miércoles, 29 de noviembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 17





—¡Que la detengan! ¡Es una ladrona!


Sentada a la mesa de la cocina, Paula levantó la mirada, sonriendo. Eran más de las diez de la noche, habían vuelto del restaurante media hora antes y, mientras Pedro se daba una ducha, ella se había puesto a buscar trabajo en el periódico.


Pero él acababa de entrar con un albornoz azul marino y el pelo mojado y estaba más guapo que nunca.


—¿Dónde está la comida que he traído del restaurante?


Paula volvió a mirar fijamente el periódico, porque no mirar a aquel hombre tan atractivo en albornoz y descalzo le parecía la mejor idea.


—¿No se llama «la bolsa de las sobras»?


—¿Estás evitando la pregunta?


—¿Qué pregunta era?


Con una cerveza en la mano, Pedro se sentó a su lado.


—¿Dónde está mi comida?


—Sigue en la nevera. ¿No la has visto?


—¡No! —rió él—. Ha desaparecido misteriosamente.


—Mira, seamos serios, tú eres demasiado sofisticado y demasiado pijo como para comer las sobras de la cena y lo sabes tan bien como yo —rió Paula.


—Eso no es verdad.


—¿Qué parte no es verdad?


—Que sea pijo —sonrió él, ofreciéndole la cerveza—. ¿Quieres un poco?


—Sí, ¿por qué no? —después de tomar un trago Paula le devolvió la botella y siguió leyendo el periódico.


—¿Qué haces?


—Buscar trabajo. Pero tengo que actualizar mi curriculum.


—¿Necesitas ayuda?


—No, gracias.


Olía tan bien, a jabón, a hombre… a algo prohibido. Intentó respirar por la boca en lugar de por la nariz, tarea nada fácil sin parecer una mujer a punto de ahogarse. Le habría ayudado tener una pinza de la ropa o algo parecido.


—¿Por qué no?


—Sólo quiero hacer que mi experiencia como diseñadora gráfica suene más sustanciosa de lo que es en realidad.


—¿Lo tienes ahí?


—Sí —suspiró Paula.


—Déjame ver.


Mientras Pedro repasaba el curriculum, ella se irguió en la silla, como si de verdad estuviera en una entrevista de trabajo.


—Estoy decidida a conseguir un puesto como diseñadora gráfica en otoño —le dijo—. Un puesto de ayudante me parece bien, pero lo que de verdad quiero es llegar arriba. Y aprender de los mejores.


Pedro le devolvió el papel.


—Yo sé lo que necesitas para solucionar el problema.


—¿Qué?


—Tienes que cambiar tu apellido. Pon Paula Alfonso y no tendrás ningún problema para encontrar trabajo.


—No puedo hacer eso —dijo ella, sorprendida.


—¿Por qué no?


—Quiero conseguir un trabajo por mis propios méritos.


—Nadie se va a molestar en fijarse en tus méritos —Pedro se echó hacia atrás en la silla y tomó un trago de cerveza—. ¿Sabes cuánta gente busca trabajo como diseñador gráfico en Manhattan? Y no me refiero a ese tipo de puesto en el que, además de llevar papeles de una oficina a otra te dedicas a servir cafés, que son la mayoría.


—Sí, bueno, imagino que habrá mucha gente.


—Muchísima. Hay miles de diseñadores —Pedro dejó la cerveza sobre la mesa y tomó su mano—. Un cazatalentos ni siquiera leería tu curriculum a menos que algo llamase su atención.


—Como el apellido Alfonso, por ejemplo.


—Exactamente.


—Pero hay más de un Alfonso en Nueva York.


—Todo el mundo sabe que me he casado y con quién me he casado. Sólo hay una Paula Alfonso.


Ella suspiró.


—No sé…


—No es tan mal apellido.


Parecía un niño orgulloso y Paula tuvo que sonreír.


—No, no lo es.


¿Por qué no lo hacía? ¿Por qué tenía escrúpulos? ¿Porque sólo iba a llevar ese apellido durante un año?


Estaba empezando a sentirse muy confusa. Y no le gustaba eso. Ella solía ser una persona decidida, pero cuanto más tiempo estaba con él, más confusa se sentía.


—Consigue el trabajo y demuestra luego lo que vales.


—Tengo méritos —insistió Paula, más para sí misma que para él.


—Unos méritos increíblemente atractivos que ninguna empresa debería dejar pasar —sonrió Pedro.


Estaban convirtiéndose en amigos. Entre ellos empezaba a haber una camaradería muy agradable. Y eso estaba bien. 


Lo que la preocupaba era la innegable atracción que iba incluida en esa amistad. Y no era sólo la proximidad, aunque seguramente eso ayudaba mucho. No, había sentido aquella conexión desde el primer día, cuando habían hablado en el descansillo.


Paula volvió a mirar su curriculum, pensativa. Quizá debería cambiarlo. Después de todo, ahora era la señora de Pedro Alfonso. ¿Dónde estaba el daño? Ella era muy trabajadora y aprendía rápidamente. Sería un activo para cualquier empresa que tuviera el sentido común de contratarla.


—Muy bien. Lo haré.


—Estupendo.


Pedro se inclinó hacia delante para besarla en los labios. Era un beso cálido, posesivo, uno que dejaba bien claro lo que quería.


El corazón de Paula latía a toda prisa cuando se apartó y, sin pensar, se pasó la punta de la lengua por los labios…


Entonces Pedro tiró de ella para sentarla sobre sus rodillas y Paula le echó los brazos al cuello. Mientras se besaban sentía su erección rozando su cadera y suspiró sobre su boca.


Su cuerpo ya no parecía suyo, como si hubiera sido desconectado de su cerebro. Fuera lo que fuera, era una causa perdida. No podía resistir el deseo que sentía por él. 


Tendría que lidiar después con las consecuencias.


Por el momento, iba a disfrutar de los besos de Pedro Alfonso.


Cansada de estar de lado, levantó una pierna para sentarse a horcajadas sobre él. Al hacerlo, el albornoz de Pedro se abrió ligeramente… y comprobó que estaba desnudo. Pero eso no la detuvo, no la asustó; al contrario, la excitó aún más.


Pedro acariciaba su espalda mientras la besaba, cambiando de ángulo, sus lenguas enredándose en un baile seductor…


Luego tiró hacia abajo del escote del vestido, exponiendo uno de sus pechos al frío del aire acondicionado. A Paula se le quedó el aliento en la garganta cuando él inclinó la cabeza y empezó a lamer el pezón. Sujetando el pecho por debajo, lo empujaba suavemente hacia su boca, chupando con fuerza.


—Sí, ahí, quédate ahí…


No era una sorpresa que sus braguitas estuvieran mojadas, ni que experimentase un deseo que no recordaba haber sentido nunca. Deseaba a Pedro de una manera casi dolorosa. Deseaba aquella dura erección dentro de su cuerpo…


Ninguno de los dos oyó el golpecito en la puerta, al menos no inmediatamente. Pero fuera quien fuera insistía y los golpes se convirtieron en un estruendo.


Pedro levantó la cabeza, murmurando una palabrota. Cuando se apartó, sus ojos parecían los de un borracho.


—Son las once —murmuró Paula.


En el descansillo podían oír la voz de una mujer…


—Espero que no sea Vivian Vannick-Smythe.


Pedro tomó su cara entre las manos.


—Vuelvo enseguida —le dijo, arreglándose el albornoz antes de salir de la cocina.


Paula se apoyó en la mesa, medio atontada y encendida hasta el punto de que se pondría a gritar si no conseguía acostarse con Pedro esa noche. Pero, a pesar de la niebla que parecía haberse instalado en su cerebro, consiguió escuchar la voz de una mujer, aguda e insistente. Y la de Pedro, impaciente y ronca.


Furiosa, Paula se arregló un poco el vestido y salió al pasillo cuando él estaba cerrando con llave.


—El pasado llama a la puerta —bromeó Pedro.


Pero entonces sonó otro golpecito y luego la voz de una mujer:
Pedro, por favor…


Él sacudió la cabeza.


—Lo siento mucho, Paula. No sé cómo ha entrado en el portal. Nos ha visto en Babbo esta noche y… quería hablar conmigo —murmuró, mientras abría de nuevo—. Madeline, vete a casa.


La alta, delgadísima y espectacular pelirroja hizo un puchero.


—No.


—Voy a pedirte un taxi.


—No quiero un taxi. Lo que quiero es que me expliques ahora mismo por qué has aparecido en Babbo con esa enanita a la que llamas tu esposa.


Muy bien, pensó Paula. La «enanita» tenía algo que decir.


—Espera… —empezó a decir Pedro.


—No pasa nada, esto es una cosa de mujeres —Paula se colocó frente a la guapísima aunque ligeramente borracha modelo y pensó que tenía razón, era un poco enanita. Al fin y al cabo, tenía que levantar la cabeza para mirarla a la cara—. Hola, Madeline.


La chica se quedó helada, pero se recuperó rápidamente.


—¿Así que eres tú la que dice haberse casado con Pedro?


—Sí, soy yo. Y tú eres una chica muy alta y muy guapa que ha tomado unas copas de más y está llamando a la casa de un hombre casado a las once de la noche. Piénsalo.


Las cejas perfectas de Madeline se unieron en el centro.


—Pero…


—¿No te parece un poquito desesperado para una chica como tú? Por favor, mírate al espejo.


Madeline tragó saliva, con sus ojos castaños abiertos de par en par.


—Sí, la verdad es que tienes razón.


—Vete a casa, date un baño de espuma, vete a dormir y mañana verás las cosas de otra manera —Paula alargó una mano para tocarla en el hombro—. Esto es Manhattan, cariño, y hay millonarios más o menos atractivos en cada esquina.


La chica asintió vigorosamente con la cabeza.


—Tienes razón, sí… gracias…


—Paula —contestó ella.


—Gracias, Paula.


—¿Quieres que te pida un taxi?


—No, lo hará el conserje. Me adora. Una pena que sólo sea un conserje —suspiró la modelo.


—Sí, claro. Buenas noches —Paula cerró la puerta y, cuando se volvió, Pedro estaba mirándola con la boca abierta—. No me lo puedo creer.


—Lo siento, pero yo no… —empezó a decir él.


—No puedo creer que una de tus chicas haya encontrado la puerta del apartamento sin mi ayuda.


Pedro soltó una carcajada y ella rió también. Cuando la risa terminó, Paula le dio un golpecito en el hombro.


—Buenas noches, marido.


—Espera.


—¿Qué?


Ninguno de los dos parecía saber cómo retomar lo que habían dejado a medias en la cocina, antes de que la modelo llamase a la puerta. Pero Paula respondió por los dos encogiéndose de hombros.


—Muy bien —dijo Pedro.


—Buenas noches.


—¿Paula?


—¿Sí?


—¿Cuando has dicho «millonarios más o menos atractivos» te referías a mí?


—Buenas noches, Pedro —sonrió Paula, antes de entrar en su habitación.


—Sólo has dicho eso para librarte de ella, ¿verdad? —lo oyó preguntar desde el pasillo.


Pero ella no contestó.




COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 16





Pedro se sentía en la cima del mundo.


A la una y media de la tarde, en la sala de juntas de AMS, con todos los ejecutivos de la empresa sentados alrededor de la mesa de caoba, Saul Alfonso había anunciado su retiro, efectivo inmediatamente. Su hijo, Pedro Alfonso, sería el nuevo presidente. Nadie pareció sorprenderse por la noticia, ya que todos sabían que ocurriría tarde o temprano. 


Pero para Pedro esas palabras habían sido maravillosas.


Después del anuncio de su padre, él anunció quién ocuparía su sitio como vicepresidente y los demás puestos nuevos del escalafón antes de informar sobre su plan de colocar a AMS en lo más alto antes de que terminase el año.


A las siete y media de la tarde estaba gustosamente cansado y deseando volver a casa, con su mujer.


El coche de la empresa lo esperaba en la puerta del edificio, la pintura negra reflejando las luces de las farolas.


—Buenas noches, señor Alfonso —lo saludó Michael, su chófer.


—Buenas noches —sonrió Pedro.


Pero cuando entró en el coche se llevó una sorpresa.


—¡Paula!


—Hola —sonrió ella. Y esa preciosa sonrisa le hizo algo por dentro.


—Hola.


Tenía un aspecto diferente. Los vaqueros habían desaparecido, y las camisetas y vestidos de estilo hippy, también. Desde el principio sabía que tenía buenas curvas, pero no las había visto hasta aquel momento. Y qué curvas.


Se le hacía la boca agua mientras la miraba de arriba abajo, desde las sandalias de tacón al vestido rojo con escote palabra de honor que mostraba el nacimiento de sus generosos senos.


El único pensamiento de Pedro en ese momento era subir el cristal que los separaba del conductor para hacer el amor con ella.


Estaba tan encendido que apenas se enteraba de nada, pero sí la oyó decir:
—¿Quieres saber por qué estoy aquí?


—Sí, claro.


—Había pensado invitarte a cenar.


—¿Ah, sí?


—Para celebrarlo.


Pedro miró ese rostro que no necesitaba maquillaje, el largo pelo oscuro que caía sobre sus hombros…


—¿Celebrar qué?


—¡Tu gran día, Pedro!


—¿Qué?


—¿No te has convertido en el presidente de AMS? ¡Has conseguido el puesto que llevabas esperando toda la vida!


Pedro, de vuelta a la realidad, asintió con la cabeza.


—Ah, sí, claro. Es que…


—¿Es que qué?


—Estoy sorprendido.


—Ah, muy bien —Paula se dirigió al conductor—. A Babbo, Michael.


—Muy bien, señora.


—Hace dos días era señorita —dijo ella sonriendo.


—Estás guapísima. 


Paula se puso colorada.


—Gracias.


No sabía cómo iba a volver a casa con aquella mujer y mantener su promesa de no tocarla. Menuda promesa le había hecho. ¡Qué imbécil! Pedro se dejó caer sobre el respaldo del asiento.


—¿Y si dijera «al infierno con la cena»?


—Entonces, tendríamos nuestra primera pelea.


—No, no quiero eso.


—Yo tampoco.


—Es un detalle por tu parte haber venido a buscarme —sonrió Pedro.


—También yo soy una chica concienzuda. Y una buena amiga.


La sonrisa de Pedro desapareció, pero disimuló enseguida y, cuando llegaron al restaurante unos minutos después, estaba de nuevo de buen humor.


—Sabrás que en cuanto entremos serás examinada de arriba abajo.


—¿Querrán saberlo todo sobre la esposa de Pedro Alfonso?


—Sí —contestó él, saliendo del coche y ofreciéndole su mano—. Y, la verdad, lo entiendo perfectamente.


Sonriendo, Paula dejó que la ayudase a salir a una de las sucias y apestosas pero siempre mágicas aceras de Nueva York.


Y así, de la mano, entraron en uno de los mejores restaurantes italianos de Manhattan.


COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 15




Era un sueño.


Sabía que era un sueño, pero no quería despertar. Su piel era como metal líquido, frío, suave, flexible, moviéndose debajo de él. Pero, por contraste, sus músculos, sus huesos y su sangre estallaban en una explosión de calor.


—¿Paula?


Era la voz de Pedro. Pero no era su sueño.


—¿Paula?


El sueño se esfumó y, de nuevo, pudo sentir el roce de las sábanas suaves en la espalda y el pelo en la cara. Paula abrió completamente los ojos. Pedro estaba de pie en medio de la habitación, como un modelo en las páginas de una revista: traje de chaqueta, corbata, recién afeitado, los ojos de un azul tan claro como la tela de unos vaqueros desgastados.


«Para comérselo», fue lo único que se le ocurrió pensar.


—¿Qué hora es?


—Las siete —respondió él—. Siento haberte despertado, pero no quería marcharme sin decirte adiós.


—Sí, claro —murmuró ella—. Gracias por despedirte.


Desde la cama, envuelta en aquel capullo de sábanas blancas, le llegó el aroma de su colonia masculina; un aroma que encendió su cuerpo, hinchado y húmedo de deseo.


Si lo agarraba por las solapas de la chaqueta y lo besaba, ¿qué haría Pedro? ¿Qué pensaría de ella? ¿Qué pensaría ella misma? Se había casado el día anterior, acababa de guardar el vestido de novia en el armario, había hecho un pacto consigo misma para no acostarse con él.


Entonces le llegó otro olor… ¿café, almendras? Al girar la cabeza vio una taza de café y un plato con una tostada y fruta sobre la mesilla.


—Esto parece un desayuno, Pedro.


—Sí, supongo que sí—sonrió él.


—¿Qué ha sido de esa norma tuya?


—Esas normas de las que hablamos anoche no se te pueden aplicar a ti.


Paula experimentó una oleada de felicidad. Absurda felicidad, por otra parte.


—De verdad estás haciendo un esfuerzo, ¿eh?


—¿Qué quieres decir?


—Para ser un buen marido.


—Siempre he sido un hombre muy concienzudo —sonrió Pedro.


—Desde luego, estás haciendo que me sienta cómoda aquí —suspiró Paula, pasándose una mano por el pelo—. ¿Tienes que irte ahora mismo?


—¿Por qué?


—Ese comentario que hiciste anoche sobre lo de hacer locuras…


—¿Sí?


—Creo que es hora de perder un poco la cabeza —contestó Paula, tomando un sorbo de café.


—¿Y cómo piensas hacer eso exactamente?


Ella señaló el plato que había sobre la mesilla.


—Ya que has hecho el desayuno, también podrías dármelo.


Riendo, Pedro se sentó sobre la cama, a su lado.


—Me gustas, ¿sabes? Me gustas mucho —le dijo, tomando una gruesa mora—. A ver, abre la boca.


Paula cerró los labios alrededor de su dedo y él tuvo que carraspear.


—Eres muy mala.


Pero siguió dándole la fruta hasta que no quedó nada en el plato.


—Gracias. De verdad, ha estado muy bien —sonrió ella.


—Lo que dije en el café era en serio —dijo Pedro entonces, con voz ronca—. Tú vas a ser la única.


Paula no podía dejar de preguntarse por qué aquel mujeriego redomado parecía tan entusiasmado con ella, por qué estaba siendo tan considerado, tan amable. ¿Era sólo porque quería cumplir la promesa que le había hecho o había algo más?


—Eres la única, ¿de acuerdo? —repitió él, acercándose un poco más.


Paula, olvidando todo lo que había decidido, cerró los ojos y dejó escapar un suspiro.


—Muy bien.


Y entonces Pedro la besó. Y ella le dejó hacer.


Primero besó sus labios, muy despacio, luego las mejillas, los ojos, el cuello, y después sus labios de nuevo.


No eran besos cargados de deseo o intensamente sexuales, pero todo en el cuerpo de Paula latía, suplicándole en silencio que continuase.


¿Dónde estaban sus hábiles manos, sus dedos?


Cuando abrió los ojos él había dado un paso atrás y la estaba mirando con cara de sorpresa.


—Tengo que irme.


—Lo sé.


—¿Cenamos juntos esta noche?


—Cocinaré yo. Y te daré la cena.


Pedro respiró profundamente.


—Eres una mujer complicada y tortuosa, Paula Alfonso.


Fue como si alguien la hubiera envuelto en una toalla calentita. «Paula Alfonso». Sonaba raro, pero le gustaría oírlo otra vez.


—Llegaré a casa alrededor de las ocho.


Cuando Pedro se marchó, ella volvió a tumbarse en la cama y dejó escapar un largo suspiro. Se sentía frustrada e insatisfecha, loca de deseo por el hombre con el que se había casado… el hombre al que había jurado no tocar.