá que… en fin, pensé que lo sabía.


Pedro pensó en su nuevo puesto, en las reuniones que lo esperaban después de comer.


—No llame a una ambulancia, iré enseguida —dijo, tomando un bolígrafo—. Deme la dirección, por favor.







COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 18





—¡Tengo trabajo! —anunció Paula unos días después, entrando en casa con el aire de alguien que acabara de ser admitido en el club más exclusivo del mundo—. Acabo de escuchar el mensaje y no me lo puedo creer.


Pedro estaba en la cocina haciendo rollitos de sushi y levantó la mirada, sonriendo.


—Enhorabuena.


—Gracias —Paula hizo una burlona reverencia.


Estaba muy guapo. Se había quitado el traje de chaqueta que solía llevar a la oficina y llevaba unos vaqueros gastados y una camiseta azul cielo que destacaba su bronceada piel, marcando claramente su estómago plano y sus anchos hombros.


—¿Quién es la empresa afortunada?


—Ebet y Gregg.


—Ah, bien, muy bien —dijo Pedro, ofreciéndole una copa de vino blanco—. Enhorabuena.


—Lo mismo digo —sonrió Paula, tomando un trago—. Oye, espera un momento.


—¿Qué?


—¿Por qué no pareces sorprendido?


—¿Pusiste Alfonso en el curriculum?


—Sí.


Él hizo un gesto con las manos.


—Por eso.


Paula le dio un juguetón puñetazo en el hombro.


—Listillo.


Pedro la tomó por la cintura.


—Así es como me llaman.


—¿De verdad? ¿Te llaman así en la oficina?


—Sí.


—¿Cuando tu ayudante entra en tu despacho dice: «le esperan en la sala de juntas, señor Listillo?


—A lo mejor debería llamártelo a ti —rió Pedro—. Venga, ve a tu habitación y mira en tu armario.


—¿Por qué?


—Vamos, hazlo.


Suspirando, Paula fue a su habitación, con él detrás, y sin saber qué podría haber en el armario, abrió la puerta.


—¡Ostras!


—Ah, una reacción interesante —rió Pedro—. Aunque no es exactamente lo que yo había esperado.


El armario estaba lleno de vestidos, trajes, zapatos, bolsos.


Todo de su talla y en una gama perfecta de colores.


Paula alargó una mano para tocar un fabuloso traje de Chanel.


—¿Es la colección entera de Barneys?


—No toda, no —contestó él.


—Muy bien, entonces tú sabías que iban a darme ese trabajo.


—Dejaron el mensaje hace horas —le confesó él.


—¿Y has hecho todo esto en unas horas?


—No ha sido nada.


Paula se dejó caer sobre la cama, suspirando. No podía entender cómo había podido comprar todo eso en tan poco tiempo. Ah, no, claro, él no había ido a comprarlo. 


Seguramente sólo habría hecho un par de llamadas.


Aun así…


—Es un detalle tan cariñoso, tan bonito…


—Antes de que digas nada más, debes saber que lo he hecho por motivos absolutamente egoístas.


—¿Ah, sí?


—Gracias a mi nuevo puesto como presidente de AMS, tengo que acudir a cenas oficiales, eventos y…


—Ah, ya, y mi ropa no era adecuada. Muy bien, lo entiendo.


—Además, necesitarás ropa para ir a trabajar.


Paula se levantó para darle un abrazo y, sin dudar, como si fuera lo más normal del mundo, Pedro la apretó contra sí. Sus musculosos brazos, su olor, cómo se apretaban sus pechos contra el torso masculino… todo estaba empezando a resultar familiar para ella.


—No soy una de esas chicas que se muestran tímidas y rechazan un regalo que les gusta mucho.


—¿No?


—Me encanta la ropa, tío.


—¿Acabas de llamarme tío?


Paula soltó una carcajada.


—Gracias, de verdad.


—De nada. Pero voy a terminar de hacer la cena antes de que bebas demasiado, te emborraches y te lances sobre mí.


—Yo nunca me emborracho.


—Bueno, un hombre tiene derecho a soñar, ¿no?